viernes, 23 de diciembre de 2016

Capítulo 79: "Eterno" (Epílogo)


Haría lo que fuera.
Si te sientes sola, seré tu hombro.
O con una caricia haría que me conocieras tan bien.
Alguien, una vez dijo que es el alma lo que cuenta.
Pero, ¿Cómo decirlo, cuando dos corazones juntos funcionan tan bien?
Quizá las paredes se derrumben.
Quizá el sol se niegue a brillar.
Pero, cuando te digo: "Te amo", amor, tienes que saber que es para siempre.




Para siempre.

~

Le observé como si nos encontráramos solos, como si no existiera nada a nuestro alrededor, como si mis amigos, sus voces, sus suspires se hubiesen evaporado. Con la mente en blanco y a la vez, recapitulando enardecida todo lo que él y yo, juntos, habíamos vivido.

—¿Q-qué...?—Joey le preguntó conmocionado, como si se ahogara, como si hablar le costase más de lo humanamente posible.
—Michael... ¿Estás... seguro?—Monica le encaró con los ojos enrojecidos, con el tono entrecortado.
            —Más de lo que nunca he estado en mi vida—Michael sentenció.

Me miró entonces, y la vida regresaba a mi cuerpo, la calidez, el amor. Aunque el sentido aún no estaba recuperado. El dolor físico de mi cuerpo era lo único que me hacía creer que aquello no era una alucinación. No podía serlo.

—Es cierto, Rachel. Te amo—murmuró bajito, negando, dejándose vencer. Y le miré desinhibida, absorta en su rostro, perdiéndome en cada una de sus facciones cansadas, perfectamente esculpidas.

Michael... mi Michael se miraba hermoso, lozano. Sus mejillas levemente coloreadas, su cabello oscuro, hondeado delicadamente, esos labios secos y entreabiertos que siempre añoraba, mostrando su perfecta dentadura, sus lagunas marrón profundas clavadas en las mías, curioseando como siempre dentro de mí, más de lo que debía.

—Amo tu sonrisa—añadió—, amo la forma en la que dices mi nombre, amo cada vez que te miro a los ojos, con todo y ese brillo especial. Amo tus abrazos, me encanta la forma en la que me hacen sentir, protegido y seguro. Amo ese momento en que te veo porque es la mejor parte del día. Amo nuestras largas conversaciones por la noche, y me encanta que te quedas despierta cuando estoy triste para hacerme sentir mejor. Me encanta jugar con tu cabello, me encanta sentirme afortunado porque sé que realmente te importo. Me encanta ser tu amigo pero lo odio también, quiero ser más que eso, y no como antes incluso, aún más. Quiero que estemos juntos... toda la vida.

Sentí entonces las lágrimas escocer. No lo podía creer, tenía que ser el cansancio, tenía que estar soñando. No podía ser real.

—...Porque has sido tú. Has sido tú por los últimos catorce años de mi vida. Desde el momento en que te conocí. Eres tú a las dos de la mañana o a las cuatro de la tarde. Eres tú cuando estoy durmiendo o trabajando, comiendo, riendo, respirando, viviendo. Eres todo cuanto miro, lo eres todo, eres mi todo.
—M-michael...—sollocé petrificada. Ahogada en un inmenso dolor que se incrustó al centro de mi cuerpo, de mi cabeza, de mi pecho, de todo mi sentir.
—...Cuatro años me perdí de ti por mis estupideces, pequeña...—susurró, y su voz comenzó ya a quererse destruir—. Cuatro años en los que me largué al abismo, y que aún así, me intenté convencer de que estaría bien sin ti. De verdad lo quise creer... Pero me equivocaba. Estuve bastante jodido sin ti. Ya no creo poder soportarlo de nuevo...

Calló y no tomó aire para continuar. Me helé, mi corazón se aceleró y me respiración pesó al tiempo en que Joey, consternado, a su lado me devolvía a mí su mirada, cargada de dudas, de pensamientos inciertos.

—Lo haremos, Rachel, si tú quieres...—él musitó—. Podemos hacerlo aquí, ahora.

Y lagrimosa, alucinada, le sostuve la mirada ahí, olvidaba cómo respirar ante ello. Ya sin evitarlo, evoqué con mi alma debilitada, lacerada, aquél momento en el que dibujé un final a lo nuestro aquella primera vez. Recordé en medio de un sollozo aquellas lágrimas resbalando sobre sus mejillas pálidas cuando le prometí antes de marcharme que jamás le dejaría ir, en aquellos años en que todas esas sombras cargadas de odio, de mentiras, de repulsión casi asesinaban su luz.

Le recordaba diciéndome: “No me dejes aquí sólo...” Pero eso se enterró, se esfumó y no escuché. Y sólo así me desaparecí. Aquella noche todo terminó, sin saber que estaba equivocada.

Lo estaba. Mi vida no volvió a ser igual.

—Oh, Dios mío...—Phoebe respingó a un lado de ambos, con la mirada perdida, sus manos dirigiéndose a sus labios entreabiertos, asombrados.

Ella ubicaba sus ojos en la puerta de la habitación, en la persona que arribaba. Todos miraron y se petrificaron como igual. La mirada de Michael, de mi mundo, se desvarió. Todo me colapsó dentro.

Mi padre.

Ahí.

—¿Papá...?—emití, logrando así que cualquier atisbo de mis carentes fuerzas se derribaran.

Con el labio temblando, con el alma helada, sentí entonces un cosquilleo que viajó desde mis pies, y ascendía lentamente por mis piernas cobijadas, por el dolor de mi columna, y hasta llegar a mi cuello para estallar en millones de sensaciones atestadas de alivio, aunque sí tenía que admitir, de un lívido miedo también. No reconocía ese rostro en mi padre, no lo recordaba, jamás lo había mirado así.

—Mi niña. Perdóname...—pidió cabizbajo, desesperado. Acercándose y abriéndose paso entre todos, entre Michael, para dejarse caer sollozando sobre mi camilla. Dejaba a todos perplejos, paralizados.

Lloré, escondida en una angustia letal. Deshecha, dolida. ¿Cómo es que había aparecido...? ¿Por qué...?

            —Había creído que... tú... no querías...
—He sido un imbécil contigo...—con cuidado, tristeza, me cortó. Sus ojos irritados, sus labios temblaban, se limpiaba el rostro una y otra vez con clara ansiedad, con evidente dolor.
—...N-no, papá...
            —...Sí. Y sé que también te diste cuenta de ello.

Y aguardó ahí, mientras mis dudas se venían abajo junto con el muro de acero que había construido para apartarlo de mis pensamientos. Mientras las lágrimas no dejaban de brotar, el dolor de mi garganta se acentuaba. Ardía a cada sollozo más.

—Estaba atascado en mis pensamientos equívocos, Rachel. Creí que... por intentar alejarte de todo esto te iba a proteger, pensaba que te estaba manteniendo a salvo.

Suspiró, sorbía lágrimas para poder hablar, volvía a quebrarme.

—...Aquellas noches, en que ibas a mi casa llorando, todo cuanto me decías que ocurrió luego de que se había terminado esa relación, todo lo que sufriste, Rachel, todo cuanto atravesaste me dolió, me partió y, con cada día que pasaba y que no mejorabas, tan sólo me gritaba a mí mismo el pésimo padre que había sido hasta ese instante. Me convencía de que algo faltó ahí para hacerte más fuerte, de que algo no era como lo planeé. Mi mente se blindó, no quise ver más allá de la tragedia, y por eso creí que tenía que alejarte de todo eso. Tiempo después supe que, ustedes dos volvieron a ser amigos y cuando te descubriste y miré tu embarazo creí que... todo iba a repetirse. Todo de nuevo...

Calló, y permeado en llanto, en desesperación, se giró a sus espaldas entonces, ubicando al hombre por el que mi corazón palpitaba, detrás de él.

—Pero tenía que haber alguien más, que me dijera que me estaba equivocando de nuevo, ¿No es cierto?—susurró.
—No has hecho nada malo... por querer protegerme así—y con debilidad, atestada de lágrimas, de aflicción, hice que girara hacia mí de nuevo.

Poco a poco iba recobrando la fuerza, ya no me sentía tan agotada, tan adolorida, y el dolor de aquella anestesia local se iba disipando a lo largo de mi cuerpo. Lo supe porque podía mover mis piernas un poco más, porque podía moverme sobre la camilla para poder observar a mi padre mejor. Podía sentir entonces, con más precisión, cómo es que cada lágrima dejaba su camino húmedo sobre mi cara.

—Porque... siempre te necesité—susurré. Y una media sonrisa, aunque aún dolorosa, quiso aparecer en su rostro.
            —¿M-me... perdonas, Rachel?

Y sollocé, con la mirada nublada por las lágrimas al reconocerle débil, ahí, dentro. Era mi padre, por Dios. Ese que adoré, ese hombre con el que crecí, ese que regaló a mi infancia momentos impregnados de paz, de amor, aceptación, que me forjaba cada día a ser quien soy en este instante, que me amoldó a como soy el día de hoy, ese que me daba coraje de buscar sin cansarme, de investigar más, anhelar por más, a ser todo lo que, luego de una noche, había destruido sin más.

A lo largo de los años le conocí tan bien, me perdí tanto en él que no me fijaba en realidad en cómo aquella personalidad paternal se iba escondiendo tras ese monstruo estricto que se adueñaba lentamente de nuestras vidas, que con cada cosa que yo hacía y a él le disgustaba me alejaba de su corazón, de su alma, que le negaba emerger, y que le escondió debajo de todas esas capas de desprecio al instante en que yo, estaba segura, había encontrado al amor. Michael se había topado en mi vida.

Lo que me dijo antes me lastimó, como jamás había creído lo haría, pero le amaba. Las memorias que tenía antes de que todo comenzara fueron el salvavidas que usaba para soportarlo, para saber que de alguna manera, ese hombre, ese que de pronto había aparecido así, frente a mí, arrepentido, dolido, al que veía ahora como todos esos viejos años, era mi padre, y lo amaba. Por supuesto, claro que lo perdonaba.

—Q-quiero a mi bebé...—musité, limpiando una lágrima traicionera con las yemas de mis dedos. Sin importarme quién me fuera a escuchar—. Quiero que lo traigan ahora.

Monica se removió, haciéndose paso entre los presentes, sin decir nada más, salió. Y le agradecí vencida, impregnada de sensaciones de un tibio desespero para mis adentros. Menos de un minuto después, volvió. Y su rostro ya era otro diferente, ya brillaba, ya sonreía, pues llevaba en sus brazos, a ese destello nuevo que, entretanto, de todas las maneras posibles, me había venido a salvar.

Se acercó hacia mí con cautela y entonces tomé a mi hijo entre mis brazos, suspirando, debilitada. Su olor a gloria, a dulzura me invadió de inmediato y mis pulmones agradecidos lo aspiraron todo con profundidad. Era como si, de pronto, pudiese respirar libremente de nuevo.

—Hija...—y cuando mi padre lo miró ahí, cuando se acercó a él, sollozó. Negó cerrando los ojos un momento para que las lágrimas descendieran su cauce—. Es... precioso.
—Es tu nieto, papá...—murmuré con un hilo de voz, bajando la mirada hasta mi ángel. Y mi padre, hipeando, observó a ese pequeñísimo ser.

Con los ojos acuosos me perdí de vista en mi padre, al tiempo en que una lágrima me salía ahí, solitaria resbalando. Él, mi padre, siempre había sido fuerte, de convicciones férreas y todo aquello que sentía, lo dejaba salir. Sin embargo ahora estaba aquí, frente a mí, contemplando a su nieto suspirando, gimoteando, debatiéndose entre abrir sus inmensos ojos marrones de nuevo, impregnándonos de vida, de felicidad, de esa nueva y pequeña esencia, haciendo de lado esa fiereza, y esa garra que le lograba caracterizar.

Ese simple ser le cambiaba, y no podía sentirme más maravillada que eso.

—Quiero que crezca... junto a su abuelo—y tomé una de sus manos, para colocarla ahí, para que alcanzara a tocar la piel frágil de ese pequeño.
—Así va a ser, mi vida... Te prometo que así será—rió entonces, derrochando ternura. Su vista estaba perdida aún ahí con lágrimas resbalándole por las mejillas y con un gesto que ahora distaba mucho de asemejar tristeza, al contrario, le contemplaba con orgullo, como si su nieto fuera la razón que esperaba para poder despertar—. Se parece... demasiado a él, ¿No es cierto?
            —Era justo eso lo que quería—sonreí.

Un leve sollozo más salió de mi garganta al poder hablar, al poder sentir de nueva vez tan absolutamente excepcional cómo el rostro del hombre que amaba se había plasmado en el de mi hijo, de mi Blanket. Cómo este ser que había crecido dentro de mí por meses ahora nos estaba obsequiando el mejor momento de nuestras vidas, cómo era más de lo que llegaba a imaginar para mí.

            —Es con Michael con quien deberías estar—de pronto, papá susurró.
—¿Qué...?—y retrocedí sobre el colchón, olvidándome del dolor por un segundo. Estaba temerosa, anclada a las sábanas, no daba crédito que lo que dijo fuese real, no podía creerlo.
—Te ha salvado tantas veces antes, ¿No es cierto?—sólo así, importándole menos mi asombro, continuó—. Te ha amado, te ha protegido, te ha dado todo de él, su tiempo, su vida, su existencia. Incluso... de mejor manera que yo, y ahora... hasta este angelito que tienes en brazos.

Entonces viró, miraba a Michael ahora.

—Él... me ha dado hasta las fuerzas que me faltaban para venir aquí—admitió elevando su mirada, temblando un poco. Lo miraba, estaba segura, y ya no con odio, con aberración, sino con dulzura, con franca aprobación—. Para comprender que no, no imaginaba mi vida si no estaba mi hija conmigo.

De a poco, se levantó, aproximándose hacia él. Michael, que permanecía a unos metros de lejanía, brillando como un destello cegador, con la mirada brillosa, se aproximó de inmediato cuando mi padre lo hizo. Les estudié a ambos, agradecida, limpiando una lágrima que sin percatarme, volvía a descender.

            —Le quieres... ¿No es cierto?—susurró.
            —Le amo...—y le intenté corregir.

A Michael lo quería, lo adoraba, lo amaba y más si podía serme posible. Mis sonrisas, seguridad y júbilo estaban donde ese hombre de ojos marrones se encontraba. Él me hacía sentir deseada, valiosa, apreciada, siempre me había contemplado con admiración cuando nos dejábamos llevar por aquello que adorábamos, y cada vez que me tocaba, que me acariciaba, lo hacía como si de un delicado manto se tratara. Se convirtió en medio de las noches de soledad, en medio de las miradas, en medio de mis tormentos, de mi horror, además de mis amigos, en lo único que valía la pena de mi vida.

Le quería en mi mundo, por siempre y eternamente, a mi lado, abrillantando mi existir, disfrutando de lo que sabía, aún ambos sentíamos, de la magnitud que emanábamos de sólo estar juntos, de lo que llegábamos a provocar cada que nuestras miradas se conectaban.

Le amaba... le amaba... Ya no lo podía negar.

—Entonces, hagámoslo, princesa. Ahora. En este momento...—susurró, y un sollozo atascado en mi pecho nació, al tiempo en que Michael emergía del resto, y se aproximaba entonces a recargar su cuerpo en el lugar que mi padre antes tenía ocupado. Ahí, en la camilla, tan cerca de mí, de nuestro pequeño, obsequiándome esa sonrisa que añoré tanto tiempo. Simplemente increíble, inigualable.

Intenté respirar, no perderme. Y de pronto, muy lentamente, rebuscó algo en el bolsillo del pantalón sin quitarme los ojos de encima. Parpadeé, sintiendo las mejillas enardecer, las palmas comenzando a humedecerse bajo el cuerpo de nuestro hijo.

Michael, sin perder contacto visual, notoriamente nervioso, sonrió, y sacó del bolsillo algo. Con una mano segura lo acercó hasta ponerlo en medio de nosotros. Los ruidos, las inspiraciones de los chicos dejaron de escucharse, y sólo asombros infestaron mi mente. No había nada más. Era un... anillo.

—Michael...—murmuré atónita, con los ojos bien abiertos, irritados, con el corazón acelerado, queriéndose salir por mi garganta.

Y sorbí lágrimas que salieron de nuevo sin detenerse. Mis labios temblaron, y no lograba pronunciar palabra pues un inmenso nudo en mi garganta me lo estaba impidiendo. Aquella joya era hermosa, preciosa, de oro, con una increíble piedra al centro. Elegante, clásico, tan él, tan... nosotros.

—Rachel, es la verdad. Ya no lo soporto. Quiero amarte siempre, quiero reír contigo, y quedarme dormido contigo acurrucada en mis brazos. Porque tú no eres alguien que amé hace tiempo. Eres alguien que ha sido mi mejor amiga, la mejor parte de mi ser, y no puedo imaginarme olvidándome de eso otra vez. Te di lo mejor de mí, y lo haría un millón de veces de nuevo. Quiero que cuidemos a nuestros hijos juntos, quiero ser el último en besarte, quiero que sepas que cuando me llego a imaginar a mí mismo feliz, es contigo. Porque desde aquella noche en que te fuiste, ya nada fue igual...

Michael negó atolondrado sin quitarme los ojos de encima. Aquello sin más me destruyo, había entrado a mi mente con una asombrosa facilidad y eso... eso me doblegaba. Me sometía hasta la médula. Alcé una mano entonces, con cuidado de no remover a nuestro ángel, y absorta la llevé hacia la de él, sintiendo cómo mi alma brincaba. Aferré su mano cálida, suave, tan prometedora y asentí, mientras veía que sus labios se abrían para añadir algo más...

            —...Quiero que volvamos... a pertenecernos de nuevo.

Negué... sopesando todo el llanto que sabía, se avecinaría.

—Es que... Jamás dejé de ser tuya...—y con nuestras manos aún unidas, palpé con delicadeza su mejilla áspera a través de su pequeña barba incipiente. Sus ojos oscuros, abrazadores, clavados en los míos intercambiaban ya algo más que palabras; el alma, la esperanza, la ilusión de pertenecernos por siempre.
—Te quiero... conmigo para siempre...

Y con mi dedo pulgar palpé su labio inferior, él se aproximó a mí, y lo hizo, me probó entonces con deliberado deleite, dejándome disfrutar de su olor a gloria, de su sabor a amor, de sus labios carnosos y exquisitos que desde tanto sabía, parecía que habían sido creados sólo para mí. Le aferré con mi boca y, sin dudarlo, me impregné de su aliento inigualable.

Aluciné, cerrando mis ojos, aún sintiéndolo ahí. ¿Cómo podía no pensar las cosas de ese modo? ¿Cómo podía siquiera intentar describir lo que desde el segundo en que topé miradas con él, me había hecho sentir?

Era cierto.

Era suya, y siempre lo había sido. Desde los restos de cabello que solía dejar en la cama cuando dormíamos juntos hasta la calidez que él dejaba debajo de mis sábanas. Era suya, desde la punta de mis dedos hasta la frialdad que tomaban mis labios cuando atravesaba el invierno a un lado de él. Era suya por la manera en que reía de sus chistes y el cómo se me coloreaban las mejillas cada que me coqueteaba. Era suya con cada herida, con cada miedo a las profundidades o a las alturas. Era suya desde el color con el que pintaba mis uñas hasta la marca de nacimiento que tenía en mi espalda. Era suya desde cada cavidad de mi corazón hasta los monstruos y demonios ya bien empolvados, olvidados que tenía dentro del armario.

Era suya, y hasta este día, este instante. Sabía que lo era. Tenía que ser así.

—Yo te quiero...—susurré contra sus labios, alejándome de a poco para recobrar el aliento, la voluntad—. Con tu lado bueno, malo, bonito, raro, aburrido, cariñoso, hiriente, superficial, filosófico, inteligente, torpe, amable, gruñón, cursi, indiferente, triste o alegre... Besaría cada una de tus facetas, Michael, las tomaría de la mano para irme a caminar.

Y el sonido más celestial de mi mundo, de nuestro mundo, nació. Nuestro bebé se removió dejando brotar leves risitas y su padre, a la par, lo hacía igual. Permeaban toda mi conciencia de alegría.

—¿Puedo ser yo el padrino, entonces?—con desgarbo, con un bufido inmensamente indolente, Chandler preguntó.
—¿Y yo la madrina?—Phoebe le secundó ansiosa. Y Joey asintió con ella, orgulloso, con una increíble sonrisa que ninguno hizo el intento de controlar.
—¡Phoebe!—Monica, ahí, bramó—. ¿No crees que la esposa del padrino debería ser la madrina?
—El oficiante podría escoger a los padrinos—Joey espetó.
—¿No creen que su más cercano amigo debería ser el padrino?—y Ross intervino, pretendiendo lucir serio hacia los demás. Luego señaló a Monica y Chandler—. Además de que, chicos, ustedes están bastante ocupados últimamente. Tratando de crear bebés y todo eso.
—¿Qué?—Phoebe inspiró. Y ahí fue, que mis risas se esfumaron como las de ella, todo fue silencio y un vacío ansioso de una respuesta, se abría en pos de mi pecho. Ubiqué la expresión de Michael y se mostraba igual, aunque más fascinado, no se le borraba la sonrisa al verlos.
—¿Lo están... intentando?—susurré, muerta de ansias estudiándolos a ellos—. ¿Lo están intentando en verdad?

Y Monica y Chandler sonrieron entonces, con complicidad.

            —Intentaremos ser padres—confesó, sin poder añadir más.

Entonces les estrujé, con una lágrima resbalando por mi mejilla. Pasé mi mirada por ellos, por Joey, por Ross, por Phoebe, por mi padre que, incluso nos miraba divertido a todos, nos estudiaba como si no pudiese creer lo que ocurría ahí. Terminé entonces y suspiré, ya impregnada de sueños, de promesas inconclusas, en ese último par de lagunas esperanzadas que aún permanecían ahí, riendo, sonriendo para mí.

Me juré, si la felicidad existía, esa era. Con todos ellos, estaba muy segura de ello.

—Entonces... ¿Qué me dices, mi amor?—Michael preguntó bajito, mostrando el reluciente anillo que llevaba con él. Con esa vocecilla, esa sonrisa que adoraba, que serenaba mi alma, que tranquilizaba mis pensamientos, que lograba que todo tuviese sentido otra vez.

Que todo volviese a su lugar, desde aquella increíble noche de 1988.

Desde entonces, ya había escondido un amor por miedo a perderlo todo, y había perdido a ese amor también. Ya me aseguré en las manos de alguien por miedo. Ya he sentido tanto miedo, hasta el punto de no poder percibir mis manos. Ya expulsé a personas que amaba de mi vida, y me fui a arrepentir sin remedio por eso. Ya pasé noches llorando hasta quedarme dormida. Y también ya me había ido a dormir tan feliz, hasta el punto de no poder hacer que mis ojos se pudiesen cerrar. Ya creí en amores perfectos, y lo tuve. Amé también a personas que me decepcionaron, y también decepcioné a personas que me solían amar.

Ya pasé horas frente al espejo tratando de descubrir quién era yo para merecer que me hubiesen escrito una perfecta canción que mostraba nuestra historia. Ya tuve tanta certeza de mí, hasta el punto de querer desaparecer. Ya caí en los vicios, en el tabaco. Ya mentí, y me arrepentí después. Dije la verdad y también me arrepentía. Ya fingí no dar importancia a personas que amaba para protegerlas, y luego para más tarde llorar en silencio en mi habitación. Ya sonreí llorando lágrimas de tristeza, y lloré también de tanto reír. Ya creí en personas que no valían la pena, creí en la infidelidad, y dejé de creer en las que realmente lo valían. Ya tuve ataques de ira, de desespero. Ya rompí platos, vasos y jarrones, de rabia. Ya extrañé mucho al amor de mi vida. Ya no lo quería volver a extrañar jamás.

Ya grité cuando debía callar, y callé cuando debía gritar. Muchas veces antes dejé de decir lo que pensaba para agradar a unos, y además hablé de lo que no apoyaba para lastimar a otros. Ya fingí ser alguien que no era para agradar a unos y desagradar a otros. Ya conté chistes sin gracia sólo para hacer a mis amigos felices. Ya me inventé historias con finales felices aunque no las tenía, las necesitaba. Ya soñé de más, hasta el punto de confundir la realidad. Ya tuve miedo de lo oscuro, de no volver a coincidir con él, con el único que así había amado, ya me atemoricé de no haber cruzado mi vida con él.

Porque lo sabía. Era una de las cosas de las que más me podía asegurar. Si alguien me hubiese preguntado de qué manera hubiera resultado mi vida si en aquella noche de primavera catorce años atrás, hubiese asistido a ese concierto y luego hubiese regresado a mi casa sin más, sin haberlo encontrado, me habría quedado sin habla para replicar. Aunque, bien comprendía, jamás me había imaginado que mi vida se inclinaría en pos de un camino lleno de gloria, de luz que no sólo mejoraría mis días, sino que las convertiría en una travesía, en una aventura en el paraíso que quería que jamás se pudiera terminar.

Si una, sólo una persona, me hubiese preguntado de qué forma hubiese deseado que transcurrieran mis momentos desde ese bendito segundo en que mis ojos se clavaron en un par de lagunas pertenecientes a un chico de cabellos oscuros rizados, de sonrisa perfecta, de alma inmensa, probablemente habría contestado que no lo creía, que era por más irreal, que jamás habría sido merecedora de todo eso. Ni siquiera de una de sus miradas, de esas que llegan a asesinar la voluntad.

Habría dado esa respuesta, si era lo suficientemente realista, si existiese en mi yo de veintitrés años una sola pulgada de mi corazón que no estuviese impregnada de sueños, de fantasías. Aquella noche entonces, no lo habría mirado y mi corazón no habría agrandado su tamaño diez veces más. Me habría ido a casa, dormir, y a seguir mi vida, mis días tal como los conocía. Pero, la verdad era que en efecto, era así, siempre me habían atraído las aventuras.

¿Qué hubiese pasado entonces si Michael jamás se hubiera fijado en mí? ¿Y si yo jamás hubiese caído muerta de amor por él? ¿Si nuestras miradas se hubiesen encontrado, pero jamás hubieran hecho esa conexión que nos prometió que nada sería lo mismo jamás? Nuestras vidas hubieran seguido, separadas, nuestra historia jamás hubiera existido, nuestros caminos habrían seguido por terrenos muy separados, mundos diferentes que jamás se volverían a encontrar.

Cuando él y yo nos habíamos separado, cada que tenía la valentía de pensar en ello, más segura estaba de que mi antigua creencia de destinos presupuestados eran puras tonterías románticas, unas estupideces alimentadas por amores perfectos que latían a mi alrededor cuando creí que yo ya lo había perdido todo, cuando me convencí de que había dejado ir la oportunidad de mis manos y de que, dolorosamente, Michael y yo, quizá jamás nos íbamos a volver a encontrar.

Porque le buscaría a pesar de los días, de la vida, de la oscuridad, porque a pesar de todo, sabía que él no había aparecido en mi vida por puro azar.

No, jamás la suerte desgraciada que tenía podría ponerme a un ser tan brillante, tan inigualable como regalo en mi camino. A uno como él, como Michael, para hacerme creer que sí, que mi existencia tenía un sentido y propósito en esta vida; proteger su corazón. Era el destino, y sus giros inexplicables. Mi dirección y sus errores inalcanzables. Mi fe, mi futuro, y esa bendita manía por romperme cada creencia, por creer que mi ser, venía unido al de otra persona. De que nuestro amor, podía, debía ser realidad.

Ya no iba a poder despedirme de ese hermoso par de ojos marrones de nuevo. No era capaz de decir otro adiós para siempre, pues aunque estuviésemos unidos, y nuestro hijo ahora era un lazo imposible de romper, ser su amiga era una sentencia igual de letal, era tenerle y no tenerle. Era sentirlo, y aún así, dejarlo ir.

Estaba volviendo a nuestro inicio, otra vez, y otra más sin poder evitarlo. Pues lo cierto era que con nuestra historia sólo existía inicio y final... sólo eso. No existía un desarrollo fortuito, o una serie de oportunidades convenientes en medio de nuestra existencia. No había nada más y, más segura que este instante no podía haber estado.

Aquél final era inevitable, y la sombra de nuestro pasado, las pesadillas vividas, los errores que compartimos, los pensamientos abismales nos iban consumiendo, desentrañando para convertirnos en las raíces de un nuevo futuro posible, de una manera distinta de vivir la vida, de enfrentar a un lado de él lo que pudiera venir. Quería estar segura de lo que haría, de lo que quería, aunque ya estaba segura no le temería, no después de haber atravesado toda una vida en su merced.

Había un vacío, de no aceptar aquella nueva felicidad. Un agujero negro que lo absorbería todo, y destruiría mi gravedad. Mi sol ya no volvería a brillar detrás de días nublados, y mis noches ya no tendrían la luminiscencia de esa luna infinita, la que siempre adoré. Las cosas cambiarían de nuevo, y ya no sabía... si yo cambiaría con ellas.

Ahora lo sabía, sabía qué hubiese pasado si yo hubiera apartado la mirada el día en que le conocí; nada de lo que pensaba, o creía ahora, podría tener cabida ni siquiera en los más recónditos rincones de mi imaginación. Me habría quedado sola y quizá, hubiese visto su vida desde lejos crecer, desinteresada, a un lado de otra mujer. Y yo habría sólo... seguido mi rumbo. Me hubiese desvanecido en el olvido.

Habría conocido a otra persona para que me acompañara a mí. ¿Habría seguido al lado de Ross? No lo sabía. ¿Habría entonces aparecido Emily y lo hubiese alejado de mí también? Era posible... si algo había aprendido hasta ahora, es que todo lo era. Y de lo único que estaba segura ahora, era de que mi vida jamás habría sido tan fantástica en estos últimos catorce años de mi existencia si Michael no hubiese aparecido, sin más, en mi camino. Cada despertar desde que le había conocido, no me hubiese parecido tan mágico, tan maravilloso.

Jamás habría experimentado qué se siente existir por otra persona, latir por otra persona. No habría conocido jamás la potencia del amor y de la necesidad que en alguien podrían acompañar, la compañía, el sólo... mirarle respirar a mi lado. Si lo cierto era que él, mi Michael, me había enseñado el lugar más brillante de su vida, nos habíamos amado hasta el cansancio en ella, y aquello ya me bastaba para ponerle una razón real a mi respirar. Sí, había sido feliz en su vida, y con él en la mía.

Había vivido, vivido de verdad y quería, necesitaba como una desquiciada, que siguiese siendo así.

Entonces, dejé casi de respirar, y me percaté, si no hubiera sido porque tenía que reaccionar, hubiese entrado en un paro respiratorio. Habría fallecido en el intento de comprender lo que su simple existencia me producía. El hecho de que él... siempre había sido mi vida.

Y, ¿Los miedos, las incertidumbres? ¿Quién las sabía? Nadie me diría que mantener nuestra nueva vida, nuestro matrimonio en secreto, y bien alejado del ojo eléctrico, del público, iba a funcionar. Pero, quién sabe, podría funcionar de maravilla.

Nadie nos diría que juntos criaríamos a nuestros hijos y les veríamos crecer, desenvolverse a cada día un poco más como si de una probada diaria de paraíso se tratara, pero así podría ser. Nadie diría que mi padre se llevaría tres nietos en lugar de uno, pero también era posible.

Nadie nos diría que Ross, de nuevo, pensaría en planes de boda al lado de su pareja, pero lo podría hacer. Ambos podrían hacerlo en verdad.

Nadie nos diría que Phoebe conocería a un nuevo chico, para variar llamado Mike que, en poco tiempo se convertiría en su alma gemela, se convertiría todo en demasiado prometedor como para imaginar un futuro en el que terminarían unidos también, pero era posible. Ella lo haría, y jamás conocería a una Phoebe más feliz.

Nadie, ni siquiera Joey pensaría que él pronto encontraría al amor, que sin más creería que salir con una chica diferente a cada semana tenía que llegar a su inevitable final. Pero así podría ser, él lo haría, y todos nos encantaríamos al respecto.

Nadie creería que Monica y Chandler no sólo serían los padres más perfectos de un solo pequeño, sino de una hermosa pequeña también. Pero lo harían, y pronto, los pequeños Jack y Erika se convertirían en los mejores amigos de Prince, Paris y mi pequeño Blanket.

Nadie nos avisaría que los problemas volverían, pero podría ser.

Nadie nos diría que Michael podía volver a confiar de nuevo en las personas equivocadas, que un hombre indeseable atravesaría las puertas de su hogar, las de su corazón, buscando no más que esparcirlo de desgracia antes que mostrar la verdad. Pero así podía ocurrir, y así quizá tendríamos que atravesarlo.

Nadie nos advertiría que nos toparíamos de nuevo con Tom Sneddon, pero podría ser.

Y nadie creería que esta vez Michael sí lucharía hasta el final, que aunque cada día transcurrido, cada corte a la que asistiríamos le lacerara más, él resistiría. Aunque cada mentira mencionada tomara pequeños trozos de su inmensa alma, de su perfecto ser, seguiríamos ahí, luchando hasta que evidentemente su inocencia fuese escrita en el veredicto. Así sería, y por el desgaste, por el llanto, los sollozos de cada noche, no tendríamos fuerza para celebrarlo, pero sí... podría suceder.

Nadie nos juraría que Neverland ya no iba a ser la misma de antes. Pero podía ser. Pues ya se sentiría corrompida, profanada por el ácido, por el veneno de todas las serpientes que nos atacaran. Pero huyendo, soñando, amándonos, de alguna manera sanaríamos. Y aunque por un tiempo podríamos estar lejos de casa, parecería que había una oportunidad de pensar en que todo volvería a ser igual. Pronto tendría que serlo.

Pero no lo fue.

Porque, sí, el tiempo pasó, nos consumió, y dolorosamente, nadie me dijo que aquello, mi sueño, sólo duraría poco más de siete años desde que nació nuestro hijo.


Y pensé, que alguien me arrancara físicamente el corazón, quizá habría dolido menos.


Sin embargo, lo más asombroso había sido que no me destruí como lo había presupuestado. Sí, la Tierra dejó de girar y los días se sentían apocalípticos, la música dejó de hacerme vibrar, lloré horas enteras con mi cuerpo tumbado en el suelo pero no fallecí con la tragedia, no me desangré de desamor, no me ahogué de abandono, y aunque decaí no me desmoroné. Pues lo cierto era que, si él ya no era el cuerpo que dormía a un lado del mío siempre, de pronto se convertiría en mis días, en mis noches enteras. En cada una de ellas. Me amaba, me amó, lo hizo hasta el último suspiro, y estaba segura de ello.

Mi Michael.

Era eterno.
Era mi luz.
Él es la luna.
Él es la música.
Él es las estrellas.
Él es todo mi amor, mi vida.

Seguía envolviéndome, y no dejaba de llenar mi corazón. No dejaba de ser la razón por la que yo respiraba, por la que sus hijos seguían siendo quienes son.

Me fortalecí y supe, así tenía que ser. Simplemente tenía que serlo, porque así me lo hubiera rogado él hasta el cansancio. ¿No era eso lo que me enseñó a ser cuando éramos jóvenes? ¿A ser fuerte, a no dejar que la tragedia me superara? ¿No fue eso por todo lo que luchamos cuando justo nos habíamos llegado a conocer? Desde el día en que nuestros labios se juntaron por primera vez y nuestros ojos se conectaron, desde que supe que él no era sólo el amor de mi vida, sino el amor de mi alma, porque bien, la vida podía terminar pero nuestras almas unidas podrían hacerlo por siempre.

Sanar. Amar. Vivir. Vivir en verdad y no llorar. Y de esa manera... desde el mero principio.

Aferrarme a la idea de que, desde ese entonces, con nuestra magnitud de amor, no importaba lo que hiciéramos o rogáramos, lo que atravesáramos y soñáramos, lo que pensáramos que estaba bien o mal, lo que los demás creyeran, nos teníamos para amarnos, para vivirnos, para respirarnos, y para nada más. Pues siempre había sido de esa forma.

Más si cada que lo recordaba, siempre me revitalizaba el sólo evocar en mi mente imágenes brillantes, palpables, inmortales de aquél 21 de Febrero de 2002. Ese día en el que, de nuevo, mi vida daba un giro imprescindible en mis días.

De ese instante en el que entonces supe, mientras mi mano se acercaba con delicadeza a esa joya que él sostenía, que aquello que miraba, sentía, vivía, ansiaba, añoraba, estaba ahí, siempre había estado frente a mí. Que aquello era el epílogo... el perfecto desenlace de mi tan esperado final.

Esa vez en que acunaba a nuestro hijo, y tomé ese anillo con mi mano libre para colocarlo en mi dedo sin demoras, mientras él me sonreía como nunca soñé, antes de que yo pudiera susurrar:

            —Sí, quiero ser tu esposa...




...Y que ser sólo buenos amigos, ya no fuera una posibilidad.











Fin.

_____________

viernes, 16 de diciembre de 2016

Capítulo 78: "Un Destello"


Y los minutos se fueron, ¿O habían sido horas? Nuestro tiempo ya no tenía su dimensión real.

—El bebé está en una posición más difícil, así que va a tener que empujar más fuerte.  ¿De acuerdo? Vamos, otra vez...—soltó el doctor, a nuestro lado.
—Vamos, pequeña, vamos... Puedes hacerlo. Puedes...—y traté de no perder su mirada, de no dejarla ir a ella, a su mano aprisionada entre la mía, así tuviera el corazón palpitando como un maldito demente.

Entonces, ella lo hizo, pujó.

El pánico era el mismo que aquél día en que ella y yo años atrás lo habíamos perdido todo, la sensación de pavor estaba ahí también.

Ese mismo maldito dolor de lo que antes vivimos, el frío permeándolo todo, la ira deambulando herida por cada torrente, con cada gota de sudor, cada lágrima que de ella no dejaba de brotar, cada quejido, sollozo, suspiro que la detenía, que parecía que no iba a dar para más. Se podía sentir, tocar la incertidumbre de lo que atravesábamos juntos ahora, de los que pasaría, y que dentro de mi cabeza me sumía aún más.

La piel de Rachel se hacía más purpúrea con cada esfuerzo que gastaba, ligeras venas se resaltaban con el chorro de luz de los focos que le enfocaban, y sus piernas temblaban, se convulsionaban ante el color rojo intenso que desde hacía minutos fluyó por la entrepierna, justo debajo del abultado vientre.

—Rachel, vas a tener que empujar más fuerte, ¿Está bien?—el doctor, consternado, negó—. Nada sucede, no está saliendo el bebé...
—Lo siento tanto...—y mi pequeña, mi vida lloró, lloró de dolor—. ¡No puedo...! ¡No puedo hacerlo, Dios mío! Michael...
—Sí, sí puedes—susurré aumentando la fuerza con la que la sostenía, con la que hacía incluso que sus piernas no temblasen de más. Sentí los ojos escocer, deseaba ser yo el que sufriera, el que atravesara todo aquello—. Sé que sí, pequeña, ¡Sé que puedes hacerlo! Un empujón más... sólo uno...

Reaccionó a mis palabras, ella lo volvía a intentar y, tras un movimiento brusco que irguió su cuerpo otra vez, volvió a pujar, con más fuerza, y más. Un chillido se le esfumó de entre sus labios bien mordidos y estudié ansioso, petrificado a nuestro doctor asentir, ahora con determinación.

—Así es... bien...—musitó observándolo todo, poniéndose en posición, con sus ojos brillantes, alertas—. ¡Está al revés, pero ya sale...!

Oía cómo el esfuerzo de ella sólo se disparaba, cómo se provisionaba de una fuerza sobre humana y daba todo de sí. Advertía el ritmo desacompasado de sus alientos, su frente humedeciéndose hasta lo indecible, sus ojos deshaciéndose, luchando, como siempre, como sabía lo haría, como ella esperaba poderlo lograr. Por nosotros, por nuestro bebé, por cada razón por la que estaba seguro, yo la amaba a ella.

Y su cuerpo, bajo mi agarre se quedó quieto de pronto, mientras dejaba caer, aniquilada, su cabeza hacia atrás. Su respiración retomaba de a poco una cadencia más normal, y mis temores habían desaparecido. Entonces comprendí el significado de aquella calma convenciéndome de que todo ya se había terminado, que el zarandeo de miedo en los cuerpos de ambos se esfumó. Nuestro bebé ya estaba afuera de ella, lo sabía, lo podía sentir.

Giré hacia nuestro doctor aún atolondrado, incapaz de ver nada más pues aún tenía la mirada borrosa por culpa de las lágrimas, y sin embargo estaba demasiado consciente de los nuevos gemiditos que nacieron ahí, pequeños llantos frágiles, deliciosos, una nueva respiración además de la nuestra más vibrante, ligera, rápida, innegablemente irreal. Me permeó una exquisita punzada de amor más intenso que el de antes, una nueva clase de esperanza, una que enardecía, que prometía. Un destello hecho por ella, por mí, en el que ahora... no podía parar de perderme. Una luz.

—Oh Dios mío... Ya está aquí...—bisbiseé contenido, sumergiéndome en todo cuanto veía. Un par de manitas, de pequeños pies, de un cuerpecito teñido de sangre. Un ser diminuto que se debatía entre las manos de nuestro médico mientras él, sosteniéndolo firme, nos lo mostraba—. Es... un barón...

Aguardó sólo un segundo más y acunándolo pronto, dos enfermeras que se encontraban ahí lo tomaron con sumo sigilo, llevándolo hacia una superficie blanda en la que, si recordaba los clásicos procedimientos preventivos, le iban a lavar, a envolver, a hacer lo que fuese inalcanzablemente posible para que ese ser se sintiera seguro de estar entre nosotros ahora, de hacernos sentir dignos de él.

—N-no... ¿A dónde...? ¿A dónde se lo llevan?—Rachel sollozó, irguiéndose en la camilla de pronto sin dejar de clavar sus ojos exhaustos en nuestro hijo.
—N-no, tranquila...—de inmediato me aproximé más a ella, sonriendo, besando con ternura la mano que de a poco, aligeraba la fuerza con la que me sostenía—. Sólo... van a limpiarlo un poco...
            —Pero que tengan cuidado. Él es muy pequeñito...

No pude evitar sólo sonreír, sólo disfrutar de aquél nuevo sollozo tierno que brotó. Me sentía tan pleno, tan vital, tan libre, con ganas de gritar, de tomarla a ella entre mis brazos y hacerla girar, de no dejarla ir nunca, de besarla si era posible. Tan feliz que casi me perdía del cómo nuestro doctor volvía no solo, sino con nuestro bebé, nuestro nuevo angelito, volviéndose hacia nosotros de nuevo.

—Aquí está...—y se lo entregó a ella, enfundado en una de nuestras mantas. El bebé de inmediato se irguió contra el hueco que formaba el cuello de Rachel, como hurgando acurrucarse contra el calor, el amor que de su cuerpo enardecía.

Escuché, ahí, unos tiernos quejidos que brotaron de él, y sin pensarlo, deposité un beso casto sobre aquella nueva frente impecable, notando cómo su piel frágil se erizaba, y ese delicioso aroma celestial entraba en mi sistema, transportándome a un sitio que, seguro, se trataba de mi paraíso personal.

—Mi pequeño...—Rachel gimió quedamente, perdida en él, sin fuerzas—. Gracias por salir de mí...

Suspiré apenas, demente, esclavizado por la imagen. Ansiaba que este día fuese así; lento, mágico, abrazador, que yo pudiese adentrarme y pasar cada segundo a su lado, que cada palabra dicha por ella, o cada sollozo que se acentuaba desde los pequeños labios de nuestro bebé, cada mirada intercambiada por ellos, se clavara tan hondo en mi alma como toda la historia que ella y yo atravesamos desde el mero principio, como cada instante desde que la conocí. Rachel era mi eje, y ya no sólo era un lazo que me mantenía con vida, ahora era alambres de acero que no me dejarían alejar. No me cansaría de demostrárselo. Nunca.

—Lo sé...—consoló entonces unos incipientes quejidos que se aumentaban. Negaba embelesada, ensimismada y aquello parecía bastar pues ahora nuestro ángel, nuestro todo nos daba la ilusión de que abría los ojos, de que por fin, miraba a su madre por primera vez—. Hola, mi amor...

Era la única vez que no le reprocharía utilizar aquél título en una persona que no era yo. Así era ella, lo había hecho conmigo al enamorarme y ahora lo hacía con nuestro bebé. Ella es una luz que brillaba, que centellaba tanto que hacía que otros mundos además del de ella se iluminaran, que otras vidas se sintieran cálidas, serenas, pues su brillo era tan relajante como el de un sol en el atardecer, que sólo alumbra todo, pero sin abrumar.

—Yo... te conozco...—y le susurró sin más, haciéndome sentir que el alma regresaba a mi cuerpo.

Mirarla así, suelta, plena, contenta, sonriendo con las mejillas coloradas al sostener entre sus brazos a ese ser, no podía hacer más que hacerme sentir feliz, satisfecho, y muy lejos de todas aquellas desgracias que en mi vida fui a enfrentar. Apreciándola, me percaté de que así la quería contemplar siempre, que de alguna manera, siempre había tenido la esperanza de que así fuera.

Rachel era felicidad, amor, la mujer que siempre anhelaba y ahora gracias a ella entre nosotros existía la fusión de lo que alguna vez alcanzamos a sentir, de lo mucho que nos amamos; nuestro hijo. Y no podía pensar en mayor agradecimiento que este, por haber vivido cada momento mágico del viaje al lado de ella, notar cómo cada día crecía su barriga, cómo cambiaba, cómo su cuerpo delgado se abultaba sin más, quererla, consentirla en sus pequeños caprichos justificados, o incluso mirarla comer helado a las tres de la mañana hasta terminar con un bote entero.

—¿Ya tienen nombre?—el médico inquirió con cautela, sosteniendo un tomo de documentación entre sus manos mientras aguardaba, tranquilo, a que Rachel volviese a nosotros, a que aquél bebé dejara de robar su completa atención.
            —Aún no—ella musitó, y ni siquiera había dejado de mirar al bebé.
—No se preocupen—repuso el doctor, certero—. Por ahora lo identificaremos como 'El Pequeño Green'.
—Oh, no, no... ‘El Pequeño Jackson’—ella, sin más, ahora mirando alto, le corrigió. El doctor asintió y anotó la corrección en las hojas que llevaba.

Y sonreí, soñé, sin poder defenderme.

Ella me estudiaba entonces, y me supe embelesado al sentir cómo con una mano lánguida me tomaba por el cuello de mi camisa para aproximarme más mientras que con la otra protegía con fuerza la razón de nuestras ilusiones. Fulminé la distancia que nos separaba y cerré los ojos, la sentí, sentí cómo tocaba de nuevo el paraíso.

Hundí mis labios en ella y su sabor amielado lo permeó todo en mi interior, su carnosidad cedía aunque no se movía, pero sí que se dejaba sentir, me dejaba deshacerme de toda la demencia que sentía, y dio también paso a una invasión que tanto extrañé, anhelé, esa misma que tanto rogué, que me embrutecía y como siempre, me hacía tocar el cielo.

            —S-sostenlo—susurró contra mis labios, con debilidad.

Entonces volví del trance, y alejándome traté de recuperar el aliento, el juicio perdido mientras con cuidado, ella ya me dejaba sostener ahora a ese cuerpecito nuevo a mí. Esa fragilidad hecha persona.

—Hola, pequeñito...—musité despacito, recargando mi cuerpo en la camilla, perdido en aquellos ojos marrón chocolate que recién se debatían entre abrirse de nuevo, él dejaba salir un pequeño suspiro con olor a miel que casi hace que cerrara mis ojos.

Ladeé la cabeza para contemplarlo mejor, para concentrarme en sus nuevos rasgos perfectos, delicados, suaves. Elevé entonces un dedo con fragilidad y lo dejé viajar a través de esa mejilla cremosa, aún colorada. Por Dios, era hermoso, perfecto, y no sabía qué lo era más; si el hecho de que su madre era la mujer que yo amaba, o el saber que cada recuerdo vivido, cada esperanza, cada luz, cada historia reposaba ahí, en pos de sus ojos brillantes.

Él ya no sollozaba, sólo respiraba con frágiles y titubeantes jadeos. Tenía ya los ojos bien abiertos, y sus labios se entreabrían y volvían a cerrar, sus manitas se tambaleaban con un aire tierno, casi divertido. Y bajo todo ese sonrojo su piel relucía dorada, parecida a la de ella, de un cremoso color marfil. Ese rostro diminuto era tan absolutamente hermoso que me dejaba aturdido. Era tan precioso como su madre, increíblemente, casi imposible.

—Mira cómo se aferra a su frazada, linda...—susurré aumentando la fuerza con la que le protegía a él—. Mira cómo parece que... la necesita. Él es... perfecto.

Ella se aproximó encantada a observar. Parecía ahora inquieto, removiéndose debajo de la manta como una lombricilla bajo un manto de protección del que no se quería zafar. Dios mío, me fascinaba, me encantaba tenerlo, palparlo sin más, así de cerca, de real.

—...Blanket—Rachel musitó. Y nos miramos, nos perdimos ahora uno en el otro con la forma en que sin remedio comenzábamos a sonreír. Cómo aceptábamos aún en silencios que aquél era un mote perfecto aunque sencillo, certero. Encajaba a la perfección.

De la puerta nacieron una serie de golpeteos entonces, y Phoebe, lanzando una mirada anhelante, esperanzada, asomó su cabeza un poco más hasta habernos encontrado. El corazón, al comprender que ellos llegaban, se me agrandó.

            —¿Podemos... pasar?
—Claro que sí—respondí al instante, incorporándome con cuidado de la camilla para estudiarles mejor. Venían detrás de ella todos; Joey, Ross, Monica y Chandler.

Desfilaron y nos rodearon cautelosos aunque siendo incapaces de disfrazar esa ansiedad de felicidad que desprendían.

—Hola...—Rachel susurró. Estaba encantada, me aseguré, negaba embelesada al mirarlos ahí con ella.
—Es... un niño...—musité, sosteniendo al pequeño de forma que ellos también lo pudiesen contemplar. Contagiándome de cada una de las sonrisas que lanzaron.
—Oh, ¡Míralo!—Joey dijo, con ojos desorbitados, y señalando al pequeño bebé.

La miré a ella y sentí que podía flotar, que percatarme de que Rachel no paraba de sonreír era lo único que necesitaba.

—Dios mío... Qué precioso es...—Monica entonces susurró, de ojos cristalinos, enteramente extraviada en lo que miraba.
—Tómalo...—aquella reacción no me dejaba ser y no lo soporté, me aproximé a ella para permitirle sostenerlo con cuidado.

Al tenerlo, de inmediato sus brazos se amoldaron y cuidó de prisa que sus bracitos cayeran donde debido, que su cabecita no se flexionara demasiado, que cualquier movimiento, no lo pudiese alterar en lo mínimo.

—Es increíble...—bisbiseó, con sus lagunas azules, cansadas, empedernidas clavadas en los ojos de él—. Es bellísimo...
—¿Ya saben cómo se va a llamar?—Chandler preguntó ensimismado, tan próximo a ella como le era posible. De pronto, estudiarlos a ambos sosteniendo a un bebé así, fue una imagen que supe, no dejaría de atesorar en mi mente por siempre. No esperaba a que pronto llegase su oportunidad.
—Ahora le conocemos como Blanket—Rachel anunció—. Y, bueno, me gustaría que se llamara como su papá... A menos que él quiera agregar otro nombre también.

Negué incrédulo, dejando salir una risa tranquila sin remedio.

—Me das el cielo, ¿Y temes no haberme dado suficiente ya...?—dije lanzándole una sonrisa cómplice al final. Sin saber muy bien por qué también no dejaba de evocar aquél beso delicioso que momentos atrás, ella y yo compartimos.
—Michael, lo olvidé—Ross me hizo entonces virar—. Tus padres llegaron hace unos minutos. Te estaban buscando.
—Oh, gracias, Ross—cabeceé para lograrme distraer, y sin pensarlo bastante, comencé a andar hacia la salida del cuarto.
—¿Tus padres llegaron? ¿Estaban en la ciudad?—Monica me detuvo con una expresión extrañada.
—Llegaron anoche—repliqué—. Vienen desde Hayvenhurst. Janet se queda con Prince y Paris en Neverland mientras tanto.

Y la noticia que les caería a ambos, a mis niños en casa, no dejaba de palpitar en cada latido de mi ser. Cada bendito segundo que transcurría y que me acercaba más al momento en que podría volver a encontrarles de nuevo. Imaginar sus expresiones cuando miren a su nuevo hermanito ya era como probar un trozo del cielo, de por sí. Pensar en cómo crecerían juntos, cómo irían de la mano, queriéndose, conectándose como un trío de almas juguetonas, cómplices, era la perfección. Ya no podía esperarlo.

—Tiene suerte, ¿No es cierto?—Rachel interfirió con un tono que me desconcertó, pues sin más, ponía una expresión sombría, destruida. ¿Dónde quedaba su luz, su brillo? ¿Qué había pasado?

Me quedé sin aliento por un segundo.

—...Sus padres atraviesan el país entero, y el mío no puede ni darse el tiempo de preguntar qué tal ha ido el parto—terminó negando vencida, y su mirada ya ni puesta estaba sobre nuestro bebé, se había desplomado, se clavaba sobre su regazo. Comprendí entonces lo que quería llegar a decir.
—Princesa...—susurré con el corazón estrangulado, abatido.
—No te preocupes por mí...—cabeceó, limpió una lágrima traicionera que se le escapaba—. Anda, yo... Estaré bien.

Pero no le creía, y la lava ardiendo por lograr algo más no dejaba de lastimar. Deseaba sacarle ese pesar de una vez, hacerle olvidar que el maldito problema con su padre había existido, que existía en un mundo en el que parecía que a ese señor no le importaba su hija, que sólo la hería y lastimaba. Lo que fuese por volverla a poner en paz, por volver a hacer que esa sonrisa que tenía antes, renaciera de nuevo.

            —La cuidaremos—Monica musitó, aún con el pequeño Blanket en brazos.

Las medias sonrisas que de pronto todos pusieron quisieron intentarlo y lo agradecí, pero no podía marcharme todavía, no así. Decidido, me aproximé hacia Rachel y besé su frente sin evitar que mis ojos se cerraran al tocar su piel. Los cerraba con fuerza, con dolor, como si me lastimara el saber que iba a tener que alejarme de nuevo. Me erguí cerca de la camilla y, aprovechando el ensimismo en el que ella se perdía, tomé de su bolso abandonado en el suelo su teléfono móvil y lo enfundé en el bolsillo de mi pantalón.

De un movimiento me repuse y volví hacia la puerta, agradecí a Monica, a Phoebe, a Chandler, a Joey y a Ross con una mirada y salí de ahí, convencido de que a mi familia, la dejaba con las mejores personas que de todo el universo, les podían rodear. Estaba seguro de ello.

Ubiqué a Kate y a Joseph, sólo al haber cruzado el primero de los pasillos del piso en el que nos encontrábamos. Parecía que charlaban con algunos de los muchachos del equipo de seguridad, entre ellos Wayne que, asintiendo sonriente, pleno, parecía que de su boca no brotaban más que buenas noticias, pese a la expresión seria que con nada se le parecía quitar a mis papás. Suspiré, y despojándome de la sensación que me mantenía trémulo, helado, me alejé. Me refugié en la sala de espera y tomé con urgencia el aparato que había tomado.

Marqué el número de ese señor una vez, nada. Dos veces, y otra vez más. Sabía que la llamada ingresaba pues se escuchaba sólo un tono y sin más, se volvía a cortar. Sabía que él las desviaba, que sabía que alguien bajo el nombre de su hija en su teléfono le insistía y me corroía que no se dignara siquiera en atender. Gruñendo, con los puños apretados, me dejé caer en uno de los sofás. Decidido a dejar un correo de voz, no más.

Por ella, simplemente. Por ella y por nuestro bebé.

—Es ya la cuarta vez que intento llamar, pero no tengo respuesta de nadie...— musité con voz críptica, contenida, mientras aferraba el aparato tan cerca de mi cabeza que creí pronto me lastimaría—. No importa. Sé que está ahí, sé que me escucha, pero no sé si va a escuchar hasta la última palabra de este mensaje. No estoy seguro, y lo entiendo, le juro por mi alma que mi intención es entender su posición.

Y cerré los ojos buscando paciencia. Hablar sin detenerme y no tener una sola respuesta del otro lado, me iba a costar.

—...Cometí errores con ella, lo sé—mi voz entonces sonó estrangulada, parecía temeroso—. A mí también me dolieron, yo también sufrí, me quebré y no sabía si me repondría de nuevo. Había caído en tentaciones equivocadas y terminé arrancándonos a ambos una ilusión que jamás se dio, la dejé irse y comprendí que la había herido como nunca, que había alterado su alma como jamás nadie se había atrevido a hacer. Sé que usted también sabe de ello, pues no hace falta mirar a los ojos cuando el desprecio recibido se palpa más que una pared de concreto puesta frente a mí. Sé que lo supo y, si desde el principio usted y yo jamás congeniamos, luego de eso me aborreció, me detestó. Lo merecí y lo siento, aún lo he lamentado. Pero asombrosamente, con el tiempo, ella misma me ha ayudado a vivir con ello, y pudimos sanar. Sé que no volvimos a donde antes, pero créame que bastó con volver a sentirla cerca, volver a ser su amigo para percatarme de que ella jamás tuvo que esfumarse de mi vida. No así.

Suspiré y recobré el aire, el sentido también.

—...Así que no lo entiendo, Señor Green. No entiendo cómo mientras yo no estaba con ella, usted le ha dicho hasta el cansancio que la amaba, y luego de que he vuelto a aparecer usted decide romperle el corazón sin más. No es así como funciona, jamás ha sido así. Usted es su padre, ¿No es verdad? Se supone que tiene que amarle y quedarse a un lado de ella, acompañarle, no decirle que estará ahí y luego desaparecer. Eso está mal, es demasiado doloroso. No puede hacerlo sólo así... si lo único que ella esperaba, era tener al hombre que siempre amo, que la formó, que desde que nació estuvo a su lado, acompañándola en el día más importante de su existir. Por Dios, ella sólo quería que sonriera, que quisiera conocer a su nieto, que estuviera aquí y... sin más, usted no se dignó y en su lugar decidió abandonarla ahí entre llantos, llamar a ese niño que esperaba un... 'bastardo'.

Al pronunciar aquello de pronto me sentí sumergido en un océano de dolor, de ira, de impotencia. El evento con su padre había dejado a mi Rachel con la identidad trastocada, el orgullo pisoteado y todo aquél valor que había reganado para poder observarle de nuevo se cayó como si de un castillo de arena se tratara. Ella lloró y yo me quebraba con ella, su esencia se alejó y lo supe también. Ella sólo quería que todo fuera diferente, mierda, que su padre estuviera aquí también.

—...Pues le tengo noticias, ha nacido, y ha nacido bien—continué—. Es perfecto, sano y... llevará mi nombre. Y si aún es su decisión no intervenir, de cualquier manera usted se enterará de que este bebé tiene familia, que es amado salvo por un abuelo que no se ha podido presentar. No se tendrá que preocupar, pues trataremos de que nuestro hijo, su nieto, no le tome falta, que no genere desprecio hacia usted pero el de ella, Rachel, sí que seguirá presente. Pues si hay algo que he aprendido de ella desde el bendito momento en que se cruzó en mi vida es que lo único que ella no sabe hacer, es olvidar. Así que le importe o no, lo espere o no, se sienta fuerte o no, saber que su hija se separará para siempre de usted dolerá hasta la médula, hasta la imposible. Yo mismo lo he experimentado, y sé que es... infernal. ¿Usted supone que ella no podría durar un sólo día como mamá? Pues yo estoy seguro, convencido, de que usted no podría sobrevivir una sola noche en la penumbra que usted mismo le ha sentenciado a su hija… Sí, algunas personas fuman, algunas más toman, se hunden en los analgésicos, otras sólo... caemos en el amor, y luego están las que prefieren quedarse solas, ¿No es cierto? Todos morimos de diferente manera. Y si usted no se puede dignar, yo mismo me encargaré, por Dios, de que ella no termine de la misma manera.

Muerto de indignación, de impotencia, colgué. Preso de las horas sin sueño, de lo exhausto que me sentía me dejé caer profundo contra el sofá sin interesarme dónde permanecía el teléfono y sellé mis ojos tan pronto como mis pulmones me rogaban que respirara de nuevo. No por cansancio, o por debilidad, sino porque no quería que pronto saliera una lágrima de rabia que sabía ya se avecinarían.

No quería saberme débil si necesitaba estar fuerte y dispuesto para ella, luego de lo que había vivido, de lo que juntos habíamos atravesado. Quería que supiera que, a pesar de que ya no nos encontrábamos en la misma habitación, de que no nos veíamos a los ojos, yo iba a estar ahí siempre, como sea, cuando sea porque, maldita sea, la amaba, la adoraba como la luz que adornaba siempre mis días, mis sentidos y ni el peso del tiempo, del silencio, o de mis párpados debilitándose me fue a quitar esa seguridad. Ni siquiera el hecho de que, sólo así, ya comenzaba a arrojarme a los brazos de la inconsciencia. Sin querer me estaba dejando ir.

Y momentos pasaron, horas, minutos, o no lo sabía. Hasta que percibía entre ecos, sueños perfectos de los que me rescataban que alguien ahí, a mi lado, estaba susurrando mi nombre.

—¿Q-qué...?—me quise incorporar, sintiendo que mi boca se secaba, que la realidad me golpeaba, y sin más, enfoqué la vista y mis ojos se posaron en los de mi madre.

Mierda, ¿Qué hora era? ¿Cuánto tiempo pasó?

—Rachel... el pequeño... Tengo que...—luché por pararme, por removerme, por evitar sentirme igual de aturdido, olvidarme de que de pronto, sus manos eran las que no me permitían avanzar.
—...Se lo han llevado a la sala de maternidad—ella musitó, con ambas manos puestas sobre mis hombros, serena—. A ella terminaron de revisarla, se percataban de que todo marchaba bien. Ahora está descansando. Tranquilo, hijo.

Y vencido, aunque menos dolido, me volví a sentar. Puse fin a mi resistencia y comencé el intento de tranquilizarme. Dejé un suspiro hondo salir.

            —Ambos han perdido muchísimas horas de sueño hasta ahora.

Asentí al escucharme, llevándome ambas manos al rostro para poderme despejar. Para que todo, de nuevo, recobrara el sentido que antes tenía.

—Te miré con... Joseph hace rato—susurré, alzando la vista pese a lo irritados que mis ojos se sentían todavía.
            —Estará por ahí... ya sabes cómo es.

Por lo bajo, reí, harto. Sí, ya tenía una idea.

—Sé que no ha visitado a mi hijo—sentencié, sin atreverme a mirarla—. No se atrevería a estar en la misma habitación en la que Rachel está.
—Yo tampoco... lo he hecho aún—bisbiseó entonces, tomando asiento a mi lado. La estudié ansioso, con desespero y comenzó de pronto a doler que ya no me mirara, sólo estaba cabizbaja, ignorándolo todo.
—¿Qué?—negué incrédulo. Una punzada de ira irreal comenzó a permear todo mi ser.
—No pensamos que nacería tan pronto...—confesó con voz queda, con su mirada baja—. Y tu papá y yo queríamos hablarte antes de que comenzara el parto.
            —¿Antes del parto? ¿Sobre qué?
—Porque traía algo que... quería mostrarte—y removiéndose, comenzó a hurgar los bolsillos del abrigo que llevaba, se le hizo una mueca de satisfacción y comenzó a sacar lo que buscó—. Suponiendo que... aún lo quieras usar.

Iba a hablar entonces, pero observé que en su mano tenía un anillo de compromiso, uno que recordaba, que conocía hasta en mis más oscuras pesadillas. El mismo que había escogido para Rachel años atrás, en mi desespero por hacer que nunca se fuera. Parpadeé, sintiendo que me atragantaría, y alcé mis ojos clavándolos en los suyos, casi lívido.

Aquél día lluvioso, aquél abismo que atravesé cuando Rachel se marchó la primera vez había quedado en el pasado, bien enterrado y desde aquél instante incontables nuevas experiencias había atravesado a su lado cuando comenzamos a sanar. ¿Qué diablos ocurría ahora? ¿Todo esto lo había estado maquinando mi madre bajo mis narices y yo ni me enteré? ¿De dónde había tomado el anillo en primer lugar?

            —Me gustaría que se lo dieses a Rachel—musitó.
—No—le acallé frustrado, contenido, sin querer en realidad descargar mi impotencia. ¡Ella era mi madre! ¡Era la primer persona que consintió todo esto y permaneció a mi lado sin ninguna condición!—. Te agradezco que lo hayas traído pero no será así. No voy a hacer...
            —...Sólo... d-déjame explicar...
—¡No! ¿De acuerdo?—le miré agotado, al comprender que pronto comenzarían las clásicas discusiones, sobre lo mismo, siempre. No lo soportaba ahora, no sabiendo a Rachel ahí, a mi bebé ahí, con todo esto—. Ya lo hemos hablado. No voy a casarme con ella sólo porque justo tuvimos un bebé.

Me miró, negando afligida.

—Michael—susurró, conteniéndose—, un niño debe tener una familia.
—Y este bebé la tiene—sentencié desesperado, severo aunque, luego sometido ante la tristeza que de su rostro comenzaba a aflorar—. ¿Por qué comienzas con esto ahora? ¿Por qué tú? ¿Qué es lo que...?
—Porque de otra forma el niño no tendrá nuestro apellido, Michael... Si no lo haces, no podrás...
            —...Rachel ya le ha dado mi nombre sin necesidad de eso.

Entonces calló, debatiéndose con una mirada, como si aún no lo hubiera comprendido, como si lo que mencioné, tuviese que ser irreal.

Trataba de entenderla, de comprenderla pues luego de todo era mi madre y por ella era quien soy hoy, quien había sido siempre. Pero no podía. Ella, había sido la primera que nos apoyó a Rachel y a mí cuando decidíamos de qué manera resultarían las cosas, fue la primera que se quiso perder en mis brazos cuando la noticia había salido a la luz, la primera que se había hastiado de felicidad cuando comprendía que finalmente, tendría un bebé con la única mujer que he amado de esta forma. ¿Por qué iniciaba con esto ahora, entonces? ¿Por qué suponía algo así?

—No creíste que ella lo haría, ¿Verdad?—la miré, con rabia que, por tratarse de ella, rogué disfrazar de una fría indiferencia.

Su mirada descendió.

—No puedo con esto ahora, Kate. Lo siento mucho—y tomé el anillo de sus manos para resguardarlo yo mismo, al tiempo en que me incorporaba para ponerme de pie, y comenzar a andar. No sabía hacia donde, o para qué pero estaba seguro de que necesitaba paz, la que alguna vez ella me había dado pero que ahora, estaba lejos de hacerlo. Sólo lo empeoraba más.
—Pero... te casaste con Debbie...—se escuchó a lo lejos. Pero, ya ni el ácido turbio que surgió de su voz me hizo girar.
—Sólo porque tú me has pedido que lo hiciera—espeté en un susurro un tanto envalentonado, y me esfumé, a pesar del coraje que corría vertiginoso por cada hueso, cada extremidad.

A través de un pasillo pulcro por el que múltiples veces ya había pasado, ubiqué la sala de maternidad, y me detuve de golpe al notar que, a través del cristal que daba vista hacia dentro, ubicaba a mi ángel ahí, acurrucado en los brazos de una enfermera de aspecto tranquilizador que lo arropaba con unas frazadas diferentes. Se dejaba ver entonces que, al tiempo en que lo colocaba con fragilidad sobre su cuna predilecta, de su pequeña muñeca, se lograba ver el nombre con el que habíamos acordado, le íbamos a identificar; Blanket Jackson, alcancé a leer.

Un nudo en la garganta comenzó a punzarme sin más.

Era un incrédulo, y lo sabía. Pensaba que... a mi madre al menos, le agradaría el cómo las cosas se habían dado hasta ahora, que aplaudiría el hecho de que el bebé había nacido bien, que Rachel lo había logrado, y que yo ahora era el hombre más feliz del universo entero. Pero ahora, todo cuanto brotó de su boca, de sus pensamientos, me hacía convencer de que no era así, que el nacimiento de un nieto no era suficiente sino que siempre tenían que faltar los títulos, que no era nada, no valía nada si no se volvía ‘oficial’.

No me tenía que importar, me regañé, no me tenía que interesar lo que pensara ella, mi padre, el padre de Rachel o nadie más. Porque vivíamos así, así lo acordamos aunque amarla era lo último que dejaría de hacer. Buscaría la manera de que todo cuanto habíamos logrado hasta ahora siguiera funcionando como lo hacía, y de alguna manera lograría vivir sin sentir todo ese miedo, esa paranoia, ese maldito dolor que me consumía y hería cada día ante la posibilidad de arruinarlo todo si acaso intentaba... algo más. Después de todo era lo mejor, si ella era mi amiga, no había nada que pudiese separarnos. Ahora mucho menos lo había.

—Aquí está, ¿No es cierto?—se oyó, y agradecí reconocer que era la voz de Ross que sonaba a mi lado.

Reaccioné y contemplé cómo de pronto él también se perdía mirando a Blanket, embelesado, con una sonrisa que no se le podía terminar. Rogué porque mi voz no sonara debilitada.

—Sí...—y señalé a mi pequeño con el índice, casi ahogándome, incapaz de mecanizar bien por volverle a mirar—. Lo están acostando ahora.
—De verdad que... se parece bastante a ti—musitó—. Se ha llevado todo tu rostro en serio.

Sonreí débil, contemplando al bebé. ¿Era cierto? Tendrá mi rostro, pero el tono de piel, el aroma a gloria, el aura celestial, y el sentimiento que hacía amarlo luego de un segundo de haberlo conocido lo heredaba de su madre, era más Rachel, completamente. Segundos así transcurrieron en silencio.

            —Vi que tu madre salía de la sala de espera—de pronto, me hizo reaccionar.
—Estaba con ella conversando—mis labios temblaron, y traté de pasar saliva, pudiendo esconder lo que recordar aquello provocaba al centro de mi ser. No desataría la ira, no aunque la ansiedad por hacerlo me consumía—. Me ha mantenido ahí para... Para pedirme que me casara con Rachel.

Mi sonrisa se desvaneció y el nudo aumentó.

Recargué mi frente contra el cristal, ansioso, ya ni siquiera mirando a mi pequeño. Tenía que controlarme, estaba alterado, y sabía lo que ese tipo de sensaciones lograban provocar. Mierda, ¿Cómo manejar esa incertidumbre asesina que me lastimaba cuando menos lo esperaba? Temía que todo saliera mal de nuevo, que por los miedos que nos rodeaban ella se alejara, que comenzara a sentir que había otros caminos que no inducirían más complicaciones de las que ya teníamos aquí. No, no lo quería, no lo iba a soportar.

Lo ocurrido con mi madre, con su padre se sentían como golpes bajos. Nos hizo endurecernos, a pesar de que ahora atravesábamos un momento delicado. Por lo mismo, sabía, nuestros corazones estaban más que blindados, pese a que, esa nueva luz, ese nuevo ser que ahora nos acompañaba iba perforando a su manera, poco a poco, hasta tocar eso que jamás creí que tendría otra vez. La posibilidad de volver a tocar el cielo.

—¿Y por qué no, Michael?—preguntó—. ¿Por qué no... estar de nuevo con ella?
—Es complicado, Ross—negué sin verlo, evadiéndolo.
—Claro que lo es—replicó, con cierto aire de burla, de sarcasmo que rogué, no me descolocara más—. Si todos sabemos que tú aún la miras como si fuera lo único. Y ella te ve como si fueras su todo. Entiendo que debe ser...
—...Porque estuvimos juntos, y luego nos separamos—le acallé ofuscado, harto. Cansado.

Entonces, con aquél maldito nudo en la garganta le encaré, perplejo. Mis ansias subían, bajaban e iban de un lado a otro y ya no lograba saber qué hacer por soportar lo siguiente, enfrentar el endemoniado tema una vez más. Mi respiración se ralentizó, no quería un problema con él pero no evitaba sentir desazón hablando de lo mismo, no podía ocultar mi molestia.

¿Por qué nada de lo que hacía o intentaba jamás parecía ser suficiente?

—...Cuando ella se fue me quebré, caí en rehabilitación, me perdí del mundo, de mi existencia—intenté, pese a todo, continuar—. Renuncié a todo y cuando creí volverlo a intentar terminé casándome con alguien más. Pasó el tiempo y cuando ella quiso volver yo ya estaba con Debbie. ¿No te das cuenta? Lo odio, pero es el límite. Somos amigos y... estamos bien. Si es la única manera de pertenecer a su lado entonces, que así sea.

Esa sonrisilla que había nacido, sólo así se desplomó. Ahora, asentía comprensivo. Él, más que nadie lo sabía, debía entender la situación, el embrollo interno en el que me encontraba.

            —Y si planeas hacer algo más ahora, lo podrías arruinar—repuso.
            —Exactamente.

Y miré, más allá la manera en que mi hijo dormitaba. Cómo sin más en él no dejaba jamás de reinar la paz. Aunque, ¿Por qué sucedería? Si lo único que él tenía que pensar era que su padre, y su madre estaban ahí, que siempre lo estarían, que sería amado, mimado, y acompañado hasta el cansancio. Él no comprendía que a estas alturas, algo podría salir mal pues lo único que conocía hasta ahora era amor. Amor infinito desde el instante en que comenzó a existir en el vientre de su madre. Nada más.

Ross, soltando un suspiro delicado, colocó su mano sobre mi hombro.

—...O podrías tener, Michael, todo cuanto deseaste desde aquella noche en que la conociste a ella.

Convertido en añicos, le miré. Era eso lo único que dolorosa e innegablemente se repetía en mi cabeza, en mi lado masoquista desde que me enteré de que ella estaba embarazada.

            —Es Rachel, chicos...—Chandler se escuchó espetar, ácido.

Giré de golpe, y le ubiqué, andando a trastabillas por el pasillo hasta acercarse a nosotros. Suspiró, abrumado.

            —...Ella se ha... alterado de nuevo.

No necesite más, no pensé más y avancé por el pasillo ignorándolo todo a mi paso. Sintiendo un malestar generalizado.

Momentos así me hacían sentir perdido, embravecido, asustado, y sobre todo ansiosamente preocupado por ese ser frágil por el que estaba convencido, daría hasta el último aliento sin ponerme a meditar. Sin más, no paré de evocar lo ocurrido horas atrás. Esperaba que no fuera lo que creía.

Junto con ambos entré, y miré a Monica ahí, consolándola, a un lado de la camilla en la que ella descansaba. Rachel traía en sus manos lo que reconocí inmediatamente como su teléfono móvil. Lloraba, se deshacía de nuevo. Mierda, ¿Cómo había llegado a ella de nuevo? ¿Alguien lo tomó luego de mí?

—Le llamaste... ¿Verdad...?—sollozó al ubicarme, imperturbable, fría. Monica se acercó a ella más, soportando una tristeza indecible en su rostro.
—Princesa... yo...—negué con desespero, con la boca seca y sin palabras, deseando sentir algo más que esa espantosa sensación de horror, de eterno vencimiento.
—...Más de cuatro llamadas, pero él no contestó...—aún débil, lastimada, me cortó.
—Rachel...—y como mis ansias entrecortadas, desesperadas me lo permitían, fui acercándome a ella.

Su llanto se avivó, y supe que el mío lo haría pronto también. Sabía lo que generaba ese tipo de desprecio que ella sentía. Sentir esa impotencia viajar por la garganta sin cesar, sin freno. El dolor de comprender que tu familia no está ahí como pensaba, que las cosas cambiaban, para siempre.

Sabía que esas palabras llenas de desprecio que ese hombre le escupió le hacía sentir heridas que el amor de mi vida tenía bien profundas en su frágil pecho, ahí donde también se encontraba ese corazón que todo lo podía dar.

—Creí... que lo soportaría...—lloró, alzando de nuevo la mirada para ubicarme mientras se dejaba abrazar, y me topé entonces con sus lagunas grises observándome llenas de culpa, miedo, horror, sin ilusión—. Lo intenté... intenté ser una... buena hija...
—Lo fuiste, cielo—Monica a nuestro lado susurró, acariciándola. Sus ojos estaban razados, expectantes.
—Pero, ¿Y qué si no...?—le preguntó con sigilo entonces, mientras un par de lágrimas saladas escurrieron por mis mejillas, ya sin poder mantenerlas presas al notar su piel irritada, sus ojos cansados, desesperanzados—. ¿Qué si para él, mi bebé siempre será eso...? Un... bastardo...

Y al escuchar aquello, toda furia que guardaba, quiso bullir otra vez. Sentía que ya no podía contenerlo. Ya nada tenía sentido, sin más nada se convertía en lo que planeé. Todo se salía de su órbita y mi juicio, mi cautela, mi intento por no estallar de rabia no dejaban de perderse tampoco.

—No...—rugí con decisión, incorporándome para caminar hacia la puerta—. Estoy harto de esto... ¿Dónde está Joey?—le pregunté a Monica, imperturbable.
            —E-en el pasillo... Él y Phoebe...

Me asomé y casi al final del corredor le ubiqué, junto con Phoebe conversando. Algo en mi garganta burbujeó y sabía si no hacía caso a aquél sentido, explotaría, me aniquilaría lo que quedaba de mí, de mi maldita voluntad.

—¡Joey...!—bramé al fin, y aunque él había reaccionado y me ubicaba, aquello sólo servía para hundirme más en ese pozo que sentía cómo caía junto con Rachel a mi lado. Ni en mil años permitiría que ella se sintiese así, jamás, no ella.

Joey y Phoebe arribaron sin más, con una expresión inescrutable, abrumada en sus rostros.

—¿Qué sucede? ¿Qué es?—deseó saber él, tan pronto como recuperaba el aliento, serio, demasiado preocupado al notar el estado de Rachel reposando en esa odiosa camilla blanca.
—Aún tienes ese permiso... Ese certificado por el clérigo, ¿Cierto?—mi voz se notó asombrosamente quebrada. Joey frunció el entrecejo, sin comprender.
            —S-sí... pero...
            —...Cásanos.

Y me atrapé a mí mismo, sonriendo y negando, ubicándola de nuevo a Rachel ahí. Alucinado tras las palabras que había pronunciado. La miré, y era como si nada más existiera salvo los latidos de mi corazón atrabancados, sólo ella y yo, lo que sentía por ella, su alma pura, tan frágil como fuerte, su amor y certeza, su esencia. Ella negó descolocada y entonces lo supe, me importaba muy poco dónde o con quienes nos encontrábamos. Definitivamente, la amaba.

Mierda, la necesitaba como el aire, me era vital como el sol a la piel y cada que atravesaba un problema, un disgusto mínimo, a mí también me llegaba a afectar como un maldito limón en una herida abierta. De pronto ya no sabía si podía hacerla a un lado con esa facilidad que me aniquilaba. Quería sujetarla, mantenerla ahí por el tiempo que me permitiera. Había compartido ya mi cuerpo, mi alma con ella, Rachel era mi motor.

Perdía la cordura por ella, el control de mi vida cedía por ella, ya nada era como debía por ella.

Ya odiaba con toda mi alma esas noches en las que me iba a dormir sin ella, en las que me iba a obligar a conciliar el sueño sin escucharla hacer esos ruiditos tan perfectos, sin poder tocarla o sentirla, sin poder abrazarla mientras miraba cómo su pecho se agrandaba con cada respiración. No quería pensar, no deseaba sumergirme en lo que mi interior sucedía, la verdad era que ya debía saberlo, que jamás había experimentado nada igual y sabía nunca más lo haría. Porque Rachel habitaba en mi piel, en mis pulmones, en mis neuronas, y lo peor de todo era que esperaba que así terminara de ser.

Luego de aquella última noche en que nos compartimos, que habíamos vuelto a hacer el amor como solíamos, ya no sabía cómo haría para sacarla de mi cabeza, de mi cuerpo, de mi... corazón. Recordé cómo me fui de su habitación y al llegar a mi hogar la eché de menos el resto de la noche, ansiaba olerla una vez más, volver a perder mis manos en su piel, o mejor aún, sentirme parte de ése júbilo que se clavaba en sus ojos de la misma forma en que ella me miraba ahora. En este instante.

Saberla en mis brazos de nuevo, así, suelta, desnuda, tan... ella, había sido celestial. Hacerla gritar, exigir y rogar por fundirse sobre mi cuerpo no tenía comparación con nada. Mirarla al terminar yaciendo a mi lado, emitiendo esos gemidos únicos, inigualables, besarla en la frente llenando de aire mis pulmones, me hacía feliz. Extrañar todo aquello hacía que esta fuera la decisión ahora, la única, la más importante y sabía, haría todo para hacernos felices. Era ella la razón por la que continuaba creyendo en el amor, ahora lo entendía.

Observaba ahora a Rachel como no había podido evitar hacer desde que arribamos aquí, desde que presencié cómo daba luz a la esperanza de nuestras existencias. Y, Dios, estudiándola sostener a nuestro hijo entre sus brazos la hacía mirar más hermosa aún, mecía ese nuevo cuerpecito de manera única, serena, inigualable, como si danzara. Era la mujer, la mamá perfecta, demasiado, más de lo que mis pensamientos podían soportar.

Volviendo al presente, a la realidad que nos embargaba a ella y a mí, noté que el resto de los chicos nos miraban a ella y a mí intrigados, aturdidos. De a poco, me aproximé hacia el amor de mi vida mientras que los chicos negaban, como si no pudieran concebir lo que yo había dicho. Parecían librar una batalla interna, no lograba descifrar sus expresiones.

—Cásanos a Rachel y a mí. Ahora—le recalqué, percibiendo cómo mi ritmo cardiaco se aceleraba, cómo mi cuerpo entero se tensaba y a la vez me sentía tan libre, tan... certero.

Y el silencio apareció, permeó el ambiente varios segundos mientras que yo me mostraba impertérrito. De nada, absolutamente, había estado más seguro en mi vida.

Tal vez era un riesgo, tal vez era un peligro, tal vez estaba perdiendo la cabeza y me sentía loco, un exagerado pero era cierto, lo sabía, la amaba. Y lo hacía con todas mis fuerzas. Lo hacía con la demente certeza de rogar por un “Para siempre...”.

La miré. Intenté entonces recobrar la voz.

            —Sólo si tú quieres, pequeña...
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