Aún falta
papá... sólo él. Tan sólo él, y esto podrá terminarse cómo debía.
Solía
repetirme la misma sentencia, la misma promesa fallida, casi incontables veces
al día. Si era en el trabajo, trataba de encontrar una manera de decírselo, de
confrontarlo y arrojarle la verdad pero terminaba siempre aterrada, despistada,
y haciendo de todo, charlando con todos de todo y nada, y al final, buscaba
olvidarme de ello de nuevo. En casa era igual, temía igual pese a que Michael o
los chicos siempre trataban de tocar el tema. Huía de hundirme en ello y luego
se llegaba la hora de dormir, de pensar, de estar conmigo misma, de perderme en
mis pensamientos acobardados y siempre volvía al mismo lugar. Resignada, y con
un retortijón que ardía imposiblemente más que la última vez que aparecía.
No era
posible que, ya con mi barriga de nueve meses, él aún no se enterara de que yo
estaba embarazada y por lo mismo, todo se había acomodado y le vería hoy, me
obligué a aceptar. Definitivamente no estaba lista aún para enfrentarlo, pero
no podía postergarlo más. Literalmente, el tiempo se me terminaba.
—...Entonces, ¿Qué te parece,
Rachel?
Cerré mis
ojos con fuerza y negué, evocando sin evitar los últimos restos de ecos que
había imaginado. Monica, con sus ojos entrecerrados por un fino fastidio,
resopló. No tenía la mínima pista de qué se hablaba entre mis amigos, quién de
ellos estaba más molesto por mi repentina ausencia o qué tanto tiempo me había
perdido del tema que conversaban.
Sólo
sabía que seguía con Monica, Joey, y Phoebe en Central Perk. Que estaba
aterrada, alucinada y que, como siempre, me fui a perder en el mismo hoyo negro
que se originaba en el centro de mi mente por volver a sumergirme en la misma
herida no sanada.
Aún muda,
con mi vista recién enfocada, miré mi enorme taza de café puesta sobre mi
regazo antes de volver a ubicarlos y, quizá tener que buscar una disculpa qué
dar.
—Y-yo...
lo siento—susurré, llevándome una mano lánguida hacia mi frente helada—. ¿De
qué...?
—Probábamos
algunos nombres para el bebé. ¿Recuerdas?—Phoebe fue quien respondió,
removiéndose a un lado de Monica para poder fijar con más facilidad sus ojos en
mi mirada—. Joey y yo justo decíamos una lista perfecta de nombres posibles
cuando Monica...—y echó una miradilla despectiva hacia Monica a su lado—. Aquí
a mi lado, sin más, se burló.
Terminó
de escucharla y la miró igual, sólo poniendo los ojos en blanco.
—¿Cómo no
querías que me riera, Phoebe? ¿Con los nombres que Joey y tú proponían?—le
escuché al tiempo en que cerraba mis ojos con delicadeza otra vez. No lograba
concentrarme demasiado, seguía un poco ida—. ¿Lluvia? ¿Darwin? ¿Azul? Dios mío,
ni Ross daría esos nombres. Y de hecho creía que tampoco tú, hasta que
apareciste con tu fiasco de Phoebe para niña y Phoebo para un barón...
Entonces,
con simpleza se echó a reír mientras que los otros dos le estrujaban con una
fría mirada de despecho. Monica cabeceó vacilante hacia mí pero a duras penas
pude haber correspondido, una media sonrisa fue lo único que brotó. Me sentía
lejana, de mí, de ellos, de todo lo que contemplaba ahí. Y lo peor de todo es que
era no por un tema que deseaba.
—Vamos,
Rach...—ella ladeó su cabeza con dolor, un poco indignada—. ¿Estás con
nosotros?
—S-sí,
es... no lo sé—traté de reponer de prisa, consternada ante no sólo el gesto
preocupado que ella me dio, sino por las dudas que punzaron en las expresiones
del resto—. Quizá deje que Michael escoja el nombre, no estoy segura...
Se les
perdió, a ambas, la mirada en la nada, su sonrisa desaparecida y sólo pudieron
resoplar. Los ojos de Joey no se despegaron de los míos por ningún momento en
que yo me percatara.
—¿Ocurre algo?—preguntó,
consternado.
Y suspiré
vencida, aunque aliviada también. Quizá si lo sacaba, haría también más
llevadero el poder procesarlo, y hacerme a la idea de que ni otro día, sino
este, iban a terminarse todos los secretos que tenía con papá.
—Es que hoy
veré a mi padre... Eso es todo—admití quedamente, dejando el café que sostenía
sobre la mesita para acariciar de manera instintiva, como solía, mi vientre
sólo un poco.
—Bueno,
eso... Eso es...—él musitó por mucho, nervioso. Ellos lo sabían. Comprendían
cómo es que este tema me llegaba a alterar, cómo es que corroía en cada uno de
mis sentidos hasta tal punto de no sólo sentirme mal mentalmente, sino
físicamente también—. Es... genial, ¿No es cierto?
Asombrosamente
pude sonreír hacia él, agradeciéndole por la empatía.
—Vas a decírselo—Monica susurró, ya
más seria.
—Y estoy
aterrada hasta la médula—le completé—. No he dejado de pensar en ello, no desde
el momento en el que desperté.
—Entonces,
espera un poco, Rach—Phoebe sin más intervino, con una vocecilla que lo primero
que soltó fue consternación—. Quizá, si el tema te tiene así, deberías sólo...
—...Es
que ya no puedo retrasarlo, Pheebs. Me demoré, y ahora me es imposible esperar
más.
Y asintió
entonces, comprensiva.
Más de un
mes había transcurrido desde la última vez que intenté confesar a mi padre
sobre el embarazo. Aquél había sido un día largo, cansado, en el que luego de
salir de trabajar me digné a ayudar a Ross a mudar algunas de mis pertenencias
al departamento de Michael porque, igual, como la fecha se acercaba, las falsas
alarmas sólo aumentaban más y más. Las primeras veces que habían ocurrido hasta
llegábamos a despertar a Michael alrededor de las tres de la mañana y eso me tenía
atrofiada, angustiada hasta lo indecible. Ahora vivía en un lugar y luego en el
otro, entre semana con Ross y cuando Michael volvía de California, de Viernes a
Sábado no me despegaba de él. Ni aunque el mundo se destruyera a nuestro lado.
Pretenciosa,
ese día me quedé varada fuera de la puerta del restaurant en el que vería a
papá y, sin más, me acobardé, regresé. Me excusé con él comentando que tenía
que hacer algunos trabajos extras de la empresa y al volver a casa para tratar
de olvidarme de todo, terminé con unas arcadas inmensas que me arrancaron el
vómito a mitad de la noche, lágrimas tontas y hormonales, y un Michael
sosteniéndome el cabello durante horas infinitas para que no se ensuciara
cuando yo miraba perdida el inodoro.
Todo por
no querer imaginar a mi héroe, al hombre que siempre había admirado, idolatrado
y seguido de todas las maneras posibles mirándome letal, inyectándome toda esa
furia en mí saliendo de sus ojos cuando se enterase de mi situación, del padre
de mi bebé y que, por ser una completa cobarde, él era el único que quedaba que
no se había enterado.
Estaba
hecha un desastre.
—Lo he
planeado... casi desde el comienzo, pero sólo lo he aplazado y aplazado hasta
el cansancio—me detuve entonces, comprendiendo que mi mirada ya no estaba en
ellos sino en mi fuente de luz, de esperanza que desde hacía meses, crecía.
Acariciar mi vientre con el tiempo se había convertido en una manía que sanaba,
en un tic que me llegaba a salvar de toda duda lacerante que me tomara. Lo
disfrutaba además, era cuando solían presentarse más las diminutas pataditas—.
Y ahora, con más de nueve meses, fuera de cuentas, es cuando me quiero atrever
a hacerlo otra vez.
Suspiré y
negué, inmersa de nuevo en lo ridículos que mis miedos tenían que ser para que
llegasen a doblegarme de esta manera. Para que esto, me tuviera así.
—...A
veces pienso que por eso es que aún no he dado a luz—susurré—. Porque el bebé
está esperando sólo a que su abuelo se entere de su existencia.
—¿Y...
Michael?—Monica inquirió tranquila, imitando el tono de dolor, de suma
preocupación que Joey y Phoebe tenían.
—¿Sus
padres?—corroboré, tratándome de remover sobre el asiento para desentumecer un
poco mi cuerpo.
Y
asintió, expectante.
—Lo saben—musité
certera, aunque sin querer poner demasiada atención a lo que diría—. ¿Kate?
Fascinada, encantada según él me lo ha contado. ¿Joseph? No lo sé. Y no sé si
prefiero tener una idea.
—Bueno...
no porque al padre de Michael le tenga sin cuidado quiere decir que con el tuyo
será igual—Phoebe explicó, con una leve sonrisa enmendadora—. ¿Olvidas a tu
mamá? Se lo dijiste y casi comienza a llorar de alegría. Bueno, sé que ella
no... podrá estar pero aún así, tu papá puede...
—...Pero
hay una razón por la que mis padres se divorciaron cuando yo era una
adolescente, Phoebe—pero le corté, con temor de destruir de más aquél gesto
tranquilizado—. Si ella es dulce, él es amargo. Siempre chocaron y quizá no lo
querían notar hasta que aceptaron que separarse era la mejor idea que pudieron
tomar como equipo.
Dejé caer
entonces mi cabeza contra el acolchonado respaldo. Fastidiándome cómo incluso
un tema tan viejo como el divorcio de mis padres me podía llegar a molestar
así, a irritar y hasta cierto punto, dejar un gesto vacío, sombrío, en el
rostro de mis más cercanos amigos.
Cabeceé
con prontitud. No, no quería desviarme del tema ahora. No de nuevo, no cuando
por primera vez, comenzaba a poderlo asimilar.
—Lo
siento, es que...—traté de reponer, mirándoles a cada uno volviendo una vez más
a su bebida respectiva—. Me aterra la reacción que él tendría cuando se entere
de quién es el papá del bebé. Eso es todo.
—¿Por
qué?—Joey preguntó, aún con medio bocado en la boca que había tomado de su
panecillo—. ¿A tu papá no le... agrada Michael? ¿No aún?
—Lo
soportaba cuando estábamos juntos, pero hasta ahí—admití, encogiéndome de
hombros para no aumentar la pesadez de la cuestión—. Fue cuando terminó lo
nuestro que comenzó a odiarlo sin más. Lo aborrecía, y la simple mención de su
nombre hacía que se le saltara esa vena que tanto detesto cuando se comienza a
cabrear.
—Quizá no
debiste desahogarte demasiado con él de recién que la relación había terminado—Monica
opinó, sin evitar alzar con desquite una de sus cejas.
Lo sabía.
Tenía razón.
—Lo sé...—bisbiseé,
frotándome el rostro con ambas manos, fastidiada—. Pero, lo hice. Y ahora, él
apenas y se ha enterado por mi madre de que Michael y yo sólo somos amigos. ¿Se
imaginaría que espero un hijo con él? Por supuesto que no. Sé que ni en sueños
lo haría.
Miré el reloj,
pasaban de las seis y treinta. Terminé de un sorbo mi entibiecida bebida y
comencé a juntar mi abrigo y bolso para ponerme de pie. Comenzaba a hacerse
tarde para ir a casa a alistarme y, con lo mucho que se me dificultaba ponerme
de pie con rapidez últimamente, sabía si no lo hacía ahora, otra media hora
pasaría, con la espalda dormida sobre el sofá, y pronto me buscaría una excusa
tonta para volver a zafarme de todo de nuevo.
—¿Es
ahora?—Monica alzó la voz, y con ayuda de una mano se retorció con fuerza sobre
su asiento—. Creí que le verías en la noche...
—Oh,
no...—por fin, me logré incorporar. Solté un suspiro, y miré los ojos
empedernidos de mis amigos—. Es que en la noche no soy yo. Soy una bestia que
sólo quiere dormir, comer, y ser consentida todo el tiempo. Para eso, Michael
tiene su papel.
Ella
asintió, como esperaba. Y por el otro lado, Joey y Phoebe rieron sólo así,
mostrándose divertidos.
—Entonces,
ese será tu premio luego de que regreses de tu salida con tu papá—él sonriente,
musitó—. Quizá, el problema es que te preocupas demasiado.
—No...—repliqué.
Y me
aproximé hacia él lenta, sólo para alborotar su cabello antes de empeñarme en
dirigirme a la salida del lugar.
—...El
problema es que ya sé que mi madre no estará ahí cuando nazca mi bebé—continué—.
Y no sé si pueda soportar que a mi padre ni siquiera le apetezca conocerlo.
Sentí mi
sonrisa apagarse considerablemente pero aún así, se sintió. Los tres, a la par,
agitaron su mano con delicadeza para despedirme y luego de que me habían
lanzado algunos guiños, señas, y mensajes secretos de optimismo, quise salir de
ahí. Si prolongaba más la salida, temía, ya no iba a encontrar las fuerzas de
nuevo para abandonarles.
Consiguiendo
un taxi casi en la esquina sin problema, me marché. Casi media hora más tarde,
arribamos y decidí descender del vehículo un par de manzanas antes como solía
hacer cada que llegaba a casa a sabiendas de que Michael podría estar ahí.
Pagué por el viaje y caminé. Lo agradecía, la tarde pintaba alegre, cálida a
pesar de que Febrero iba terminándose y de alguna manera que desconocía,
aquello me tranquilizaba, restaba la pesadez que sentía hasta que,
irremediablemente, al ingresar a la fachada me percataba de que Michael no daba
una sola señal de estar. No, por más ruidos y zapateos que hacía desde el
primer piso para llamar la atención, pues nadie respondía.
Me dirigí
con cuidado a mi habitación y mi tensión y ansias transcurrieron así,
avivándose de a poco y luego esfumándose sin más. Debatiéndome en si debía llevar
el conjunto negro o el rojo, abrigo o no, falda o pantalón y al final,
fastidiándome al darme cuenta de que en realidad, quizá aquello ni importaba.
¿Con qué atuendo se me vería menos una barriga de nueve meses de embarazo?
Elegí uno de mis abrigos más grandes, sin pensarlo mucho más. Quizá entonces,
el infarto de papá no sería instantáneo.
Ya frente
al espejo del tocador, sólo restó retocar el maquillaje que traía. Aproximaba
mi cuerpo hacia mi reflejo para mirar los trazos que delineaba mejor y, cuando
comenzaba a batallar porque por mi vientre no podía acercarme siquiera, de
pronto, una serie de risitas impecables, desatadoras nacieron a mis espaldas.
Avivándolo todo.
Fulminé a
Michael entonces, ubicándolo por fin a través del cristal.
—Deja de
reírte. Tú me has hecho esto—traté de sonar seria, reprensora. ¿Funcionaba? Por
supuesto que no, y mucho menos si ni siquiera quería intentarlo.
Sólo
ocasioné que él intensificara sus risas, y que de paso, algunas se me
contagiaran a mí. Mierda, no, ya estaba. Ya no retocaría mi maquillaje más.
—¿Y no te
encanta?—musitó a mis espaldas, y miré de reojo cómo tenía ambas cejas alzadas,
cómo ya se ocupaba de aproximarse hacia mí.
—Me
fascina—me giré por fin, perdiéndome en sus lagunas profundas y marrones,
sonrientes. En cómo los pómulos se le resaltaban con gracia cada vez que reía—.
Es, sin dudas, lo mejor que me ha podido pasar.
Soltó un
sonidito de complacencia, y agrandó su sonrisa aún más.
—Y
además, yo sólo he cerrado el trato por nueve meses—se atrevió entonces a poner
una mano laxa, dulce, contra mi vientre—. Ni idea de por qué este bebé no ha
querido salir de ahí.
—Tal vez
es porque lo he tenido ahí, atascado con los nervios que ocasiona ver a mi
padre—le bromeé, entrecerrando mis ojos con suficiencia.
—O tal
vez es que, le has hecho un hogar tan lindo ahí, tan cómodo y pleno, que él, o
ella... no quiere salir todavía—soltó, y acarició así mi barriga, manteniendo
esa dulzura tan suya.
Nos
estudiamos así, en silencio, sonriendo, mientras llevaba mi mano también hacia
mi vientre para entrelazar mis dedos con los suyos aunque, sin quererlo,
estudié cómo su semblante comenzó a decaer. Provocó un estremecimiento ligero y
juraba, aquella luz que llevaba dentro del vientre se removía incómoda también.
Sabía que él también lo había sentido.
—Quisiera
que me dejaras acompañarte—susurró, recuperando con lentitud su mano.
—Te
asesinará—musité. Evidentemente, traté de hacerme sentir mejor con un poco de
humor—. No puedo tener un bebé si alguien te asesina. No puedo hacer esto sola.
Rodeándole,
me dirigí a tomar asiento sobre la cama y traté de calzar las botillas que
había planeado usar. De nuevo, no podía. Y aunque esa vez Michael no rió, sí
que intentó reprimir una dulce sonrisa, poniéndose de cuclillas frente a mí
para poderme ayudar. Sentí un atisbo de pena aflorándome dentro.
—Estoy enorme—me quejé. El primer
zapato entró no sin dificultad.
—...Estás hermosa—y repuso, vivaz.
Rió, y
sentí entonces cómo me palpitaron las mejillas.
—¿De
verdad crees que será un baño de sangre si me aparezco por ahí?—preguntó
sonando indignado, terminando de subir el último cierre de las botillas.
—Es sólo
que prefiero explicarle lo sucedido estando sola—reprimí un suspiro, y en su
lugar, traté de agradecerle la ayuda con un gesto cálido—. Así, puedo ir
directo al grano, sin rodeos, sin querer refugiarme en tu mirada cada que me
quiera rendir y largar. Si no estás, no tendré que interponerme entre su puño y
tu cara, para variar.
—...Ouch—espetó con una mano absorta en su
pecho, simulando dolor—. Hasta el comentario me ha dolido más que imaginarlo.
—Sabes lo
que quiero decir...—resignada dejé salir. Intenté pararme, y logré tocar su
mentón por un segundo fugaz antes de caminar lenta hacia la mesita de noche,
buscando en el primer cajón el reloj que hacía juego con el enorme abrigo que
llevaba.
—Me
encantaría comprender lo que quieres decir—le oí detrás, junto con los resortes
de la cama rechinando por el peso que su cuerpo había dejado al tirarse—. Me
encantaría estar ahí, apoyándote, tomándote de la mano, no lo sé... Quizá,
ayudando con cualquier explicación que se me venga a la mente, aunque quizá no
sean demasiadas. La verdad es que siempre me he helado cuando miro a tu papá.
—Eso es
porque él siempre ha sido un hombre rencoroso. Si no, pregúntale a mi madre
cuándo fue la última vez que habló con él.
—¿Y... lo culpas?
Giré
entonces para observarle, sin alcanzar a comprender. No estaba recostado y
relajado como pensaba, estaba sentado al pie de mi cama y me miraba, tenso,
serio, erguido.
—¿Le culpas que sea rencoroso conmigo?—aún con
el tono oscurecido, insistió.
—Y-yo... yo no...—pestañeé, negando.
Se
incorporó y, suspirando comenzó a acercarse a mí de nuevo.
—...Porque yo no—susurró—. E incluso
a veces, yo mismo lo hago.
De
pronto, todo desapareció. Nada se sintió salvo mis respiraciones entrecortadas,
y el segundero del reloj marcando cómo cada segundo pesaba aún más. ¿Por qué si
aniquilar los nervios que sentía era mi principal tarea, tocaba este tema justo
ahora? ¿Por qué quería hacer volver ese tipo de enredos, malentendidos,
pesadillas pasadas?
—Aún aborrezco... lo que he llegado
a cometer en el pasado.
—Tú lo has dicho. Es el pasado—le
refuté.
Abrazando
mi vientre, traté de sonreír. Era más fácil lograrlo con el tamaño que ya
tenía. Uno más de los miles placeres que disfrutaba de haber resultado con una
barriga enorme, más inmensa de lo que jamás pensé.
—...Y
este es el presente. ¿Lo ves?—con mis manos puestas ahí, ocasioné que a Michael
se le iluminara el gesto en una débil, pero perfecta sonrisa mientras miraba a
esa ilusión que muy bien sabía, nos pertenecía a los dos—. Ya no hay nada más
que me importe además de esto.
Él
suspiró, y en una sola rodilla descendió, dejando un beso casto sobre mi vientre,
justo como solía. Izó su mirada tímida y me miró de reojo, a través de los
cabellos cortos que caían como siempre adornando su frente.
—No voy a
convencerte de que me dejes acompañarte, ¿No es cierto?—dijo con dolo, con una
resignación mortecina.
Y con
cuidado, le hice elevarse otra vez, a sabiendas de que a mí me sería imposible
adoptar la posición que él estaba articulando.
—Porque sé que entiendes lo
importante, y complicado que es esto para mí.
—Lo sé...—soltó entre un suspiro, de
ojos cerrados.
Al
pararme sobre la punta de mis zapatos, me aproximé y dejé un pequeño beso sobre
su mejilla, haciendo que ya reaccionara con más tranquilidad.
—Y tengo que irme ahora—musité.
—...Bien.
Tomé mi
bolso y con su ayuda, bajamos de a poco las escaleras hasta llegar al salón
principal en donde Wayne, sonriente y dispuesto, ya esperaba por mí con la
puerta abierta a su lado. Le saludé, con un gesto que delataba la vergüenza que
conllevaba el ya no poderme moverme con soltura de una planta a otra.
—Llámame
si necesitas algo, ¿Sí?—Michael musitó certero, al tiempo en que dejaba ahora
todo aquél apoyo que me sostenía en manos de Wayne—. Lo que sea, lo digo en
serio.
—Claro—asentí no sin dificultad.
Sabía que
las intenciones de Michael eran tranquilizarme, asegurarme de que como sea,
cuando sea, o donde sea, él iba a estar ahí sin interesar más nada. Conocía su
forma de ser, preocupado, sobreprotector desde que este perfecto viaje había
comenzado y le agradecía imposiblemente pero, ahora, lo único que ocasionaba es
que la tensión dentro de mi pecho se sintiera aún más. De alguna manera, me
dictaba en el corazón que lo más probable, era que la salida resultara en una
tremenda tragedia.
Un par de
vecinos que ya había mirado una que otra vez transitando aparecieron por ahí.
No cerca, del otro lado de la acera pero aún así dio la pauta para que Michael
no pudiese avanzar más allá del umbral, y al final, Wayne tomó de mi brazo para
conducirme con cautela hacia la puerta del copiloto del automóvil mientras que,
utilizando mi abrigo, traté de enfundar mi barriga dentro de él. Por la hora,
comenzaba a hacer un poco de frío.
Michael,
importándole menos que pasaban por ahí esas personas, rió.
—Y ni creas que ese abrigo
disfrazará la barriga, Rach.
Subí, y a
través de la ventanilla le dirigí una mirada letal. Como respuesta, un perfecto
guiño recibí de su parte y tras una sonrisa orgullosa, mi más favorito gesto
que venía de él, desapareció. Wayne entró, y pronto encendió el motor para
marcharnos.
Pronto
transitamos por una de las avenidas principales y el tráfico se comenzó a
acentuar. No me importó. Corroboré que aún quedara tiempo y, más que nada,
tener un poco de tiempo para pensar, asimilarlo todo de nuevo, era lo que
ansiaba más.
Esperaba poder
comprender que ya no podía aguardar ni un poco más, que mi embarazo iba por el
final, y que sin más tiempo para nada tenía que afrontar aquello que odiaba y
entonces, se llegaría el momento. Si mi padre lo sabía, me juré día y noche, ya
nada me ataría, y rogaba que de alguna manera eso lograra terminar con todo ese
temor que mi inseguridad me impregnaba. Con la inseguridad de no conocer su
reacción manteniéndome sometida, con lo frágil que se había vuelto la situación
por esperar, y aún así planeándolo todo como si aquello que estaba a nada de
hacer fuera la decisión correcta. La más adecuada.
Si él no
lo sabía, simplemente no iba a estar en paz. Si él no lo concebía, sería el
maldito infierno.
Cuando
Wayne buscó aparcar, dejé un suspiro salir. Llegábamos puntual, y aún con un
par de minutos de sobra me puse a mirar la marquesina del ostentoso lugar. Salían
y entraban personas, en su mayoría hombres de alta edad, algunos fumando, otros
más mal encarados. Jamás había visitado el sitio y me juraba cada vez que lo
veía al transitar la ciudad que ni en sueños lo visitaría. De pronto una voz
interna me hizo un tono de reprensión, quizá no había sido tan buena idea dejar
que papá hubiese elegido el restaurante.
Pero
quería complacerlo, quería hacer de todo lo humanamente posible para no
encender su mal humor, y así sería.
—Yo no me
moveré de aquí—con un respingo, miré a Wayne a un lado de mí, luego de que me
había distraído—. Esperaré aquí hasta que haya terminado la cena.
Aquello
me tranquilizó. A pesar de que con la sonrisa que salió, sentí mis dientes
titiritando. Aún estaba nerviosa como el demonio.
—Órdenes
de Michael, ¿No es cierto?—inquirí, desatando lentamente mi cinturón de
seguridad.
Aferró el
volante de forma impasible y sonrió. Parecía que no sabía qué más añadir.
Negué, quitando importancia al asunto, olvidando la obviedad de mi pregunta.
—Gracias, Wayne—y pasé una mano
sobre su hombro, buscando agradecer.
—Suerte—musitó,
y sin permitirle moverse de su asiento, halé de la manija de mi puerta y salí.
Sentía que si comenzaba aquello sola, igual, lo podía atravesar así también.
Así tenía que serlo.
Una
señorita bien peinada y maquillada me recibió al entrar, anuncié el nombre de
la reservación y me condujo entonces a tomar asiento en una mesita que estaba
no muy lejos de la entrada, aunque sí, cerca del bar, e inevitablemente, el
condenado humillo que se desataba desde el área de fumadores comenzó a hacer
una incómoda presencia taladrante en mis pulmones. Con una mueca de repulsión,
me evoqué dentro de aquél vicio. Era ridículo que yo había llegado a ser parte
de ello.
Miraba la
hora en el reloj de mi muñeca de nuevo, y una vez más. Zapateaba por debajo de
la mesa, y con las uñas golpeteaba la parte superior. Estaba ansiosa, nerviosa,
febril y estudiar a los comensales
entrando y saliendo, y a meseros atendiendo, no ayudó. Daba tragos inmensos a
la copa de agua fría que me habían llegado a ofrecer maldiciendo por esa única
vez que aquello no fuera vino, lo aborrecía todo en realidad.
La misma
mesera de antes volvió, y lanzó una pequeña seña hacia la mesita en la que yo
esperaba. Sonrió hacia la dirección contraria, hacia una persona que le seguía
y cuando un par de personas que circulaban abrieron lugar, ubiqué, ahí, al
hombre siguiéndole y que, al mirarme sólo... sonreía.
Absolutamente,
todo resanó.
—Papá...
Y sin
detenerme, sin pensarlo, busqué ponerme de pie cuando de pronto, su mirada
descendió, su sonrisa se había desplomado. Me percaté de que mi barriga relució
y no me moví, ni siquiera pestañeé. Simplemente lo observé mostrar ninguna
expresión. Me manipulaba por la imagen de cómo él... se había quedado
paralizado.
Sólo
negó, y sentí, ahí, cómo mi corazón embravecido se detenía. Todo fue silencio
por unos segundos que asesinaron mi voluntad.
—¿No pensabas... decírmelo...?
—P-por
supuesto que sí...—logré decir, en un murmullo que tan bajito apenas se
escuchó.
Abatida,
temblando, me acerqué hacia él sintiendo un mareo por la brusquedad que empleé
en mis movimientos. Una pesadez en mi vientre que de inmediato me preocupó,
pero que me obligué a no dar importancia, no cuando el miedo me atenazó así,
sin esperar que se detuviera.
—¿Crees
que no te lo diría?—me detuve algunos pasos antes pues, dolorosamente, me fijé
que ya con los últimos que intenté dar se retraía, intentaba alejarse de mí—.
¿Que jamás te lo haría saber? Claro que...
—...Pues
esperaste bastante—rugió, señalando mi abdomen abultado con un dedo turbio,
amenazante.
Lo miré
horrorizada, temblando sin poder pararlo. Ese tipo de acciones me alteraban y
él lo sabía. Lo comprendía desde que tenía memoria o razón. No podía hablar,
sentía que mis pies se clavaban al suelo y la saliva espesa obstaculizaba
cualquier sonido.
Al ver
aquella expresión descompuesta, decepcionada, pestañeé. Su semblante me sosegó
de inmediato.
—E-es que no... No encontraba el
momento de... decírtelo.
—¿Por qué?—preguntó y negó,
bufándose sin medirse.
Entonces
miré tensa a las personas que nos observaban. No mirarlo, como había deseado,
no funcionaba, me sentía más abatida, más asustada, hasta lo imposible. No
sabía qué tanto lo podría soportar.
—Te he
hecho una pregunta, Rachel—ese tono lleno de odio, de desespero, me hizo girar,
con mucho esfuerzo.
Sabía que
debía hablar, articular palabra. Pero es que ese maldito nudo en la garganta
comenzaba a doler, y pese a las miles de veces que ya lo había imaginado, que
había esperado encontrar el coraje para confrontarlo, para poder terminar con
esto y mantener mi mirada alta, me costaba, me estaba costando demasiado.
No sabía
qué decir, qué hacer, cómo mirarlo, si debía respirar fuerte o no. De pronto,
olvidé la razón por la que me había metido en esa pesadilla desde el maldito
principio. Cómo fue que, convencida de que nada de esto ocurriría, le juré a
Michael que no iba a hacer falta ahí. Era una tonta, mierda, era una estúpida y
no aprendía. Mi padre era de temer, era de piedra, no cambiaría y no lo había
querido comprender.
—¿De quién es?—preguntó solícito
ante mi mutismo, severo.
—¿De
verdad... te importa?—murmuré negando, sin ser capaz de acercarme más. En
cuando hablé sentí cómo el peso de mis miedos, de mis malas decisiones, de mi
debilidad, de mi desconcierto aparecía frente a mí, aplastándome sin detenerse.
—Sólo si
has sido lo suficientemente tonta como para volver haberte metido con quien
creo que es.
Parpadeé
y, sin notarlo, una lágrima traicionera rodó por mi mejilla. La limpié de
inmediato, intentando llenar mis pulmones con el poco aire limpio que habitaba
ahí.
—Pues tienes razón—sentencié.
—¿Qué?—y
de un paso se acercó, con aquél mismo desespero latente, inyectando a cada
segundo más terror en mí.
—Mi
bebé... es de él—me sinceré ansiosa. Con un electroshock recorriendo mi
interior—. Es de... Michael.
Se burló
entonces con frialdad, dejándome perpleja, atónita ante lo que veía. Se llevó
una mano hacia su frente fruncida, delatando impotencia, indolencia.
—Sabrás
tú si quieres deshacer tu vida casándote con esa persona...—soltó con
neutralidad. Arrugando su frente mirándome descompuesto—. Pero si ese bebé...
—...No habrá ninguna boda. Michael y
yo no nos vamos a casar.
Forzando
la quijada, con los ojos bien abiertos, taladrantes, negó. Arrebató su abrigo a
la chica que atónita nos miraba y comenzó a andar por la dirección en la que
apareció. Le seguí sintiendo que mi mundo se desplomaba a cada paso que daba,
tambaleándome, sin respirar, y al mismo tiempo sosteniendo con una fuerza
inimaginable mi vientre por las zancadillas embrutecidas que daba.
En el
exterior Wayne se aproximó de inmediato hacia mí con el gesto descolocado,
alarmado y sin embargo, con el corazón en la garganta, con más lágrimas pujando
por salir, le rogué con un gesto que se apartara. Con una esperanza tonta,
incomprendida de que lo que vivía era una pesadilla, un malentendido que se
arreglaría, nada más.
—¿Entonces
así te vas...?—mi voz se rasgó al hablar, algunas personas más voltearon pero
no me interesó. Él, mi papá se había detenido, desecha, era lo único que
pretendía lograr—. Era por algo todo el miedo que sentía de poder decírtelo,
¿No es cierto?
—Porque
cometer tus estupideces es una cosa. Pero elegir no casarte, y tener un hijo
bastardo en su lugar es el maldito colmo. ¿Es que él cree que puede embarazarte
y no hace nada al respecto?—negó y clavó sus ojos grises en mí con profundo
odio, con repugnancia—. No sé cómo has podido seguir adelante con todo esto
siquiera.
De nuevo
se intentó marchar y, sin luchar más, un sollozo hondo se atascó en mi pecho.
—¡Papá...!—chillé
con desespero, aterrada, sintiendo que el aire me comenzaba a faltar.
Giró
entonces al final y mi mente, mi fuerza, todo se desvaneció cuando me percaté
pese a mi mirada turbia, nublada, que él tenía ya los ojos irritados,
humedecidos.
El frío,
la imagen se convirtió en un manto doloroso que comenzó a inmovilizar mi
cuerpo, el hielo congeló mi sangre al estudiarlo así, al saberlo así. Le
contemplé, aguardé mientras gritaba internamente del dolor ya no sólo por
aquello, sino porque mi cuerpo escocía, temblaba, aunque no más que mi alma
volviéndose añicos.
—Durante
toda mi vida te eduqué con principios, ¿Y para qué?—alzó y dejó caer ambos
brazos a los lados con debilidad, con resignación que ardía—. ¿Para que esta
mierda ocurriera? ¿Para que me lo pudieses agradecer así?
Sollocé,
limpiándome otra lágrima, y luego otra con ansiedad. Ya en nada encontraba el
sentido. No veía a mi padre, no quería creer que aquél hombre al que miraba
deshecho, decepcionado hasta la médula se trataba de él.
—Ese
niño... no va a significar nada para mí—y con el mismo sentimiento apuntó a mi
vientre de nuevo, casi clavándome la sensación de que aquello me llegaba a
lastimar físicamente—. ¿Me has oído? No daré la bendición a un niño bastardo,
que cuya madre no sabe ni lo que quiere para él.
Sólo
negó, llevando una mano hacia su rostro una lágrima que supe de impotencia, de
rabia, salió.
—A ti... no quería perderte...—y sin
más, dio media vuelta y se esfumó.
Entonces
una mano casta, certera sostuvo mi brazo y me condujo entre una vista limitada,
nublada, entre mera penumbra hasta el vehículo mientras yo continuaba negando,
limpiándome lágrimas que brotaban sin poderlas contener ya. Nos largamos de
ahí, y de él ni una palabra salió, o no la escuché, estaba tan apresada en mi
mente destruida que todo carecía de sentido.
Lo que
más dolía era que bien eso ya no importaba, hundida ya estaba. Con o sin él
seguiría con lo planeado pues la condición en la que estaba ya no podía
detenerse, esta vez no. Si él lo deseaba, no lo involucraría, lo haría sola,
debía poder, ya estaba acostumbrada y odiaba también sentirme reducida a lo que
mi padre con una sola palabra, una sola mirada lograba hacer.
Al llegar
subí los escalones afligida, deshecha, más dolida de lo que estaba dispuesta a
aceptar. Mi corazón martilleó tan fuerte que podía escucharlo dentro de mi
cabeza y mis pulmones se sentían apretados en mi pecho, mis palmas sudaron, y
mientras interceptaba a Michael ahí, y me dejaba caer en sus brazos, la escena
sólo permanecía ahí, sólo... repitiéndose en mi cabeza.
—¿Qué fue lo que pasó...?—deseó saber con un
par de ojos atormentados, dolidos.
—Mi
papá...—sollocé, aferrándome a su cuerpo, a su fuerza, a todo cuanto aún
pudiese hacer que mantuviera certera ante lo que ocurría, y que aún así me
diera la esperanza de no perder mi alma en el intento, de que ya no pudiera
caer—. Eso fue... lo que pasó...
—Ah, pequeña...—y
sin más, la fuerza con la que me tomaba aumentó. Nos conducía con cuidado hacia
el más cercano sofá.
Inmediatamente
me acurruqué contra su pecho soltando sollozos débiles, escondiendo mi rostro
en la curva de su cuello. No deseaba que nunca me soltara, que me ciñera, que
me apretara tanto como si nunca más pudiese separarme de él.
—Le llamó
bastardo...—dejé salir un sollozo, estrellándolo contra su piel. Ya el llanto
apareció desbordado—. Dijo... que no sabía lo que hacía de mi vida... que era
una... desagradecida.
—No puedo
creerlo, maldita sea—y a pesar del tono ácido que se le escapó, sentí cómo sus
labios se pasaban con dulzura por mi pelo, y me refugiaba aún más—. Es que él
no tiene el derecho de maltratarte así... de destruirte. De lastimarnos...
—Pero lo logró...—musité, llorosa.
Horrorizada,
le sentí negar. Mi corazón se apresaba de las arritmias y se hundía, se
estrujaba cada vez más en mi pecho y la impotencia, el coraje todo lo invadía,
absolutamente todo.
Odiaba mi
debilidad, odiaba no haberme dado mi lugar, odiaba dejarme dañar por él sin
razón, odiaba mi cobardía, mierda. Lo odiaba todo, y aún no lo terminaba de
creer.
—Me duele mucho, Michael... Creí que
él... cambiaría.
—Lo sé...—susurró,
dejando un beso más sobre mi frente humedecida, permeada por el sudor frío que
no cesó—. También yo... Pero, ¿Te digo algo?
Le sentí
alejar percibiendo resistencia y lento, se puso de cuclillas frente a mí para
que así, pudiera verle de frente, únicamente a él.
—Tú y
yo... no lo necesitamos—tomó mi mano, y dejó un beso pequeño ahí, haciéndome
respingar. Sentir que mi corazón ya iba a mil por hora—. Estoy aquí, estás
aquí, princesa. Este bebé...—y finalizó, apoyando nuestras manos unidas contra
mi vientre—. Nos tiene aquí... Es lo único que importa.
Sus ojos
me miraban con suma atención, mi mano aún permanecía entre la suya, y todo se
detuvo. El llanto se quería detener pues me quitaba el aliento, de una manera
casi inimaginable me hacía perderme en cada uno de sus rasgos, me hacía soñar.
—Y-yo...
sé que...—y pestañeé descolocada, sin poder terminar. Incrédula hasta la médula
por una punzada repentina en mi centro, un espasmo que en reflejo me hizo
tomarme la barriga sin más.
El dolor
se volvió desconcertante.
—¿Qué...?
¿Qué es, Rachel? ¿Qué ocurre?—alarmado, Michael se incorporó, no miré sus ojos
pero les imaginé bien abiertos, angustiados, aterrados.
Y no era
capaz de responder, pues sólo miraba mi entrepierna y cómo inimaginablemente,
ya estaba charqueado el sofá. Finas gotas de agua comenzaban a golpetearse
contra el suelo, contra sus propios pies.
—M-mi...
fuente...—bisbiseé absorta, en trance, sintiendo que el sentido, la coherencia
comenzaron a faltar—. Creo que el
bebé...—y otro dolor. El reflejo de un nueve quiebre interno, más letal, me
hizo reaccionar.
Michael
se incorporó con una mano en los labios y me estudió desvariando. Las punzadas
no dejaban de aparecer, una y otra vez, cada una más fuerte que la última,
doblegándome más y más.
—Dios
mío...—y dejándome ahí, bien acomodada sobre el sofá humedecido, se esfumó.
Se
dirigió hacia la puerta entre bramidos que comenzaban a parecerme imperceptibles,
maldiciones vagas.
—¡Wayne! Por Dios, ¡Wayne...!
—¿¡Qué!?
¿¡Qué pasa!?—se oyó y aquello, de alguna manera me buscó serenar. Mis ojos se
quedaron clavados en mi vientre inmóvil y al mismo tiempo punzante, en cómo la
saliva se me comenzó a espesar, no respiraba bien, la presión comenzaba a
multiplicarse, el calor, el sentido se iban.
Sentía
miedo, terror, felicidad, emoción infinita, retortijones que volvían y que me
dictaban que aún estaba consciente, que aunque flotaba, no iba a desaparecer.
—Es la
hora...—Michael anunció, y como pude le ubiqué. De uno de los estantes, ya
tomaba las cosas que ya teníamos empacadas desde días antes—. Llama a los
chicos, a mis padres, y por Dios, quiero que el equipo de seguridad esté ahí,
¿Me escuchas? No quiero ningún maldito problema.
Wayne
asintió y se marchó. Todo transcurría demasiado rápido, no me era posible
procesar con detenimiento lo que contemplaba ahí. Sonidos se convertían en
ecos, las imágenes en nubes borrosas.
Michael
se acercó, y con ambos hombros cargados de valijas me ayudó a ponerme de pie a
pesar del dolor que no paró, sólo se avivó, y por un instante, casi al llegar a
la puerta y ser recibidos por Wayne, contemplé su rostro descompuesto,
despabilado a pesar de que la nubosidad que dejaron mis lágrimas aún enardecía.
—Michael...—y
con una fuerza irreal, le alcancé a detener, a sólo unos pasos de haber salido.
Me
estudió, aguardando afligido. Pero yo ya estaba soñando, lo supe, al haber
caído en sus ojos cansados.
—Vamos a tener... un bebé—susurré.
—Vamos a tener un
bebé...—repitió, con esa bella sonrisa infantil que hacía brincar todas mis
neuronas, células y hormonas antes de darme cuenta de que, aquél susurro, ya
estaba cayendo sobre mi boca.
Enamorada y sin querer pensar, enrosqué mis manos
en su cabeza como hacía años solía, como cuando todo comenzó y sabíamos no iba
a terminar. Sin más, pegué mis labios a los suyos ansiosa, con ternura.
Convencida de que, como lo vivíamos, y lo que estábamos a punto de atravesar,
ningún beso se podía comparar con eso, jamás.
Sonriente, avispado, tomó mi mano y nos hizo
salir. Abochornada, y deseosa de más, le seguí, aún con las mejillas
entumecidas.
Wayne terminaba una llamada cuando ingresamos
al auto, prendió el motor y entonces logramos salir. Suspiraba a cada momento,
intentaba reganar el aire, momentos pasaron así y continué odiando los malditos
miedos que sentía, la ansiedad, aquél dolor que, por dentro, embravecía cada
maldito órgano.
Ya en la habitación designada, médicos
descansaron mi cuerpo en una camilla que esperaba ahí. Aún con los dolores
internos perdurando, con la mirada enardecida de Michael inspeccionándolo todo,
con su mano que no me dejaba de aferrar, con sus ojos alerta, bien abiertos,
paralizados a pesar de que, sin más, nuestro doctor habitual aparecía en el
lugar. Comenzó a revisarme con delicadeza mientras que intentaba con todas mis
fuerzas mantenerme consciente.
Si, sentía que si me atrevía a cerrar los ojos,
caería desmayada en esa camilla, de puro temor, dolor, presión que se
multiplicaba en la parte central de mi entrepierna.
—...No—el
hombre vestido de blanco dictó—. Ella ya no puede estar aquí. Tiene que irse
ahora.
—¿Qué?
¿Por qué? ¿Qué es lo que ocurre...?—pero en cuanto escuché la voz de Michael
así, llena de pavor, me olvidé de todo. Y el estado de terror se apoderó de mi
piel, de mis vellos, de mi cerebro.
Aquél
doctor, cuya imagen ya se me hacía cada vez más borrosa, más lejana, húmeda, le
tomó del brazo, ansiando a que Michael se pudiese tranquilizar, a que respirara.
—Porque este bebé ya está coronando—dijo,
sereno, incluso cortante.
Lo soltó
así, sin más, y parecía que no registraba que a su lado, Michael y yo
permanecíamos así, asustados, muertos de miedo de algo que quizá... estaba a
punto de suceder.
Era un
sueño y me aseguré, me rogué, no quería despertar jamás.
—...Está... a nada de nacer.
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