viernes, 9 de septiembre de 2016

Capítulo 64: "Delirio"


Sin añadir más, o incluso sin recordar lo último que decía, Tag se acercó. A duras penas me permitía darme cuenta del pequeño beso que me obsequiaba.

—Te veré esta noche, ¿Verdad?—se incorporó con lentitud. Sosteniendo mi cuerpo con sus brazos, nos apartó un poco del lugar. El vigilante ya nos miraba de forma extraña y ya iban varios segundos en los que bloqueábamos la enorme puerta por la que nuestros compañeros del trabajo salían.

Asentí, sintiendo cómo enardecían mis mejillas. Uno de los chicos que trabajaba cerca de mí me lanzó una última seña de despedida antes de salir.

            —Ya lo sabes—me volví a virar hacia él, un poco distraída.

Me obsequió una sonrisa tranquila, y luego de pasar su tarjeta de identificación por el viejo sensor, echó un par de pasos hacia la acera mientras yo me quedaba petrificada ahí, en el mismo sitio de antes.

            —No bebas demasiado esta tarde, ¿De acuerdo?—su sonrisa se ensanchó.

Se me escaparon unas risas. Cada que se marchaba así, cada que nos despedíamos, y que le sabía de buen humor, seguirle el juego era la primer idea que se aferraba a mi cabeza. Eran esos pequeños segundos los que le atesoraba más.

            —Sabes que una vez que comienzo, no me puedo detener—repliqué.

Echó a andar, y con ello algunas carcajadas a pleno pulmón se le escapaban a cada paso. Había desaparecido al haber doblado en la esquina de siempre y mientras trataba de aplacar la enorme sonrisa que tenía congelada en el rostro me giré entonces hacia la dirección contraria, rebuscando ese pequeño papel dentro del bolsillo de mi abrigo en el que había escrito la dirección de la pequeña cafetería en la que me encontraría con Monica y Phoebe después de trabajar.

El sol ya se ocultaba más allá de los rascacielos del centro, y el aire no irradiaba más que una ligera calidez que me reconfortó al caminar. Ya ni siquiera me angustiaba recordar el tono con el que Monica me había propuesto reunirnos, o las maldiciones que se le escuchaban a nuestra querida Phoebe detrás. Todo se esfumaba, y por un momento sólo se trató de alejarme de la oficina, andar, y andar. Programarme correctamente para tener el tiempo suficiente de alistarme para cuando Tag me visite en casa.

Era una tarde de café con mis dos mejores amigas, pensé. Es necesario. Y aunque se trate de reanimar a Phoebe por haber terminado con su novio, celebraríamos también que el invierno, por fin, parecía estar llegando a su fin. En Febrero ya no se sentía el frío de siempre.

—¿Té helado?—el chico que nos atendía volvió, mostrando sonriente la bonita bandeja llena de bebidas que llevaba. Phoebe reaccionó devolviéndole el lindo gesto.
            —Para mí—ella musitó, mientras el chico le tendía la bebida.
            —¿Dos latté, descafeinados?
—Sí—Monica pestañeó ante la reacción, le miró y me señalaba al mismo tiempo—, ella y yo.
—Aquí tienen—nos tendió a ambas nuestras bebidas y asintió con cortesía. Juré que a Monica se le abrillantaban los ojos cuando se percataba de cuánta espuma tenía nuestro enorme café.
—Gracias—murmuramos al mismo tiempo. El chico hizo una seña de agradecimiento y sin añadir más, dio media vuelta con cuidado y se marchó lentamente, no hacia la dirección de la que venía sino directo a otra pequeña mesa que iba a atender.

Qué entusiasmo por trabajar, pensé. En los días en que trabajaba de mesera apenas atendía una pequeña mesa y yo ya quería regresarme directo a mi casa.

Phoebe suspiró.

            —Vaya, es... lindo salir de Central Perk de vez en vez, ¿No es cierto?
—Lo es—me apuré a contestar, mientras me limpiaba restos de crema batida que habían quedado en la comisura de mis labios.

En verdad, estaba aún más delicioso de lo que creía. Y el hecho de que en el fondo se disipaba una leve melodía de una de mis canciones favoritas de Stevie Wonder, sólo lo mejoraba más. ‘I just called to say I Love You’ me traía recuerdos que, aunque incluían lágrimas con ellos, el tiempo me había permitido evocarlos y sonreír. Mi mente ardía en una nostalgia deliciosa al escuchar ese tipo de canciones.
           
            —A veces es necesario salir de la espantosa rutina—añadí.
—Y que lo digas—pronto, su gesto se endureció, se tensó—. Un maldito cambio de rutina es justo lo que necesito ahora. De todas mis rutinas, seguramente.

Me quejé entonces, mientras Monica trataba de ocultar una pequeña risita detrás de su taza de café. Hasta ese instante la tarde había sido tan cálida que el ocaso no pesaba, había sido perfecta, justo lo que las tres necesitábamos. No se nos había escapado momento alguno en el que hubiese sido necesario mencionar al innombrable que hizo angustiar a Phoebe y, ahora no iba a ser la excepción.

¿Qué mejor manera de levantarle el ánimo que evitar que lo mencione?

—Oh, Phoebe, no—espeté, enfrentándome con el inmenso y doloroso gesto torcido que me daba—. Vamos, no hables de ello ahora. No lo merece, ¿De acuerdo?

Sólo negó. En nada, el bonito vaso en el que sirvieron su bebida no importó, y llevó bruscamente ambas manos a cubrir su rostro con fuerza, con una impotencia que me alarmó. Las risas discretas de Monica por fin terminaban.

—No sé cómo diablos voy a superarle, maldita sea—susurró con su rostro enterrado entre sus manos. Cerró los ojos con fuerza y, al mesar su cabello con desesperación parecía que volvía a reaccionar.
—Vamos, hay un millón de hombres mejores que él para ti—Monica espetó, dándole una palmada delicada detrás de su hombro. Phoebe le miró como si no pudiese comprender—. ¡Ahí tienes a incluso a nuestro Joey! ¿Vas a dejar que ese tal David te baje el ánimo? ¿En serio?, ¿El chico científico?

La mirada de Phoebe ardió. Se pudo sentir en menos de medio segundo.

            —¿En serio...?—bramó, con burla—. ¿¡Chandler!?

Había sido razón suficiente para que el rostro de Monica se ahogara de una turbia seriedad. Se refugió detrás de otro sorbo a su taza y perdía su mirada por la totalidad del lugar. No lo pude evitar y un puñado de carcajadas se me escaparon, había sido tan hilarante la imagen que no me importó el volumen que fui a lanzar. Phoebe me miraba sonriente y, segura de que yo celebraba su pequeña victoria, por las risas, incluso una pequeña lágrima se me salió. No podía creerlo siquiera.

Me aproveché entonces del silencio que surgió entre nosotras mientras, ahí, sin aliento, y tratando aún hasta lo indecible por tranquilizarme, advertía cómo una melodía diferente tomaba lugar. Fulminaba mis risas sin más, inundaba sin piedad cada uno de mis sentidos. Las miradas de mis amigas frente a mí, sólo dejaron de importar.

Una canción de Michael de pronto se escuchó.

—Tenía que ser, ¿No es cierto?—susurré, aún y con el aliento escaso que me quedaba.

Negué, sin imaginar que lo hacía, cómo me veía, o cómo sus miradas sobre mí habían pasado de ser alegres a sumergirse en una tristeza tal que sólo me perdía.

Era inaudito, increíble. Tenía que ser una maldita broma que de sólo escuchar su voz todo mi alrededor se viera así de frágil de nuevo, a donde fuese que mirara, todo lucía como si se fuese a desmoronar. Y mi pecho se atascaba con el nudo profundo un cúmulo de pensamientos retorcidos, desembocados.

La ausencia, el llanto, el olvido, el pasado, esa habitación de hospital, unos ojos verdes inundados de lágrimas, todo volvía. Y los ojos tristes que Monica me ponía sólo me herían más y más.

—Jamás te había visto tan distanciada de él, cielo—ella susurró, atrapaba con cuidado mi mano postrada sobre nuestra mesa—. No incluso cuando ustedes... habían terminado.

Continué negando, ni siquiera sin haberla mirado aún.

            —Sabes que he tenido que hacerlo—musité—. Sólo... tenía qué...

Y aguardé, por un instante. Sabía que las razones seguían ahí, las dudas aún marcaban su sitio dentro de mi mente, y sin embargo, si bien el tiempo y el alejarme me habían ayudado a sanar, cada nueva vez que volvía a pensarlo, cada que revivía la decisión que tomé, me sentía inevitablemente más vacía, más estúpida, ciega.

Aunque resignada, siempre me convencí de que había logrado hacer lo mejor.

—A veces, suelo pensar en ello—jugueteé con la pequeña cuchara que se sumergía en mi taza, sintiéndome absorta, débil aún para volverles a mirar—. En esa mañana, en la que él me miró en la habitación de hospital... En el rostro que Lisa había puesto cuando... cuando me miró tan cerca de él de nuevo.
            —Rach...

Phoebe me acalló, reaccioné mientras tenía la suave percepción de cómo sus labios se extendieron en una leve sonrisa, un diminuto gesto que sin duda me ayudaba a soportarlo un poco más.

Era ridículo que cada que tocábamos el tema, cada forma de poder explicarme se marchaba sin más, se desaparecía completamente de mi mente. Me irritaba, me escocía el interior el hecho de no poder hablar. Les he tenido cada noche del último año y aunque me encontrara de mejor humor, y más tranquila, cuando alguien me lo recordaba la maldita ansiedad volvía a la par.

De alguna manera deseaba que la maldita cobardía se acabase sin más, poder contemplarlas a ambas, tenerlas para mí y asegurarles que ya no era la misma persona débil de antes, que... luego de todo, al parecer creía que podía sanar.

—El tiempo se ha ido tan rápido...—bisbiseé entonces, perdiéndome un poco atenta en nuestro entorno, en la cálida decoración que contrastaba cada vez más con la oscuridad del cielo—. Durante todo el año pasado no paré de creer que yo había sido la causa de...
—...No puedes estar culpándote por el divorcio de Michael—con voz seca, Monica me cortó—. Ya para con eso, ¿Quieres?

Me bufé para mí, pese al efecto que su mirada enfurecida sobre la mía marcaba. De pronto no fue ella quien llamaba mi atención. Era la endemoniada canción que sonaba en el sitio, el frío sublime que se sintió, las luces cálidas que adornaban la linda terraza. Esas palabras que todo atropellaban en el momento en que me aparecí ahí, debajo del umbral; él me miraba entonces, absorto, alucinado... Perfecto. Sus ojos marrones brillaban como si yo fuese sólo una alucinación.

Y si sólo ellas lo supieran, maldita sea. Si hubiesen estado ahí, quizá lo podrían comprender.

—Le llamé 'Mi amor', maldición—espeté sin darme cuenta de que mi voz ya chocaba contra mis manos abiertas, cubriendo mi rostro en su totalidad—. De todas las maneras posibles... ¿Puedes creerlo? ¡Dios!

Me reí, y me importó un demonio que se sintiese la lástima que me tenía a mí misma en mis carcajadas. Revivía el momento de sólo pensarlo, recordarlo dolía incluso más.

—Bueno, te había nacido llamarle así—Monica me dijo, se encogía de hombros con aire indiferente mientras Phoebe a su lado, asentía con ella—. No tiene nada de malo, y no es como que pudieses hacer algo al respecto tampoco. No puedes cambiar el pasado por más que te entristezca recordarlo.
—Oh, créeme...—asentí con cinismo, descendiendo un poco más seria mis manos para poderles mirar—. Si pudiese cambiar el pasado, no es eso precisamente lo que cambiaría.

Sus tiernas miradas me encontraron derrochando confusión, ansiedad a cada segundo que pasaba. Suspiré, e inevitablemente la misma mueca de desconcierto que tenían se me contagiaba.

—En un par de meses... se cumplirán ya nueve años desde que todos le conocimos.

Contrario a lo que esperaba, a Monica una hermosa sonrisa se le escapó.

—Lo recuerdo perfectamente—perdía sus ojos en un punto cualquiera, como divagando en su interior.
—Sí, bueno...—solté con desgarbo, al instante en que percibí cómo su inmensa sonrisa se ensanchaba—.  No me molestaría evitar haber ido a ese concierto del '88, en el Madison. Todo hubiese sido bastante diferente a como es hoy...

Ella se incorporó de pronto cambiando su gesto a la par, se apoyó sobre la mesa para observarme mejor, o ciertamente, para aniquilarme mejor con la mirada. Me estremecí.

—Mírame a los ojos y dime que te arrepientes—sentenció fría, letal. Lucía indignada, insultada hasta la médula—. De todo cuanto viviste con él, y hablo de todo. El amor que le diste, el que él te dio, el mundo que tú, que nosotros conocimos estando cerca de él, de su vida. Rachel Green, mírame, y dime que te hubiese encantado no haber estado cerca de todo ello, jamás.

Escruté su mirada por un segundo más, aguardando, pensando siquiera en lo que podría contestar. Una leve sonrisa de pronto me aparecía en el rostro mientras que en mi pecho, innegablemente sentía cómo un aguijonazo tenía lugar. Una turbia necesidad ardiente de olvidarme de lo que sentencié, o cualquier escapatoria posible que me salvara de la mirada enfurecida que me dedicó.

Ni la vida misma me alcanzaría para enlistar razones por las que había adorado lo que era mi vida en aquellos años, cuando todo comenzó. Estaban ya formulándose las primeras razones por las que me había creído la persona más afortunada del universo cuando sus ojos azules, ahí, aún contemplándome, de pronto comenzaban a darme... paz. Seguridad de mí misma.

            —...No—susurré.

Supe que estaba débil, pues mis brazos, mis manos no se movían de su lugar. Mis mejillas se encendían, mis ojos se comenzaban a irritar. Mi mente se permeaba de recuerdos que, aunque deliciosos, incandescentes, e intocables como yo los evocaba, de un solo segundo tomaban para volver a hacerme llorar.

No podía traerlos de vuelta ahora, no era el lugar.

—Es sólo que...—bisbiseé mientras ella, más tranquila, volvía a tomar su lugar—. Me había fascinado tanto el principio, que jamás me imaginé que habría un final, ¿Sabes?
—Lo sé—asintió en paz, en un contraste imposiblemente inmenso con el gesto anterior que tenía. Su mirada se incrustó en mis ojos, supe, en uno de esos benditos momentos de debilidad.

Me apreció, y en vez de mirar sus ojos, en mi mente se desembocaban apenas pequeños resquicios de aquella escena inicial. Ese concierto, el ruido, nuestro pequeño accidente, el encuentro por equivocación. El primer segundo en el que había comprendido que mi vida había estado, hasta entonces, vacía. El instante en que mi corazón volvía a palpitar.

No podía creer que habían sido ya nueve años de aquél encuentro, pensé. Era una niña de veintitrés años con sobra de expectativas, de sueños, con una increíble carencia de realidad, o incluso del peso de la terrible noción del tiempo que pasó.

Parecía un sueño creer que, hasta este día, había pasado más de un año desde la última vez que había mirado al amor de mi vida directo a los ojos.

—¿Y qué si hubiese... otro principio?—me distrajo Phoebe llamándome, arrastrándome de vuelta a la realidad. Sonreía ligeramente, dando los últimos sorbos que quedaban de su té.
            —¿Qué?—le miré.

Jugueteó con el sorbete que tenía entre sus dedos mientras dedicaba a Monica un par de  risitas misteriosas que, aunque ella recibía con un gesto más nervioso, más tenso, a Phoebe pareció que incluso menos, no le podía importar.

—Ya no sé si decirle, Phoebe, yo...—Monica se estremeció, negaba de repente, asustada. Advertí mi impaciencia aún más.
—¿Cómo?—pregunté solícita. Las miraba a ambas y no parecía funcionar—. ¿De qué...?
—Está bien—Phoebe replicó indiferente, dirigiéndose a Monica simplemente—. Pero sólo recuerda la pelea que ambas se dieron la última vez que decidiste no mencionarle que habías hecho contacto con él.

Ni le importó que Monica le fulminase así, con esos ojos azules petrificados, sólo se burló. Arqueó una de sus cejas como si estuviese orgullosa de todo ello.

No soporté ni un maldito segundo más.

—¿Monica...?—le llamé, con mi integridad, mi paciencia tendiendo de un fino hilo.

Si a caso era lo que creía... lo que imaginaba, lo iba a pagar. No podía ser cierto. No ahora.

—No he hablado con Michael, si es lo que piensas—se excusó, ignorando deliberadamente la sonrisa macabra y burlona que Phoebe le daba. Negué, mostrando mi confusión, el hecho de que aún no entendía nada—. Ha sido Janet. Ella... me ha dicho que él llegaba esta noche a Nueva York, ya sabes, al mismo departamento de siempre. Es todo lo que sé, yo... Quería decírtelo, pero no sabía cómo hacerlo. No sabía si serviría de algo, además.
—E-ella...—mi voz apareció vaga, irreconociblemente débil. Ya no dolían las punzadas como cada recordaba, aunque los nervios seguían sintiéndose ahí, punzantes—. ¿Te ha dicho algo... más?
—No mucho—se encogió de hombros. De alguna manera su despiste, la forma desinteresada en la que habló, me tranquilizaba un poco más—. Sólo que él había tomado un tremendo viaje en carretera. Algo había mencionado sobre la prensa y... el hecho de que no había podido tomar un avión, no lo sé. No entendí muy bien esa parte.
            —¿Cuándo hablaste con ella?
            —Hace un par de días. Estabas en el trabajo cuando ella llamó.

Asentí, al descender la mirada me daba cuenta de la fuerza con la que mis dedos se habían anudado unos a otros, la urgencia con la que, inconscientemente, mi cuerpo estaba tan acostumbrado a encontrar caminos diferentes para obligarme a no alejarme demasiado de la realidad, evitar hacerme cualquier tipo de ideas equivocadas.

Estaba en lo correcto entonces. ¿No era cierto? Desde aquella vez, desde el día en que Michael ha sufrido el accidente él había vuelto a California sin esperar. No había puesto un solo pie en Nueva York hasta ahora, no tenía razón alguna de... volver. Aunque, ¿Por qué ahora? ¿Por qué así?

Phoebe aclaró su garganta, sin dejar de estudiar mi reacción.

            —¿Harás... algo?
—Por supuesto que no—sentencié sin esperar. Se me había escapado la voz de esa forma fría, seca que tanto detestaba, y que al mismo tiempo no lograba evitar.

Se me quedaban mirando petrificadas, gritándome entre ojos desconcertados, y silencios abruptos que quizá, la respuesta había salido más letal de lo que pensé.

—Digo, que él venga a la ciudad no significa nada—hablé pasando una mano por mi cabello de forma vaga, removiéndome sobre mi asiento, buscando todas las maneras posibles de poderme tranquilizar—. Michael tiene un hogar aquí, y me sorprendería que no lo usara de vez en vez. Es lógico, no significa nada...

Al menos, Phoebe asintió, aún con Monica a su lado observándome de forma preocupada. Mis labios se entreabrían con un cúmulo de ideas más por pronunciar cuando unos acordes de guitarra nacían del centro del lugar, una batería, un teclado, percusiones y esa voz. De nuevo, y de nuevo, destruyéndome a la par.

Era ya la segundo canción que escuchaba de él durante el día, ¿O era la tercera? Maldición, ¿Es que se trataba de una lista de sólo sus canciones? ¡No podía creer que tanto que construí durante el último año se desvanecía en una tarde por casualidad!

¿Qué hora era siquiera?

—Oh, maldición—rugí para mí, terminaba de golpe el resto de la bebida que aún me quedaba mientras ubicaba detrás de la cabeza de Phoebe el enorme reloj que tendía de la pared—. Maldición, no, no. Me tengo que ir.
            —¿Qué?—Monica fruncía el ceño al mirar—. ¿Qué es?
—Tag irá a casa en una hora, tengo que alistarme—dije apenas, poniéndome de pie sin siquiera pensarlo. Tomaba mi abrigo, y de mi bolso buscaba el dinero suficiente para pagar. Mi monedero, aunque lo sentía, no aparecía, y aquella canción, esa letra, esa voz parecía haberse acentuado de pronto. No podía ser, no podía distraerme con nada—. Creo que quiere planear algo qué hacer dentro de dos días, ya saben...
            —Agh—Phoebe se quejó—, odio el catorce de Febrero. Lo odio.

Monica rió entonces, dedicándole una dulce mirada de simpatía. Tomé por fin quince dólares y aferré con fuerza la correa de mi bolso contra mi hombro mientras acomodaba la silla que tenía ocupada.

Algo, dentro de las risas de Monica que no terminaban, me llegó entonces a irritar. ¿Se burlaba de mí ahora?

—Espero que visitar a Michael sea una de las actividades que él tenga planeadas.
—Sí. Gracias, Mon—asentí con desgarbo, simulando reírme de la bendita ocurrencia—. O quizá, creerías que, si Michael quisiera verme siquiera, él mismo ya me hubiese buscado.

Sin más le aniquilé con la mirada, y al dejar a secas el par de billetes que tomaba, les dejé a ambas ahí, andando incluso sin cuidado y por poco colisionando con el tierno chico que nos había entregado nuestras bebidas tiempo atrás. El tiempo se me iba de las manos, y ya no se me ocurría una manera más certera de alejarme de la música del lugar.

No recordaba la última vez que había tenido tanta urgencia de volver a mi departamento.

Entré, todo en silencio, para variar no había nadie ahí. De inmediato ubiqué sobre mi cama la blusa negra de seda y falda recta a juego que había dejado desde esa mañana. Sí, irá bien; sonreí con alivio, al vestirla sin aguardar más. Retocaba mi maquillaje mientras que desde la estancia un vago sonido proveniente de nuestra puerta de entrada nacía. Monica había arribado a casa y, aún deseando ignorarle, no podía evitar percatarme de que se alistaba también.

El timbre sonó entonces, y aún sin terminar de colocarme el último pendiente, me dirigí veloz hacia la puerta principal maldiciendo el que ella ya se encontraba ahí, pegada contra nuestra mirilla, luego fulminándome con una expresión de burla letal.

Miré el reloj; eran las ocho y cincuenta. Tag había llegado un poco antes.

—El amor de tu vida llegó, Rach—musitó burlona, apartándose un poco para que yo me pudiese aproximar a la puerta también.
—Muy chistosa, Monica—repliqué en paz, desinteresada. ¿Para qué mostrarme enfadada? ¿Sólo para darle una razón más de seguir? No, ni loca.
—Sé que lo soy—replicó—. Sólo quería sonar graciosa al recalcar mi enfado hacia el hecho de que Tag aún sea tu novio.
            —Sí, pues, no creas que Chandler tampoco me agrada demasiado.

Me sacó la lengua, sin decir nada más. Repliqué el gesto y antes de que estuviese segura de que ella intentaría algo más, decidí abrir la puerta por fin. Tomé la perilla al instante en que un leve susurro se estampaba de repente contra mi oído.

            —Tú sabes quién es mi favorito para ti—bisbiseó.

Abrí sin darme cuenta, le aniquilaba con la mirada al tiempo en que Tag se abría paso sonriente, dejando un beso fugaz contra la piel fría de mi mejilla.

Ey...—él susurró, estudiándome con una sonrisa. Llevaba unos pantaloncillos de gabardina gris que le sentaban bastante bien, un saco casual, elegante, pero definitivamente más alegre que los que solía llevar a la oficina.
—Hola...—sonreí, un tanto nerviosa. Como se le ocurriera a Monica obrar otro más de sus comentarios sarcásticos, explotaría.

Ella se aproximó indolente, pareciendo que había olvidado por completo lo último que pronunció.

—Adiós, Tag—nos cruzó a ambos, y se acercó a la puerta sin inmutarse en voltear.
            —A-adiós, Mon...—él titubeó, tratando de ubicarla mientras se alejaba.

Un segundo después, me di cuenta de que Chandler había aparecido también, saludándome sonriente desde el umbral de la puerta. Cómo no, vestido para la ocasión, y bastante oportuno, haciéndome olvidar de un par de reclamos que tenía en mente para decir.

Tenía que tranquilizarme. Todo estaría mejor si ella se iba también, ¿No era así?

—¿Ibas a salir también?—la estudié, recibiendo a Chandler bajo el umbral con un lindo beso que dejaba en pos de sus labios—. ¿Por qué no me lo dijiste?
            —Quizá he olvidado decírtelo—replicó, encogiéndose de hombros.

Asentí con desdén, ocultando una indignación que, por poco me hacía sentir una furia repentina corriéndome dentro. A veces extrañaba los días en que no sabía nada de su relación, y que Monica sólo me daba la famosa excusa de ir a la lavandería para reunirse con él. Al menos de algo servían sus mentiras y solía llevarse mi ropa a lavar también.

—Que te diviertas—dije al final, apenas mostrando emoción. Ya no sabía si era peor quedarme a solas con Tag durante la noche, o volver a seguirle el juego a Monica de esa manera.

Ella sólo sonrió, se aproximó hacia mí dándome la sensación de que a cada paso que daba, su mirada se iluminaba aún más. Dejaba algo sobre mis manos al tiempo en que se aproximaba lo suficiente hacia mi oído para poder susurrar:

—En verdad creo que deberías considerar visitarlo... Quizá no se quede mucho tiempo esta vez.

Me entumecí, y con la piel de mi rostro aún erizada, me dejó ahí, obsequiándome un precioso gesto al final. Cerró la puerta tras su paso mientras me percataba de que, aquello que había dejado sobre mis manos no era el juego de llaves de nuestro hogar, sino el que yo solía utilizar para ir al departamento de Michael, aquí en la ciudad. Ése que él había adquirido... pensando en nosotros.

—¿De quién hablaba?—Tag inquirió a mis espaldas, acercándose, tensándome los sentidos conforme una de sus manos buscaba rodear mis caderas para ceñirme más hacia él.

En realidad no me importaba, o no lo quería pensar. Sin pensarlo, me zafé de su mano y me reí ante la broma que suponía que aquél susurro, él también lo había logrado escuchar. Y aún así, no tendría idea de nada.

Me aproximé, y tomé con cuidado una de sus mejillas.

            —De nadie... especial.

Perdió el interés luego de una sonrisa. Resultó que la razón por la que no había dejado su abrigo en el perchero de la puerta era porque, en uno de los bolsillos interiores tenía guardada una pequeña botella de vino blanco Rioja para nosotros. Pronto buscó un par de copas de la gaveta grande de la cocina y, con el abridor de botellas entre sus labios, la botella en una mano, y ambas manos en la otra, salió hacia nuestro balcón.

Se me habían escapado un par de risas entonces al comprender que aquello no necesitó de una sola palabra para hacerme tranquilizar. O quizá se trataba de ello, de no hablar, sino actuar, dejar que las cosas fluyesen con naturaleza. Me obligué a moverme de mi sitio para seguirle cuando el estéreo de nuestra estancia llamó mi atención, me aproximé, y mientras vislumbraba a Tag a través de la ventana sirviendo las copas hasta la mitad, decidí olvidarme de todo y sólo salir cuando había hurgado en el compartimiento de los cd’s del aparato; Monica había dejado su copia del álbum BAD, listo para escuchar.

Y las horas se esfumaron.

No lo quería entender, por no darle demasiadas vueltas al asunto. Lo cierto es que ese día, con sus pros y contras, risas, chistes, y comentarios sarcásticos, me había logrado hacer sonreír, aún incluso pese al caos emocional en que mis amigas urgían por hacerme recordar y del que trabajaba a mil por hora para hacerlo salir.

Con cada copa que tomaba al lado de Tag, de pronto mi vida ya no lucía tan patética, tan oscura como un pozo del que creía ya no podría salir. De pronto, estaba sólo él, se reía, bromeaba, y cada trago le hacía más osco que el anterior, lo cambiaba todo. Miraba, con mis brazos tambaleándose y volviéndose débiles, una posibilidad. Mi cabeza punzaba, mi boca se secaba y mi garganta me pedía seguir bebiendo pero trataba de visualizarlo con claridad. Los por qués, las razones, y las inquietudes de imaginar a Michael llegando a la ciudad me pasaban desapercibidas.

No tenía ni la menor idea de cómo aferrarme, cómo anclarme a la realidad, a la imagen de Tag frente a mí lanzando broma tras broma pues sentía que el alcohol ya jugaba con la cordura de ambos, apareciendo y desapareciendo. Lo cierto era que, creyendo que todo me daba igual, que sólo hacía falta reír, una copa más, y seguirle el juego, era suficiente para creer que al fin veía algo en esa penumbra, algo más.

Me aferré a la barda de concreto pues mis piernas se debilitaban, sellé mis ojos con fuerza y su imagen aún estaba encerrada en ellos, y sin más, otro par de ojos marrones se acercó, brillaban para mis adentros, me hacían volver a perderme en la incoherencia. Negué inmediatamente.

Michael no te quiere ahí, me repetí, me grité incluso. Si él lo hubiera querido, hubiera dado una señal, un llamado. No me quiere con él y lo tenía que olvidar.

Ojeé sin fuerza mi reloj; las once. Al menos la hora, el cielo oscuro, y la sarta de oraciones que Tag iba mencionando desde hace rato me aseguraban de que, aquél brillo que vi, esa idea, sólo era eso. Una alucinación.

—…Sólo estoy diciendo, Rachel—alzó su voz unos segundos luego de dar un sorbo enorme a su copa—, que como vea una foto más de Ed Begley Jr. en ese estúpido coche eléctrico, ¡Me pegaré un tiro! No me malinterpretes, no estoy en contra de los asuntos ambientales en sí… ¡Pero me molesta ese tipo!

Bebí con él un trago más, y aguardé en silencio. Sonriendo, recargando mi cabeza contra mi mano y observándole por un segundo más. Y al instante ya se me había olvidado todo cuanto musitó.

Mis brazos y piernas temblaban, la cuenta de copas se me perdió, y Tag no parecía tener cuidado siquiera, y no pintaba a que le fuese a interesar. ¿Habíamos planeado ya lo que haríamos para este catorce de febrero? Creo que no. ¡No lo recordaba!

¿En qué instante se nos había ido esto de las manos? ¿Cuándo fue que mis expectativas en una cita habían caído en picada y no me interesó? Me reí entonces, oyendo su voz como un turbio ruido que no hacía más que molestar. Ross le odiaba, lo aborrecía y más de una vez me lo recalcó. Detestaba que sólo me fijara en hombres que no tenían la molestia de tomarme en serio, que no hacían más que halagar, beber, y contar historias retorcidas. Tag era sólo un farsante para él.

Ross sólo decía que, quizá no él, pero sin duda, merecía a alguien mejor; alguien como Michael.

...No. Decidí tomarme mi copa entera y ya. Por el bien de la cita, o de lo que quedaba de ella, tendría que olvidar. Y me incorporé mientras no dejaba de oír cómo Tag hablaba y hablaba. ¿Era verdad que desde que comenzaba a hablar, sólo oía y oía, pero no escuchaba nada? ¿En qué instante su voz me comenzó ya a molestar?

Llevé una mano a mi rostro y cubrí mis ojos, tratando de despejarme un poco más, tallando mis ojos con fuerza, sacudiendo mi cabeza sin parar. Tenía que hacerlo, lo necesitaba en verdad si quería tranquilizarme, recobrar seriedad, el sentido. Sentí la suma urgencia de parar cuando, al bajar mis manos, me percataba de que ahí, Tag y yo, ya no nos encontrábamos solos.

Una figura esbelta, perfecta se postraba al lado de él, y sólo le observaba derrochando una pronta repulsión. No detuvo sus pasos entonces hasta mirarme, y haberse acercado, no me dejaba de apreciar.

Reí para mí, me bufé y no me importó. Me percaté de que, en efecto, se ocuparon de ocho copas de vino blanco para que comenzara a ver a Michael, mi Michael, detenido ahí, a un lado de mí, observándome junto con el hombre con el que me encontraba. Quise darme prontas palmadas en las mejillas para abandonar la alucinación, el enloquecimiento, mientras que él, serio, furioso, abría ya sus perfectos labios para poder hablar.

Me di cuenta de que llevaba el mismo atuendo que usó la última vez que tuvimos una cita. De aquella vez... que creí como una idiota que me pediría matrimonio.

Estaba indeciblemente hermoso, más de lo que me atrevería a recordar.

—…No puedo creer que prefieras estar con alguien como él que estar conmigo, Rachel—espetó a secas y frunció el ceño, estudiando de refilón a Tag y la forma en que él no se inmutaba ni en dejar de hablar.

Era una maldita locura del demonio. ¡Mierda, mierda! ¿O es que Tag no le veía? ¿Michael siquiera le conocía? ¿Le había visto alguna vez? ¿¡Pero qué diablos estaba ocurriendo conmigo!? Una furia despertaba y, a pesar del zumbido dentro de mi mente, a pesar de los ecos, no se esfumó.

—¿Quieres disculparme por favor, Michael? Estoy intentando concertar una cita aquí, ¿Está bien?

Había hablado, y sin sentir que mis labios se habían movido en absoluto, Tag ni siquiera parecía escuchar lo que musité. Y sin embargo lo agradecía en verdad, pues no quería tener que dar explicaciones absurdas después de aquello. La verdad es que ni siquiera me importó, era tanta la pesadez que sentía, que ni siquiera me extrañaba el que aún no me había lanzado a los brazos del Michael que ahora estaba imaginando. No existía ni la remota urgencia de echarme a llorar.

Me fulminó entonces con una mirada indignada, para luego asentir, nada más.

—…Muy bien, de acuerdo. Me voy—se oyó su voz más vaga que la primera vez, más lejana. Como perdida entre ecos—. Tan sólo necesito que dejes de pensar en mí.

Asentí cínicamente y dándome pequeñas palmadas al rostro, aclaré mi mirada como me era posible y observé a Tag, dedicándome a depositar toda mi atención a lo que él, de alguna manera, no había terminado de platicar.

Y mierda, él... Michael aún no desaparecía.

Sólo se burló.

            —…No puedes, ¿No es cierto?
            —Muy bien, sí—le solté—. Estoy pensando en ti. ¿Y qué?

No era diferente a otro día, de cualquier forma. Siempre pensaba en él. La diferencia era que, eventualmente, había logrado hacerlo sin sentir que las lágrimas pronto llegarían a destruirlo todo sin más. O al menos, así quería creer que podía.

Calló un segundo en el que pareció procesar mi respuesta cortante. Se incorporó y apoyó su cuerpo de manera relajada contra la barda de cemento a la que me aferraba para que mis rodillas no comenzaran a temblar.

—No lo entiendo...—murmuró relajado, un poco más... él. Cabeceando hacia Tag con desprecio que irradiaba su mirada—. ¿Qué es lo que ves en este tipo, de todas formas?

En mi cabeza, toda respuesta desapareció. ¿Qué decirle siquiera? ¿Cómo intentar no sonar tan patética, tan triste?

—Sucede que es alguien simpático e interesante—repliqué, mirando de reojo a Tag a nuestro lado—. Sé que soy importante para él.

Michael le observó con detenimiento a mi lado y, por ese segundo, me daba la impresión de que la voz de Tag recobraba lucidez. Estaba comenzando a hacerse comprensible de nuevo. Rogué para mis adentros que fuese esta vez algo relevante.

Tag sólo rió.

            —…En fin, amigo, ¡Cómprate un coche de verdad!

Un sentimiento de vergüenza afloró dentro de mí con todo aquello. No podía ser.

Dejamos de observar a Tag, y en un solo movimiento, Michael impuso su figura frente a mí, interponiéndose completamente entre mi cita y yo. Tomó de mis hombros con fuerza, obligándome a incorporar. No existía de pronto otra cosa, otra dimensión que no fuesen sus ojos deliciosos, marrones y entristecidos.

Sentí cómo el nudo dentro de mi garganta ya se agrandaba.

—…Rachel, démonos otra oportunidad, por favor—la fuerza que empleó en las palabras, la manera en que su garganta se rasgó, el cómo me miraba me confundió.
—…N-no, Michael, claro que no—negué bajando la mirada, ocultándome. No lo quería pensar, no quería atravesar por algo que había creído ya superado—. Es complicado, es... demasiado para mí...
—¿Por qué habría de ser así? ¿Sólo porque es extraño para los demás? Eso no me importa en lo absoluto… Somos nosotros, Rachel, es cosa nuestra… Tú sabes que yo he… yo he estado enamorado de ti desde que te he conocido.

Me aniquiló. Icé mi mirada y me percaté de que sus ojos ya estaban irritados, brillándome, amenazándome de nuevo. Todo, aunque hubiese parecido que el sentido se perdió volvió a ser real cuando sin más, una lágrima se me escapaba de pronto, y el frío que infestaba el lugar chocaba contra mi piel. Era ya demasiada la tortura que sentir la mano de Michael limpiando esa lágrima pareció una broma letal.

—I-igual que yo...—susurré. Me aferraba de sus brazos sosteniendo mi cuerpo como si mi juicio dependiera de ello.
            —…Lo sé.

Mierda, me estoy deshaciendo. Estoy a punto de romperme, lo sé.

—¿Y qué ocurrirá si volvemos a separarnos?—mi voz delataba la debilidad que me tomó. Se desmoronaba con cada sollozo vago que aparecía, cada resquicio de odio y de incredulidad—. La primera vez, te juro por Dios que casi me doy a mí misma por vencida… Si volviera a perderte, si volviera a fallar, yo no sé…
—...Oh, no, no, claro que no—me cortó, la fuerza con la que aferraba mi cuerpo aumentaba. Me lastimaba incluso y aún así no quería saberle parar—. ¿Y qué te hace pensar que así será? No puedo separarme de ti. No de nuevo.

Negué con la tempestad golpeándome, el frío de la noche rasgaba mis ojos haciendo que la irritación me pesara aún más. Se me nublaba la vista.

—Ha sido... eso mismo lo que ambos creímos cuando todo comenzó, Michael. Que nunca nos separaríamos. Luego, ha ocurrido…

Sus ojos sólo se cerraron, me rogaba aún en silencio que fuese a callar. Se erguía y sentía cómo el mismo dolor recorría su cuerpo y luego el mío, cómo los recuerdos tristes y cada sentencia nos bañaban de abismo como si de un balde de agua helada se tratara.

No me quería odiar por decírselo así, por sentenciarle. Deseaba sin embargo que esas sombras que permeaban sus ojos perfectos se esfumaran, desaparecieran y fueran reemplazadas por una sonrisa, así, ingenua y tierna, como la que me obsequió cuando me miró llegar aquél día al hospital. Sólo que... aún no encontraba la forma correcta.

Sus manos descendieron sobre mis brazos en un roce delicado para tomar mis manos, su piel me tocó, cada poro se erizó y aprecié el tacto que hace mucho que no había sentido; el calor de sus manos acunando las mías. Mi alma con ello.

—…Pero ha hecho falta que lo nuestro ocurriera una vez... Sólo una vez, Rachel, para saber lo perfecto que podía llegar a ser… Y si ambos sabemos que somos perfectos el uno para el otro, entonces, la única pregunta es… ¿Aún me quieres?

Le estudié sin aliento, sin voluntad, sin nada. Deseaba decírselo, mierda, ardía por hacérselo saber y sin embargo tenía un muro inmenso de terror por pronunciarlo con mis propios labios sin poner lo que quedaba de mi vida de por medio. Porque ahora, y desde que le conocí, todo le pertenecía.

Sin más, y con deliberada lentitud acunó mi mejilla acariciando mi piel y de a poco, me iba aproximando a su rostro, al tan perfecto trozo de paraíso que, desde el principio, desde siempre, había significado para mí.

—Y-yo… yo no lo sé. He tratado hasta lo imposible por olvidarme de ti desde el día en que nos separamos, Michael… yo…—no hubiese creído decírselo así, sin piedad, sin titubeos. Pero ahí, en ese instante, y desde siempre lo que importaba era su bienestar. Si mi amor le había traído tantos problemas, motivos para hacerle llorar, para destruirle, entonces lo callaría. No sería una vez más la razón por la que su corazón se iba a destrozar.

Y él lo notó, su mirada dejó ya de brillar en cuanto supe, percibió el final de mi respuesta aún sin hablar. Sabía que comenzaba a comprender. Sujetó mi mentón con dulzura, obligándome a que en cada facción yo pudiese leer el doloroso deseo que anhelé, aún sintiera por mí.

No sabía aún... si yo deseaba que ya fuese demasiado tarde.

            —…Y si no has podido olvidarme, entonces, deja de tratar.

Sus grandes manos abandonaron las mías levitando en el aire sólo para ocuparse de que mi rostro estuviese aferrado entre su tacto, y sin darme tiempo para pensar, para respirar, él se acercó, eliminando la distancia posible, para depositar sus finos labios sobre los míos.

Me aferraba a sus manos pues de otra forma, colapsaría. Tener su carnosidad tocándome, volviendo a ser mía me hacía sentir que el corazón se detenía, que mi aliento se iba y no volvía, que de pronto, me fuera a ahogar.

Nuestros labios se entrelazaron con tal perfección, que no advertí las lágrimas que comenzaban a brotar de mis ojos cerrados, no pensé en el cómo ya le permeaban a él también. Le aferré hacia mí, le presioné más hacia mí sin interesarme en lo que sucedería luego.

Me lancé al abismo sin percatarme de que, sólo ese roce bastó, sólo esa parte de cielo había sido suficiente para jurarme el maldito error que había cometido.

El roce cesó, y al abrir los ojos me impregnó la imagen de que él ya había desaparecido. Palpé mis ojos y ni la humedad volvió, mis lágrimas no estaban, mis labios no punzaban como lo solían hacer cada que él me volvía a besar. Sólo estaba el mareo, los zumbidos, la pesadez, y Tag con todo el entorno que había abandonado.

Se esfumó y en mi mente, en mis sentidos, en mi cuerpo entero lo único que quedó fue un vacío abismal. Lo que me aniquilaba en realidad era la idea de poder... perderle de nuevo.

—Dios mío…—sollocé sin lágrimas, sin estribos, sin un punto fijo y coherente al qué mirar.
—¡Exacto!—Tag entonces bramó, y pegando un respingo, le ubiqué en la misma posición en que le había olvidado. Tan dolorosamente cerca de mí—. ¡Y sabes perfectamente que yo acabaré atrás de ese idiota en alguna caravana!

Esto es un martirio, mierda. Es una equivocación. No, no, no. Tenía que irme, maldita sea. No podía estar un solo segundo más así.

—S-sí, claro que sí...—titubeé absorta, dejando de lado la copa que sostenía. Incluso cierto deje de asco que sentí me había hecho retroceder—. Tienes mucha razón, Tag, mucha razón. Pero, ¿Sabes una cosa?
—¿Qué?—me sonrió con desinterés, aunque un poco confundido. Se tambaleaba sólo un poco, pese a la cantidad de copas que me llevaba con la delantera.
—Lo… lo había olvidado por completo…—me aproximé a él con cuidado, entregándole en sus manos la copa de vino que él se había ocupado de servirme sin llegarlo a notar—. Tengo que ir a… a visitar a un amigo…

Negué con mi rostro ardiendo, con mi garganta soportando una ráfaga de ansias y desesperación irrumpiéndolo todo, que no dejaba que entrara la razón.

—…Lo siento muchísimo, es que soy tan…—traté de excusarme, de mirarle, de hallar el sentido—. Si quieres quedarte un rato más y terminar de beber, por favor, hazlo… yo lo siento, tengo que… tengo que irme… Lo lamento.
            —Pero… ¿A dónde vas?

“Por él...” me contesté y ya me encontraba temblando, mis músculos se tensaban, mi garganta se comenzaba a cerrar. “...a mirar una vez más al amor de mi vida”.

            —...N-no importa.

Ingresé al departamento con mi cabeza zumbando entre las mismas penumbras, la indecisión. Tomé entonces del comedor las llaves que Monica me había dejado horas antes y salí del sitio sin detenerme a pensar en nada más. Corría, y lo intenté hasta que el claxon de un taxi deteniéndose a mi lado me hacía parar. Pues si el aliento ya me faltaba iría al sitio donde sabía lo encontraría, si mi corazón no daba más, si mis sentidos, si mi vida estaba incompleta, mi mente agonizaba por recuperar ya la parte perdida.

Sin admitirlo, aún estaba perdida entre tanta niebla de cosas rotas, sueños, esperanzas, ilusiones. Desde que lo nuestro terminó ya no tenía un hogar, ya no sabía de dónde vengo ni a dónde pertenezco, no sabía si podré decir que seré de alguien diferente en un futuro más. Aún sentía cómo, aunque deseara ignorar el entorno, mis heridas seguían sangrando.

Ir, salir, correr, y no deseaba volver. No quería voltear atrás, no quería arrepentirme de todo cuanto pasó. Darme cuenta de que, aunque duela, el tiempo lo calmará, el viento, las horas, o los años me ayudarían a borrar el dolor. Michael, él... su corazón latiendo junto al mío me ayudaría a limpiar mi alma.

Si en verdad éramos destinados, no había más qué pensar.

            —Rachel... H-hola...

Me recibió ese par de ojos claros al medio segundo antes de que incrustara mi manojo de llaves contra la cerradura. Una turbia sonrisa le nació, una de extrañez, de miedo, de... confusión.

Mi garganta se atascó con cúmulos de preguntas que no pudieron tener lugar mientras, al virar un poco, me percataba de que, en efecto, el mismo viejo automóvil de Michael que recordaba estaba aparcado en su mismo lugar. Sabía que él estaba en casa.

Pero a ella... A ella la recordaba de un sitio, la recordaba de antes. Su rostro dulce, su mirada cansada habían estado ahí cerca y ni siquiera antes me había percatado. Le miré decenas, si no es que cientos de veces en Neverland, estaba completamente segura de ello. Su voz, sus ojos, su rostro, era... Era una de sus enfermeras.

—¿Debbie...?—negué ansiosa, perturbada, impregnada hasta la médula de un turbio desazón—. ¿Qué...? ¿Qué haces...?

Y sin embargo, callé. Me detuve al instante en que miraba cómo su brazo se movía. Se posicionaba delicadamente contra su cuerpo y descendía su mano con una impensable fragilidad pues me percaté de cómo su vientre se encontraba infinitamente abultado. Enorme...


Innegablemente embarazada.

1 comentario:

  1. Dios santoooo! Dios santoooooooooooo! Esta historia me va a provocar un infartoooooo! Porque!? NO!
    Kat, todo esto merece tener un final feliz, por favor te lo suplico.

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