Y los
minutos se fueron, ¿O habían sido horas? Nuestro tiempo ya no tenía su
dimensión real.
—El bebé
está en una posición más difícil, así que va a tener que empujar más
fuerte. ¿De acuerdo? Vamos, otra vez...—soltó
el doctor, a nuestro lado.
—Vamos,
pequeña, vamos... Puedes hacerlo. Puedes...—y traté de no perder su mirada, de
no dejarla ir a ella, a su mano aprisionada entre la mía, así tuviera el
corazón palpitando como un maldito demente.
Entonces,
ella lo hizo, pujó.
El pánico
era el mismo que aquél día en que ella y yo años atrás lo habíamos perdido
todo, la sensación de pavor estaba ahí también.
Ese mismo
maldito dolor de lo que antes vivimos, el frío permeándolo todo, la ira
deambulando herida por cada torrente, con cada gota de sudor, cada lágrima que
de ella no dejaba de brotar, cada quejido, sollozo, suspiro que la detenía, que
parecía que no iba a dar para más. Se podía sentir, tocar la incertidumbre de
lo que atravesábamos juntos ahora, de los que pasaría, y que dentro de mi
cabeza me sumía aún más.
La piel
de Rachel se hacía más purpúrea con cada esfuerzo que gastaba, ligeras venas se
resaltaban con el chorro de luz de los focos que le enfocaban, y sus piernas
temblaban, se convulsionaban ante el color rojo intenso que desde hacía minutos
fluyó por la entrepierna, justo debajo del abultado vientre.
—Rachel,
vas a tener que empujar más fuerte, ¿Está bien?—el doctor, consternado, negó—.
Nada sucede, no está saliendo el bebé...
—Lo
siento tanto...—y mi pequeña, mi vida lloró, lloró de dolor—. ¡No puedo...! ¡No
puedo hacerlo, Dios mío! Michael...
—Sí, sí
puedes—susurré aumentando la fuerza con la que la sostenía, con la que hacía
incluso que sus piernas no temblasen de más. Sentí los ojos escocer, deseaba
ser yo el que sufriera, el que atravesara todo aquello—. Sé que sí, pequeña,
¡Sé que puedes hacerlo! Un empujón más... sólo uno...
Reaccionó
a mis palabras, ella lo volvía a intentar y, tras un movimiento brusco que
irguió su cuerpo otra vez, volvió a pujar, con más fuerza, y más. Un chillido
se le esfumó de entre sus labios bien mordidos y estudié ansioso, petrificado a
nuestro doctor asentir, ahora con determinación.
—Así
es... bien...—musitó observándolo todo, poniéndose en posición, con sus ojos
brillantes, alertas—. ¡Está al revés, pero ya sale...!
Oía cómo
el esfuerzo de ella sólo se disparaba, cómo se provisionaba de una fuerza sobre
humana y daba todo de sí. Advertía el ritmo desacompasado de sus alientos, su
frente humedeciéndose hasta lo indecible, sus ojos deshaciéndose, luchando,
como siempre, como sabía lo haría, como ella esperaba poderlo lograr. Por
nosotros, por nuestro bebé, por cada razón por la que estaba seguro, yo la
amaba a ella.
Y su
cuerpo, bajo mi agarre se quedó quieto de pronto, mientras dejaba caer,
aniquilada, su cabeza hacia atrás. Su respiración retomaba de a poco una
cadencia más normal, y mis temores habían desaparecido. Entonces comprendí el
significado de aquella calma convenciéndome de que todo ya se había terminado,
que el zarandeo de miedo en los cuerpos de ambos se esfumó. Nuestro bebé ya
estaba afuera de ella, lo sabía, lo podía sentir.
Giré
hacia nuestro doctor aún atolondrado, incapaz de ver nada más pues aún tenía la
mirada borrosa por culpa de las lágrimas, y sin embargo estaba demasiado
consciente de los nuevos gemiditos que nacieron ahí, pequeños llantos frágiles,
deliciosos, una nueva respiración además de la nuestra más vibrante, ligera,
rápida, innegablemente irreal. Me permeó una exquisita punzada de amor más
intenso que el de antes, una nueva clase de esperanza, una que enardecía, que
prometía. Un destello hecho por ella, por mí, en el que ahora... no podía parar
de perderme. Una luz.
—Oh Dios
mío... Ya está aquí...—bisbiseé contenido, sumergiéndome en todo cuanto veía.
Un par de manitas, de pequeños pies, de un cuerpecito teñido de sangre. Un ser
diminuto que se debatía entre las manos de nuestro médico mientras él,
sosteniéndolo firme, nos lo mostraba—. Es... un barón...
Aguardó
sólo un segundo más y acunándolo pronto, dos enfermeras que se encontraban ahí
lo tomaron con sumo sigilo, llevándolo hacia una superficie blanda en la que,
si recordaba los clásicos procedimientos preventivos, le iban a lavar, a
envolver, a hacer lo que fuese inalcanzablemente posible para que ese ser se
sintiera seguro de estar entre nosotros ahora, de hacernos sentir dignos de él.
—N-no...
¿A dónde...? ¿A dónde se lo llevan?—Rachel sollozó, irguiéndose en la camilla
de pronto sin dejar de clavar sus ojos exhaustos en nuestro hijo.
—N-no,
tranquila...—de inmediato me aproximé más a ella, sonriendo, besando con
ternura la mano que de a poco, aligeraba la fuerza con la que me sostenía—.
Sólo... van a limpiarlo un poco...
—Pero que tengan cuidado. Él es muy
pequeñito...
No pude
evitar sólo sonreír, sólo disfrutar de aquél nuevo sollozo tierno que brotó. Me
sentía tan pleno, tan vital, tan libre, con ganas de gritar, de tomarla a ella
entre mis brazos y hacerla girar, de no dejarla ir nunca, de besarla si era
posible. Tan feliz que casi me perdía del cómo nuestro doctor volvía no solo,
sino con nuestro bebé, nuestro nuevo angelito, volviéndose hacia nosotros de
nuevo.
—Aquí
está...—y se lo entregó a ella, enfundado en una de nuestras mantas. El bebé de
inmediato se irguió contra el hueco que formaba el cuello de Rachel, como
hurgando acurrucarse contra el calor, el amor que de su cuerpo enardecía.
Escuché,
ahí, unos tiernos quejidos que brotaron de él, y sin pensarlo, deposité un beso
casto sobre aquella nueva frente impecable, notando cómo su piel frágil se
erizaba, y ese delicioso aroma celestial entraba en mi sistema, transportándome
a un sitio que, seguro, se trataba de mi paraíso personal.
—Mi
pequeño...—Rachel gimió quedamente, perdida en él, sin fuerzas—. Gracias por
salir de mí...
Suspiré
apenas, demente, esclavizado por la imagen. Ansiaba que este día fuese así;
lento, mágico, abrazador, que yo pudiese adentrarme y pasar cada segundo a su
lado, que cada palabra dicha por ella, o cada sollozo que se acentuaba desde
los pequeños labios de nuestro bebé, cada mirada intercambiada por ellos, se
clavara tan hondo en mi alma como toda la historia que ella y yo atravesamos
desde el mero principio, como cada instante desde que la conocí. Rachel era mi
eje, y ya no sólo era un lazo que me mantenía con vida, ahora era alambres de
acero que no me dejarían alejar. No me cansaría de demostrárselo. Nunca.
—Lo sé...—consoló
entonces unos incipientes quejidos que se aumentaban. Negaba embelesada,
ensimismada y aquello parecía bastar pues ahora nuestro ángel, nuestro todo nos
daba la ilusión de que abría los ojos, de que por fin, miraba a su madre por
primera vez—. Hola, mi amor...
Era la
única vez que no le reprocharía utilizar aquél título en una persona que no era
yo. Así era ella, lo había hecho conmigo al enamorarme y ahora lo hacía con
nuestro bebé. Ella es una luz que brillaba, que centellaba tanto que hacía que otros
mundos además del de ella se iluminaran, que otras vidas se sintieran cálidas,
serenas, pues su brillo era tan relajante como el de un sol en el atardecer,
que sólo alumbra todo, pero sin abrumar.
—Yo... te
conozco...—y le susurró sin más, haciéndome sentir que el alma regresaba a mi
cuerpo.
Mirarla
así, suelta, plena, contenta, sonriendo con las mejillas coloradas al sostener
entre sus brazos a ese ser, no podía hacer más que hacerme sentir feliz,
satisfecho, y muy lejos de todas aquellas desgracias que en mi vida fui a
enfrentar. Apreciándola, me percaté de que así la quería contemplar siempre,
que de alguna manera, siempre había tenido la esperanza de que así fuera.
Rachel
era felicidad, amor, la mujer que siempre anhelaba y ahora gracias a ella entre
nosotros existía la fusión de lo que alguna vez alcanzamos a sentir, de lo
mucho que nos amamos; nuestro hijo. Y no podía pensar en mayor agradecimiento
que este, por haber vivido cada momento mágico del viaje al lado de ella, notar
cómo cada día crecía su barriga, cómo cambiaba, cómo su cuerpo delgado se
abultaba sin más, quererla, consentirla en sus pequeños caprichos justificados,
o incluso mirarla comer helado a las tres de la mañana hasta terminar con un
bote entero.
—¿Ya
tienen nombre?—el médico inquirió con cautela, sosteniendo un tomo de
documentación entre sus manos mientras aguardaba, tranquilo, a que Rachel
volviese a nosotros, a que aquél bebé dejara de robar su completa atención.
—Aún no—ella musitó, y ni siquiera
había dejado de mirar al bebé.
—No se
preocupen—repuso el doctor, certero—. Por ahora lo identificaremos como 'El
Pequeño Green'.
—Oh, no,
no... ‘El Pequeño Jackson’—ella, sin más, ahora mirando alto, le corrigió. El
doctor asintió y anotó la corrección en las hojas que llevaba.
Y sonreí,
soñé, sin poder defenderme.
Ella me
estudiaba entonces, y me supe embelesado al sentir cómo con una mano lánguida
me tomaba por el cuello de mi camisa para aproximarme más mientras que con la
otra protegía con fuerza la razón de nuestras ilusiones. Fulminé la distancia
que nos separaba y cerré los ojos, la sentí, sentí cómo tocaba de nuevo el
paraíso.
Hundí mis
labios en ella y su sabor amielado lo permeó todo en mi interior, su carnosidad
cedía aunque no se movía, pero sí que se dejaba sentir, me dejaba deshacerme de
toda la demencia que sentía, y dio también paso a una invasión que tanto
extrañé, anhelé, esa misma que tanto rogué, que me embrutecía y como siempre,
me hacía tocar el cielo.
—S-sostenlo—susurró contra mis
labios, con debilidad.
Entonces
volví del trance, y alejándome traté de recuperar el aliento, el juicio perdido
mientras con cuidado, ella ya me dejaba sostener ahora a ese cuerpecito nuevo a
mí. Esa fragilidad hecha persona.
—Hola,
pequeñito...—musité despacito, recargando mi cuerpo en la camilla, perdido en
aquellos ojos marrón chocolate que recién se debatían entre abrirse de nuevo,
él dejaba salir un pequeño suspiro con olor a miel que casi hace que cerrara
mis ojos.
Ladeé la
cabeza para contemplarlo mejor, para concentrarme en sus nuevos rasgos perfectos,
delicados, suaves. Elevé entonces un dedo con fragilidad y lo dejé viajar a
través de esa mejilla cremosa, aún colorada. Por Dios, era hermoso, perfecto, y
no sabía qué lo era más; si el hecho de que su madre era la mujer que yo amaba,
o el saber que cada recuerdo vivido, cada esperanza, cada luz, cada historia
reposaba ahí, en pos de sus ojos brillantes.
Él ya no
sollozaba, sólo respiraba con frágiles y titubeantes jadeos. Tenía ya los ojos
bien abiertos, y sus labios se entreabrían y volvían a cerrar, sus manitas se
tambaleaban con un aire tierno, casi divertido. Y bajo todo ese sonrojo su piel
relucía dorada, parecida a la de ella, de un cremoso color marfil. Ese rostro
diminuto era tan absolutamente hermoso que me dejaba aturdido. Era tan precioso
como su madre, increíblemente, casi imposible.
—Mira
cómo se aferra a su frazada, linda...—susurré aumentando la fuerza con la que
le protegía a él—. Mira cómo parece que... la necesita. Él es... perfecto.
Ella se
aproximó encantada a observar. Parecía ahora inquieto, removiéndose debajo de
la manta como una lombricilla bajo un manto de protección del que no se quería
zafar. Dios mío, me fascinaba, me encantaba tenerlo, palparlo sin más, así de
cerca, de real.
—...Blanket—Rachel
musitó. Y nos miramos, nos perdimos ahora uno en el otro con la forma en que
sin remedio comenzábamos a sonreír. Cómo aceptábamos aún en silencios que aquél
era un mote perfecto aunque sencillo, certero. Encajaba a la perfección.
De la
puerta nacieron una serie de golpeteos entonces, y Phoebe, lanzando una mirada
anhelante, esperanzada, asomó su cabeza un poco más hasta habernos encontrado.
El corazón, al comprender que ellos llegaban, se me agrandó.
—¿Podemos... pasar?
—Claro
que sí—respondí al instante, incorporándome con cuidado de la camilla para
estudiarles mejor. Venían detrás de ella todos; Joey, Ross, Monica y Chandler.
Desfilaron
y nos rodearon cautelosos aunque siendo incapaces de disfrazar esa ansiedad de
felicidad que desprendían.
—Hola...—Rachel
susurró. Estaba encantada, me aseguré, negaba embelesada al mirarlos ahí con
ella.
—Es... un
niño...—musité, sosteniendo al pequeño de forma que ellos también lo pudiesen
contemplar. Contagiándome de cada una de las sonrisas que lanzaron.
—Oh, ¡Míralo!—Joey dijo, con ojos desorbitados,
y señalando al pequeño bebé.
La miré a
ella y sentí que podía flotar, que percatarme de que Rachel no paraba de
sonreír era lo único que necesitaba.
—Dios
mío... Qué precioso es...—Monica entonces susurró, de ojos cristalinos,
enteramente extraviada en lo que miraba.
—Tómalo...—aquella
reacción no me dejaba ser y no lo soporté, me aproximé a ella para permitirle
sostenerlo con cuidado.
Al
tenerlo, de inmediato sus brazos se amoldaron y cuidó de prisa que sus bracitos
cayeran donde debido, que su cabecita no se flexionara demasiado, que cualquier
movimiento, no lo pudiese alterar en lo mínimo.
—Es
increíble...—bisbiseó, con sus lagunas azules, cansadas, empedernidas clavadas
en los ojos de él—. Es bellísimo...
—¿Ya
saben cómo se va a llamar?—Chandler preguntó ensimismado, tan próximo a ella
como le era posible. De pronto, estudiarlos a ambos sosteniendo a un bebé así,
fue una imagen que supe, no dejaría de atesorar en mi mente por siempre. No
esperaba a que pronto llegase su oportunidad.
—Ahora le
conocemos como Blanket—Rachel anunció—. Y, bueno, me gustaría que se llamara
como su papá... A menos que él quiera agregar otro nombre también.
Negué
incrédulo, dejando salir una risa tranquila sin remedio.
—Me das
el cielo, ¿Y temes no haberme dado suficiente ya...?—dije lanzándole una
sonrisa cómplice al final. Sin saber muy bien por qué también no dejaba de
evocar aquél beso delicioso que momentos atrás, ella y yo compartimos.
—Michael,
lo olvidé—Ross me hizo entonces virar—. Tus padres llegaron hace unos minutos.
Te estaban buscando.
—Oh,
gracias, Ross—cabeceé para lograrme distraer, y sin pensarlo bastante, comencé
a andar hacia la salida del cuarto.
—¿Tus
padres llegaron? ¿Estaban en la ciudad?—Monica me detuvo con una expresión
extrañada.
—Llegaron
anoche—repliqué—. Vienen desde Hayvenhurst. Janet se queda con Prince y Paris
en Neverland mientras tanto.
Y la
noticia que les caería a ambos, a mis niños en casa, no dejaba de palpitar en
cada latido de mi ser. Cada bendito segundo que transcurría y que me acercaba
más al momento en que podría volver a encontrarles de nuevo. Imaginar sus
expresiones cuando miren a su nuevo hermanito ya era como probar un trozo del
cielo, de por sí. Pensar en cómo crecerían juntos, cómo irían de la mano,
queriéndose, conectándose como un trío de almas juguetonas, cómplices, era la
perfección. Ya no podía esperarlo.
—Tiene
suerte, ¿No es cierto?—Rachel interfirió con un tono que me desconcertó, pues
sin más, ponía una expresión sombría, destruida. ¿Dónde quedaba su luz, su
brillo? ¿Qué había pasado?
Me quedé
sin aliento por un segundo.
—...Sus
padres atraviesan el país entero, y el mío no puede ni darse el tiempo de preguntar
qué tal ha ido el parto—terminó negando vencida, y su mirada ya ni puesta
estaba sobre nuestro bebé, se había desplomado, se clavaba sobre su regazo.
Comprendí entonces lo que quería llegar a decir.
—Princesa...—susurré
con el corazón estrangulado, abatido.
—No te
preocupes por mí...—cabeceó, limpió una lágrima traicionera que se le escapaba—.
Anda, yo... Estaré bien.
Pero no
le creía, y la lava ardiendo por lograr algo más no dejaba de lastimar. Deseaba
sacarle ese pesar de una vez, hacerle olvidar que el maldito problema con su
padre había existido, que existía en un mundo en el que parecía que a ese señor
no le importaba su hija, que sólo la hería y lastimaba. Lo que fuese por
volverla a poner en paz, por volver a hacer que esa sonrisa que tenía antes,
renaciera de nuevo.
—La cuidaremos—Monica musitó, aún
con el pequeño Blanket en brazos.
Las
medias sonrisas que de pronto todos pusieron quisieron intentarlo y lo
agradecí, pero no podía marcharme todavía, no así. Decidido, me aproximé hacia
Rachel y besé su frente sin evitar que mis ojos se cerraran al tocar su piel.
Los cerraba con fuerza, con dolor, como si me lastimara el saber que iba a
tener que alejarme de nuevo. Me erguí cerca de la camilla y, aprovechando el
ensimismo en el que ella se perdía, tomé de su bolso abandonado en el suelo su
teléfono móvil y lo enfundé en el bolsillo de mi pantalón.
De un
movimiento me repuse y volví hacia la puerta, agradecí a Monica, a Phoebe, a
Chandler, a Joey y a Ross con una mirada y salí de ahí, convencido de que a mi
familia, la dejaba con las mejores personas que de todo el universo, les podían
rodear. Estaba seguro de ello.
Ubiqué a
Kate y a Joseph, sólo al haber cruzado el primero de los pasillos del piso en
el que nos encontrábamos. Parecía que charlaban con algunos de los muchachos
del equipo de seguridad, entre ellos Wayne que, asintiendo sonriente, pleno,
parecía que de su boca no brotaban más que buenas noticias, pese a la expresión
seria que con nada se le parecía quitar a mis papás. Suspiré, y despojándome de
la sensación que me mantenía trémulo, helado, me alejé. Me refugié en la sala
de espera y tomé con urgencia el aparato que había tomado.
Marqué el
número de ese señor una vez, nada. Dos veces, y otra vez más. Sabía que la llamada
ingresaba pues se escuchaba sólo un tono y sin más, se volvía a cortar. Sabía
que él las desviaba, que sabía que alguien bajo el nombre de su hija en su
teléfono le insistía y me corroía que no se dignara siquiera en atender.
Gruñendo, con los puños apretados, me dejé caer en uno de los sofás. Decidido a
dejar un correo de voz, no más.
Por ella,
simplemente. Por ella y por nuestro bebé.
—Es ya la
cuarta vez que intento llamar, pero no tengo respuesta de nadie...— musité con
voz críptica, contenida, mientras aferraba el aparato tan cerca de mi cabeza
que creí pronto me lastimaría—. No importa. Sé que está ahí, sé que me escucha,
pero no sé si va a escuchar hasta la última palabra de este mensaje. No estoy
seguro, y lo entiendo, le juro por mi alma que mi intención es entender su
posición.
Y cerré
los ojos buscando paciencia. Hablar sin detenerme y no tener una sola respuesta
del otro lado, me iba a costar.
—...Cometí
errores con ella, lo sé—mi voz entonces sonó estrangulada, parecía temeroso—. A
mí también me dolieron, yo también sufrí, me quebré y no sabía si me repondría
de nuevo. Había caído en tentaciones equivocadas y terminé arrancándonos a
ambos una ilusión que jamás se dio, la dejé irse y comprendí que la había
herido como nunca, que había alterado su alma como jamás nadie se había
atrevido a hacer. Sé que usted también sabe de ello, pues no hace falta mirar a
los ojos cuando el desprecio recibido se palpa más que una pared de concreto
puesta frente a mí. Sé que lo supo y, si desde el principio usted y yo jamás
congeniamos, luego de eso me aborreció, me detestó. Lo merecí y lo siento, aún
lo he lamentado. Pero asombrosamente, con el tiempo, ella misma me ha ayudado a
vivir con ello, y pudimos sanar. Sé que no volvimos a donde antes, pero créame
que bastó con volver a sentirla cerca, volver a ser su amigo para percatarme de
que ella jamás tuvo que esfumarse de mi vida. No así.
Suspiré y
recobré el aire, el sentido también.
—...Así
que no lo entiendo, Señor Green. No entiendo cómo mientras yo no estaba con
ella, usted le ha dicho hasta el cansancio que la amaba, y luego de que he
vuelto a aparecer usted decide romperle el corazón sin más. No es así como
funciona, jamás ha sido así. Usted es su padre, ¿No es verdad? Se supone que
tiene que amarle y quedarse a un lado de ella, acompañarle, no decirle que
estará ahí y luego desaparecer. Eso está mal, es demasiado doloroso. No puede
hacerlo sólo así... si lo único que ella esperaba, era tener al hombre que
siempre amo, que la formó, que desde que nació estuvo a su lado, acompañándola
en el día más importante de su existir. Por Dios, ella sólo quería que
sonriera, que quisiera conocer a su nieto, que estuviera aquí y... sin más,
usted no se dignó y en su lugar decidió abandonarla ahí entre llantos, llamar a
ese niño que esperaba un... 'bastardo'.
Al
pronunciar aquello de pronto me sentí sumergido en un océano de dolor, de ira,
de impotencia. El evento con su padre había dejado a mi Rachel con la identidad
trastocada, el orgullo pisoteado y todo aquél valor que había reganado para
poder observarle de nuevo se cayó como si de un castillo de arena se tratara.
Ella lloró y yo me quebraba con ella, su esencia se alejó y lo supe también.
Ella sólo quería que todo fuera diferente, mierda, que su padre estuviera aquí
también.
—...Pues
le tengo noticias, ha nacido, y ha nacido bien—continué—. Es perfecto, sano
y... llevará mi nombre. Y si aún es su decisión no intervenir, de cualquier
manera usted se enterará de que este bebé tiene familia, que es amado salvo por
un abuelo que no se ha podido presentar. No se tendrá que preocupar, pues
trataremos de que nuestro hijo, su nieto, no le tome falta, que no genere
desprecio hacia usted pero el de ella, Rachel, sí que seguirá presente. Pues si
hay algo que he aprendido de ella desde el bendito momento en que se cruzó en
mi vida es que lo único que ella no sabe hacer, es olvidar. Así que le importe
o no, lo espere o no, se sienta fuerte o no, saber que su hija se separará para
siempre de usted dolerá hasta la médula, hasta la imposible. Yo mismo lo he
experimentado, y sé que es... infernal. ¿Usted supone que ella no podría durar
un sólo día como mamá? Pues yo estoy seguro, convencido, de que usted no podría
sobrevivir una sola noche en la penumbra que usted mismo le ha sentenciado a su
hija… Sí, algunas personas fuman, algunas más toman, se hunden en los
analgésicos, otras sólo... caemos en el amor, y luego están las que prefieren
quedarse solas, ¿No es cierto? Todos morimos de diferente manera. Y si usted no
se puede dignar, yo mismo me encargaré, por Dios, de que ella no termine de la
misma manera.
Muerto de
indignación, de impotencia, colgué. Preso de las horas sin sueño, de lo
exhausto que me sentía me dejé caer profundo contra el sofá sin interesarme
dónde permanecía el teléfono y sellé mis ojos tan pronto como mis pulmones me
rogaban que respirara de nuevo. No por cansancio, o por debilidad, sino porque
no quería que pronto saliera una lágrima de rabia que sabía ya se avecinarían.
No quería
saberme débil si necesitaba estar fuerte y dispuesto para ella, luego de lo que
había vivido, de lo que juntos habíamos atravesado. Quería que supiera que, a
pesar de que ya no nos encontrábamos en la misma habitación, de que no nos
veíamos a los ojos, yo iba a estar ahí siempre, como sea, cuando sea porque,
maldita sea, la amaba, la adoraba como la luz que adornaba siempre mis días,
mis sentidos y ni el peso del tiempo, del silencio, o de mis párpados
debilitándose me fue a quitar esa seguridad. Ni siquiera el hecho de que, sólo
así, ya comenzaba a arrojarme a los brazos de la inconsciencia. Sin querer me
estaba dejando ir.
Y
momentos pasaron, horas, minutos, o no lo sabía. Hasta que percibía entre ecos,
sueños perfectos de los que me rescataban que alguien ahí, a mi lado, estaba
susurrando mi nombre.
—¿Q-qué...?—me
quise incorporar, sintiendo que mi boca se secaba, que la realidad me golpeaba,
y sin más, enfoqué la vista y mis ojos se posaron en los de mi madre.
Mierda, ¿Qué
hora era? ¿Cuánto tiempo pasó?
—Rachel...
el pequeño... Tengo que...—luché por pararme, por removerme, por evitar
sentirme igual de aturdido, olvidarme de que de pronto, sus manos eran las que
no me permitían avanzar.
—...Se lo
han llevado a la sala de maternidad—ella musitó, con ambas manos puestas sobre
mis hombros, serena—. A ella terminaron de revisarla, se percataban de que todo
marchaba bien. Ahora está descansando. Tranquilo, hijo.
Y
vencido, aunque menos dolido, me volví a sentar. Puse fin a mi resistencia y
comencé el intento de tranquilizarme. Dejé un suspiro hondo salir.
—Ambos han perdido muchísimas horas
de sueño hasta ahora.
Asentí al
escucharme, llevándome ambas manos al rostro para poderme despejar. Para que
todo, de nuevo, recobrara el sentido que antes tenía.
—Te miré
con... Joseph hace rato—susurré, alzando la vista pese a lo irritados que mis
ojos se sentían todavía.
—Estará por ahí... ya sabes cómo es.
Por lo
bajo, reí, harto. Sí, ya tenía una idea.
—Sé que
no ha visitado a mi hijo—sentencié, sin atreverme a mirarla—. No se atrevería a
estar en la misma habitación en la que Rachel está.
—Yo
tampoco... lo he hecho aún—bisbiseó entonces, tomando asiento a mi lado. La
estudié ansioso, con desespero y comenzó de pronto a doler que ya no me mirara,
sólo estaba cabizbaja, ignorándolo todo.
—¿Qué?—negué
incrédulo. Una punzada de ira irreal comenzó a permear todo mi ser.
—No
pensamos que nacería tan pronto...—confesó con voz queda, con su mirada baja—. Y
tu papá y yo queríamos hablarte antes de que comenzara el parto.
—¿Antes del parto? ¿Sobre qué?
—Porque traía
algo que... quería mostrarte—y removiéndose, comenzó a hurgar los bolsillos del
abrigo que llevaba, se le hizo una mueca de satisfacción y comenzó a sacar lo
que buscó—. Suponiendo que... aún lo quieras usar.
Iba a
hablar entonces, pero observé que en su mano tenía un anillo de compromiso, uno
que recordaba, que conocía hasta en mis más oscuras pesadillas. El mismo que
había escogido para Rachel años atrás, en mi desespero por hacer que nunca se
fuera. Parpadeé, sintiendo que me atragantaría, y alcé mis ojos clavándolos en
los suyos, casi lívido.
Aquél día
lluvioso, aquél abismo que atravesé cuando Rachel se marchó la primera vez
había quedado en el pasado, bien enterrado y desde aquél instante incontables
nuevas experiencias había atravesado a su lado cuando comenzamos a sanar. ¿Qué
diablos ocurría ahora? ¿Todo esto lo había estado maquinando mi madre bajo mis
narices y yo ni me enteré? ¿De dónde había tomado el anillo en primer lugar?
—Me gustaría que se lo dieses a
Rachel—musitó.
—No—le
acallé frustrado, contenido, sin querer en realidad descargar mi impotencia. ¡Ella
era mi madre! ¡Era la primer persona que consintió todo esto y permaneció a mi
lado sin ninguna condición!—. Te agradezco que lo hayas traído pero no será
así. No voy a hacer...
—...Sólo... d-déjame explicar...
—¡No! ¿De acuerdo?—le miré agotado,
al comprender que pronto comenzarían las clásicas discusiones, sobre lo mismo,
siempre. No lo soportaba ahora, no sabiendo a Rachel ahí, a mi bebé ahí, con
todo esto—. Ya lo hemos hablado. No voy a casarme con ella sólo porque
justo tuvimos un bebé.
Me miró,
negando afligida.
—Michael—susurró, conteniéndose—, un niño debe
tener una familia.
—Y este
bebé la tiene—sentencié desesperado, severo aunque, luego sometido ante la
tristeza que de su rostro comenzaba a aflorar—. ¿Por qué comienzas con esto
ahora? ¿Por qué tú? ¿Qué es lo que...?
—Porque
de otra forma el niño no tendrá nuestro apellido, Michael... Si no lo haces, no
podrás...
—...Rachel ya le ha dado mi nombre
sin necesidad de eso.
Entonces
calló, debatiéndose con una mirada, como si aún no lo hubiera comprendido, como
si lo que mencioné, tuviese que ser irreal.
Trataba
de entenderla, de comprenderla pues luego de todo era mi madre y por ella era
quien soy hoy, quien había sido siempre. Pero no podía. Ella, había sido la
primera que nos apoyó a Rachel y a mí cuando decidíamos de qué manera
resultarían las cosas, fue la primera que se quiso perder en mis brazos cuando
la noticia había salido a la luz, la primera que se había hastiado de felicidad
cuando comprendía que finalmente, tendría un bebé con la única mujer que he
amado de esta forma. ¿Por qué iniciaba con esto ahora, entonces? ¿Por qué
suponía algo así?
—No
creíste que ella lo haría, ¿Verdad?—la miré, con rabia que, por tratarse de
ella, rogué disfrazar de una fría indiferencia.
Su mirada
descendió.
—No puedo
con esto ahora, Kate. Lo siento mucho—y tomé el anillo de sus manos para
resguardarlo yo mismo, al tiempo en que me incorporaba para ponerme de pie, y
comenzar a andar. No sabía hacia donde, o para qué pero estaba seguro de que
necesitaba paz, la que alguna vez ella me había dado pero que ahora, estaba
lejos de hacerlo. Sólo lo empeoraba más.
—Pero...
te casaste con Debbie...—se escuchó a lo lejos. Pero, ya ni el ácido turbio que
surgió de su voz me hizo girar.
—Sólo
porque tú me has pedido que lo hiciera—espeté en un susurro un tanto
envalentonado, y me esfumé, a pesar del coraje que corría vertiginoso por cada
hueso, cada extremidad.
A través
de un pasillo pulcro por el que múltiples veces ya había pasado, ubiqué la sala
de maternidad, y me detuve de golpe al notar que, a través del cristal que daba
vista hacia dentro, ubicaba a mi ángel ahí, acurrucado en los brazos de una
enfermera de aspecto tranquilizador que lo arropaba con unas frazadas
diferentes. Se dejaba ver entonces que, al tiempo en que lo colocaba con
fragilidad sobre su cuna predilecta, de su pequeña muñeca, se lograba ver el
nombre con el que habíamos acordado, le íbamos a identificar; Blanket Jackson,
alcancé a leer.
Un nudo
en la garganta comenzó a punzarme sin más.
Era un
incrédulo, y lo sabía. Pensaba que... a mi madre al menos, le agradaría el cómo
las cosas se habían dado hasta ahora, que aplaudiría el hecho de que el bebé
había nacido bien, que Rachel lo había logrado, y que yo ahora era el hombre más
feliz del universo entero. Pero ahora, todo cuanto brotó de su boca, de sus
pensamientos, me hacía convencer de que no era así, que el nacimiento de un
nieto no era suficiente sino que siempre tenían que faltar los títulos, que no
era nada, no valía nada si no se volvía ‘oficial’.
No me
tenía que importar, me regañé, no me tenía que interesar lo que pensara ella,
mi padre, el padre de Rachel o nadie más. Porque vivíamos así, así lo acordamos
aunque amarla era lo último que dejaría de hacer. Buscaría la manera de que
todo cuanto habíamos logrado hasta ahora siguiera funcionando como lo hacía, y
de alguna manera lograría vivir sin sentir todo ese miedo, esa paranoia, ese
maldito dolor que me consumía y hería cada día ante la posibilidad de
arruinarlo todo si acaso intentaba... algo más. Después de todo era lo mejor,
si ella era mi amiga, no había nada que pudiese separarnos. Ahora mucho menos
lo había.
—Aquí
está, ¿No es cierto?—se oyó, y agradecí reconocer que era la voz de Ross que
sonaba a mi lado.
Reaccioné
y contemplé cómo de pronto él también se perdía mirando a Blanket, embelesado,
con una sonrisa que no se le podía terminar. Rogué porque mi voz no sonara
debilitada.
—Sí...—y
señalé a mi pequeño con el índice, casi ahogándome, incapaz de mecanizar bien
por volverle a mirar—. Lo están acostando ahora.
—De
verdad que... se parece bastante a ti—musitó—. Se ha llevado todo tu rostro en
serio.
Sonreí
débil, contemplando al bebé. ¿Era cierto? Tendrá mi rostro, pero el tono de
piel, el aroma a gloria, el aura celestial, y el sentimiento que hacía amarlo
luego de un segundo de haberlo conocido lo heredaba de su madre, era más
Rachel, completamente. Segundos así transcurrieron en silencio.
—Vi que tu madre salía de la sala de
espera—de pronto, me hizo reaccionar.
—Estaba
con ella conversando—mis labios temblaron, y traté de pasar saliva, pudiendo
esconder lo que recordar aquello provocaba al centro de mi ser. No desataría la
ira, no aunque la ansiedad por hacerlo me consumía—. Me ha mantenido ahí para...
Para pedirme que me casara con Rachel.
Mi
sonrisa se desvaneció y el nudo aumentó.
Recargué
mi frente contra el cristal, ansioso, ya ni siquiera mirando a mi pequeño.
Tenía que controlarme, estaba alterado, y sabía lo que ese tipo de sensaciones
lograban provocar. Mierda, ¿Cómo manejar esa incertidumbre asesina que me
lastimaba cuando menos lo esperaba? Temía que todo saliera mal de nuevo, que
por los miedos que nos rodeaban ella se alejara, que comenzara a sentir que
había otros caminos que no inducirían más complicaciones de las que ya teníamos
aquí. No, no lo quería, no lo iba a soportar.
Lo
ocurrido con mi madre, con su padre se sentían como golpes bajos. Nos hizo
endurecernos, a pesar de que ahora atravesábamos un momento delicado. Por lo
mismo, sabía, nuestros corazones estaban más que blindados, pese a que, esa
nueva luz, ese nuevo ser que ahora nos acompañaba iba perforando a su manera,
poco a poco, hasta tocar eso que jamás creí que tendría otra vez. La
posibilidad de volver a tocar el cielo.
—¿Y por qué no, Michael?—preguntó—. ¿Por qué
no... estar de nuevo con ella?
—Es
complicado, Ross—negué sin verlo, evadiéndolo.
—Claro
que lo es—replicó, con cierto aire de burla, de sarcasmo que rogué, no me
descolocara más—. Si todos sabemos que tú aún la miras como si fuera lo único.
Y ella te ve como si fueras su todo. Entiendo que debe ser...
—...Porque
estuvimos juntos, y luego nos separamos—le acallé ofuscado, harto. Cansado.
Entonces,
con aquél maldito nudo en la garganta le encaré, perplejo. Mis ansias subían,
bajaban e iban de un lado a otro y ya no lograba saber qué hacer por soportar
lo siguiente, enfrentar el endemoniado tema una vez más. Mi respiración se
ralentizó, no quería un problema con él pero no evitaba sentir desazón hablando
de lo mismo, no podía ocultar mi molestia.
¿Por qué
nada de lo que hacía o intentaba jamás parecía ser suficiente?
—...Cuando
ella se fue me quebré, caí en rehabilitación, me perdí del mundo, de mi
existencia—intenté, pese a todo, continuar—. Renuncié a todo y cuando creí
volverlo a intentar terminé casándome con alguien más. Pasó el tiempo y cuando
ella quiso volver yo ya estaba con Debbie. ¿No te das cuenta? Lo odio, pero es
el límite. Somos amigos y... estamos bien. Si es la única manera de pertenecer
a su lado entonces, que así sea.
Esa
sonrisilla que había nacido, sólo así se desplomó. Ahora, asentía comprensivo.
Él, más que nadie lo sabía, debía entender la situación, el embrollo interno en
el que me encontraba.
—Y si planeas hacer algo más ahora,
lo podrías arruinar—repuso.
—Exactamente.
Y miré,
más allá la manera en que mi hijo dormitaba. Cómo sin más en él no dejaba jamás
de reinar la paz. Aunque, ¿Por qué sucedería? Si lo único que él tenía que
pensar era que su padre, y su madre estaban ahí, que siempre lo estarían, que
sería amado, mimado, y acompañado hasta el cansancio. Él no comprendía que a
estas alturas, algo podría salir mal pues lo único que conocía hasta ahora era
amor. Amor infinito desde el instante en que comenzó a existir en el vientre de
su madre. Nada más.
Ross,
soltando un suspiro delicado, colocó su mano sobre mi hombro.
—...O
podrías tener, Michael, todo cuanto deseaste desde aquella noche en que la
conociste a ella.
Convertido
en añicos, le miré. Era eso lo único que dolorosa e innegablemente se repetía
en mi cabeza, en mi lado masoquista desde que me enteré de que ella estaba
embarazada.
—Es Rachel, chicos...—Chandler se
escuchó espetar, ácido.
Giré de
golpe, y le ubiqué, andando a trastabillas por el pasillo hasta acercarse a
nosotros. Suspiró, abrumado.
—...Ella se ha... alterado de nuevo.
No
necesite más, no pensé más y avancé por el pasillo ignorándolo todo a mi paso.
Sintiendo un malestar generalizado.
Momentos
así me hacían sentir perdido, embravecido, asustado, y sobre todo ansiosamente
preocupado por ese ser frágil por el que estaba convencido, daría hasta el
último aliento sin ponerme a meditar. Sin más, no paré de evocar lo ocurrido
horas atrás. Esperaba que no fuera lo que creía.
Junto con
ambos entré, y miré a Monica ahí, consolándola, a un lado de la camilla en la
que ella descansaba. Rachel traía en sus manos lo que reconocí inmediatamente
como su teléfono móvil. Lloraba, se deshacía de nuevo. Mierda, ¿Cómo había
llegado a ella de nuevo? ¿Alguien lo tomó luego de mí?
—Le
llamaste... ¿Verdad...?—sollozó al ubicarme, imperturbable, fría. Monica se
acercó a ella más, soportando una tristeza indecible en su rostro.
—Princesa...
yo...—negué con desespero, con la boca seca y sin palabras, deseando sentir algo
más que esa espantosa sensación de horror, de eterno vencimiento.
—...Más de cuatro llamadas, pero él no
contestó...—aún débil, lastimada, me cortó.
—Rachel...—y
como mis ansias entrecortadas, desesperadas me lo permitían, fui acercándome a
ella.
Su llanto
se avivó, y supe que el mío lo haría pronto también. Sabía lo que generaba ese
tipo de desprecio que ella sentía. Sentir esa impotencia viajar por la garganta
sin cesar, sin freno. El dolor de comprender que tu familia no está ahí como
pensaba, que las cosas cambiaban, para siempre.
Sabía que
esas palabras llenas de desprecio que ese hombre le escupió le hacía sentir
heridas que el amor de mi vida tenía bien profundas en su frágil pecho, ahí
donde también se encontraba ese corazón que todo lo podía dar.
—Creí...
que lo soportaría...—lloró, alzando de nuevo la mirada para ubicarme mientras
se dejaba abrazar, y me topé entonces con sus lagunas grises observándome
llenas de culpa, miedo, horror, sin ilusión—. Lo intenté... intenté ser una...
buena hija...
—Lo
fuiste, cielo—Monica a nuestro lado susurró, acariciándola. Sus ojos estaban
razados, expectantes.
—Pero, ¿Y
qué si no...?—le preguntó con sigilo entonces, mientras un par de lágrimas
saladas escurrieron por mis mejillas, ya sin poder mantenerlas presas al notar
su piel irritada, sus ojos cansados, desesperanzados—. ¿Qué si para él, mi bebé
siempre será eso...? Un... bastardo...
Y al
escuchar aquello, toda furia que guardaba, quiso bullir otra vez. Sentía que ya
no podía contenerlo. Ya nada tenía sentido, sin más nada se convertía en lo que
planeé. Todo se salía de su órbita y mi juicio, mi cautela, mi intento por no
estallar de rabia no dejaban de perderse tampoco.
—No...—rugí
con decisión, incorporándome para caminar hacia la puerta—. Estoy harto de
esto... ¿Dónde está Joey?—le pregunté a Monica, imperturbable.
—E-en el pasillo... Él y Phoebe...
Me asomé
y casi al final del corredor le ubiqué, junto con Phoebe conversando. Algo en
mi garganta burbujeó y sabía si no hacía caso a aquél sentido, explotaría, me
aniquilaría lo que quedaba de mí, de mi maldita voluntad.
—¡Joey...!—bramé
al fin, y aunque él había reaccionado y me ubicaba, aquello sólo servía para
hundirme más en ese pozo que sentía cómo caía junto con Rachel a mi lado. Ni en
mil años permitiría que ella se sintiese así, jamás, no ella.
Joey y
Phoebe arribaron sin más, con una expresión inescrutable, abrumada en sus
rostros.
—¿Qué
sucede? ¿Qué es?—deseó saber él, tan pronto como recuperaba el aliento, serio,
demasiado preocupado al notar el estado de Rachel reposando en esa odiosa
camilla blanca.
—Aún
tienes ese permiso... Ese certificado por el clérigo, ¿Cierto?—mi voz se notó
asombrosamente quebrada. Joey frunció el entrecejo, sin comprender.
—S-sí... pero...
—...Cásanos.
Y me
atrapé a mí mismo, sonriendo y negando, ubicándola de nuevo a Rachel ahí.
Alucinado tras las palabras que había pronunciado. La miré, y era como si nada
más existiera salvo los latidos de mi corazón atrabancados, sólo ella y yo, lo
que sentía por ella, su alma pura, tan frágil como fuerte, su amor y certeza,
su esencia. Ella negó descolocada y entonces lo supe, me importaba muy poco
dónde o con quienes nos encontrábamos. Definitivamente, la amaba.
Mierda,
la necesitaba como el aire, me era vital como el sol a la piel y cada que
atravesaba un problema, un disgusto mínimo, a mí también me llegaba a afectar
como un maldito limón en una herida abierta. De pronto ya no sabía si podía
hacerla a un lado con esa facilidad que me aniquilaba. Quería sujetarla,
mantenerla ahí por el tiempo que me permitiera. Había compartido ya mi cuerpo,
mi alma con ella, Rachel era mi motor.
Perdía la
cordura por ella, el control de mi vida cedía por ella, ya nada era como debía
por ella.
Ya odiaba
con toda mi alma esas noches en las que me iba a dormir sin ella, en las que me
iba a obligar a conciliar el sueño sin escucharla hacer esos ruiditos tan
perfectos, sin poder tocarla o sentirla, sin poder abrazarla mientras miraba
cómo su pecho se agrandaba con cada respiración. No quería pensar, no deseaba
sumergirme en lo que mi interior sucedía, la verdad era que ya debía saberlo,
que jamás había experimentado nada igual y sabía nunca más lo haría. Porque
Rachel habitaba en mi piel, en mis pulmones, en mis neuronas, y lo peor de todo
era que esperaba que así terminara de ser.
Luego de
aquella última noche en que nos compartimos, que habíamos vuelto a hacer el
amor como solíamos, ya no sabía cómo haría para sacarla de mi cabeza, de mi
cuerpo, de mi... corazón. Recordé cómo me fui de su habitación y al llegar a mi
hogar la eché de menos el resto de la noche, ansiaba olerla una vez más, volver
a perder mis manos en su piel, o mejor aún, sentirme parte de ése júbilo que se
clavaba en sus ojos de la misma forma en que ella me miraba ahora. En este
instante.
Saberla
en mis brazos de nuevo, así, suelta, desnuda, tan... ella, había sido
celestial. Hacerla gritar, exigir y rogar por fundirse sobre mi cuerpo no tenía
comparación con nada. Mirarla al terminar yaciendo a mi lado, emitiendo esos
gemidos únicos, inigualables, besarla en la frente llenando de aire mis
pulmones, me hacía feliz. Extrañar todo aquello hacía que esta fuera la
decisión ahora, la única, la más importante y sabía, haría todo para hacernos
felices. Era ella la razón por la que continuaba creyendo en el amor, ahora lo
entendía.
Observaba
ahora a Rachel como no había podido evitar hacer desde que arribamos aquí,
desde que presencié cómo daba luz a la esperanza de nuestras existencias. Y,
Dios, estudiándola sostener a nuestro hijo entre sus brazos la hacía mirar más
hermosa aún, mecía ese nuevo cuerpecito de manera única, serena, inigualable,
como si danzara. Era la mujer, la mamá perfecta, demasiado, más de lo que mis
pensamientos podían soportar.
Volviendo
al presente, a la realidad que nos embargaba a ella y a mí, noté que el resto
de los chicos nos miraban a ella y a mí intrigados, aturdidos. De a poco, me
aproximé hacia el amor de mi vida mientras que los chicos negaban, como si no
pudieran concebir lo que yo había dicho. Parecían librar una batalla interna,
no lograba descifrar sus expresiones.
—Cásanos
a Rachel y a mí. Ahora—le recalqué, percibiendo cómo mi ritmo cardiaco se
aceleraba, cómo mi cuerpo entero se tensaba y a la vez me sentía tan libre,
tan... certero.
Y el
silencio apareció, permeó el ambiente varios segundos mientras que yo me
mostraba impertérrito. De nada, absolutamente, había estado más seguro en mi
vida.
Tal vez
era un riesgo, tal vez era un peligro, tal vez estaba perdiendo la cabeza y me
sentía loco, un exagerado pero era cierto, lo sabía, la amaba. Y lo hacía con
todas mis fuerzas. Lo hacía con la demente certeza de rogar por un “Para
siempre...”.
La miré.
Intenté entonces recobrar la voz.
—Sólo
si tú quieres, pequeña...
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