Sin
añadir más, o incluso sin recordar lo último que decía, Tag se acercó. A duras
penas me permitía darme cuenta del pequeño beso que me obsequiaba.
—Te veré
esta noche, ¿Verdad?—se incorporó con lentitud. Sosteniendo mi cuerpo con sus brazos,
nos apartó un poco del lugar. El vigilante ya nos miraba de forma extraña y ya
iban varios segundos en los que bloqueábamos la enorme puerta por la que
nuestros compañeros del trabajo salían.
Asentí,
sintiendo cómo enardecían mis mejillas. Uno de los chicos que trabajaba cerca
de mí me lanzó una última seña de despedida antes de salir.
—Ya lo sabes—me volví a virar hacia
él, un poco distraída.
Me
obsequió una sonrisa tranquila, y luego de pasar su tarjeta de identificación
por el viejo sensor, echó un par de pasos hacia la acera mientras yo me quedaba
petrificada ahí, en el mismo sitio de antes.
—No bebas demasiado esta tarde, ¿De
acuerdo?—su sonrisa se ensanchó.
Se me
escaparon unas risas. Cada que se marchaba así, cada que nos despedíamos, y que
le sabía de buen humor, seguirle el juego era la primer idea que se aferraba a
mi cabeza. Eran esos pequeños segundos los que le atesoraba más.
—Sabes que una vez que comienzo, no
me puedo detener—repliqué.
Echó a
andar, y con ello algunas carcajadas a pleno pulmón se le escapaban a cada
paso. Había desaparecido al haber doblado en la esquina de siempre y mientras
trataba de aplacar la enorme sonrisa que tenía congelada en el rostro me giré
entonces hacia la dirección contraria, rebuscando ese pequeño papel dentro del
bolsillo de mi abrigo en el que había escrito la dirección de la pequeña
cafetería en la que me encontraría con Monica y Phoebe después de trabajar.
El sol ya
se ocultaba más allá de los rascacielos del centro, y el aire no irradiaba más
que una ligera calidez que me reconfortó al caminar. Ya ni siquiera me
angustiaba recordar el tono con el que Monica me había propuesto reunirnos, o
las maldiciones que se le escuchaban a nuestra querida Phoebe detrás. Todo se
esfumaba, y por un momento sólo se trató de alejarme de la oficina, andar, y
andar. Programarme correctamente para tener el tiempo suficiente de alistarme
para cuando Tag me visite en casa.
Era una
tarde de café con mis dos mejores amigas, pensé. Es necesario. Y aunque se
trate de reanimar a Phoebe por haber terminado con su novio, celebraríamos
también que el invierno, por fin, parecía estar llegando a su fin. En Febrero
ya no se sentía el frío de siempre.
—¿Té
helado?—el chico que nos atendía volvió, mostrando sonriente la bonita bandeja
llena de bebidas que llevaba. Phoebe reaccionó devolviéndole el lindo gesto.
—Para mí—ella musitó, mientras el
chico le tendía la bebida.
—¿Dos latté, descafeinados?
—Sí—Monica
pestañeó ante la reacción, le miró y me señalaba al mismo tiempo—, ella y yo.
—Aquí
tienen—nos tendió a ambas nuestras bebidas y asintió con cortesía. Juré que a
Monica se le abrillantaban los ojos cuando se percataba de cuánta espuma tenía
nuestro enorme café.
—Gracias—murmuramos
al mismo tiempo. El chico hizo una seña de agradecimiento y sin añadir más, dio
media vuelta con cuidado y se marchó lentamente, no hacia la dirección de la
que venía sino directo a otra pequeña mesa que iba a atender.
Qué
entusiasmo por trabajar, pensé. En los días en que trabajaba de mesera apenas
atendía una pequeña mesa y yo ya quería regresarme directo a mi casa.
Phoebe
suspiró.
—Vaya, es... lindo salir de Central
Perk de vez en vez, ¿No es cierto?
—Lo es—me
apuré a contestar, mientras me limpiaba restos de crema batida que habían
quedado en la comisura de mis labios.
En
verdad, estaba aún más delicioso de lo que creía. Y el hecho de que en el fondo
se disipaba una leve melodía de una de mis canciones favoritas de Stevie
Wonder, sólo lo mejoraba más. ‘I just
called to say I Love You’ me traía recuerdos que, aunque incluían lágrimas
con ellos, el tiempo me había permitido evocarlos y sonreír. Mi mente ardía en
una nostalgia deliciosa al escuchar ese tipo de canciones.
—A veces es necesario salir de la
espantosa rutina—añadí.
—Y que lo
digas—pronto, su gesto se endureció, se tensó—. Un maldito cambio de rutina es
justo lo que necesito ahora. De todas mis rutinas, seguramente.
Me quejé
entonces, mientras Monica trataba de ocultar una pequeña risita detrás de su
taza de café. Hasta ese instante la tarde había sido tan cálida que el ocaso no
pesaba, había sido perfecta, justo lo que las tres necesitábamos. No se nos
había escapado momento alguno en el que hubiese sido necesario mencionar al
innombrable que hizo angustiar a Phoebe y, ahora no iba a ser la excepción.
¿Qué
mejor manera de levantarle el ánimo que evitar que lo mencione?
—Oh,
Phoebe, no—espeté, enfrentándome con el inmenso y doloroso gesto torcido que me
daba—. Vamos, no hables de ello ahora. No lo merece, ¿De acuerdo?
Sólo negó.
En nada, el bonito vaso en el que sirvieron su bebida no importó, y llevó
bruscamente ambas manos a cubrir su rostro con fuerza, con una impotencia que
me alarmó. Las risas discretas de Monica por fin terminaban.
—No sé
cómo diablos voy a superarle, maldita sea—susurró con su rostro enterrado entre
sus manos. Cerró los ojos con fuerza y, al mesar su cabello con desesperación
parecía que volvía a reaccionar.
—Vamos,
hay un millón de hombres mejores que él para ti—Monica espetó, dándole una
palmada delicada detrás de su hombro. Phoebe le miró como si no pudiese
comprender—. ¡Ahí tienes a incluso a nuestro Joey! ¿Vas a dejar que ese tal
David te baje el ánimo? ¿En serio?, ¿El chico científico?
La mirada
de Phoebe ardió. Se pudo sentir en menos de medio segundo.
—¿En serio...?—bramó, con burla—. ¿¡Chandler!?
Había
sido razón suficiente para que el rostro de Monica se ahogara de una turbia
seriedad. Se refugió detrás de otro sorbo a su taza y perdía su mirada por la
totalidad del lugar. No lo pude evitar y un puñado de carcajadas se me
escaparon, había sido tan hilarante la imagen que no me importó el volumen que
fui a lanzar. Phoebe me miraba sonriente y, segura de que yo celebraba su
pequeña victoria, por las risas, incluso una pequeña lágrima se me salió. No
podía creerlo siquiera.
Me
aproveché entonces del silencio que surgió entre nosotras mientras, ahí, sin
aliento, y tratando aún hasta lo indecible por tranquilizarme, advertía cómo
una melodía diferente tomaba lugar. Fulminaba mis risas sin más, inundaba sin
piedad cada uno de mis sentidos. Las miradas de mis amigas frente a mí, sólo
dejaron de importar.
Una
canción de Michael de pronto se escuchó.
—Tenía
que ser, ¿No es cierto?—susurré, aún y con el aliento escaso que me quedaba.
Negué,
sin imaginar que lo hacía, cómo me veía, o cómo sus miradas sobre mí habían
pasado de ser alegres a sumergirse en una tristeza tal que sólo me perdía.
Era
inaudito, increíble. Tenía que ser una maldita broma que de sólo escuchar su
voz todo mi alrededor se viera así de frágil de nuevo, a donde fuese que
mirara, todo lucía como si se fuese a desmoronar. Y mi pecho se atascaba con el
nudo profundo un cúmulo de pensamientos retorcidos, desembocados.
La
ausencia, el llanto, el olvido, el pasado, esa habitación de hospital, unos
ojos verdes inundados de lágrimas, todo volvía. Y los ojos tristes que Monica
me ponía sólo me herían más y más.
—Jamás te
había visto tan distanciada de él, cielo—ella susurró, atrapaba con cuidado mi
mano postrada sobre nuestra mesa—. No incluso cuando ustedes... habían
terminado.
Continué
negando, ni siquiera sin haberla mirado aún.
—Sabes que he tenido que hacerlo—musité—.
Sólo... tenía qué...
Y
aguardé, por un instante. Sabía que las razones seguían ahí, las dudas aún
marcaban su sitio dentro de mi mente, y sin embargo, si bien el tiempo y el
alejarme me habían ayudado a sanar, cada nueva vez que volvía a pensarlo, cada
que revivía la decisión que tomé, me sentía inevitablemente más vacía, más
estúpida, ciega.
Aunque
resignada, siempre me convencí de que había logrado hacer lo mejor.
—A veces,
suelo pensar en ello—jugueteé con la pequeña cuchara que se sumergía en mi
taza, sintiéndome absorta, débil aún para volverles a mirar—. En esa mañana, en
la que él me miró en la habitación de hospital... En el rostro que Lisa había
puesto cuando... cuando me miró tan cerca de él de nuevo.
—Rach...
Phoebe me
acalló, reaccioné mientras tenía la suave percepción de cómo sus labios se
extendieron en una leve sonrisa, un diminuto gesto que sin duda me ayudaba a
soportarlo un poco más.
Era
ridículo que cada que tocábamos el tema, cada forma de poder explicarme se
marchaba sin más, se desaparecía completamente de mi mente. Me irritaba, me
escocía el interior el hecho de no poder hablar. Les he tenido cada noche del
último año y aunque me encontrara de mejor humor, y más tranquila, cuando
alguien me lo recordaba la maldita ansiedad volvía a la par.
De alguna
manera deseaba que la maldita cobardía se acabase sin más, poder contemplarlas
a ambas, tenerlas para mí y asegurarles que ya no era la misma persona débil de
antes, que... luego de todo, al parecer creía que podía sanar.
—El
tiempo se ha ido tan rápido...—bisbiseé entonces, perdiéndome un poco atenta en
nuestro entorno, en la cálida decoración que contrastaba cada vez más con la
oscuridad del cielo—. Durante todo el año pasado no paré de creer que yo había
sido la causa de...
—...No
puedes estar culpándote por el divorcio de Michael—con voz seca, Monica me
cortó—. Ya para con eso, ¿Quieres?
Me bufé
para mí, pese al efecto que su mirada enfurecida sobre la mía marcaba. De
pronto no fue ella quien llamaba mi atención. Era la endemoniada canción que
sonaba en el sitio, el frío sublime que se sintió, las luces cálidas que
adornaban la linda terraza. Esas palabras que todo atropellaban en el momento
en que me aparecí ahí, debajo del umbral; él me miraba entonces, absorto,
alucinado... Perfecto. Sus ojos marrones brillaban como si yo fuese sólo una
alucinación.
Y si sólo
ellas lo supieran, maldita sea. Si hubiesen estado ahí, quizá lo podrían
comprender.
—Le llamé
'Mi amor', maldición—espeté sin darme cuenta de que mi voz ya chocaba contra
mis manos abiertas, cubriendo mi rostro en su totalidad—. De todas las maneras
posibles... ¿Puedes creerlo? ¡Dios!
Me reí, y
me importó un demonio que se sintiese la lástima que me tenía a mí misma en mis
carcajadas. Revivía el momento de sólo pensarlo, recordarlo dolía incluso más.
—Bueno, te
había nacido llamarle así—Monica me dijo, se encogía de hombros con aire
indiferente mientras Phoebe a su lado, asentía con ella—. No tiene nada de malo,
y no es como que pudieses hacer algo al respecto tampoco. No puedes cambiar el
pasado por más que te entristezca recordarlo.
—Oh,
créeme...—asentí con cinismo, descendiendo un poco más seria mis manos para
poderles mirar—. Si pudiese cambiar el pasado, no es eso precisamente lo que
cambiaría.
Sus
tiernas miradas me encontraron derrochando confusión, ansiedad a cada segundo
que pasaba. Suspiré, e inevitablemente la misma mueca de desconcierto que
tenían se me contagiaba.
—En un par de meses... se cumplirán ya nueve
años desde que todos le conocimos.
Contrario
a lo que esperaba, a Monica una hermosa sonrisa se le escapó.
—Lo
recuerdo perfectamente—perdía sus ojos en un punto cualquiera, como divagando
en su interior.
—Sí,
bueno...—solté con desgarbo, al instante en que percibí cómo su inmensa sonrisa
se ensanchaba—. No me molestaría evitar
haber ido a ese concierto del '88, en el Madison. Todo hubiese sido bastante
diferente a como es hoy...
Ella se
incorporó de pronto cambiando su gesto a la par, se apoyó sobre la mesa para
observarme mejor, o ciertamente, para aniquilarme mejor con la mirada. Me
estremecí.
—Mírame a
los ojos y dime que te arrepientes—sentenció fría, letal. Lucía indignada,
insultada hasta la médula—. De todo cuanto viviste con él, y hablo de todo. El
amor que le diste, el que él te dio, el mundo que tú, que nosotros conocimos
estando cerca de él, de su vida. Rachel Green, mírame, y dime que te hubiese encantado
no haber estado cerca de todo ello, jamás.
Escruté
su mirada por un segundo más, aguardando, pensando siquiera en lo que podría
contestar. Una leve sonrisa de pronto me aparecía en el rostro mientras que en
mi pecho, innegablemente sentía cómo un aguijonazo tenía lugar. Una turbia
necesidad ardiente de olvidarme de lo que sentencié, o cualquier escapatoria
posible que me salvara de la mirada enfurecida que me dedicó.
Ni la
vida misma me alcanzaría para enlistar razones por las que había adorado lo que
era mi vida en aquellos años, cuando todo comenzó. Estaban ya formulándose las
primeras razones por las que me había creído la persona más afortunada del
universo cuando sus ojos azules, ahí, aún contemplándome, de pronto comenzaban
a darme... paz. Seguridad de mí misma.
—...No—susurré.
Supe que
estaba débil, pues mis brazos, mis manos no se movían de su lugar. Mis mejillas
se encendían, mis ojos se comenzaban a irritar. Mi mente se permeaba de
recuerdos que, aunque deliciosos, incandescentes, e intocables como yo los
evocaba, de un solo segundo tomaban para volver a hacerme llorar.
No podía
traerlos de vuelta ahora, no era el lugar.
—Es sólo
que...—bisbiseé mientras ella, más tranquila, volvía a tomar su lugar—. Me
había fascinado tanto el principio, que jamás me imaginé que habría un final,
¿Sabes?
—Lo sé—asintió
en paz, en un contraste imposiblemente inmenso con el gesto anterior que tenía.
Su mirada se incrustó en mis ojos, supe, en uno de esos benditos momentos de
debilidad.
Me
apreció, y en vez de mirar sus ojos, en mi mente se desembocaban apenas
pequeños resquicios de aquella escena inicial. Ese concierto, el ruido, nuestro
pequeño accidente, el encuentro por equivocación. El primer segundo en el que
había comprendido que mi vida había estado, hasta entonces, vacía. El instante
en que mi corazón volvía a palpitar.
No podía
creer que habían sido ya nueve años de aquél encuentro, pensé. Era una niña de
veintitrés años con sobra de expectativas, de sueños, con una increíble
carencia de realidad, o incluso del peso de la terrible noción del tiempo que
pasó.
Parecía
un sueño creer que, hasta este día, había pasado más de un año desde la última
vez que había mirado al amor de mi vida directo a los ojos.
—¿Y qué
si hubiese... otro principio?—me distrajo Phoebe llamándome, arrastrándome de
vuelta a la realidad. Sonreía ligeramente, dando los últimos sorbos que
quedaban de su té.
—¿Qué?—le miré.
Jugueteó
con el sorbete que tenía entre sus dedos mientras dedicaba a Monica un par
de risitas misteriosas que, aunque ella
recibía con un gesto más nervioso, más tenso, a Phoebe pareció que incluso
menos, no le podía importar.
—Ya no sé
si decirle, Phoebe, yo...—Monica se estremeció, negaba de repente, asustada.
Advertí mi impaciencia aún más.
—¿Cómo?—pregunté
solícita. Las miraba a ambas y no parecía funcionar—. ¿De qué...?
—Está
bien—Phoebe replicó indiferente, dirigiéndose a Monica simplemente—. Pero sólo
recuerda la pelea que ambas se dieron la última vez que decidiste no
mencionarle que habías hecho contacto con él.
Ni le
importó que Monica le fulminase así, con esos ojos azules petrificados, sólo se
burló. Arqueó una de sus cejas como si estuviese orgullosa de todo ello.
No
soporté ni un maldito segundo más.
—¿Monica...?—le llamé, con mi integridad, mi
paciencia tendiendo de un fino hilo.
Si a caso
era lo que creía... lo que imaginaba, lo iba a pagar. No podía ser cierto. No
ahora.
—No he
hablado con Michael, si es lo que piensas—se excusó, ignorando deliberadamente
la sonrisa macabra y burlona que Phoebe le daba. Negué, mostrando mi confusión,
el hecho de que aún no entendía nada—. Ha sido Janet. Ella... me ha dicho que
él llegaba esta noche a Nueva York, ya sabes, al mismo departamento de siempre.
Es todo lo que sé, yo... Quería decírtelo, pero no sabía cómo hacerlo. No sabía
si serviría de algo, además.
—E-ella...—mi
voz apareció vaga, irreconociblemente débil. Ya no dolían las punzadas como
cada recordaba, aunque los nervios seguían sintiéndose ahí, punzantes—. ¿Te ha
dicho algo... más?
—No mucho—se
encogió de hombros. De alguna manera su despiste, la forma desinteresada en la
que habló, me tranquilizaba un poco más—. Sólo que él había tomado un tremendo
viaje en carretera. Algo había mencionado sobre la prensa y... el hecho de que
no había podido tomar un avión, no lo sé. No entendí muy bien esa parte.
—¿Cuándo hablaste con ella?
—Hace un par de días. Estabas en el
trabajo cuando ella llamó.
Asentí,
al descender la mirada me daba cuenta de la fuerza con la que mis dedos se
habían anudado unos a otros, la urgencia con la que, inconscientemente, mi
cuerpo estaba tan acostumbrado a encontrar caminos diferentes para obligarme a
no alejarme demasiado de la realidad, evitar hacerme cualquier tipo de ideas
equivocadas.
Estaba en
lo correcto entonces. ¿No era cierto? Desde aquella vez, desde el día en que
Michael ha sufrido el accidente él había vuelto a California sin esperar. No
había puesto un solo pie en Nueva York hasta ahora, no tenía razón alguna de...
volver. Aunque, ¿Por qué ahora? ¿Por qué así?
Phoebe
aclaró su garganta, sin dejar de estudiar mi reacción.
—¿Harás... algo?
—Por
supuesto que no—sentencié sin esperar. Se me había escapado la voz de esa forma
fría, seca que tanto detestaba, y que al mismo tiempo no lograba evitar.
Se me quedaban
mirando petrificadas, gritándome entre ojos desconcertados, y silencios
abruptos que quizá, la respuesta había salido más letal de lo que pensé.
—Digo,
que él venga a la ciudad no significa nada—hablé pasando una mano por mi
cabello de forma vaga, removiéndome sobre mi asiento, buscando todas las
maneras posibles de poderme tranquilizar—. Michael tiene un hogar aquí, y me
sorprendería que no lo usara de vez en vez. Es lógico, no significa nada...
Al menos,
Phoebe asintió, aún con Monica a su lado observándome de forma preocupada. Mis
labios se entreabrían con un cúmulo de ideas más por pronunciar cuando unos
acordes de guitarra nacían del centro del lugar, una batería, un teclado,
percusiones y esa voz. De nuevo, y de
nuevo, destruyéndome a la par.
Era ya la
segundo canción que escuchaba de él durante el día, ¿O era la tercera?
Maldición, ¿Es que se trataba de una lista de sólo sus canciones? ¡No podía
creer que tanto que construí durante el último año se desvanecía en una tarde
por casualidad!
¿Qué hora
era siquiera?
—Oh,
maldición—rugí para mí, terminaba de golpe el resto de la bebida que aún me
quedaba mientras ubicaba detrás de la cabeza de Phoebe el enorme reloj que
tendía de la pared—. Maldición, no, no. Me tengo que ir.
—¿Qué?—Monica fruncía el ceño al
mirar—. ¿Qué es?
—Tag irá
a casa en una hora, tengo que alistarme—dije apenas, poniéndome de pie sin
siquiera pensarlo. Tomaba mi abrigo, y de mi bolso buscaba el dinero suficiente
para pagar. Mi monedero, aunque lo sentía, no aparecía, y aquella canción, esa
letra, esa voz parecía haberse acentuado de pronto. No podía ser, no podía
distraerme con nada—. Creo que quiere planear algo qué hacer dentro de dos
días, ya saben...
—Agh—Phoebe
se quejó—, odio el catorce de Febrero. Lo odio.
Monica
rió entonces, dedicándole una dulce mirada de simpatía. Tomé por fin quince
dólares y aferré con fuerza la correa de mi bolso contra mi hombro mientras
acomodaba la silla que tenía ocupada.
Algo,
dentro de las risas de Monica que no terminaban, me llegó entonces a irritar.
¿Se burlaba de mí ahora?
—Espero que visitar a Michael sea una de las
actividades que él tenga planeadas.
—Sí. Gracias, Mon—asentí con desgarbo,
simulando reírme de la bendita ocurrencia—. O quizá, creerías que, si Michael
quisiera verme siquiera, él mismo ya me hubiese buscado.
Sin más
le aniquilé con la mirada, y al dejar a secas el par de billetes que tomaba,
les dejé a ambas ahí, andando incluso sin cuidado y por poco colisionando con
el tierno chico que nos había entregado nuestras bebidas tiempo atrás. El
tiempo se me iba de las manos, y ya no se me ocurría una manera más certera de
alejarme de la música del lugar.
No
recordaba la última vez que había tenido tanta urgencia de volver a mi
departamento.
Entré,
todo en silencio, para variar no había nadie ahí. De inmediato ubiqué sobre mi
cama la blusa negra de seda y falda recta a juego que había dejado desde esa
mañana. Sí, irá bien; sonreí con alivio, al vestirla sin aguardar más. Retocaba
mi maquillaje mientras que desde la estancia un vago sonido proveniente de
nuestra puerta de entrada nacía. Monica había arribado a casa y, aún deseando
ignorarle, no podía evitar percatarme de que se alistaba también.
El timbre
sonó entonces, y aún sin terminar de colocarme el último pendiente, me dirigí
veloz hacia la puerta principal maldiciendo el que ella ya se encontraba ahí,
pegada contra nuestra mirilla, luego fulminándome con una expresión de burla
letal.
Miré el
reloj; eran las ocho y cincuenta. Tag había llegado un poco antes.
—El amor
de tu vida llegó, Rach—musitó burlona, apartándose un poco para que yo me
pudiese aproximar a la puerta también.
—Muy
chistosa, Monica—repliqué en paz, desinteresada. ¿Para qué mostrarme enfadada?
¿Sólo para darle una razón más de seguir? No, ni loca.
—Sé que
lo soy—replicó—. Sólo quería sonar graciosa al recalcar mi enfado hacia el
hecho de que Tag aún sea tu novio.
—Sí, pues, no creas que Chandler
tampoco me agrada demasiado.
Me sacó
la lengua, sin decir nada más. Repliqué el gesto y antes de que estuviese
segura de que ella intentaría algo más, decidí abrir la puerta por fin. Tomé la
perilla al instante en que un leve susurro se estampaba de repente contra mi
oído.
—Tú sabes quién es mi favorito para
ti—bisbiseó.
Abrí sin
darme cuenta, le aniquilaba con la mirada al tiempo en que Tag se abría paso
sonriente, dejando un beso fugaz contra la piel fría de mi mejilla.
—Ey...—él susurró, estudiándome con una
sonrisa. Llevaba unos pantaloncillos de gabardina gris que le sentaban bastante
bien, un saco casual, elegante, pero definitivamente más alegre que los que
solía llevar a la oficina.
—Hola...—sonreí,
un tanto nerviosa. Como se le ocurriera a Monica obrar otro más de sus
comentarios sarcásticos, explotaría.
Ella se
aproximó indolente, pareciendo que había olvidado por completo lo último que
pronunció.
—Adiós,
Tag—nos cruzó a ambos, y se acercó a la puerta sin inmutarse en voltear.
—A-adiós, Mon...—él titubeó,
tratando de ubicarla mientras se alejaba.
Un
segundo después, me di cuenta de que Chandler había aparecido también,
saludándome sonriente desde el umbral de la puerta. Cómo no, vestido para la
ocasión, y bastante oportuno, haciéndome olvidar de un par de reclamos que
tenía en mente para decir.
Tenía que
tranquilizarme. Todo estaría mejor si ella se iba también, ¿No era así?
—¿Ibas a
salir también?—la estudié, recibiendo a Chandler bajo el umbral con un lindo
beso que dejaba en pos de sus labios—. ¿Por qué no me lo dijiste?
—Quizá he olvidado decírtelo—replicó,
encogiéndose de hombros.
Asentí
con desdén, ocultando una indignación que, por poco me hacía sentir una furia
repentina corriéndome dentro. A veces extrañaba los días en que no sabía nada
de su relación, y que Monica sólo me daba la famosa excusa de ir a la
lavandería para reunirse con él. Al menos de algo servían sus mentiras y solía
llevarse mi ropa a lavar también.
—Que te
diviertas—dije al final, apenas mostrando emoción. Ya no sabía si era peor
quedarme a solas con Tag durante la noche, o volver a seguirle el juego a Monica
de esa manera.
Ella sólo
sonrió, se aproximó hacia mí dándome la sensación de que a cada paso que daba,
su mirada se iluminaba aún más. Dejaba algo sobre mis manos al tiempo en que se
aproximaba lo suficiente hacia mi oído para poder susurrar:
—En verdad
creo que deberías considerar visitarlo... Quizá no se quede mucho tiempo esta
vez.
Me
entumecí, y con la piel de mi rostro aún erizada, me dejó ahí, obsequiándome un
precioso gesto al final. Cerró la puerta tras su paso mientras me percataba de
que, aquello que había dejado sobre mis manos no era el juego de llaves de
nuestro hogar, sino el que yo solía utilizar para ir al departamento de
Michael, aquí en la ciudad. Ése que él había adquirido... pensando en nosotros.
—¿De
quién hablaba?—Tag inquirió a mis espaldas, acercándose, tensándome los
sentidos conforme una de sus manos buscaba rodear mis caderas para ceñirme más
hacia él.
En
realidad no me importaba, o no lo quería pensar. Sin pensarlo, me zafé de su
mano y me reí ante la broma que suponía que aquél susurro, él también lo había
logrado escuchar. Y aún así, no tendría idea de nada.
Me
aproximé, y tomé con cuidado una de sus mejillas.
—De nadie... especial.
Perdió el
interés luego de una sonrisa. Resultó que la razón por la que no había dejado
su abrigo en el perchero de la puerta era porque, en uno de los bolsillos
interiores tenía guardada una pequeña botella de vino blanco Rioja para nosotros. Pronto buscó un par
de copas de la gaveta grande de la cocina y, con el abridor de botellas entre
sus labios, la botella en una mano, y ambas manos en la otra, salió hacia
nuestro balcón.
Se me
habían escapado un par de risas entonces al comprender que aquello no necesitó
de una sola palabra para hacerme tranquilizar. O quizá se trataba de ello, de
no hablar, sino actuar, dejar que las cosas fluyesen con naturaleza. Me obligué
a moverme de mi sitio para seguirle cuando el estéreo de nuestra estancia llamó
mi atención, me aproximé, y mientras vislumbraba a Tag a través de la ventana
sirviendo las copas hasta la mitad, decidí olvidarme de todo y sólo salir
cuando había hurgado en el compartimiento de los cd’s del aparato; Monica había
dejado su copia del álbum BAD, listo
para escuchar.
Y las
horas se esfumaron.
No lo
quería entender, por no darle demasiadas vueltas al asunto. Lo cierto es que
ese día, con sus pros y contras, risas, chistes, y comentarios sarcásticos, me
había logrado hacer sonreír, aún incluso pese al caos emocional en que mis
amigas urgían por hacerme recordar y del que trabajaba a mil por hora para
hacerlo salir.
Con cada
copa que tomaba al lado de Tag, de pronto mi vida ya no lucía tan patética, tan
oscura como un pozo del que creía ya no podría salir. De pronto, estaba sólo
él, se reía, bromeaba, y cada trago le hacía más osco que el anterior, lo
cambiaba todo. Miraba, con mis brazos tambaleándose y volviéndose débiles, una
posibilidad. Mi cabeza punzaba, mi boca se secaba y mi garganta me pedía seguir
bebiendo pero trataba de visualizarlo con claridad. Los por qués, las razones,
y las inquietudes de imaginar a Michael llegando a la ciudad me pasaban
desapercibidas.
No tenía
ni la menor idea de cómo aferrarme, cómo anclarme a la realidad, a la imagen de
Tag frente a mí lanzando broma tras broma pues sentía que el alcohol ya jugaba
con la cordura de ambos, apareciendo y desapareciendo. Lo cierto era que,
creyendo que todo me daba igual, que sólo hacía falta reír, una copa más, y
seguirle el juego, era suficiente para creer que al fin veía algo en esa
penumbra, algo más.
Me aferré
a la barda de concreto pues mis piernas se debilitaban, sellé mis ojos con
fuerza y su imagen aún estaba encerrada en ellos, y sin más, otro par de ojos
marrones se acercó, brillaban para mis adentros, me hacían volver a perderme en
la incoherencia. Negué inmediatamente.
Michael
no te quiere ahí, me repetí, me grité incluso. Si él lo hubiera querido,
hubiera dado una señal, un llamado. No me quiere con él y lo tenía que olvidar.
Ojeé sin
fuerza mi reloj; las once. Al menos la hora, el cielo oscuro, y la sarta de
oraciones que Tag iba mencionando desde hace rato me aseguraban de que, aquél
brillo que vi, esa idea, sólo era eso. Una alucinación.
—…Sólo
estoy diciendo, Rachel—alzó su voz unos segundos luego de dar un sorbo enorme a
su copa—, que como vea una foto más de Ed Begley Jr. en ese estúpido coche
eléctrico, ¡Me pegaré un tiro! No me malinterpretes, no estoy en contra de los
asuntos ambientales en sí… ¡Pero me molesta ese tipo!
Bebí con
él un trago más, y aguardé en silencio. Sonriendo, recargando mi cabeza contra
mi mano y observándole por un segundo más. Y al instante ya se me había
olvidado todo cuanto musitó.
Mis
brazos y piernas temblaban, la cuenta de copas se me perdió, y Tag no parecía
tener cuidado siquiera, y no pintaba a que le fuese a interesar. ¿Habíamos
planeado ya lo que haríamos para este catorce de febrero? Creo que no. ¡No lo
recordaba!
¿En qué
instante se nos había ido esto de las manos? ¿Cuándo fue que mis expectativas
en una cita habían caído en picada y no me interesó? Me reí entonces, oyendo su
voz como un turbio ruido que no hacía más que molestar. Ross le odiaba, lo
aborrecía y más de una vez me lo recalcó. Detestaba que sólo me fijara en
hombres que no tenían la molestia de tomarme en serio, que no hacían más que
halagar, beber, y contar historias retorcidas. Tag era sólo un farsante para
él.
Ross sólo
decía que, quizá no él, pero sin duda, merecía a alguien mejor; alguien como Michael.
...No.
Decidí tomarme mi copa entera y ya. Por el bien de la cita, o de lo que quedaba
de ella, tendría que olvidar. Y me incorporé mientras no dejaba de oír cómo Tag
hablaba y hablaba. ¿Era verdad que desde que comenzaba a hablar, sólo oía y
oía, pero no escuchaba nada? ¿En qué instante su voz me comenzó ya a molestar?
Llevé una
mano a mi rostro y cubrí mis ojos, tratando de despejarme un poco más, tallando
mis ojos con fuerza, sacudiendo mi cabeza sin parar. Tenía que hacerlo, lo
necesitaba en verdad si quería tranquilizarme, recobrar seriedad, el sentido.
Sentí la suma urgencia de parar cuando, al bajar mis manos, me percataba de que
ahí, Tag y yo, ya no nos encontrábamos solos.
Una
figura esbelta, perfecta se postraba al lado de él, y sólo le observaba
derrochando una pronta repulsión. No detuvo sus pasos entonces hasta mirarme, y
haberse acercado, no me dejaba de apreciar.
Reí para
mí, me bufé y no me importó. Me percaté de que, en efecto, se ocuparon de ocho
copas de vino blanco para que comenzara a ver a Michael, mi Michael, detenido ahí, a un lado de mí, observándome junto con
el hombre con el que me encontraba. Quise darme prontas palmadas en las
mejillas para abandonar la alucinación, el enloquecimiento, mientras que él,
serio, furioso, abría ya sus perfectos labios para poder hablar.
Me di
cuenta de que llevaba el mismo atuendo que usó la última vez que tuvimos una
cita. De aquella vez... que creí como una idiota que me pediría matrimonio.
Estaba
indeciblemente hermoso, más de lo que me atrevería a recordar.
—…No
puedo creer que prefieras estar con alguien como él que estar conmigo, Rachel—espetó
a secas y frunció el ceño, estudiando de refilón a Tag y la forma en que él no
se inmutaba ni en dejar de hablar.
Era una
maldita locura del demonio. ¡Mierda, mierda! ¿O es que Tag no le veía? ¿Michael
siquiera le conocía? ¿Le había visto alguna vez? ¿¡Pero qué diablos estaba
ocurriendo conmigo!? Una furia despertaba y, a pesar del zumbido dentro de mi
mente, a pesar de los ecos, no se esfumó.
—¿Quieres
disculparme por favor, Michael? Estoy intentando concertar una cita aquí, ¿Está
bien?
Había
hablado, y sin sentir que mis labios se habían movido en absoluto, Tag ni
siquiera parecía escuchar lo que musité. Y sin embargo lo agradecía en verdad,
pues no quería tener que dar explicaciones absurdas después de aquello. La
verdad es que ni siquiera me importó, era tanta la pesadez que sentía, que ni
siquiera me extrañaba el que aún no me había lanzado a los brazos del Michael
que ahora estaba imaginando. No existía ni la remota urgencia de echarme a
llorar.
Me
fulminó entonces con una mirada indignada, para luego asentir, nada más.
—…Muy
bien, de acuerdo. Me voy—se oyó su voz más vaga que la primera vez, más lejana.
Como perdida entre ecos—. Tan sólo necesito que dejes de pensar en mí.
Asentí
cínicamente y dándome pequeñas palmadas al rostro, aclaré mi mirada como me era
posible y observé a Tag, dedicándome a depositar toda mi atención a lo que él,
de alguna manera, no había terminado de platicar.
Y mierda,
él... Michael aún no desaparecía.
Sólo se
burló.
—…No puedes, ¿No es cierto?
—Muy bien, sí—le solté—. Estoy
pensando en ti. ¿Y qué?
No era
diferente a otro día, de cualquier forma. Siempre pensaba en él. La diferencia
era que, eventualmente, había logrado hacerlo sin sentir que las lágrimas
pronto llegarían a destruirlo todo sin más. O al menos, así quería creer que
podía.
Calló un
segundo en el que pareció procesar mi respuesta cortante. Se incorporó y apoyó
su cuerpo de manera relajada contra la barda de cemento a la que me aferraba
para que mis rodillas no comenzaran a temblar.
—No lo
entiendo...—murmuró relajado, un poco más... él. Cabeceando hacia Tag con
desprecio que irradiaba su mirada—. ¿Qué es lo que ves en este tipo, de todas
formas?
En mi
cabeza, toda respuesta desapareció. ¿Qué decirle siquiera? ¿Cómo intentar no
sonar tan patética, tan triste?
—Sucede
que es alguien simpático e interesante—repliqué, mirando de reojo a Tag a
nuestro lado—. Sé que soy importante para él.
Michael
le observó con detenimiento a mi lado y, por ese segundo, me daba la impresión
de que la voz de Tag recobraba lucidez. Estaba comenzando a hacerse
comprensible de nuevo. Rogué para mis adentros que fuese esta vez algo
relevante.
Tag sólo
rió.
—…En fin, amigo, ¡Cómprate un coche
de verdad!
Un
sentimiento de vergüenza afloró dentro de mí con todo aquello. No podía ser.
Dejamos
de observar a Tag, y en un solo movimiento, Michael impuso su figura frente a
mí, interponiéndose completamente entre mi cita y yo. Tomó de mis hombros con
fuerza, obligándome a incorporar. No existía de pronto otra cosa, otra
dimensión que no fuesen sus ojos deliciosos, marrones y entristecidos.
Sentí
cómo el nudo dentro de mi garganta ya se agrandaba.
—…Rachel,
démonos otra oportunidad, por favor—la fuerza que empleó en las palabras, la
manera en que su garganta se rasgó, el cómo me miraba me confundió.
—…N-no,
Michael, claro que no—negué bajando la mirada, ocultándome. No lo quería
pensar, no quería atravesar por algo que había creído ya superado—. Es
complicado, es... demasiado para mí...
—¿Por qué
habría de ser así? ¿Sólo porque es extraño para los demás? Eso no me importa en
lo absoluto… Somos nosotros, Rachel, es cosa nuestra… Tú sabes que yo he… yo he
estado enamorado de ti desde que te he conocido.
Me
aniquiló. Icé mi mirada y me percaté de que sus ojos ya estaban irritados,
brillándome, amenazándome de nuevo. Todo, aunque hubiese parecido que el
sentido se perdió volvió a ser real cuando sin más, una lágrima se me escapaba
de pronto, y el frío que infestaba el lugar chocaba contra mi piel. Era ya
demasiada la tortura que sentir la mano de Michael limpiando esa lágrima
pareció una broma letal.
—I-igual
que yo...—susurré. Me aferraba de sus brazos sosteniendo mi cuerpo como si mi
juicio dependiera de ello.
—…Lo sé.
Mierda,
me estoy deshaciendo. Estoy a punto de romperme, lo sé.
—¿Y qué
ocurrirá si volvemos a separarnos?—mi voz delataba la debilidad que me tomó. Se
desmoronaba con cada sollozo vago que aparecía, cada resquicio de odio y de
incredulidad—. La primera vez, te juro por Dios que casi me doy a mí misma por
vencida… Si volviera a perderte, si volviera a fallar, yo no sé…
—...Oh,
no, no, claro que no—me cortó, la fuerza con la que aferraba mi cuerpo
aumentaba. Me lastimaba incluso y aún así no quería saberle parar—. ¿Y qué te
hace pensar que así será? No puedo separarme de ti. No de nuevo.
Negué con
la tempestad golpeándome, el frío de la noche rasgaba mis ojos haciendo que la
irritación me pesara aún más. Se me nublaba la vista.
—Ha
sido... eso mismo lo que ambos creímos cuando todo comenzó, Michael. Que nunca
nos separaríamos. Luego, ha ocurrido…
Sus ojos
sólo se cerraron, me rogaba aún en silencio que fuese a callar. Se erguía y
sentía cómo el mismo dolor recorría su cuerpo y luego el mío, cómo los
recuerdos tristes y cada sentencia nos bañaban de abismo como si de un balde de
agua helada se tratara.
No me
quería odiar por decírselo así, por sentenciarle. Deseaba sin embargo que esas
sombras que permeaban sus ojos perfectos se esfumaran, desaparecieran y fueran
reemplazadas por una sonrisa, así, ingenua y tierna, como la que me obsequió
cuando me miró llegar aquél día al hospital. Sólo que... aún no encontraba la
forma correcta.
Sus manos
descendieron sobre mis brazos en un roce delicado para tomar mis manos, su piel
me tocó, cada poro se erizó y aprecié el tacto que hace mucho que no había
sentido; el calor de sus manos acunando las mías. Mi alma con ello.
—…Pero ha
hecho falta que lo nuestro ocurriera una vez... Sólo una vez, Rachel, para
saber lo perfecto que podía llegar a ser… Y si ambos sabemos que somos
perfectos el uno para el otro, entonces, la única pregunta es… ¿Aún me quieres?
Le
estudié sin aliento, sin voluntad, sin nada. Deseaba decírselo, mierda, ardía
por hacérselo saber y sin embargo tenía un muro inmenso de terror por
pronunciarlo con mis propios labios sin poner lo que quedaba de mi vida de por
medio. Porque ahora, y desde que le conocí, todo le pertenecía.
Sin más,
y con deliberada lentitud acunó mi mejilla acariciando mi piel y de a poco, me
iba aproximando a su rostro, al tan perfecto trozo de paraíso que, desde el
principio, desde siempre, había significado para mí.
—Y-yo… yo
no lo sé. He tratado hasta lo imposible por olvidarme de ti desde el día en que
nos separamos, Michael… yo…—no hubiese creído decírselo así, sin piedad, sin
titubeos. Pero ahí, en ese instante, y desde siempre lo que importaba era su
bienestar. Si mi amor le había traído tantos problemas, motivos para hacerle
llorar, para destruirle, entonces lo callaría. No sería una vez más la razón
por la que su corazón se iba a destrozar.
Y él lo
notó, su mirada dejó ya de brillar en cuanto supe, percibió el final de mi
respuesta aún sin hablar. Sabía que comenzaba a comprender. Sujetó mi mentón
con dulzura, obligándome a que en cada facción yo pudiese leer el doloroso deseo
que anhelé, aún sintiera por mí.
No sabía
aún... si yo deseaba que ya fuese demasiado tarde.
—…Y si no has podido olvidarme,
entonces, deja de tratar.
Sus
grandes manos abandonaron las mías levitando en el aire sólo para ocuparse de
que mi rostro estuviese aferrado entre su tacto, y sin darme tiempo para pensar,
para respirar, él se acercó, eliminando la distancia posible, para depositar
sus finos labios sobre los míos.
Me
aferraba a sus manos pues de otra forma, colapsaría. Tener su carnosidad tocándome,
volviendo a ser mía me hacía sentir que el corazón se detenía, que mi aliento
se iba y no volvía, que de pronto, me fuera a ahogar.
Nuestros
labios se entrelazaron con tal perfección, que no advertí las lágrimas que
comenzaban a brotar de mis ojos cerrados, no pensé en el cómo ya le permeaban a
él también. Le aferré hacia mí, le presioné más hacia mí sin interesarme en lo
que sucedería luego.
Me lancé
al abismo sin percatarme de que, sólo ese roce bastó, sólo esa parte de cielo
había sido suficiente para jurarme el maldito error que había cometido.
El roce
cesó, y al abrir los ojos me impregnó la imagen de que él ya había
desaparecido. Palpé mis ojos y ni la humedad volvió, mis lágrimas no estaban,
mis labios no punzaban como lo solían hacer cada que él me volvía a besar. Sólo
estaba el mareo, los zumbidos, la pesadez, y Tag con todo el entorno que había
abandonado.
Se esfumó
y en mi mente, en mis sentidos, en mi cuerpo entero lo único que quedó fue un
vacío abismal. Lo que me aniquilaba en realidad era la idea de poder...
perderle de nuevo.
—Dios
mío…—sollocé sin lágrimas, sin estribos, sin un punto fijo y coherente al qué
mirar.
—¡Exacto!—Tag
entonces bramó, y pegando un respingo, le ubiqué en la misma posición en que le
había olvidado. Tan dolorosamente cerca de mí—. ¡Y sabes perfectamente que yo
acabaré atrás de ese idiota en alguna caravana!
Esto es
un martirio, mierda. Es una equivocación. No, no, no. Tenía que irme, maldita
sea. No podía estar un solo segundo más así.
—S-sí,
claro que sí...—titubeé absorta, dejando de lado la copa que sostenía. Incluso
cierto deje de asco que sentí me había hecho retroceder—. Tienes mucha razón, Tag,
mucha razón. Pero, ¿Sabes una cosa?
—¿Qué?—me
sonrió con desinterés, aunque un poco confundido. Se tambaleaba sólo un poco,
pese a la cantidad de copas que me llevaba con la delantera.
—Lo… lo había olvidado por completo…—me
aproximé a él con cuidado, entregándole en sus manos la copa de vino que él se
había ocupado de servirme sin llegarlo a notar—. Tengo que ir a… a visitar a un
amigo…
Negué con
mi rostro ardiendo, con mi garganta soportando una ráfaga de ansias y
desesperación irrumpiéndolo todo, que no dejaba que entrara la razón.
—…Lo siento
muchísimo, es que soy tan…—traté de excusarme, de mirarle, de hallar el sentido—.
Si quieres quedarte un rato más y terminar de beber, por favor, hazlo… yo lo
siento, tengo que… tengo que irme… Lo lamento.
—Pero… ¿A dónde vas?
“Por él...” me
contesté y ya me encontraba temblando, mis músculos se tensaban, mi garganta se
comenzaba a cerrar. “...a mirar una vez
más al amor de mi vida”.
—...N-no importa.
Ingresé
al departamento con mi cabeza zumbando entre las mismas penumbras, la
indecisión. Tomé entonces del comedor las llaves que Monica me había dejado
horas antes y salí del sitio sin detenerme a pensar en nada más. Corría, y lo
intenté hasta que el claxon de un taxi deteniéndose a mi lado me hacía parar.
Pues si el aliento ya me faltaba iría al sitio donde sabía lo encontraría, si
mi corazón no daba más, si mis sentidos, si mi vida estaba incompleta, mi mente
agonizaba por recuperar ya la parte perdida.
Sin
admitirlo, aún estaba perdida entre tanta niebla de cosas rotas, sueños,
esperanzas, ilusiones. Desde que lo nuestro terminó ya no tenía un hogar, ya no
sabía de dónde vengo ni a dónde pertenezco, no sabía si podré decir que seré de
alguien diferente en un futuro más. Aún sentía cómo, aunque deseara ignorar el
entorno, mis heridas seguían sangrando.
Ir,
salir, correr, y no deseaba volver. No quería voltear atrás, no quería
arrepentirme de todo cuanto pasó. Darme cuenta de que, aunque duela, el tiempo
lo calmará, el viento, las horas, o los años me ayudarían a borrar el dolor.
Michael, él... su corazón latiendo junto al mío me ayudaría a limpiar mi alma.
Si en
verdad éramos destinados, no había más qué pensar.
—Rachel... H-hola...
Me
recibió ese par de ojos claros al medio segundo antes de que incrustara mi
manojo de llaves contra la cerradura. Una turbia sonrisa le nació, una de
extrañez, de miedo, de... confusión.
Mi
garganta se atascó con cúmulos de preguntas que no pudieron tener lugar
mientras, al virar un poco, me percataba de que, en efecto, el mismo viejo
automóvil de Michael que recordaba estaba aparcado en su mismo lugar. Sabía que
él estaba en casa.
Pero a
ella... A ella la recordaba de un sitio, la recordaba de antes. Su rostro
dulce, su mirada cansada habían estado ahí cerca y ni siquiera antes me había
percatado. Le miré decenas, si no es que cientos de veces en Neverland, estaba
completamente segura de ello. Su voz, sus ojos, su rostro, era... Era una de sus
enfermeras.
—¿Debbie...?—negué
ansiosa, perturbada, impregnada hasta la médula de un turbio desazón—. ¿Qué...?
¿Qué haces...?
Y sin
embargo, callé. Me detuve al instante en que miraba cómo su brazo se movía. Se
posicionaba delicadamente contra su cuerpo y descendía su mano con una impensable
fragilidad pues me percaté de cómo su vientre se encontraba infinitamente
abultado. Enorme...
Innegablemente
embarazada.
Dios santoooo! Dios santoooooooooooo! Esta historia me va a provocar un infartoooooo! Porque!? NO!
ResponderEliminarKat, todo esto merece tener un final feliz, por favor te lo suplico.