—Ah,
maldita sea...
Al verter
un poco, algunas gotas de vino tinto se desplomaron contra la mesa del comedor.
Ya quedaba poco, una copa, o dos en realidad. Pero más de lo necesario para
hacerme comprender que el sonido del vertedero de licor contra el cristal era
infinitas veces mejor que el sentirme ahogado en este silencio.
Escuchar
los sonidos cadentes del canto de un ave a través de la ventana se había
convertido en un martirio, pero el tintineo de la botella de vino contra una
copa, no. El repiquetear de los muebles, los resortes rechinando de sólo un
lado de la cama eran el infierno, y el abrir el empaque de analgésicos que
pasmaban el dolor, no lo eran. El insomnio, noches infinitas, lágrimas, dolor,
el abismo, el abandono, se convertían en mis acompañantes habituales hasta que,
de un momento a otro, procuraba obligarme a mí mismo que aquél sería sólo el
comienzo, que el teléfono no iba a sonar, que no estoy sólo dentro de una
pesadilla, y que el anillo de oro que resguardo en el último cajón del tocador
de mi habitación probablemente se iba a quedar encerrado entre la fría madera
por mucho tiempo, y quizá para siempre. Quizá ya no serviría de nada.
De
cualquier forma, los días ya eran más largos sin sus palabras.
—...Lo siento
Salgo de
mis pensamientos al escuchar la voz de John apareciendo desde la estancia
principal. Conforme escuchaba sus pasos aproximándose hacia mí me digné en
tomar un nuevo sorbo de vino, sólo para apresar mi ser de sensaciones
debilitantes y lacerantes al tiempo en que echaba mi cabeza hacia atrás para
tragar. El cuello, la espalda aún me dolían, maldición. Era increíble que ni un
par de esos analgésicos me hayan dado el efecto que había deseado, ni siquiera
por un maldito par de horas.
—John—musito,
llevando una mano hacia mi cuello de forma inmediata para intentar sobarme un
poco. Él, al observar sólo frunció el ceño hacia mí, pero ni al entreabrir sus
labios había hecho que dijera nada.
Sólo toma
asiento, dejando salir un turbio suspiro a un lado de mí.
—No has
tocado tu cena—me acusa así, mirando mi platillo casi intacto antes que haber
mantenido mi mirada.
—No tenía
apetito—no tardé en replicar, o en mover el mismo plato a un lado para
posicionar mi copa de cristal frente a mí. John resopló.
—Desde
hace días que no lo has tenido, Michael—musita—. Casi dos semanas ya.
—Sí,
bueno... hace dos semanas que no tengo ganas de nada en realidad—le respondo
sin titubeo alguno, al tiempo en que ya me aferraba a la idea de dar un sorbo
más, esta vez, uno más grande, más largo como para sentir que mi garganta se
rasga por algo diferente a un nudo mortecino. Para variar.
Su mirada
no me deja de fulminar. El sonido del cristal topando con la madera de nuevo se
combina entonces junto con el golpeteo que causa el tomo de documentos que él
deja caer contra la mesa, y que, de no ser por el infinito suspiro que lanza,
ni de broma se me hubiese ocurrido mirar.
Un
segundo después, me di cuenta de que había dejado de tratarse de todo cuanto
ambos habíamos tenido pensado hasta ahora. En este instante, quizá nada importó
más, que el frío que sentí invadir mi cuerpo al haber cerrado los ojos a causa
de la frustración. Nada pesa más ahora que el dolor de morder mis labios ante
el nuevo acceso de temblores que aún atenazaban mi cuello, mis músculos,
dejándome entonces casi como un ser inservible que está sólo sentado a un lado
de quizá el hombre más furioso del universo.
—Michael,
nadie imaginó que esto pasaría...—su sentencia me obliga a quedarme inmóvil de
pronto, me acorrala a sólo oír su voz combinándose con el rápido latir de mi
corazón estallándose contra mis oídos—. No comes, no duermes, no hablas con
otras personas, no sales, no contestas las llamadas de personas que se
interesan por ti. Se suponía que hace tres días tendrías cita con tu
dermatólogo, Debbie estuvo tratando de contactarme ese día durante toda la
mañana y ni siquiera te has inmutado en reportarte. ¿De verdad crees que nadie
más se preocupa por ti?
—Es que
no deberían—me encojo de hombros simplemente, añadiendo un interés casi omiso
al torrente de preocupación letal que parece salir de su mirada, resguardándome
en no más que un trago más, y hasta terminar con ello—. No debería interesarle
a nadie lo que sea que ocurra conmigo.
Y creo
que cierro los ojos, o al menos trato, en mi intento por no soportar un
instante más su mirar. Pero al sentir ya las arcadas volviéndose a cerrarse
entre mi garganta y los últimos restos del sabor a uvas, respiro profundamente
como reacción, y sólo trato de mantener conmigo la calma. Quería creer que al
perder un poco de interés en aquellos sollozos que estaban invadiendo a mi
propio cuerpo, entonces las náuseas, el dolor, o el pánico podrían disminuir su
peso sobre mí... si tan sólo conseguía tener algo de suerte.
Porque
mierda, ¿Han sido sólo dos semanas de verdad desde que me había estado muriendo
lentamente? ¿Desde que todo dejó de ser lo que era para mí? Tal vez sí, si los
resquicios de cada recuerdo asesinándome no pasaran con una lenta velocidad
tortuosa, o si las imágenes borrosas, y carencia no me carcomieran la
conciencia con esta maldita lentitud.
Si tan
sólo me hiciera a la idea de que ni un millón de palabras la traerían de
regreso, aunque ya lo sabía porque se las dije, ni que tampoco un millón de
lágrimas la harían volver. Lo sé, porque se las lloré.
—Y tu
familia...—murmuró John, observándome sin expresión alguna en su rostro—.
¿Sabes que ellos también se han preocupado por ti? ¿Tienes idea de cuántas
veces Kate y Janet han intentado contactarse contigo? Tus hermanos, ellos
han...
—¿Y mi
padre?—le suelto de pronto. Con una escaza debilidad que me desconcentró. Él
luego niega como si no lo hubiese comprendido.
—¿Cómo?
—Joseph... ¿Cuántas veces ha llamado
él?
Fruncía
el ceño en silencio, observándome y mostrando aún confusión, haciéndome bullir
ligeramente por dentro, y acompañar el vacío con una risa vaga que se escapa
como burla hacia mí.
—Deberá
estar partiéndose de alegría en este momento—me muerdo los labios al aguardar
un segundo para mirar mi copa vacía. Soportando el dolor que provocan mis
propios dientes, como si el sufrirlo tuviese una dosis de absolución, de
brindarme otra salida—. Pensando en miles de formas para decirme ‘te lo dije’.
Luego de tanto tiempo, lo habré hecho sonreír.
—Es tu
padre...—musita erguido, incrédulo por la expresión que tiene—. ¿De verdad
piensas que...?
—...Sí—zanjo,
al tiempo en que había querido parar de escuchar sus palabras para servirme un
poco más—. Y mucho peor de lo que puedes estar imaginando.
Mucho
peor de lo que tendría cabida en mis propias imágenes desvariadas y frustradas.
Para Joseph sería como un problema resuelto más, como un desliz ya terminado.
¿Una salida, quizá? Como sea, se trataría simplemente de la liberación de una
carga más que habitaba mi vida. O como diría, el final de una aventura.
Niego
casi al final de un resople instantáneo, frunciendo un poco el ceño para
demostrar un poco de interés, o dolor. Y no obstante la cuestión era que ya
había sido tarde como siempre, ya había ido olvidando esa tarea conforme la
soledad y el silencio se extendían entre los muros de mi hogar. Ahora no son
más que muros destruidos, sin ella, sin nosotros.
—Tus
padres...—bisbisea, ahora no mirándome a mí, sino a la mata de folios impresos
que están sobre la mesa—. Ellos jamás supieron del embarazo, ¿Verdad?
Mi
garganta dolió con ese último trago. El líquido se me atora, mientras la
habitación comienza de pronto a perder su magnitud, su sentido. Lo miro
entonces, y apoyándome disimuladamente contra la fría madera hago la ardua
tarea de no estrellarme de bruces contra la superficie, sólo por haber sentido
como una ráfaga toda esa debilidad.
No era el
momento de pensarlo, de creerlo, de recordarlo. No quería hablar del tema
simplemente.
—John,
¿Por qué estás aquí?—inquiero sintiéndome molesto por un instante, y confundido
al siguiente, tratando de ubicar de nuevo su mirada—. Se supone que descansas
esta semana, no deberías estar en Neverland ahora.
—Lo sé,
lo sé, pero...—se irguió para recobrar la reacción de su cuerpo. Toma con
cuidado todos esos documentos y los acerca más a mi sitio ya con u lujoso
bolígrafo puesto sobre ellos—. Hay temas aún que no se han solucionado del
todo, cosas que no pueden esperar.
Remuevo
el bolígrafo para mirar el primero de ellos, al encabezado UCLA Hospital al
centro de todo, y luego de una serie de cantidades desglosadas, y conceptos que
ni por error se me ocurren leer, el nombre ‘Rachel Karen Green’ plasmado casi
al haber llegado al final de la hoja. Luego la línea punteada, esa donde yo
debía firmar.
Traté de
aclarar mi garganta al haber obstruido de pronto un suspiro, mientras
pestañeaba a intervalos irregulares para alejar las gruesas lágrimas que
amenazaban con dejar brotar de un instante a otro.
—Es el cobro... por la intervención
médica de aquél día. Llegó esta mañana.
Le oí
apenas, mientras me concentraba ensimismado en el trazo diligente que el
bolígrafo dejaba contra el papel. Me quería convencer, una incontable vez más
que aquello ya no importaba, ya no valía para nada. No me fijé en las cantidades,
en los pormenores, en ese nombre escrito de nuevo. Sólo firmo, y como puedo le
tiendo el documento de nuevo a John sin percatarme de que los ha recibido o han
caído de nuevo contra la madera.
—¿Es todo?—le pregunto, ya más
ansioso que antes.
Sin
querer, estaba tomando conciencia del peso de ese silencio entre nosotros
nuevamente, de cómo se extiende en cada atisbo y centímetro cuadrado de esta
casa. Pero me había dado cuenta de que su respuesta sería negativa, de que aún
quedaban más papeles por mirar, y que aún no podría marcharme de aquí, sólo
para resguardarme en una habitación más grande, incómoda y sola. Olvidada,
completamente abandonada.
—Ah,
no... —acercó los documentos siguientes hacia mí para alcanzar a leerlos mejor—.
Esta es la carta de jubilación, Michael... por el retiro de Bill. Su último día
contigo será dentro de un par de semanas.
—¿Qué...?—había sido ahora eso lo
que me hizo virar.
Las
ansias se agrandaron, laceraron mi calma carente. Aferré el tomo con poco
cuidado y sin más, me había puesto a leer cada línea impresa, los nombres
mencionados y condiciones acordadas. El cómo la firma de Bill ya estaba
plasmada, y la de John también a unos centímetros más. Lo había olvidado por
completo, mierda, lo tenía presupuestado y sabía que llegaría pero no quise
entender.
No sabía
que este, como el resto de los asuntos en los que estaba involucrados vendría
al poco tiempo a carcomerme el último atisbo de gracia que me quedaba.
“El Señor Bill Bray,
de la Jefatura de Seguridad de Michael Joe Jackson, finalizará labores el día 5
de Febrero del año 1994. Se le indemnizará como pactado según el primer acuerdo
de contratación”
—¿Ocurre
algo?—John, al poner una mano propiamente contra mi hombro me saca de mi
cavilar.
Sentí mi
respiración alentarse y volverse más rápida en un ritmo irregular, mi sangre
aumentando su temperatura, la mirada se me volvió más turbia al perderse de
nuevo contra las letras impresas.
—Es que... no creí que sería... tan
pronto.
—Michael,
sabes que Bill ya no está en edad—él musita, al haber notado mi mutismo—. Ha
cuidado de ti desde que eras sólo un muchacho, ¿No crees que es tiempo de que
pueda descansar? Yannick y Wayne mientras tanto quedarán al mando. Confiamos en
ellos, estarás bien. Tan sólo es cosa de que tú des la última palabra acerca de
quién estará como jefe de...
—Eso no
importa ya...—la presión sobre mi cabeza sólo se avivó, pero aún firmé sin
esperar más nada. Trataba de no dejar relucir lo contrariado que estaba, lo
contenido—. No importa quién lo sea. Sólo... asegúrate de que el proceso de
jubilación de Bill se lleve a cabo como pensado, y que su sustentabilidad
abarque el máximo periodo de tiempo. No importa qué tanto sea, o cuánto
dinero... sólo hazlo.
—Bien.
John toma
el documento esta vez, dejándome ver que al final, quedaba una hoja más de
papel impresa aún tendida sobre la mesa y, como tal, ahora algo dentro de mi
interior se detuvo. El enojo, la exasperación se sustituyeron en menos de un
momento para convertirse en la frialdad de una sensación nueva de oscuridad
ciñéndose sobre mí desde los rincones.
No lo
comprendí, y no sé si quise hacerlo.
Su
nombre; Tom Sneddon, estaba ahí.
—¿Y esto?—pregunté, inmensamente
descolocado.
Lo
intenté tomar, mientras las palabras ‘Orden judicial’ y ‘Evan Chandler’
hicieron infinitos estragos en mi cabeza pero, al instante, John se había
incorporado sin darme cuenta, en su intento por tomar el resto de aquellos
papeles aún sin que yo tuviese la mínima oportunidad de haberlos tocado. ¿Qué
ocurría?
—No, no
es nada—dice, aún luchado por juntarlos. Luce apurado, equivocado, asustado por
la forma en la que evita que mis ojos le vuelvan a encontrar—. Son...
documentos viejos. No sé siquiera por qué se me han colado entre los demás. Lo
siento.
—¿Pero, de qué hablas? Tiene fecha
reciente, podría ser...
—Es algo
que yo puedo solucionar—espeta—. Podemos hablarlo luego, cuando estés un poco
más relajado.
Encuentro
entonces sus ojos vueltos una mata entera de nerviosismo. ¡Vaya estupidez! ¿De
verdad piensa que con esto me tranquilizaría? ¿Qué no comprende que sólo logra
tensarme más?
—John, no
te atrevas...—susurré con lentitud al seguir observándole, empeñándome en
colocar el efecto correcto en cada palabra—. No pienses en ocultarme cosas.
—Michael...—pero
antes de percatarme de la forma en que sus hombros se encogían con un deje
incómodo, lo miré enfundando todos los papeles juntos entre su brazo para
presionarlos seguros contra uno de sus costados—. Estás pensando mal, ¿Está
bien? No ocurre nada. Es sólo algo que podemos solucionar con más tiempo. No es
algo que...
—...Habías
dicho que ese tema ya había quedado solucionado desde hace tiempo, John.
John
entreabre sus labios, pero no dice nada. Me encontré exhausto, cansado hasta lo
indecible de esas luchas en vano entre mi mirada y sus ojos inciertos, de
tantas heridas abiertas y expuestas a las incertidumbres. Sólo sangrando ahí,
supurando, que no me dejan ser, que no me permiten dejar de pensar en el
torrente de furia que comienza a contraer mi pecho.
—Lo dijiste... incluso antes de que
lo mío con Rachel pudiera salir a la luz.
Me obligo
a mí mismo a detenerme allí. A reganar esas fuerzas contenidas que querían
abandonarme. Supe que lo hice, pero no quería mencionar ese nombre una vez más,
no deseaba que su mera imagen se plasmara de forma filosófica dentro de mi
cabeza, que su forma física me hiciera extrañar mi enorme colchón, y las fundas
de las almohadas humedecidas.
No, no es
el momento, y deseaba que no lo fuese más.
—...Creí que con ese maldito pago todo el
problema habría quedado en el olvido.
—Si te lo
dije, es porque así ha sido—musita, aturdido. Con el ceño fruncido, su gesto descolocado—.
Esto es sólo algo rutinario, algo en lo que no te necesito presente para
deshacerlo. Tan sólo no quería alarmarte con esto, ha sido un error traerlo
ahora conmigo, lo sé. Demonios, ha podido ocurrirle a cualquiera.
—Sí, tienes razón...
Una sonrisa
mía abandonada me hizo saber que todo había terminado, mientras se combinaba
con sus ojos preocupados y llenos de disculpas. Le miré como si le diera una
oportunidad más, como si pudiese enmendar sus evadíos al mostrarme la verdad de
sus titubeos y excusas, o como si no fuese demasiado tarde aún como para
hacerme tranquilizar. Pero ya había sido demasiado tarde.
Él no
habla, a pesar de tener sus labios entreabiertos frente a mí. Y yo no me
tranquilizo, pues el silencio sólo siguió lastimándome todavía más.
—Un
simple error... Así como ese doctor ha dicho que todo iba perfecto, ¿No es así?—lancé
la cuestión a la defensiva, pese a las náuseas nacientes que su mirada provocó.
Mi cuerpo comienza ya a temblar, el fría empieza a doler otra vez.
Negué,
para acompañar su silencio.
—...Olvídalo.
Me
incorporo sobre el asiento en sólo un instante, un momento, para contener el
aliento y recobrar el ritmo de mi respiración mientras mis pasos me guían
seguros y sin ataduras al final de la amplia habitación. Pero algo, además de
su mueca indescriptible de sequedad apreciándome a lo lejos, me había hecho
virar, y encontrarme con él en un último murmullo atorado.
Fue
toparme con uno de los teléfonos puesto sobre su base lo que me hizo comprender
que aún faltaba algo más por haber sido mencionado. O cómo él diría; un asunto
más por enmendar.
—...Y
como me he enterado de que te gusta esconderme cosas...—me escucho decir, con
tono imperturbable, mientras su rostro no reflejaba más que seriedad furiosa
ante mí—. Quiero que tengas cuidado tú también, John.
—¿Eso qué significa?
—Significa
que me he escuchado el teléfono sonar, y ni una sola alma que me transfiera la
llamada—mascullo, en un certero arranque de furia que efervecía de arriba hacia
abajo, al tiempo en que él me contemplaba con sus ojos claros y serios—. Significa, que como me entere de que una sola llamada de
Nueva York sea recibida y yo no tenga conocimiento de ella, despediré al
responsable antes de que pueda darse cuenta siquiera... No me importa quién
sea. Lo haré suceder.
Negó,
como si le faltase el crédito por lo que había terminado de escuchar, por cómo
sonaron mis palabras. Su mirada se oscureció completamente.
—Bien—sentenció.
Asiento,
acorde a su mirada. Girándome otra vez para irme, cayendo en la cuenta de que
no podía permanecer un maldito segundo más ahí.
Y sin
embargo, en mi intención de dejarle para encontrar un aire más ligero por
respirar, me encuentro de lleno a mitad de los escalones con mi cuerpo
temblando nuevamente, y los dientes castañeando a cada paso que me acercaba más
hacia otra habitación que no fuese la mía, que no me hiciese mirar ese infinito
colchón, que no me pareciese más grande de lo que podía soportar. Me acercaba
sólo a la primera de todas ellas, a la que dejé de pisar desde esa tarde de
lluvia en que todo finalizó.
Entré en
silencio a la habitación de Rachel... para comprender que me estaba muriendo.
Lo
siento, mientras el repiqueteo de mis latidos sonaron junto con mis manos
puestas sobre el frío cerrojo para cerrar la puerta tras mi paso, lo siento con
cada palpitación, cada aliento y lágrima desesperada que se escapa de mí, que
no deja de brotar mientras mi cuerpo se desploma contra la moqueta y cuidando
que el apoyar mi espalda contra la fría madera me brindara el equilibrio que
siempre me faltó. Y percibo el frío de la muerte ciñéndose contra mi piel,
dejándome completamente destruido ante el silencio que acompaña mis nuevos
sollozos.
Estoy
muriéndome, a cada día, a cada hora, a cada milla que la aleja a ella de mí y
que me da a cambio soledad. Entre todo el vacío que dejó para reinar a mi
alrededor bajo la endemoniada esperanza de que sus ojos grises iban a venir a
rescatarme de este infierno. En su habitación que no se llena más que de
oscuridad, soledad, y el resto de sus cosas aún puestas en el lugar que
recordaba.
Y miré
mis manos, recordando cómo ellas no pudieron evitar que ella se fuera.
Aún no la
puedo dejar ir, no puedo olvidar el maldito día en que se fue, sus palabras, el
vacío que quedó. De mi mente no se esfuma su mirada rota, y ese mar de lágrimas
que nació de los ojos de ambos con esa última palabra que escuché de su voz.
“Adiós...”
fue lo último. No más. Y hasta ahora no lo he podido comprender, no entendí qué
más pude haber hecho, qué había faltado, las palabras, acciones, no supe qué
hacer para aliviar el dolor que todo esto me está causando. Me siento ciego,
hundido.
Se fue...
mi amor se fue y quise olvidarme de que lo hizo con una parte de mi corazón
entre sus manos, una parte más de mi ser, de mi alma. Porque mierda, ella era
mi mundo, era todo lo que necesitaba, todo lo que había esperado desde antes de
comprender lo que sería mejor para mí. Ella era simplemente mi única razón para
sonreír al abrir los ojos con cada día.
No quise
caer en la verdad de que sin ella, estoy, y siempre estaría incompleto.
Cierro
mis ojos entonces, por el nuevo torrente de agua salada que escapa de ellos,
por la forma en que poco a poco el dolor se adueña de mi pecho. Y abrazo mis
piernas, mientras las imágenes dentro de mi cabeza me comienzan a atormentar.
Soy un
idiota, un imbécil, un desagradecido, ¡Una mierda!. ¿De verdad creí que el
‘hubiera’ existía? ¿Que luego de lo que he hecho la volvería a merecer? ¿Que
todo sería como antes? ¿Que sus cosas, y todo lo que dejó atrás la harían
volver y entonces yo tendría una oportunidad más de convencerla?
Me
levanto como puedo, y enciendo una de las lámparas puestas ahí. Me acerco al
tocador en el que ella solía alistarse todos los días y miro, puesto sobre el
primer de los cajones, la cajita que resguarda el camafeo que le he obsequiado
tantos años atrás. Lo tomo entre mis manos y mis dedos acarician cada
centímetro como si quisiera descubrir una vez más cada detalle de él. Pero no
se siente igual a como lo recordaba la primera vez, no se siente bien, no lo
percibo, y la desesperación sólo aumentaba. El nudo dentro de mi garganta se
desata, y todas esas malditas palabras que no pude decirle salen disparadas de
mis pensamientos en un lamento.
Quería
que volviera, que supiese que la amo como un maldito lunático, que la ansío,
que necesito de ella. Quería que supiese cómo lo he rogado, cómo es que no ha
habido respuesta a pesar de que no dejo de gritarlo entre cada plegaria, entre
cada lágrima que seco de mis mejillas con los dorsos adoloridos de ambas manos.
Miro
aquél objeto que en un momento significó nuestro amor otra vez, acercándolo a
mi rostro hasta dejar un leve roce ahí con mis labios secos antes de
devolverlo, y que en mi boca se sienta el sabor metálico de la muerte y la
soledad. Que bien, es lo que merecía, sólo lo menos, por todo aquello que le
hice pasar.
¿Y mis
promesas? ¿Qué fue de todas ellas? ¿Qué pasó con ese “Para siempre” que ambos
nos juramos? ¿Qué sucedió con mis “Jamás te lastimaré”, con mis “Nunca sufrirás
por lo mismo”? Estaba seguro de que era el calor de sus labios, el de los míos
adheridos a ella, eran los latidos de su corazón cuando me miraba lo que me
hacía seguir prometiendo y asegurando cosas hasta el cansancio... Eran sus ojos
tristes los que me empujaban a un beso más, una promesa más, el brillo infinito
que sentía dentro cada vez que me veía.
Y fue su
último beso el que deseé hubiese durado para siempre, porque no había tenido
sabor a despedida. Habían sido mis manos las que se quedaron vacías, mi corazón
el que quedó encerrado ahí, en medio de la oscuridad y aquellas inexistentes
salidas.
Si tan
sólo hubiese tenido una señal de lo que avecinaba este tormento, si me hubiese
golpeado la realidad de que, todo lo bueno que nos pasaba, no nos unía más sino
que, eran miles de metros más de altura para que fuese más letal la caída. Si
tan sólo hubiese sido así... si se hubiese quedado, yo... yo no estaría aquí,
llorándole sin más.
A mitad
del silencio, el sonido del teléfono repiqueteando en la mesita de noche me
aprisionó entre un respingo, hizo avivar esa urgencia, esa furia mortecina que
tanto ahogué en el centro de mi pecho mientras sentía que el piso se movía para
apurarme a contestar. Sentí que todo se nublaba a mi alrededor, que mis
expectativas y esperanzas pronto explotarían.
¿Es
verdad...? ¿Puede ser posible?
—Hola...—susurro
contra el micrófono así, nada más... sin dudar, sin titubear.
Y sabía
que sería toda una batalla hacer que más palabras brotaran entonces, pues que
entrara oxigeno costaba trabajo, el poco que ingresaba no alcanzaba a llegar a
mis pulmones.
Mis
dientes castañean, mi mundo por medio segundo se vuelve a tranquilizar, y el
esperar entre ansias me hace querer olvidarme de todo lo demás, del hecho de
que no sale su voz, u otra que se le parezca. Sólo un suspiro, un sollozo
ahogado de alivio más allá.
—Michael...—un susurro grave aparece. Una
voz que, aunque diferente, era conocida—.
¿Cómo estás...?
—Lisa...
Pienso de
pronto en colgar, en no dejar que su voz me congelase todos los sentidos, en
poder escapar de todo cuanto significó desde siempre un deseo prohibido, una
luz cegadora. Y no puedo, no paro de sentirme petrificado, y tampoco de querer
gritar, de sentir las ganas de llorar. No puedo hacer más nada, no puedo.
Aunque
quisiera, no podría. Ningún músculo me respondía.
—Lisa, yo... no creo...
—...Por favor—las ganas de llorar se
expandieron al percatarme de que su voz estaba destruida como esa última vez
que la miré—. Por favor, no me cuelgues.
¿Sí?
Entre un
suspiro, un sollozo surgió quedamente pero no me permití añadir más. Su mera
voz ya me quitaba el juicio de por sí, me lastimaba, me hacía revivir la misma
pesadilla de antes. El llanto, el dolor. Estos mismos sollozos de ahora, y que
se hacen casi iguales a los que le conocí cuando había vuelto. Me hacen
reaccionar como la última vez.
—J-jamás... he estado mejor...
Sus
gemidos cesaron por un momento conforme mi voz aparecía. Pero yo, por el
contrarío, sólo me lastimaba más al mirar desde lo lejos el camafeo puesto aún
sobre ese tocador. Quería poner mi mente en ella, mis palabras y toda razón de
ser, pero no lo consigo por mucho que haya decidido luchar.
¿Y si
estaba cometiendo un error? ¿Y si estaba cayendo de lleno al mismo abismo que
ya conocía? Lisa, su voz, sus ojos, sus labios sobre los míos. Una turbia sarta
de sensaciones carcomiéndome el alma y haciéndome estremecer. Quererme odiar
como ya estaba comenzando a acostumbrarme.
—Había estado tratando de llamarte tantas
veces que...—escuchaba su voz, aguardé mientras un nuevo silencio se
propagaba entre sus palabras temblorosas. Pero no sabía siquiera cuánto más
aguantaría ahí, o qué palabras harían falta para hacerme echar a llorar de
nuevo—. No sabes cómo lo lamento... Es
que no tienes una idea de cómo me duele. Cómo me molesta el saber que tú no
mereces todo cuanto ha estado pasando...
—Sí, sí
que me lo merezco, Lisa—susurro logrando no sonar entrecortado—. Yo mismo me he
buscado todo esto. Yo busqué que ella se marchara, que todo se arruinara y que
nuestro bebé se hubiese... desvanecido.
Esperó en
silencio sólo unos segundos. Quizá esperando a que yo añadiera algo más o a
sopesar el ardor que esas palabras provocaban al haber sido pronunciadas.
Porque dolían, increíblemente lo seguían haciendo, y sin embargo, no salieron
más lágrimas.
—...Tengo que verte—el sollozo se escapa entre una serie más de sonidos
irregulares que se dispersan junto a ella.
Me
estremecí inmediatamente.
—N-no—sentencio—. Lisa, en verdad,
no tienes...
Pero
antes de continuar, de intentar mirar por otra salida, el tono ya había
desaparecido. Quise pensar que se había cortado la llamada simplemente, que fue
un error, un simple torrente de debilidad en el que no he querido terminar con
esa llamada por mí mismo, y que antes de despedirnos, ella habría comprendido
que nada de lo que yo hiciese o intentara iba a funcionar. Que bien, ya lo
había tratado todo. Devolví entonces el aparato a su base, y me dejé caer
contra ese mismo colchón otra vez, mientras mis manos se dispararon casi de
forma mecánica hacia mi rostro para cubrir mis ojos con fuerza ante las ansias
que el mismo escozor producía.
Todo
volvió a doler, todo volvió a dejar de tener algún sentido.
—Por favor...
Una
lágrima, y un quejido aparecieron, se mezclaron bajo el silencio imperante de
su habitación, entre el sonido apagado de su reloj favorito resonando, entre
mis latidos destruidos, aún dentro de la sensación de que el tiempo de nuevo
dolería.
—...Regresa...
Había
comprendido entonces, al tiempo en que me quedaba inmóvil, ahí, aún extendido
contra la dulce cama que tantas veces la arrulló, que el tiempo transcurría a
un ritmo lento y desesperante más allá de las puertas y ventanas cerradas, de
los cada uno de sus muebles ultrajados por ella misma, de la carencia de la
mitad de sus cosas. Me di cuenta de que la soledad jamás me había parecido tan
abismal como antes, o tan letal como hasta este preciso momento.
Estoy
sólo, sólo y perdido luego de tanto tiempo que creí que jamás lo volvería a
estar, el simple hecho de asegurarme de que esta soledad podría no tener
descanso o sanidad jamás me bastó para largarme una vez más a llorar, a
intentar siquiera el morderme los labios para que estos sollozos no fuesen
capaces de cruzar los muros turbios de la que fue su habitación.
Ocultándome,
enclaustrando cada sensación muy dentro de mí, para sufrir conmigo mismo
simplemente. Para conocer y asegurarme de cuánto más me puedo odiar, cuán
avergonzado estaba de mí, y cómo el delirio se llevaría cada juicio de mi
mente.
Me
incorporé y miré el reloj, luché por pensar en la coherencia que había perdido
el pasar del tiempo al frotar las yemas de mis dedos contra mis ojos empapados
para quitar ya esa visión nublosa de ellos. No había sido una alucinación,
había sido real; unas luces blanquecinas se filtraron a través de los
ventanales y rodearon en medio segundo la habitación entera. No sin fuerza, me
pongo de pie, y al asomarme advierto un coche quizá conocido aparcando de
frente.
Salí de
la habitación y viré para apresurarme escaleras abajo frotando contra mi rostro
los dorsos de mis manos para borrar las manchas de cada lágrima seca que se
quedaron contra mi mejilla. Contra la puerta principal, aquella que daba
entrada a la estancia, una silueta se dibujó contra los pequeños cristales que
se incrustan en ella. A duras penas me dio tiempo de percatarme de que los
últimos pasos que me acercaron a ese punto tuvieron la misma cadencia que el
ritmo de aquellos golpeteos llamando a la puerta.
Delicados
y temerosos, casi como si ya los conociera o los tuviera bien plasmados en mi
mente. Cerca de mis deseos prohibidos.
Y al
abrir rogué por no pensar, no llorar, no desear cavilar de más respecto a la
imagen de Lisa varada en mi puerta. Mi aliento y mi voluntad se evaporaron el
aire frío del cuarto.
Una
simple lágrima se le escapó, y miré de reojo que llevaba un gran bolso con
ella, más como una valija. Su rostro... su mirar cansado y adormecido reflejaba
aún la tristeza más pura que me hubiese atrevido a imaginar jamás, sus labios
no estaban iluminados, sus ojos opacos, su mirar enteramente destruido.
—Michael...—el
primer sollozo apareció. No fue llanto, más aún así supe que pronto aparecería.
En un segundo sus lágrimas, y tantas más que he tenido contenidas correrían frente
a ambos.
—Lisa, no tenías por qué... venir
hasta acá...
Niega,
tratando hasta lo indecible por respirar con regularidad. La punta de sus dedos
encuentran entonces una lágrima antes de que pudiese siquiera emprender su
viaje hacia fuera.
—Lo que
ha ocurrido... no ha sido sólo un error que tú has cometido—su voz no mejora,
sólo se destruye más, y temblé, me estremecía—. He sido yo quien tuvo la culpa,
todo esto… ha sido por mí.
Me quedé
petrificado y sin una posibilidad más de poder contestar. Estaba pasmado,
intentando cerrar mis ojos con fuerza para detener el ardor y la distorsión que
el agua provocaba en mis ojos mientras cada faceta de esa misma imagen revivían
sus ecos en cada parte de mi mente.
Sus
llantos, nuestro beso, a mi Rachel lastimada, nuestra esperanza muerta, la
partida, el no ser nada comparado con lo que fui días atrás, el hecho de que
daría lo que fuera, todo lo que tengo, por poder cambiar el resultado de
aquella maldita noche.
O el
buscar la mínima posibilidad de aún sanar mi futuro.
—Lisa,
quizá no sea una buena idea que estés aquí...—bisbiseo, aún sin poder mirarla.
Al cerrar mis ojos de nuevo una lágrima más salió, y el frío entrando por esa
puerta aún abierta se clavó contra mi piel como una daga fulminante—. Lo... lo
lamento.
Más lágrimas
se escapan de sus ojos, mordiéndose los labios sin decir nada sólo ciñe con más
fuerza el bolso que llevaba. Y la miro entonces tomar casi inadvertida el
picaporte de la puerta por la que había entrado. Me asegura de que, observarla
así, me lastimaba más de lo que cada una de sus lágrimas podía lacerarme.
Ya está,
se iría, se marcharía... y quizá para siempre. Quizá los dos sabíamos que era
lo mejor.
Con un
paso hacia atrás, su mirada advirtió de nuevo la mía; supe que diría algo más.
—Me iré
si es lo que quieres...—se limpiaba con torpeza algunas lágrimas más, pero el
roce brusco de sus manos contra su rostro delicado no pareció obstáculo para
que sus ojos se despegaran de los míos—. Pero, quiero que sepas que no he
buscado otra cosa que no fuese ayudarte, y hacerte saber que estoy de tu lado,
sin importar el qué. Porque me siento igual de culpable que tú... aunque no
quieras entenderlo, Michael.
Negué.
—Tú... tú
no deberías lidiar con los problemas que tengo en este momento. Lo que ha
ocurrido con Rachel es...
—...Es
que esto ya no sólo se trata de Rachel, Michael—me cortó, dejándome a la deriva
contra la única posibilidad de fruncir el ceño para hacerla hablar, la
confusión me trabaron el habla, me dejó sin reservas—. Se trata de ella, de ti,
del infierno en el que yo misma te he puesto. Es sólo que... no puedo, no
quiero seguir imaginándote de esta manera… Tú sólo...
—Lisa, tú...
no sabes por lo que he pasado... —musito entonces, mientras me atreví a dejar
escapar frente a ella un par de lágrimas cálidas. Pero me sentí liberado, sentí
por un instante un infinito peso desaparecer al recordar que ella ya estaba al
tanto de todo cuanto ocurría en mi vida desde que todo se comenzó a desmoronar.
De cómo ella había sido la única que lo sabía—. Y no sé... si quiero que lo
sepas... ¿Y si al primer intento se te ocurre enviarme a rehabilitación, a un
hospital psiquiátrico? Así que, por favor... no discutas conmigo... no quiero
que entiendas lo grave que ha sido esto...
Mis
palabras se escaparon a simples borbotones, y no obstante, luego de soltarlas
comprendí toda aquella verdad que encerraron de no haberlas pronunciado nunca.
Porque bien puedo continuar tomando fármacos que me quitasen el dolor, o que me
borraran la tristeza por un minuto, hacer terapia, lo que fuese. Pero aún así,
ella, tenerla aquí, me hacía entender lo suficiente como para saber que un
analgésico me haría simplemente sobrellevar la situación, pero el dolor, la
soledad, o el frío nunca se irían.
Y de
repente esa falta de esperanza se me hizo insostenible. Las lágrimas volvieron
a supurar.
—Ya nadie
puede hacer nada para ayudarme... —susurré en un hilo de voz, sólo para
detenerme de nuevo.
Pero
entonces, ella se acercó. Sin pensarlo dejó ir el picaporte de sus manos para
aproximarse más a mí de nuevo. Sus ojos brillaron sólo por única vez, volvieron
a hacerlo y de la forma que tanto extrañaba. Había hecho entonces, que mi pulso
se acelerara sin haberme detenido a pensar en ello. En nada más, en realidad.
Sólo ella.
Entreabrió
sus labios.
—D-déjame intentarlo...
Y no pude
hablar. No pude dar respuesta, o seguir manteniendo su mirar.
—O al
menos déjame oírlo de nuevo...—añade—. Quiero oírte pidiéndome que me marche de
aquí.
Un
rechinido nació, y reconocí de inmediato que se había originado desde los
engranes de la misma puerta. No había querido caer en la cuenta siquiera de que
su cuerpo se había alejado del mío de nuevo, y de que su mano volvió a ese
mismo maldito lugar, a tomar la manija y a hacerla sonar bajo sus movimientos
entrecortados.
Abrió la
puerta un poco más, y me dolió. Ese sonido, esa promesa rota, esa posible idea
de que ella se marcharía significó la muerte para mí en ese momento impensable.
Lo fue
todo para mí.
—...Quédate—musité.
Sus ojos
verdes entonces, vislumbraron los míos. Ya se volvían a humedecer, y un sollozo
turbio chocaba contra sus manos ya sellando sus labios paralizados.
—Quédate... Por favor…
Concentrándome
más en mis latidos acelerados, o en lo irreal que sonaron esas palabras en mi
voz, ella en un movimiento dejó caer su pequeña valija contra la moqueta y
avanzó sin más hacia mí con una ansiada velocidad. Sin decir más nada, sus
brazos abiertos habían encontrado los míos, yo la había tomado preso y con
fuerza, nuestro llanto por ese momento se convirtió en uno sólo.
—Lo
lamento tanto...—susurra, y la escucho a pesar de que su voz se acaba al topar
con la tela de mi camisa.
Siento
sus palpitaciones acelerándose, su cuerpo estremeciéndose con cada sollozo que
se estrella contra mi pecho martilleando. El sostenerla así, no servía para
calmar mis gemidos ahogados. Sólo me lastimaron más, me hicieron hundirme más
profundo hacia el llanto que no pensé aún tenía por sacar.
—La extraño tanto, Lisa...
—...Lo sé.
Y el
silencio nos tomó, se propagó e impregnó mi mente bajo el turbio deseo de cómo
lo hubiera agradecido, cómo hubiera implorado que me dijeran que aquél beso,
que aquella vez que vi a Rachel sonreír iba a ser la última de todas. El haber
tenido una alarma o una señal para yo poder saciarme y guardar aunque fuese un
poco más para después. Y sin embargo la dejé irse aquella tarde en la que
saldría con Karen sin decir nada más, sin querer acompañarla, como si alguna
vez hubiese obtenido suficiente de ella. Lo quise hasta lo indecible, deseé como
un maldito desquiciado que la realidad se hubiese quedado estática, que el
obsequio de su presencia se extendiese por el resto de mi tiempo.
Pero se
fue... Mi Rachel se marchó y el llanto no me permitía dejarla marchar
tranquila. Y mientras tanto me tuve que ir a olvidar de que yo no era su
responsabilidad, me había olvidado de que por más que lo intentara el fin nos
había alcanzado, y ya no serviría de nada pedirle que viniera a donde no quería
venir, que se acercara cuando ya no quería acercarse, que volviera cuando ya no quería volver.
Olvidé
que no había nacido pegada a mí, ni yo a ella.
Que
aunque le he podido amar como nadie más lo hará, jamás llegaría a fusionarme
con ella en un solo ser; ella seguiría siendo ella y yo seguiría siendo yo.
Olvidé
que soy un ser individual.
Olvidé
que existe para ella, antes que para mí.
Olvidé
que a como ella llegó, se podía ir.
Olvidé
que no soy nadie, que pertenezco más a mi soledad que a nadie más.
Porque la
soledad siempre está a mi lado, acompañándome, esperando por mí, y aunque fue
mi deseo poder inmovilizar el tiempo para hacer de esas horas una eternidad,
rogué por poder mentirme, burlarme de mí y repetirme que no necesito su
permanencia para vivir, que la soledad es letal, y ya me estaba muriendo junto
a ella, que siempre estoy sólo, aunque esté con alguien más.
Pero no
quería estar así más. Ya no...
Entonces
la estrujé, envolví a Lisa con esa fuerza que creí que ya me había abandonado
para siempre.
—No...
Tú no me dejes...
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