¿Cómo
diablos hace un corazón roto para componerse cuando ha sido destrozado? ¿Cómo
hace para enseñarse a volver a latir? Porque era ya una maldita broma que ella
hubiese aparecido de nuevo.
Sólo así.
—...N-no.
Había
sido todo lo que fui capaz de decir, la única reacción que tenía cabida en mi
cabeza. Y ni mis movimientos, ni mis pensamientos se dejaban de atascar. Sólo
fui consciente de cómo Debbie, a mi lado me veía. Consternada, extrañada por
mí.
—Michael...
Rachel sólo... E-ella sólo ha venido a...—Debbie posó una mano sobre mi pecho,
deteniéndome de pronto ante unos pasos que ni por poco me fui a dar cuenta de
que comenzaba a dar. Se erguía y ponía resistencia, titubeaba, y su mirada se
volvía a desplomar.
Pero yo
no podía parar de ignorarla, de ver, ahí, a esos ojos grises y confundidos que
incontables veces me daban razones de sobra por seguir viviendo, respirando.
Una razón para amar. Miraba a Rachel aún así, aferrándose contra el umbral de
mi puerta, y más que echarme a llorar, más que pensar en invadirla en mis
brazos, mi garganta sólo ardió. Una punzada de furia y desenfreno se avivaba.
Mi rostro
punzó, llevaba ya mis manos a frotar mi cara con las fuerzas que me fueron
posibles para deshacerme de la maldita broma, de la alucinación. No lo fue.
Jamás algo
tan precioso, tan perfecto, me había lastimado tanto.
—...Está
bien—su voz casi se destruyó, percibí cómo es que su garganta se rasgaba.
Debbie sólo viró—. Puedo irme, si así lo...
—...Debió
haber una razón, ¿No es cierto?—zanjé, sin enterarme de dónde había tomado los
estribos para intentarlo. Mi voz seca, seria, le había hecho tragar saliva, y
no me importó—. Adelante, dila.
Negó, y
casi disfruté el instante en que su mirada sin más, se humedecía.
—Michael...—susurró
Debbie en tono reprobatorio, llevándose una mano, y su mirada lenta hacia su
vientre, para evitar mirar.
Bajé mi
mirada y suspiré, anhelando, rogando porque esta furia que sentía, este
despecho, esta burla interna propagándose dentro se esfumara ya, y que todo esa
esperanza, ese sueño, ese deseo, todo aquello que me infestó el alma ése último
día en que supe de ella no volviese aún. No sólo así. Como, mierda, lo había
hecho ella.
Mi mano
se tensó, sentí cómo Debbie la había tomado.
—Los
dejaré solos—bisbiseó, asegurándose de que su tacto me había obligado a mirarle
de nuevo.
Y sin
esperar a que añadiese más, sin aguardar siquiera por una de mis repuestas, se
alejó. Se encargó entonces de haber cerrado la pesada puerta tras los talones
de Rachel y de a pasos lentos, se dirigió escaleras arriba hasta dejarme sentir
que nuestra habitación se cerraba, el cómo en verdad nos abandonaba así, sin
pensarlo más.
Un
quejido, la simple idea de escuchar cómo aclaraba su garganta me descolocó.
—Ella está... embarazada. ¿No es...?
—¿A qué
has venido?—le corté, percibiendo cómo mi mero paladar ya comenzaba a tornarse
amargo.
Después
de tanto me atreví a volverla a mirar, a izar mi vista hacia ella y no dejarme
ver como el idiota que quedó varado en una cama de hospital sin la mínima
posibilidad posible en sus manos. La miré, la encontré, y tal y como su cuerpo
entumecido, sus ojos preocupados, hermosos, su piel cremosa, su rostro, sus
labios me habían atrapado una primera vez, ahora no me importaron. Sólo me
rasgaban más.
Sólo
negó, perdiendo su mirada alrededor de la estancia.
—N-no lo
sé—bisbiseó temblando, abrazándose a sí misma. Recordándome, sólo así a escenas
oscuras que quise no ver en mi vida una sola vez más. Tiempos en que sólo me
aniquilaban, aquél maldito segundo en el que se marchó—. Quería... verte.
—Gracias—espeté,
asintiendo. Sorprendiéndome aún por el tono siniestro que aparecía—. Es muy
considerado de tu parte.
—No tienes que hablarme así, ¿Sabes?
Sabía que
de siempre, ella conocía mi tono. Acomodándose una y otra vez un mechón suspiró,
dejando su bolso en el descansabrazos de uno de los sofás que nos rodeaban, se
removía incómoda y para tranquilizarse, para no temblar sólo intentaba
suspirar. Pasaba, una y otra vez una de sus manos a través de su cabellera,
repitiendo ese maldito gesto que, desde siempre, tanto me fascinó.
El
cabello le había crecido por debajo del pecho, y bufándome, llevando una mano a
presionar el puente de mi nariz me percaté de que incluso me arrancaba cada
sentido saber que no había sido yo testigo de ello. Me ponía a pensar, sin más,
en todo cuanto me perdí.
—Quería saber...—musitó—. Cómo has
estado, nada más...
Destruido,
avergonzado, abandonado, sintiéndome como un idiota, como un estúpido que aún
creía en una maldita posibilidad. Seguro de que, mierda, una vez más, se había
burlado de mí.
Amándole,
esperándolo todo, y recibiendo nada a cambio.
—Pues, he
estado bastante bien—dije, oyendo incluso cómo un resoplido se me escapó—. Ya
sabes, luego del accidente, seguí con mi trabajo, he estado de gira unos meses.
Viajé a Europa, Asia, grabé en Brasil, y aún así me daba el tiempo de
preguntarme qué diablos ha sido de ti durante el último año.
—Michael...—intentó
titubear, débil, insegura. Sus ojos brillaron, su voz se dañó—. Si sólo...
—...O
cómo es que, sólo así, habías vuelto a desaparecer luego de que prometiste que
me esperarías, que aguardarías por mí fuera de esa habitación. Porque te quería
conmigo, maldita sea...
Y mierda,
mi frente de pronto se permeaba de transpiración, de angustia. Miré sin pensar
hacia el techo apretando las manos tan fuerte para que mis uñas pudiesen
encajarse en mi piel, para concentrarme en algo más, olvidarme del sollozo que
ya se le había salido.
No
sentirme débil, por una maldita vez, de sólo verla llorar. Que bien, ni las
lágrimas que se avecinarían se comparaban por todo lo que he llorado por ella.
—¿Y qué
iba a pasar si me atrevía a estar en tus brazos de nuevo y alguien venía a
llevarse otra vez todo lo que quería de ti? ¿Ibas a escoger de nuevo?
Cerré mis
ojos, echando mi cabeza hacia atrás. Un par de risas se me escaparon y no
fueron sino un reflejo más de lo lastimado que ella me ponía, de lo débil que
aún podía hacerme sentir. El amor de mi vida, la mera razón por la que aún
seguía ahí, luchando, lloraba. Y ni en mis más remotas ideas o desembocados
pensamientos se me iba a ocurrir hacerla parar.
Mis ojos
ya escocían, ardían. Sabía que el frío provocado por la verdad que estaba a
punto de soltar le ardería como si quemase todo en su interior. Como me ha
hecho a mí, destruiría todo a su paso.
—Espero... un bebé con ella, Rachel.
Me atreví
a volverla a mirar, a estudiar cómo se llevaba ahí, temblorosa, una mano sellar
sus labios abiertos, cómo una lágrima se deslizaba hasta llegar a ellos. Me
estremecí, no sucedía más nada.
—...Debbie—apenas
y susurró, sentía incluso cómo el nudo en su garganta atascaba todo en mi pecho—.
Ella... es tu...
Asentí,
sabía no encontraría la paciencia de ocultarlo un segundo más. Si tenerla de
frente, y aún así sentirla tan indeciblemente lejos, tan ajena, ya era razón
justa para hacerme temblar, para debilitar toda mi alma.
—¿La...
amas?—inquirió, haciéndome ubicarla de nuevo con mi mirada destanteada. No
paraba de extrañarme que, contrario a lo que creía, a todo lo que imaginé, ella
simplemente se paralizó.
Entrecerré
mis ojos para mirarla mejor, mi garganta se obstruía, el nudo crecía y sólo
esperaba, sólo deseaba que aquello no fuese real. Que la maldita pregunta no
hubiese salido ahora de sus labios.
—¿Qué se
siente no saber la respuesta a una pregunta como esa?—espeté. Tenía una
sensación de arrogancia aflorando por toda mi piel—. ¿Terrible? ¿Tanto como yo
lo sentí?
No lo
soportaba, y aún así disfrutaba de la carencia de palabras que le fulminó,
sabía que lo comprendía. Y aún no paré de recordar cómo era yo quien me quedaba
sin certezas, sin mi seguridad, sin motivo, sin luz, cada vez que hacía esa
pregunta, y ni una respuesta aparecía a la par.
Si no la
amara demasiado, no dudaría dos veces en hacerla atravesar por la misma tempestad.
—...No—sentencié
mientras que una fina luz volvía a aterrizar de nuevo en pos de sus ojos—. Mi
madre ha insistido.
Parecía
que el aire volvía a entrar a su pecho otra vez.
—Eso es... interesante.
—No, no
lo es. ¿No lo entiendes?—le corté, acercándome. Mirando cómo, luego de tanto
tiempo, mi cercanía le hacía retroceder. Me miró entonces como si su integridad
se hubiese desplomado por los suelos. Negó.
—E-explícame...
Llevé
ambas manos a la cabeza sin más, paseándome sin mirarle por la totalidad de la estancia.
Buscando una respuesta, una luz, un pedazo de realidad que me hiciese no
olvidarme de lo que mis días significan ahora, de lo que mi vida es ya.
Algo, una
señal, un aviso, una maldita parte de mí que aún quede seria, que me haga olvidar
de todo cuanto siento por ella por sólo un instante para evitar mirar a sus
labios y no pensar más en pecar, en destrozarlo todo de nuevo.
Y si tan
sólo pudiese repetirme miles de veces que ella ya no es para mí, que quizá
jamás volvería a serlo, que cambié, que mi vida cambió, que he mirado para
otras direcciones para ya no perderme en ella.
—Es que
no tenías que venir aquí de nuevo...—hablé sin hablar, sin mirarla, sin estar
concentrado, sintiendo cómo mi garganta se cerraba a cada paso más.
—¿Qué...?
—Porque
me he casado de nuevo—sin más, la ubiqué, a su mirada perdida, oscurecida, su
rostro negándome más lágrimas humedeciendo su piel—. Porque por primera vez las
cosas no se pintan complicadas, porque me pone feliz que podré cumplir uno de
mis más grandes sueños. Porque todo había ido bien hasta que tú...
—...Y
también he estado bastante bien hasta que me había enterado de que vendrías a
la ciudad—el volumen alto de su voz me desconcentró, el cómo buscaba limpiar
con urgencia otra lágrima que apenas aparecía—. Ignoraba el hecho de que no me
necesitabas, de que si me hubieses querido de nuevo contigo, si me hubieras
deseado, hubiese habido una maldita señal, y ahora...—paralizándose, llevando
una mano hacia su cuello, negó—. ¿Crees que me es fácil mirarte al lado de
Lisa? ¿De Debbie?
Resoplé,
ya al tope de mi maldito límite.
—Has sido
tú quien me terminó, ¿Lo recuerdas?—bramé, apuntándola con mi dedo índice
entumecido, temblando—. Y luego has sido tú quien volvió a marcharse sin más. Así
que no actúes como si esto hubiese sido mi culpa. Nada de esto hubiera sucedido
si tú no me hubieses dejado de nuevo, has tenido que tomar una decisión y si
tomaste la equivocada, es algo con lo que tienes que aprender a vivir. Porque
mi paciencia ha llegado a su límite, Rachel. Y he tenido que aprender a
levantarme sin que tú estuvieses para darme la mano.
—¡Sí,
tienes razón! Lo he terminado yo. Pero lo he hecho porque estaba decepcionada
de ti, enojada, no porque haya dejado de amarte, ¡Diablos!
—¡Entonces,
dímelo, maldita sea!—pegué los pasos que me llevarían a ella, rabioso,
contenido, a un simple precipicio de aferrarla para mí—. ¿Aún me amas?
Se calló,
permanecía sólo así, estudiándome, esperando a que la maldita locura me
consumiese vivo. ¿Por qué diablos se andaba aún con rodeos? ¿Por qué luego de
tanto, después de tantas veces que rogué por una respuesta a ello aún nada
salía de sus labios?
Me sentí
frustrado, molesto, perdido. Deseaba que no sólo sus ojos lo dijeran, ansiaba
que lo gritara, que me lo jurara, que me hiciera saber, al menos, que esta
lejanía le ha costado quizá no penumbras como a mí, pero sí al menos la mitad
de ello. Quería que, por la forma en que me miró, todo aquello, todo lo que
vivimos... aún fuese real. Anhelé que sus lágrimas dijeran todo cuanto
esperaba. Que quizá, la respuesta siempre estuvo ahí.
Mi mirada
ya se nublaba con ella. Un aire frío chocó contra mis ojos.
—A-aún... me amas—susurré.
Ella ya
no se movió, ni siquiera lo intentaba. Ya no lo negó, pero otra lágrima se
desprendía.
—¿Quieres
oírlo? Bien. Te amo. Te amo y ha sido así desde el día en que te conocí. Aún lo
hago. Aunque ya no estés ahí para mí. Desde el día en que me marché traté hasta
lo indecible por dejarte ir, por olvidarte. Tomé, fumé, incluso traté de enamorarme
de otra persona, pero no funcionó. Aún te extraño, aún te amo. Tú eres la única
cosa que está en mi cabeza así sean las tres de la tarde o las tres de la
mañana. Pienso en ti todo el tiempo y te veo y estás... con ella ahora. Y estoy
feliz por ti, porque quiero estar feliz por ti, aunque no fuese conmigo. Pero ya
no lo sé, si todo lo que deseo en verdad es que la mires y te des cuenta de que
no es a ella a quien quieres, sino a mí.
Se detuvo
ahí, cuando sentimos ambos cómo su voz se destruía. Aguardaba y, con un suspiro, me aseguró de que recobraba
tranquilidad.
—...Y lo
siento por Debbie. Lo lamento, pero es lo que quiero, porque extrañarte así... ya
me está matando.
Negué
sintiéndome indefenso, estúpido. Con ambas manos al aire y una lágrima brotando
de mis ojos que ni por error se me ocurrió desaparecer.
—¿Por qué... no dijiste jamás nada?
Me
acerqué más hacia su rostro, ese que se enrojecía por el llanto que le atestaba
tal y como siempre lo recordé, ese que pensaba y evocaba a cada maldito segundo
que no le tuve cerca, ese por el que, aún sin pensarlo, daría la vida sin
dudarlo un momento más.
Aún no
contestaba, y la intensidad del dolor que provocaba la ausencia sólo me
aniquiló aún más, rasgando mi pecho sin poder evitarlo. Porque lo quería oír,
pero no conocía lo que vendría luego de ello.
Ya no
podía olvidar lo que es ahora mi realidad.
—Es que
el punto es... que no necesito de ti ahora—mi mirada se desplomó, no podía
pensarme mirándola y pronunciando las palabras, no lo podía imaginar—. Porque
ya es... demasiado tarde para mí. Mi bebé nacerá en cualquier momento, Debbie
tiene nueve...
—...Entonces,
¿Qué harás?—me interrumpió, me aniquiló con esos mismos ojos claros lagrimosos,
bellísimos, ni habían perdido un solo atisbo de perfección que recordé—. ¿Te
vas a guardar tus sentimientos? ¿Todo cuanto alguna vez sentiste por mí?
Me encogí
de hombros si añadir más, aún sin mirarla. Sintiéndome presa de un tsunami, de
cómo la saliva ya comenzaba a sentirse rancia y el estremecimiento de las palabras
que nacían de mi mente no me permitían ya pensar con claridad.
—Lo he hecho así... desde la primera vez que me
dejaste, Rachel. Lo puedo volver a hacer.
Limpió
entonces las únicas lágrimas que acunaba su piel, mientras tomaba ya su bolso
de nuevo, y dejaba un viejo juego de llaves que reconocí sobre la fina tela del
sofá.
—Entonces, hazlo—espetó—. Adelante.
No
reaccioné, y sólo la estudié alejándose, tomando de la puerta principal a sus
espaldas para abrirla. Una ráfaga de viento nocturno nos golpeaba a ambos
mientras que, desde la planta alta, unos leves sonidos nacían a la par.
Me perdía
en la imagen, en los sonidos, en la sensación, como si se tratase de una
pesadilla a la que ya estaba acostumbrado.
—¿Te vas,
Rachel?—entretanto, la voz débil de Debbie nació. Aguardaba aferrada contra el
pasamanos de las escaleras, con un rostro que, si mal no recordaba, agravaba su
preocupación.
Rachel la
buscó de inmediato, pasando con torpeza las yemas de sus dedos por debajo de
sus ojos. De esa forma que tanto recordé limpiaba cada rastro de penumbra que
yo mismo le dejaba, se hacía la fuerte, volvía a ser ella. De un instante a
otro se comportaba como si esa revolución que sabía acontecía en su pecho no
llegaba ya a importar. Como si el hecho de que ella ha aparecido, no hubiese
servido de nada.
—Déjala,
Debbie—espeté, al tiempo en que los labios de Rachel ya se entreabrían para
formular palabra hacia—. Sólo... se está marchando de nuevo.
Su vista
sin más me encontró. Avivó la sensación que se encontraba en mi garganta aún,
ahí, atascada.
—¿No es cierto?—insistí.
Terminó,
ya no salía ni una lágrima de sus ojos. Ya no sacaba de su mirada siquiera nada
de lo que supe la atormentaba. Aferró con más fuerza la correa de su bolso y,
negando, encarándome así, seria, tomo aire para poder replicar.
—Mañana
cocinaré el desayuno en mi departamento—musitó, estudiándonos a ambos
alternadamente. Más a Debbie, que a mí—. Deberían venir. Ambos.
Me
descoloqué, y al buscar respuesta en la mirada de Debbie aún varada en las
escaleras lo único que me encontré fue una sonrisa que le dedicó, la forma en
que asentía hacia Rachel segura de sí.
Abrí los
ojos desconcertado, impotente, volviéndome hacia Rachel a la par. No encontraba
el maldito sentido.
—...Me gustaría saber que todo va
bien—añadió al final.
—Gracias—Debbie, aún así, replicó.
Y sin
darme cuenta, sólo percatándome de la manera tan sutil en la que nos había
asentido, Rachel desapareció, cerrando la puerta con un cuidado que rayaba lo
enfermizo luego de su paso. Me petrifiqué, me ahogué con un suspiro que
paralizaba mis facciones destruidas, y que por dentro evocaba un alma llena de
temor, de incredulidad, de miedo.
Escuché a
Debbie quejándose.
—Ese
último comentario... Ha sido lindo, Michael—espetó en seco, seria, al tiempo en
que sin añadir una sílaba más, volvía a resguardarse en la habitación desde la
que venía. Una última mirada de refilón y un azote de la puerta fue lo único
que dejó.
Me moví
absorto y con el razonamiento casi escaso, con la objetividad abandonada hacia
la vieja oficina ubicando el teléfono puesto sobre el escritorio, y marqué
entonces cada dígito de la numeración mientras me obligaba a asumir con cada
tono de espera que me erizaba la piel que tenía aún todo por asumirlo, que debía
sostenerme por mí mismo otra vez. Curar mis propias heridas, sanar mi alma
fracturada.
Seguir.
Limpiar las lágrimas que aún no dejaban de caer.
—Michael...—la oí susurrar, como si
recuperase su voz desde el más lejano de los abismos, llena de ecos que, al
instante, me deleitaron al recordar.
Parecía
tan simple que dijese mi nombre de nuevo, parecía que de pronto, el último par
de años jamás existió.
—Necesito
verte—zanjé, rogando que el quiebre de mi voz no delatara mis intenciones, que
la rabia, la incertidumbre, la inseguridad no hiciese gala del infierno al que
me estaba lanzando de nuevo.
—¿Verme?
Es casi media noche, ¿Lo sabías?
—Lo sé. Pero tengo que verte ahora.
Necesito hacerlo.
¿Para
qué? No lo sabía. ¿Iba a servir? Esperaba que sí. Esperaba que, al verla, mi
pecho dejara de estallar en esas miles de partículas mínimas que permeaban todo
mi ser de forma escalofriante, llena de pavor.
—¿Estás... en la ciudad?
—...Sí—se apuró a replicar, advertía en
el mismo instante cómo una serie de ruidos delicados se desprendían del
ambiente que sabía le rodeaba—. Espero
que sepas en qué restaurant estaré esperando por ti.
Sin
percatarme, la llamada terminó. Había sido, luego de tanto tiempo, una ocasión
en la que los tonos de una de sus llamadas cortadas ya no me podían lastimar,
una de esas veces en que a pesar de todo esperaba como un lunático que, una más
de mis decisiones no llevase mi todo a un infierno más oscuro que los de antes.
Ahora miraba una pequeña salida que se me presentaba sin más.
Así que
busqué mi abrigo, tomé uno de mis barbijos y utilizando el sombrero de fieltro
negro que había vestido en últimas ocasiones me esfumé del lugar. Sin aviso,
sin saber siquiera qué tan preocupada dejaría a Debbie o cuánto me tardaría.
Salí y, sin titubeo alguno conduje hacia el Restaurant Ivy’s, del centro de la ciudad.
Entré sin
meditarlo, sin perder un maldito segundo más, al primer sitio en el que había
tenido una cita en Nueva York con mi ex esposa. Y la encontré, en el mismo
reservado que recordaba de siempre.
Me bastó
sólo verla un segundo, ahí, tomando asiento en nuestra mesa para descubrir que,
en estos meses que nos separaron, no la había olvidado un solo momento. Me
bastó quizá para asegurarme de que estaba tan enamorado de ella como el primer
día.
—Me
encanta tu cabello largo—Lisa musitó, así, sin siquiera dignarse en ponerse de
pie para recibirme, ocultando una pequeña sonrisa detrás del vaso de brandy que
ya llevaba por la mitad—. Por favor, no dejes que nadie te lo vuelva a cortar.
Por medio
instante todo pareció sanar, unas risas que se me escaparon lo habían
comprobado. Estudié entonces aquella misma mesita que, entre algunas velas, y
un par de botellas de licor que aguardaban ahí, los platillos incluso ya se
encontraban servidos.
Me acerqué
a tomar asiento al instante, vislumbrando el platillo que se hallaba en mi
lugar.
—¿Tartas
de cangrejo?—inquirí. Mi voz se obstruía bajo la tela fina del barbijo que me
protegía.
—Tus favoritas.
Una media
sonrisa nació, giró su cabeza con orgullo dejando relucir el leve recogido que
llevaba a la altura de su nuca, el abrigo largo que llevaba, el maquillaje
sutil que siempre hizo brillar su piel. Preciosa, como la última vez que una de
nuestras citas había tenido lugar.
Dio un
sorbo más a su copa, examinándome de pronto con un detenimiento que deseé no
durara demasiado.
—¿No te quitarás el barbijo?—me
preguntó—. ¿Ni siquiera para comer?
—Puedo
comer sin tener que quitármelo. Y descuida, que no es como que tendré que usar
mis labios para otra cosa esta noche.
Negó. Aún
y con la oscuridad podía notar cómo sus mejillas se enrojecían. Las mías
punzaron y, una vez más, agradecí a los cielos que mi rostro estaba siendo
cubierto por algo.
—Entonces,
comienza—enarcó una ceja, desafiante—. Quiero ver cuánto puedes aguantar.
Acomodándome
sobre mi asiento, y sirviéndome un poco del brandy que ella bebía me llevé una
de esas tartas que había en mi plato directo a los labios, levantando con
cuidado el barbijo un poco sobre mis labios, mostrándole que de hecho, no había
problema alguno en poderle impresionar.
Se le
escaparon unas risas, al tiempo en que dejó de observarme para comenzar a
engullir la ensalada que ella se había ordenado. Alcé mi copa, al notar la
primera oportunidad, ella me imitó, y como los momentos pasaban, como los
nervios se iban evaporando, me digné en sólo disfrutar. Disfrutarle luego de
tanto tiempo. Olvidarme de todo lo demás.
Comemos,
conversamos mientras que cada copa que bebemos significa cada recuerdo que
abandonamos ahí, cada beso que ya no nos dimos, cada noche de la que nos
perdimos, cada risa, y hasta cada reproche que, aunque siempre supe atorado en
su pecho, jamás me llegó a confesar. El pasado nos acorralaba; era como antes,
ella volvía a ser como tanto tiempo la pensé. Con el alcohol, el mareo estaba,
pero no nos importó, las nauseas, los zumbidos, las miradas borrosas, el ruido
difuminándose a nuestro alrededor, el sentido y razonamiento esfumándose de
nuestro lado. Y aún así, no podía llegar a fascinarme más.
La manera
en que de pronto su mirada se tornaba seria, el cómo inclinaba un poco hacia su
derecha su rostro para poderme mirar un poco mejor, ni por poco me
desconcentró. Me derretía.
—¿Por qué
me llamaste, Michael?—había dicho de pronto, fulminando aquél último comentario
que ni por poco terminé de decir.
Retrocedió
sobre su asiento con una máscara de frialdad que me descolocó de inmediato. Me
heló el pecho, el ser, la piel.
—Estás...
molesta conmigo, y lo sé—contesté, con un ademán de vergüenza, lleno de temor—.
Es sólo que no sabía a quién más acudir ahora.
Aguardó,
al tiempo en que bajaba su mirada, y la fina vela que nos iluminaba se reflejó
sobre el verde que alcancé a percibir en sus ojos cansados. Ese silencio nuevo
me caló, me hizo saber que el vómito verbal, que las lágrimas incluso
aparecerían, pero tenía que obligarme a mantenerlas enjauladas, encerradas.
El mareo,
el ruido perdiéndose en ecos a mi alrededor, sólo me lo dificultaba más.
—Rachel—susurré—. Ella... volvió.
Mi mirada
cayó, me tomé un instante en el que deseé dejar de sentir esta impotencia que
generaba el comprender que aquello la iba a lastimar, que estaba tan
desesperado, tan deshumanizado que el resto de las salidas ya se habían
colapsado también. Quise que el alcohol me ayudara, que esta carencia de
sentido que percibí hiciese su trabajo, que sirviese de algo. Lo que fuese.
—No sé
qué quieres que haga con ello—espetó en seco, sin la mera oportunidad de
permitirme comprender su reacción.
—Que me
ayudes, Lisa. Que me orientes, que... que me digas qué hacer. Si tan sólo
hubieses visto lo que ocurrió cuando...
—...Te lo
he dejado ya bastante fácil, ¿No lo crees?—parecía que había dejado de
respirar, al estudiarla, me topé con unos ojos bien abiertos, perplejos—. Me
marché para que ella volviese al lugar que le pertenecía, para que volviera a
ti. No te importó. Y en menos de lo que me había enterado ya tenías a esa mujer
embarazada.
Se
inclinó hacia mí, con una expresión que marcaba una daga de hielo perforándome
el interior. Se me escapaba una risa fingida, un gesto patético y, ni con la
tela negra cubriendo mi rostro, ni con el escape que buscaba en mi copa de
alcohol me sentía protegido. Estaba perdiéndome de nuevo.
Sus
labios se entreabrieron, advertí sus ojos comenzándose a humedecer.
—Sólo espero que sepas cuánto ha
sido que eso me dolió.
Algo en
mí ardió, llevaba un último gran sorbo de brandy con cuidado a mi boca mientras
que esas palabras no dejaban de repetirse en mí, taladrándome dentro,
erizándome la piel. Y sin embargo, me aseguraba ya de que el alcohol me sabía
mucho mejor que el pensamiento de que nosotros ya no somos. Éramos, y nada más.
—Lo que
más duele es que alguien te deje sin siquiera decir adiós—pasé entonces la
punta de mi lengua a través de mis labios para hacer desvanecer las últimas
gotas de mi trago que quedaban, dejé mi copa ahí, sobre la mesa, y sin
soltarla, le quise volver a mirar—. Sin decir una sola palabra. Que de pronto
desaparezcan de la palma de tus manos y aún así no poder hacer nada por saber
que es mejor dejarle ir... Ya me ha sucedido dos veces.
—Inhalé
tu humo, tu espacio, tu respiración, tu vida. Te inhalé y me intoxiqué. Y
piensas que jamás te di una razón, ¿No es cierto?
Me encogí
los hombros, en un leve momento de indiferencia. Ya me recordaba a las
incontables veces que comenzábamos a discutir sin razón alguna, ya comenzaba a
andar de nuevo con mis viejos amigos; el alcohol, la tristeza, y la peor de las
compañías: los recuerdos.
—Antes de
ti, no podía sentir—se removió sobre la silla, mirando, antes que a mí, hacia
su alrededor—. Nadie me podía hacer llorar, y nadie me hacía pensar demasiado.
Pero luego, mis lágrimas caían, y mis pensamientos frenéticos me destruían a
cada día más. No quería que terminase así de nuevo. Me harté de sentir pena por
mí, me cansé de estar rota, y me cansé de dejar que nuestra relación me
lastimara así. Tenía que sentirme más fuerte, por mí, por mis hijos... No podía
dañarles también.
Dejó
salir un sollozo ahogado al continuar, con una mano sobre su boca, hundida.
—...Si me
fui, Michael, ha sido porque desde la primera vez que te vi, supe que no eras
para mí. Eras... amable, y tenías un alma que era tan apasionada que me llegaba
a asustar. Luego, cuando miré que ya pensabas en alguien más, alguien que te
amaba con esa misma pasión, me he puesto feliz. Estaba feliz de verte así.
Sólo... desearía jamás haberte conocido, porque yo llegué... bastante tarde
para ti.
Y sin
más, aquél llanto contenido se asomaba con la primera lágrima que derramó. La
limpió con prisa y pasando un dedo alrededor de su mejilla, pero aún y con la
oscuridad podía mirar cómo su piel se erizaba, cómo sus labios volvían a
titiritar.
Aún moría
por perderme en cada uno de sus detalles, de sus líneas. Así, ebrio, drogado,
consciente, ella aún estaba en mis pensamientos.
—Aún
recuerdo la persona que era, Lisa... Realmente me extraño así—me sentía
acabado, mi pecho dolía a la altura de la garganta obstaculizándome incluso el
poder llorar. El poder mirarla a los ojos.
—Y siento lástima por ello—sentenció.
Busqué
aclarar de una vez por toda mis gargantas, el barbijo no ayudaba a que pudiese
respirar con facilidad pero aún así me aventuré a volverla a mirar. No podía
comprenderle.
—Siento pena
por ti porque tú la has perdido de nuevo, ella no se marchó—continuó—. Y si
permaneces con Debbie, verás a Rachel un día y su sonrisa te partirá el corazón
porque tú no serás la causa de ello.
Me
paralicé, y absorbí el cúmulo de llanto que aparecería sintiendo un dolor
profundo al centro de mi ser, al tiempo en que, sin detenerme, sin pensarlo,
sin detenerme a imaginar el después, tomaba la nueva botella casi entera del
licor que nos quedó. Alcé la tela del barbijo para poder llevármela a la boca
sin esperar.
A estas
alturas, el dolor ya era malditamente fuerte, y ni los ojos bien abiertos de
Lisa, ni la manera en que su mirada dejaba de juzgarme me hicieron detener.
Bebía más, me embriagaba más, me punzaba el corazón y me sentía como alcohol en
carne viva. Ni el whisky que tantos meses tomé, ni el bourbón habían aturdido
tanto como ahora, con esta sensación de pensar unos ojos grises que ya no
tenía, de desear a Rachel otra vez, y no tenerla.
—Deja ya
eso, Michael...—una mano interponía resistencia mientras que aún intentaba
terminar. Aferré el cristal de la botella aumentando mi fuerza, ignorándole, no
me importó.
Deseaba
que la forma en que mi garganta se rasgaba borrara mi memoria, deseaba que el
insoportable sabor, que la presión, que el aturdimiento me hiciesen ya no
recordarle, hacer de cuenta que mi amor tenía que ser correspondido por alguien
más. Aunque aún le siguiera queriendo, aunque aún, como desde el primer día,
amar a Rachel fue lo que nunca faltó. Así aún recuerde en días, en meses, en
cada segundo, esa marca exquisita y dolorosa que había dejado en mí en cuanto
se marchó. Ese agujero en mi vida.
No me
pensaba detener.
—¡Michael...!—la
fuerza que ella había empleado al final se transformó, logró arrancar esa
botella de mis manos al tiempo en que, con mis labios secos, con mi garganta
destruida me fui a percatar de lo humedecidos que sus ojos se pudieron poner.
Apreciarla
así, de cerca, a mi lado, ya no me dolía como antes.
—Entonces
ha sido mi culpa, ¿No es cierto?—chillé, sintiendo cómo una leve brisa chocando
contra mi vista, contra mi piel, me aseguraban de que la primera lágrima ya
había sido derramada. Nada podía ir peor, nada—. Siempre lo ha sido así. Tú,
Rachel... lo hecho todo a perder. ¿Verdad?
Negó,
buscó mirarme, tembló. Y una lágrima más marchó a través de su rostro. Estaba
tan increíblemente cerca que, sin más, sus ojos ebrios, sus pómulos sonrojados
se convertían de pronto en la mejor droga de todas, en quizá, una escapatoria
menos dolorosa que el alcohol.
Mi mirada
descendió. Sus labios tintos me encontraron.
—Bésame—le
rogué sin titubeos, erguido, desafiante, ya buscando abrirme paso entre su
abrigo para que aferrar su cuello fuese lo próximo que podría hacer.
—¿Qué...?
Ardiendo,
hiperventilando, me aproximé. Emprendía la lucha de arder con ella, de
sentirle, de llorar, y aún así no alcancé nada con ello. Su resistencia nació,
la fuerza con la que me detenía aumentaba, mis ganas por llorar, por gritar,
por maldecir se disparaban por los cielos.
Sabía que
estaba indeciblemente perdido, que apenas y lograba articular movimiento sin
ladearme por la debilidad, y aún así lo quería seguir intentando.
—Has...
bebido demasiado...—bisbiseó, poniéndose de pie en el acto. Dejándome con el
alma inerte, con la voluntad hecha trizas hasta que, sin más, ya percibía que
sus manos volvían por mí.
La
oscuridad todo lo permeó, mis manos aferraban las suyas, mis pies le seguían
pero no me daba cuenta siquiera de la realidad, del frío que pronto nos
golpeaba a ambos, del hecho de que, al exterior, no nos encontrábamos solos
ahora.
Gritos,
preguntas, el frío, el dolor. Habían maldiciones, se sentían penetrantes las
decenas de haces de luz que, más que alumbrarnos, sentía que al dispararse,
sólo me lastimaban más. Odiaba, con toda mi alma, el sonido que ocasionaba una
cámara fotográfica al ser detonada, eso ni los sueños, ni el alcohol me lo
hacían olvidar.
La mano
de Lisa aún me guiaba a través de ello, y mis labios aún supuraban por hacerse
tocar. Y es que, si ya estábamos en el infierno, quizá sus besos eran la
perfecta forma de perder el sentido, de estar así de ebrio con cada
respiración. Quizá me emborracharía diario, sólo para poder besarle una última
vez más y dejar mis malditos miedos atrás.
—B-bésame...
por favor...—susurré, rogaba. Percibía cómo la mano que tenía libre se ocupaba
de cubrir mi rostro de un cúmulo de disparos de luz que me apuntaron sin
estribos.
—Michael, las cámaras... Están...
—Me importa una mierda. Quiero que
me beses, quiero que...
Y creí
que lo había perdido todo, que comencé a soñar al instante en que, sólo así,
percibí esa deliciosa presión, ese aumento de temperatura. Sentí sus labios, la
tomé, busqué su cuello para poder ceñirla más, para poder aferrarme más. Y sin
embargo me olvidé de un instante de lo irreal que suponía el asfalto debajo de
mis pies para percatarme de que, al querer adentrarme, al querer dejarme
llevar, sentía que algo se interponía entre su piel y la mía.
Las
grietas de sus labios ya no se sentían igual, el exquisito olor estaba, la
sensación, pero aún no lograba llegar al final. Mis piernas se doblaron, o
alguien, con ayuda de ella, me habían obligado a doblegarme al tiempo en que,
mis ojos ya no estaban sellados por haberla besado, sino por sentir que mi
cuerpo caía remotamente contra una superficie blanda. Algo desconocido.
La
inconsciencia pronto tomó posesión de mí. Luego nada. Espacios negruzcos, ecos,
carencia de realidad.
De
pronto, era la maldita luz del día lo que me molestaba.
La cabeza
me punzaba, me dolía terriblemente, mierda. Era como si una pinza de freír
manipulara mi mente con la única tarea de hacerme retorcer. Era un imbécil,
sabía que no debía tomar de esa forma, pero es que no había una salida más de
mitigar todo eso que me quemaba, que me dejaba sumergido en una impotencia tal,
que todo entonces perdía el sentido.
Me
removí, quejándome en el acto al percibir que la ropa que llevaba ya no estaba,
que aquella habitación, aquél juego de sábanas, aquella cama, no era la mía.
Pero sí que la reconocí. La ansiedad que vaticinó el comprender que me
encontraba en el hogar de Lisa me hizo colapsar sin más. ¿Y si...?
—...Nada ha sucedido.
Esa voz
suave, grave, exquisita me hizo sin más virar. Me incorporaba al tiempo en que
ubicaba a Lisa recargando su esbelta figura contra el umbral de la puerta. Como
si no se agotara de poderme mirar.
Luché por
no perderme ya demasiado en mis enredados pensamientos.
—Encontré
una camisa y pantalones tuyos que habías dejado aquí—añadió—. No quería que
apestases mi cama a alcohol.
¿Su cama?
Negué. Entonces, ¿Ella...?
—Tú...
¿Dónde...?—hice el intento de hablar, mi garganta aún se encontraba
dolorosamente cerrada.
—Dormí en la habitación de
huéspedes.
Un
resplandor disparándose contra la habitación se avivó, me tensé incómodo al
tiempo en que ubiqué, a mi lado, un lujoso reloj. Era la una de la tarde.
—No debiste hacer eso, Lisa. Yo...
pude haberme ido...
—¿A casa?—se
bufó, cruzándose de brazos de manera desafiante—. ¿Para qué? ¿Para que tu
esposa sepa dónde has estado?
Meneé mi
cabeza respirando agitado, cerrando mis ojos a la par. Ni el maldito dolor de
cabeza, ni nada importaba, sólo el aplastante peso de la realidad que se podía
incluso oler.
Se
escucharon entonces los leves taconeos que dejó contra la moqueta al haberse
acercado. Icé mi mirar; estaba aseada, alistada. Innegablemente atractiva, y ni
ese cambio de semblante le hizo empeorar.
—Ayer...
me han tomado un puñado de fotografías, besándote a través del barbijo—soltó un
tanto tímida, enredando sus manos a la altura de sus finas caderas—. Creí que
deberías saberlo, por si ella... Debbie, llega a ver esas imágenes.
Decidí
callar. Lo recordaba todo, incluida la oscuridad que me atestó. Recordaba lo
ebrio que llegué a estar, el cómo no controlaba ni lo que hacía o lo que decía,
y cómo mis instintos, el mismo deseo dominaron mi cabeza de tal forma que
terminé con los labios ardiéndome así.
Me besó a
través del barbijo, resoplé, aquello explicaba esa sensación tan extraña.
—Te daré
tiempo de alistarte, ¿Está bien?—dijo, y la miré sin más, absorto. Ella se
aproximaba a dejar un conjunto diferente que tomó de uno de los cajones del
armario de la habitación. Era ropa mía, ¿Aún tenía ropa mía aquí?—. Mi madre
traerá a Ben y Riley en un par de horas. No quiero que...
—...Lo sé—le interrumpí. Sabía a qué
se refería—. Lo siento, lo haré.
Asintió,
con sus mejillas enrojecidas. Devolviéndose de nuevo hacia la puerta de la
habitación.
—Te esperaré abajo—musitó, cerrando
la puerta tras su paso.
Con todo
el peso de mi alma, con asco, con debilidad, me levanté gimiendo, y lanzando
sinfín de agradecimientos silenciosos a Lisa al notar que en la mesita de noche
me había dejado un par de analgésicos y un vaso de agua que me terminé sin
pensar.
Ya era lo
suficientemente ridículo que ella ha sido quien cambió mi ropa infestada de
alcohol anoche, ya era lo indeciblemente indignante que la luz del exterior no
dejaba de atravesarme el pecho, los pensamientos, hasta hacerme casi dar un
portazo al salir de ahí. Traté de tranquilizarme lentamente, con cada escalón
que descendí hasta el final. ¿Qué diablos había bebido para terminar así?
Le miré
ahí, aguardándome en el recibidor. Ya tenía la puerta principal abierta de par
en par y, en el exterior, advertí que un coche conocido aparcado en la acera ya
me esperaba. Yannick estaba ahí dentro.
—Le he dicho
que te lleve a casa—Lisa musitó, tan pronto como al vislumbrarme, él ya se daba
a la idea de salir del auto—. Quizá ya te esperen allá.
Instintivamente
utilicé mi sombrero de fieltro al primer paso que me sacaba de ahí. El sol
penetraba a una temperatura más que letal, y más que eso, el dolor que me daba
saber que me iba, me hacía sentir indeciblemente miserable. Luego de lo que
ocurrió.
—Siento
que... debo disculparme contigo por lo de anoche—me giré con cuidado, ella
había salido ya también y no lo noté—. He sido irracional, y un idiota. No era
mi intención ponerte a través de una situación así.
—No importa ya.
Y me
sonrió, me dio sin más la gloria. Se removió sólo por un instante para rebuscar
algo en uno de los bolsillos del saco delicado que usaba. Siempre había creído
que esa prenda le iba perfectamente bien.
—Esto se
ha caído de tu abrigo durante la noche—musitó, entregándome orgullosa aquello
que rebuscó—. Supongo que vale oro para ti. ¿No es cierto?
Lo miré;
era el camafeo de Rachel.
Imaginar
que, de todos los abrigos, había tomado el único en el que decidía ocultar
aquella joya de la vista de mi familia, de Debbie, de mi pasado, fue una cosa
más, una bendita coincidencia. Pensar siquiera en que, luego de la noche
pasada, pude haberlo extraviado, todo lo destruyó.
La sangre
se heló por cada arteria que circuló mientras que, miserable, con un nudo en mi
pecho teniendo lugar, volvía a guardarlo en uno de mis bolsillos. E izaba
entonces mi vista, para toparme con unos ojos verdes acuosos que, al instante,
me dieron tranquilidad, la vida misma.
—Espero
que sepas cuánto te he amado, Lisa. Y cuán reales fueron mis sentimientos por
ti—dejé salir, con mi voz tambaleando.
Mi mirada
se nubló sólo de verla, se irritó, mi garganta ardía como si el mundo fuera a
acabarse y, aún así, sólo podía pensar en cuán lunático iba a quedar por
extrañar a semejantes ojos verduzcos que alguna vez habían sido para mí.
Hermosos,
perfectos. Tantas veces que me hicieron despertar.
—Lo sé—su
mirada me centelló, terminó de acercarse a mí mientras me daba una tierna
sonrisa—. Es sólo que a veces... me hubiese gustado no sentir lo mismo por ti.
No haberte amado tanto.
—¿Porque
eso es un problema?—inquirí temblando, con mi voz hirviendo en agonía.
Una mano
delicada, de pronto se había posado sobre mi mejilla.
—Sólo si me vas a romper el corazón.
Sintiendo
ya las lágrimas escocer, me aproximé, dejando un beso profundo contra su
frente, la sensación delicada de su piel. Por primera vez sentía que daba mi
último adiós, y que ya no me arrepentiría de ello. Habíamos intentado tantas
veces despedirnos uno del otro que se volvió un juego agotador; se volvía
veneno en la vida del otro, vidrios que no paraban de cortar.
Me atreví
a apartarme dejándola ahí, inmovilizada, y con una lágrima que, luego de la
lucha, se había abierto lugar. Di media vuelta con lentitud y caminé mientras
que aquella última imagen de sus ojos me inundaban de todos, y cada uno de los
momentos que habíamos vivido. Todo cuanto fue y no debió ser, todo cuanto nos
había faltado.
Un
sollozo más me hizo parar, más no virar.
—...Y si
has podido amar tanto a la persona equivocada, imagina cuánto podrías amar a la
correcta.
Sonreí, y
tras un quejido de pena que no pude ocultar, me apuré a limpiar una fina lágrima
que se me había escapado. Yannick pronto me recibió y sin aguardar me ayudaba a
ingresar al vehículo en el que esperaba. Un suspiro me brotó, bajé la mirada
pues sabía que, una sola mirada más, una mísera lágrima que le percibiera me
haría correr hacia ella de nuevo, lanzarme en torno a sus brazos abiertos para
que el infierno de partir sólo pesara más.
Jamás
olvidaría el paso de esa maravillosa mujer en mi vida, nunca.
El coche
comenzó entonces a andar.
Pensé en
las últimas palabras que me obsequió; porque quizá habrá universos diferentes
en donde Lisa y yo nos conocíamos primero. Universos en donde vivíamos en la
misma ciudad, en donde sentíamos las mismas cosas, en donde vivíamos las mismas
vidas. Universos en donde mis ojos olvidaban la mirada gris de alguien más para
sumergirse en el color verde de sus lagunas. Quizá un universo en el que somos
del color del cielo, y sus ojos están en mí y mis ojos están en ella mientras
que el viento se encarga de halarnos con ello, nos susurra todas las cosas que
siempre nos dio terror de decir.
Tal vez
un universo en el que mis manos son toda ella y ella está en toda mi vida, y yo
sonrío sólo de mirar sus mejillas, sus labios, la punta de sus dedos, y de oler
el perfume que suelta el borde de su cuello. Uno en el que nos besamos y no
pensamos parar. Uno donde el cielo tiene sus propios fuegos artificiales
puestos para nosotros, donde nos perdemos en la deliciosa oscuridad del otro y
aún así encontramos el camino hacia nuestra luz. Uno donde nos atamos la vida misma
en pos de nuestras muñecas, donde todas las posibilidades nos lleguen a
merecer, y permanecer juntos siempre. Siempre.
No. Pero,
esta era la realidad.
—Gira a
la derecha aquí—le ordené de golpe, casi bramando, a nada de perder la razón.
Ubiqué
perfectamente la dirección que nos llevaría directo a su departamento, a su
luz, hirvió la idea en mi mente y ni el temor, ni la angustia, ni el orgullo
siquiera, me hicieron parar.
Yannick
me apreció confundido, negando, aferrando el volante con las manos temblándole.
—Pero, Michael... tu departamento
está...
—...No me
importa. Te he dado una orden—zanjé. El semáforo cambiaba, mi garganta se
cerraba, la boca se me secó.
—B-bien.
Nervioso,
demasiado absorto, descolocado, me froté el rostro como miré que, a pesar de
unos automóviles que se hallaban atravesados, logramos virar.
¡Había
sido un maldito imbécil, siempre lo había sido! Debía ir a buscarla, mirar a
Rachel de nuevo, hablar con ella... decirle que, no importaba el cómo, la
circunstancia, o el cúmulo infinito de disculpas que le tendría que dar. La
deseaba conmigo, no la soportaría lejos un maldito segundo más, quería decirle
que nos ayudaría a superarlo todo, que deseaba ser parte otra vez de su vida,
de todo cuanto le rodea, que como fuese, de la forma que se nos ocurra, tenía
que funcionar.
Subí esos
odiosos escalones al llegar, y atravesé los mismos pasillos que recordaba de su
edificio sintiéndome un estúpido, cada paso que daba burlándose frente a mí.
Cada maldita salida que se me hubiese esfumado, y ahora para siempre.
Ansioso,
sin esperar, sin avisar, abrí, y lo primero que sentí, al tomar el primer
resquicio de vista del interior fue un vuelco molesto que mi pecho sintió,
asombrosamente doloroso al tiempo en que, ella, Rachel, mi Rachel, se llevaba ambas manos a la altura de sus labios
paralizados. Y otro par de ojos me miró.
Debbie
estaba ahí, con ella.
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