viernes, 2 de septiembre de 2016

Capítulo 63 "Ella"


            —E-estás... aquí...

El mundo era otro, la realidad no existió, el pasado se evaporaba, y apenas me había creído que pude siquiera susurrar.

—Hola... mi amor...—se escapó aquella deliciosa alucinación de sus labios sin más, al tiempo en que sus pies le hacían acercarse a donde yo me encontraba paralizado, y una de sus delicadas manos cubría sus labios como si no fuese real lo que justo acababa de ver. Que bien, tampoco yo lo creía.

Sus ojos grises, sus labios, sus mejillas coloreadas, su cabello terminando a la altura de su pecho, y no en sus hombros, como lo recordé. Su presencia, su calor acercándose, su luz abrigando mi alma. Su voz, maldición, su voz llamándome de esa manera.

Me ha llamado ‘Mi amor’, ¿No es cierto? Lo ha hecho, maldita sea. No puedo creerlo, no puede ser.

Con un cuidado enfermizo, buscó trepar a la camilla que me sostenía. El colchoncillo se removió y duras penas lo sentí, se acomodaba frente a mí, sobre mí, fijándose en cada parte de la superficie blanda que tocaba para no lastimarme mientras que su mirada ojerosa, lagrimosa, me doblegaba de inmediato, cuando me percataba de la forma asesina en que me miraba de arriba hacia abajo, todo mi ser.

Mis pensamientos aún no se acomodaban del todo bien. Lo supe, pues mi vista aún estaba borrosa, mi percepción brillaba de más, y no apreciaba como deseaba el tono irritado que aniquilaba sus lagunas agrisadas. Me sentía mareado, irreal, lejos y fuera de mi ser. Perplejo, enfermo. Porque no podía ser que mi realidad fuese ella sólo así, negando asustada, impaciente, dándome la sensación de que temblaba con cada media respiración que soltó y aún así pareciéndome indeciblemente deseable, increíblemente preciosa.

Era la misma de siempre. De la que me enamoré.

—Dios mío...—gimoteó al haber encontrado la posición en la que ella sabía no me lastimaría aún estando sobre mí, su voz sólo se dañaba más, sus ojos no dejaban de buscar cada rincón de mi ser, cada parte que estaba lastimada—. Sólo mira cómo estás, Michael...

Me bufé débilmente, agrandando la sensación lastimosa de los pequeños tubos que tenía incrustados en mi nariz. Era agonizante sentirlo, agobiante, sofocante, pero no me importó.

—Tú...—susurré sin pensar, sonriendo sin buscar intentarlo—. Tú estás... bellísima.

Creí mirarla tratando de despojar algunas lágrimas que se le quisieron volver a escapar. Trataba de detenerlas, rogaba hacerlas parar pero no servía de nada más. Se deslizaban una tras otra, y más rápido que la anterior. Le lastimaba mirarme, me lastimaba mirarla, me mataba, y como el mareo desaparecía, advertía mi mirada volviéndose a nublar. Mis ojos se irritaban por la misma razón que los de ella.

No quería verla así, llorando de nuevo, no por mí, no ahora. No quería que se destruyese de nuevo ante mí, si la última vez que ha sucedido nos he puesto a ambos en un infierno más perpetuo que el que creía, más odio, más destrucción. No quería permitirlo de nuevo.

¿Hace cuántos abrazos que habíamos dejado sin vernos? ¿Cuándos ‘te amo’ perdidos nos distanciaban? ¿Cuánto tiempo hacía que se lo quería decir? Quería romper a llorar, romper mi corazón y recomponerlo con los trozos en los que hasta este día, ella aún seguía viviendo. Porque vivía en mí, seguía en mí. Sin importarme el mundo, lo que digan los demás, o el epitafio con el que podría llegar a cerrarse mi vida. Estaba seguro de que ella jamás había dejado de habitar en mí.

La aguja que perforaba la piel de mi brazo punzó, los pequeños tubos de plástico que me proveían de oxígeno comenzaban a molestarme de nuevo. El sollozo que brotó al mirarme quejar me partió, sentía que estaba tocando fondo.

—No tengo idea... de lo que ha pasado conmigo...—mi voz nació no sin dificultad, aún tenía la garganta un poco cerrada, seca indudablemente, y el nudo sólo me lo dificultaba aún más.

Ella suspiró y, sólo con respirar, sólo estando presente llegaba a hacerme sentir importante otra vez, seguro, tan lejos de la abominable realidad.

—Una deshidratación—se apuró a replicar, esta vez, en lugar de mirarme a los ojos se concentraba en juguetear con la tela suave de la bata que me arropaba, frotaba mi pecho, me hacía suspirar, me hacía recordar cada pequeño gesto delicioso que le había llegado a extrañar. Aquello era tan suyo, tan de ella—. Haz colapsado ayer por la noche, Michael. De pronto... tu hígado falló, tus riñones... tu sangre no circulaba bien, tu presión no era la misma. Me dijeron que tus glóbulos rojos bajaron sin más, y... y yo...

Mi débil risa la interrumpió, y aún con mis párpados sintiéndose como dos piedras inmensas sobre mis ojos alcancé a vislumbrar aquella misma bolsa de sangre que seguía conectada de alguna manera a mis venas.

Sonreí, una fina lágrima se me escapaba de pronto.

            —...Y entonces has pensado en una manera más de haberme salvado la vida.

Y sin embargo, todo cayó.

Al virar su mirada ya no me encontró, su silencio sólo se agrandó. Fruncía sus labios de forma tal que me obligó a comprender cómo trataba de encerrar dentro un puñado de gemidos de dolor más, una sarta de sentencias, miedos, y confesiones que, aunque estaban ya ahí, ella no quería que se escaparan, y sólo les sabía pujando por salir al mirar sus finos labios temblando a la par.

¿Había sido esta la forma en que ella me miraba cuando estaba postrada en una cama de hospital en California mientras yo le acompañaba? ¿Mientras yo, para variar, era quien estaba de pie? El temor, las lágrimas, el miedo, el desespero, ¿Lo había soportado ella sola cuando aquél terrible accidente sucedió, cuando todo terminaba para nosotros?

Pero ella en cambio, en ese entonces, me odiaba, me aseguré. Me detestaba y un solo tacto buscando su piel era suficiente para hacerle estremecer contra el colchón, para hacerle remover aún si su cuerpo estaba debilitado. Hoy estaba yo aquí, estudiándola, mirándola otra vez llorar, contemplándome de la misma manera en que la recordaba, y si yo le había quitado la vida aquella última vez... ahora ella estaba salvando la mía.

Dándome, como siempre, algo que quizá jamás merecí.

—...S-soy... un idiota—negué y mis ojos se sellaban por el cansancio, por el ardor que provocaba la irritación, el escozor que me juraba cada una de las lágrimas que se avecinaban.
            —No... No lo eres.
—Sí, lo soy—aspiré y la miré otra vez, la sentí otra vez. Cada parte de su cuerpo que rozaba el mío así fuese a través de las sábanas, cada atisbo de calor que emanaba su piel contra mí. Una sola lágrima había salido y, ni mis pensamientos, ni mis palabras, ni mis sollozos podían hacer justicia a todo aquello que su cuerpo protegiendo el mío me hacía sentir.

Se llevó sin más una mano lánguida a la altura de su pecho al tiempo en que sus ojos se volvían a perder en cada parte de mi ser. Se irguió y, como me había sido posible, miré el pequeño parche blanco que llevaba en su antebrazo derecho.

Su dolor me lastimó.

            —Quería darse... la noticia de tu muerte...—susurró.

Negó entonces, sollozó. Sus lágrimas se escaparon una a una haciendo eco junto con las últimas palabras que me había confesado. Me sentí roto por dentro, desquebrajado en cada partícula de mi esencia. Vacío, nada más. Y su dolor ya no eran sólo sollozos, eran gemidos, llantos que me corroían hasta ya no poder.

            —No sé qué mierda hubiera hecho... S-si tú...

Mis labios titiritaron a la par, el frío se agrandaba en pos de mi alma, y sin embargo, ahí, cúmulos perfectos de recuerdos de nuestra vida pasada se acomodaban de nuevo en mi mente. Se avivaban más a cada vez.

—Te había dicho ya que me encanta que me hables con malas palabras, ¿No es cierto?—le corté, pues no quería escuchar, imaginar siquiera el final de aquél enunciado. No deseaba esperar por la mínima hipótesis en la que ella y yo, irremediablemente estuviésemos separados por algo más que un muro de orgullo que construimos.

Era ya suficiente el suplicio que había atravesado, y no me imaginaba soportando ese tipo de final.

Se recargó en mi pecho entonces aún temblorosa, enterrando ambas manos detrás de mi espalda, ciñendo mi piel, mi cuerpo, uniéndolo todo de nuevo hacia ella. Y la tomé, sin pensar, rodeé su fina figura con la fuerza que rogué tuviesen mis brazos adentrándome en ése ser frágil que tanto tiempo me faltó, besando su cabello de nuevo, sintiendo su aroma. Dejándome percibir la vida volver.

—Quería estar enfadada contigo para siempre...—sentí su voz vibrando contra mi piel, su voz temblorosa rompiéndose en otro sollozo que se estrellaba contra la fina tela de mi bata.

Sus palabras cesaban y caricias llegaron con el silencio que nació. Me ceñía y aferraba de forma irreal, orgásmica. Me tocaba, me sentía, el paraíso amenazó con volver al dejarme sentir que, entretanto, sus labios se pasaban por la piel de mis brazos, por mi cuello, por mi clavícula y lo volvía a repetir. No concebía el júbilo en el que me encontraba, maldita sea.

De todas las personas, de todos aquellos que viven y que no agradecen lo que tienen, lo que poseen, no sabía por qué me había tenido que tocar a mí. No sabía en qué creer ahora, ni en cómo sobrellevar el resto del camino sin imaginarme, a mí, rosando su cuerpo de esta manera una última vez más.

No pensaba que, de irme, sus palabras se evaporarían sólo así, no lo imaginaba, no creía que su mirada se largaría, que aquellos ojos grises se eliminarían sin más y como si no hubiesen sido la razón primordial que me hacían entrar en calor en un día lluvioso y lleno de penumbras. No podía pensar, dolorosamente, en que bien pudo haberlo ya sido todo para mí.

Que se esfumara todo el tiempo en que deseé que lo supiera, y que no hice nada al respecto. Que ella supiera todo lo que no alcancé a decirle porque me quedé pensando, todo cuanto me callé. Las calles que me faltaron por recorrer con ella, los lugares, la gente que jamás nos vio, los te amos, los abrazos, los besos, las caricias que me compartía. Imaginar siquiera que, sin mí, un cúmulo de posibilidades mortales me partía el ser por mostrarme que, quizá, encontraría a alguien más que llegaría a amarla como yo lo hice.

No, no lo quería creer, pues la amaba, maldita sea, la amaba como un maldito enfermo y no creí posible la forma en que mis brazos se habían sentido vacíos por creer que jamás le abrazaría como hoy. Le amo y rogaba por decírselo ya, por jurarle que jamás ha sido así para otra persona. Pensar en que, si tenía que ser, si un ángel bajara para llevarme consigo, me negaría hasta el cansancio, hasta no asegurarme de hacérselo saber todo a ella. Mi mundo se detenía, mi esencia, mi alma, mi ser se congelaba. Por Rachel... estaba convencido de que el cielo podía esperar.

Así recordase que, desde hacía tiempo, ella ya no me pertenecía.

—¿Cómo te has enterado...?—bisbiseé contra su cuello entonces, obligándome a apartarla un poco al tiempo en que una incertidumbre asesina se escapaba de mi expresión.

Se removió con cuidado, recuperaba la posición que antes tenía y sus ojos, para mi gloria, se habían revitalizado un poco más. Se tranquilizaba.

—...Janet—musitó—. Ha dejado una nota en nuestro departamento cuando volvíamos a casa.

Mi hermana... Ella... ¿Estaba aquí? ¿Había llegado a la ciudad entonces? ¿Había ido al departamento de Rachel para avisar? ¿Ha... visto a los chicos?

            —Entonces, los chicos... Ellos... ¿Están aquí?

Suspiró, ya no como lo hacía, no de la manera en que me hizo calmar. Su mirada se oscureció y aprovechó del silencio para remover los últimos restos de lágrimas que quedaban.

Cada segundo que tardó en contestar cortaba, y abría heridas en mi piel, en mi seguridad, sentía como si el abismo volvería.

—Los vi un par de horas luego de que yo había llegado al hospital—admitió dentro de un deje seco, pesado.

Su mirada descendió y se incrustaba en la forma en que sus dedos se anudaban a la altura de su pecho. Mi desesperación sólo aumentaba más y más.

—Yo... he discutido con Monica por haberme ocultado que había salido contigo la noche anterior.

Me entumecí, sintiendo como cada herida que ocasionaban las agujas perforando mi piel se abrían. Todo se venía abajo y sin embargo recobraba su sentido al mismo tiempo. Lo recordaba, revivía todo cuanto ocurrió.

—Oh, no, no, Rachel...—titubeé, había sido tal la urgencia que emanó de mi tono que no se demoró en mirarme de nuevo—. No quiero que discutas con ella, ¿Me escuchas? Ella no ha sido, sino yo. Yo he tenido toda la culpa sobre ello.
—Pero, ¿Por qué?—negó, mirando mis ojos alternadamente, uno a la vez—. ¿Por qué no querías que me enterara de que estabas cerca...?
—Porque no sabía si querrías mirarme...—le miré, sin saber de dónde había tenido las fuerzas para intentarlo siquiera, y es que ella jamás dejaba de ser la parte primordial del dolor más grande que me consumía—. O si yo... soportaría la idea de necesitarte cerca...

Y sin pensarlo, sólo negó y una diminuta sonrisa se le escapó, se bufó débilmente mientras su tono se combinaba con el de un fino llanto. Una de sus manos se fue directa hacia mi cabello y comenzó a mesarlo con fragilidad, con cuidado, como si, de cualquier manera posible, ella aún me pudiese lastimar.

Mi piel se erizaba y me sentía en el paraíso infinito. No comprendí si era un sueño, o si así fue que lo quise desear.

            —No soportabas que te viese con tu nuevo corte de cabello, ¿No es cierto?

Apenas le oí, apenas podía percibir algo que no fuese la sensación hechizante que su tacto dejaba al centro de mi pecho, por toda mi piel.

—¿Te... gusta?—logré gimotear, mis ojos continuaban cerrados y aún así la realidad me traía a rastras de vuelta a la misma camilla.

Una risita exquisita, celestial, fue lo que me hizo mirar.

            —Me encanta.

Y me sonrió, tal como aquella primera vez en que me había enamorado de ella.

No podía creer que aquella Rachel con la que había hablado por teléfono meses atrás existía, no creía que aquella mísera conversación incompleta que tuvimos había llegado a ser real. No podía concebir que, con ella aquí, así, perforando mis sentidos con sólo una sonrisa, mi vida, mi respiración, mi razón de ser, pudiese significar algo diferente a lo que ya anhelaba saber.

Entonces quizá, si aún le importaba de esta manera, si salvar mi vida había sido su prioridad, aquello que he creído era... real.

Mi mirada se deterioró por apreciarle, la irritación ardió y no me importó.

            —Entonces... respóndeme, Rachel.
—¿El qué?—su gesto se destruyó en una incertidumbre infinita, su ceño se frunció atestado de confusión, de silencio.

Mi garganta se cerró. El nudo no perecía, sólo crecía y me impedía respirar con normalidad, una punzada de temor mortecino me recorrió las venas enteras, el frío se convirtió en cada única sensación. Tenía miedo, miedo de decirlo y sin embargo, estaba seguro de que no lo quería dejar pasar. No de nuevo.

            —Aquél día en que te llamé—susurré—. L-lo último... que te he dicho.

El silencio nació, se propagó por un puñado de segundos. Parpadeó un par de veces, y una lágrima se le derramó mientras inconscientemente me ocupaba de capturar la mano que ella aún tenía enterrada contra mi cabello. La miré y ardí, ella se paralizó. Comprendí que tenía que decirlo si no quería estallar, colapsar de nuevo y volver al mismo infierno que me puso a tender de un hilo.

Tenía que ser verdad...

            —Entonces... Sí... M-me amas, ¿Verdad?

Pero antes que palabras, una lágrima se le salió. Sollozos, gemidos de dolor, de una salida incierta se desplomaron frente a mí dejándome caer.

La puerta de la habitación se había abierto de par en par y, como me tuve que obligar a comprenderlo, mi esposa ya nos contemplaba a ambos con la mirada perdida, irreconociblemente lastimada. Rachel se removió inmediatamente para poderse alejar de mí y sin embargo, el sentir que Lisa se manifestaba, me dio un cúmulo maldito de razones por las que no debía dejar que el amor de mi vida se alejase de nuevo de mí.

Aferré con fuerza la mano de Rachel y su cuerpo se detuvo aún junto al mío. Me fulminó sin más con una terrible mirada de dolor, pero, irremediablemente, aquello estaba lejos de interesarme siquiera. No tenía intención de ceder.

—L-lo lamento...—la voz grave, temblorosa, y rasgada de Lisa se escuchó apenas, como un leve susurro vago dentro de mis más olvidados pensamientos.

Y en el mismo instante traté de que sus ojos estuviesen bien puestos sobre los míos, sobre nosotros, sobre Rachel ahí, sobre la única razón que me había hecho permanecer en la realidad por más del tiempo que creía. Lisa negó cerrando los ojos y, al tiempo en que viraba con urgencia para volver a salir, Rachel intentó poner resistencia una vez más. El más turbio quejido había escapado de sus labios.

—...No—Rachel gimoteó, estudiándola, se limpió acelerada las últimas gotas saladas que se habían derramado sobre su rostro.

La había detenido, había hecho, para sentir más mi rencor, que Lisa volteara.

—Yo ya... me iba—añadió, y me impregnó de una alarma inmensa pese al tono tranquilo que tenía.

Me obligó a aferrar su mano con una fuerza mayor, me aseguraba de cómo mi respiración se aceleraba, se entrecortaba y las posibilidades se me iban de las manos como si se hubiesen evaporado de pronto. Una terrible urgencia carcomió mis entrañas, bullía por debajo de mi piel.

            —N-no, Rachel. No tienes que irte, tan sólo...
            —...Sí—me cortó—. Sí tengo qué.

Aniquilándome con aquella misma mirada me hizo temblar. Sentía, sin concentrarme en todo lo que pasaba, la manera en que no dejaba de imponer fuerza para zafarse de mi mano.

No quería que se fuera. No ahora. No cuando he tocado el paraíso de nuevo. No si, desde el maldito instante en que me dejó, había sido esto todo cuanto había estado deseando, la única cosa en la que pensé. No podía ser que ella quería... marcharse de nuevo... Sólo así.

Ardí por mirarla, mi aliento me sofocaba por cada segundo que transcurría sin poder hablar.

            —Pero, tú... te quedarás, ¿No es cierto? No te irás... todavía.

Sollozó, mis esperanzas morían mientras que, por su silencio y la lágrima que se le salía, no lograba respirar bien, mi esófago ardía y mi voz no podía salir.

—Michael... no me hagas esto ahora—su voz me aniquiló, se había destruido de nuevo—. Por favor... yo... Lisa está aquí, ella... puede cuidarte ahora. ¿De acuerdo?

Lloró, lloramos juntos un par de segundos. Imágenes rotas, escenas negras del momento en que me abandonaba me impregnaban a la par, de aquella maldita vez en que, ni tomar de su brazo con fuerza, ni haberle llorado había funcionado por poco.

            —Sólo quiero que estés bien...

Una vez más, había conseguido zafarse de mi agarre por fin.

—Si quieres que esté bien...—el aire a duras penas me alcanzó para hablar. El mirarla alejándose, caminando y sin dejar de observarme ahí, sin poder moverme, aniquilaba cada una de las fuerzas que me quedaban—. Me esperarás fuera de esta habitación. Porque quiero verte de nuevo tan pronto me sea posible hacerlo.

Su mirada descolocada cayó, cubría sus ojos con ayuda de una mano temblorosa. Las ansias me consumieron, cada segundo que pasaba en que ella no hablaba, y que Lisa se limitaba a mirar, me pesaba más y más. Y es que, Rachel continuaba acercándose a la puerta de salida.

            —...Prométemelo—sentencié.

Así, sonriendo, una última lágrima brotó. Tomó con cuidado el pomo de la puerta pulcra por la que instantes antes había aparecido, sollozó, y permaneció ahí, parecía que el hecho de que Lisa estuviese a sólo unos metros de ella, no le importara.

            —Lo... prometo.

Se marchó, y un vacío profundo y creciente llegaba a mi pecho. El silencio todo lo atropelló. Me sentía inválido, inservible, abandonado, y más aún, terco a no querer darme cuenta de lo demás. No deseaba estudiar la turbia manera en que Lisa apoyaba su cuerpo sobre uno de los sofás que estaba cerca, ni me importó el cómo me daba la espalda sin decir nada más.

La discusión, la bofetada que me propinó, sus palabras aún ardían. No se habían marchado a pesar del accidente, y más, desde ese maldito segundo me convencí de que quedarían marcadas muy a mi pesar por más tiempo del que desearía. Y ella lo sabía también. Estaba aún lastimado por dentro.

Un leve quejido se le escapó.

            —La he mirado... en el instante en que yo había llegado al hospital.

Al vislumbrar hacia el pequeño ventanal, me fue posible observarla sonreír. Me removí con cuidado sobre la camilla, pues aún me tomaba esfuerzo para que cada herida que ocasionaban las agujas en mi piel no calaran. En el momento en que Rachel había aparecido toda sensación de molestia se marchó y, ahora, cada sensación física regresaba y debilitaba más.

No pensé en contestar. No sabía aún a qué se refería.

—Ella... me gritó—añadió, tuve la sensación de que su voz se había  quebrajado un poco—. Me llamaba, una, dos, tres veces y perdí la cuenta de las ocasiones en que escuché cómo gritaba mi nombre entre llantos, a pesar de que las personas que le rodeaban en la acera no dejaban de gritar. Pero la ignoré, aún así entré de todas maneras.
—¿Q-qué...? ¿De qué estás...?—mi vista cansada se enfocó en su cuerpo erguido. Algo dentro de mí ardió.

Dejó un sollozo salir al virar hacia mí, sin siquiera esconder sus ojos irritados detrás de sus manos, de su cabello, sin evitarlo más el llanto se desbordaba más.

La incertidumbre de no comprender lo que decía, o de sólo imaginarme el escenario que planteó. Pensar en la malicia que atravesó sus intenciones al creer que, mirar a Rachel ahí, llamándole, gritándole, no había importado un demonio para ella. Y que, de no ser por mi hermana, Rachel quizá nunca hubiese podido arribar aquí. Quizá yo no estaría aquí ahora.

Mi labio titiritó, el nudo en mi garganta se agrandó mientras que, con cuidado, ella se aproximaba, sus lágrimas se estrellaban con prisa hacia mi realidad.

            —P-porque no... sabía que ella... podría salvarte la vida—susurró.

Solté un sollozo sintiendo mi pecho estrujarse, apretarse tanto que creí sufriría otro colapso interno. Y miré sin meditarlo la bolsa de sangre de Rachel ahí, tendiendo de un fino aparato a un lado de la camilla que me acunaba débil. Era verdad, era lo cierto, y mi realidad sólo brillaba más.

Su sangre, estaba dentro de mí ahora, su vida fluía por mi torrente sanguíneo, venas, y arterias. Respiro porque ella lo hace a la par, permanezco aún aquí, luchando, porque Rachel había renunciado a la sentencia que yo mismo le hecho vivir, las penumbras, el abandono, la muerte... aquél terrible final. Sólo así, ha decidido acercarse de nuevo a mi vida, devolverme la luz.

Un gimoteo de dolor me bloqueó, me haló con él hacia unos ojos verdes inundados de desgracia. Reaccioné y me apuré a limpiar una lágrima que había corrido por mi piel, la detuve antes de que pudiese tocar la tela de mi almohada.

Lisa, a mi lado, lució dolida, herida, débil hasta la médula. Irreconociblemente contrario al carácter que me embriagó en primer lugar.

—¿Tienes idea de en qué momento ha sido?—bisbiseó, con la mirada perdida en un punto que no encontré. Las lágrimas finas que aparecían de sus ojos me perturbaban ya lo suficiente.

Mi mirada hizo entonces que sus ojos volviesen a clavarse en los míos. La estudié sin hablar, sin respirar, con los puños cerrados. Todo era una revolución dentro de mi piel.

—...Porque yo no me he dado cuenta del instante en que sucedió...—continuó entre susurros que tendieron de un hilo, casi irreales—. El momento en que nuestro matrimonio... ya se había desbaratado.
—Lisa...—temblé perdido en recuerdos, doliéndome aún lo ocurrido, todo cuanto nos lastimó.

La manera en que ella tomaba asiento al borde de mi camilla me hizo caer en la cuenta de que ya no podía parar de temblar, no podía mirarle directamente o pensar. Me tomó la mano con un cuidado enfermizo, me rozó como si tuviese miedo de lastimarme, como si temiera que yo creyera que intentaría algo más. El nudo dentro de mí me perforaba la garganta. El sólo mirarla, atestada en una sonrisa que ni por poco disfrazaba las lágrimas que no dejaban de supurar, aferrando su pequeña mano, estaba un infinito más allá de lo que soportaría.

Ella no paraba de rozar mi dedo anular, no dejaba de fulminar con ambos ojos destruidos mi anillo de matrimonio.

—E-eres la única persona que me ha hecho sentir... En verdad sentir, Michael.

Esperé ahí, sin hablar, impotente, soportando el ardor que me generaba esperar que aquello que comenzó a decir no sonara a lo que creí, que mis pensamientos ya no rasgaran mi alma, que mi llanto, que su llanto cesara.

—Incluso si no siempre habían sido los mejores sentimientos... Tú habías sido el único que podía hacerme sonreír o destruirme en llanto en menos de un instante. El único que me puede volver loca, y que me aseguraba de que no tenía que esforzarme demasiado para volver a amar.
—Lisa... ¿Q-qué... estás...?—mi tono se quebró sin haberme dado cuenta de ello. Mis ojos escocieron y el ardor me partía el pecho, la mente. La desesperación comenzaba a aflorar. No podía evitarlo.

Su respiración se agitó mientras limpiaba con urgencia enfermiza más lágrimas que salían. Dejó de observarme sin más, me olvidé de hablar.

—...P-por eso, me gustaría imaginar que no estarías bien si yo no estoy... No al principio al menos.

Negué con la mente en blanco, tratando como un demente de aferrar su mano mejor mientras sentía resistencia desde su tacto. Sabía que ella se había dejado caer, sabía a qué se refería, comprendí lo que vendría si no lo evitaba. No, no era verdad. No podía ser.

—Tan sólo... tan sólo desearía que supieras cuánto te amo, que hicieses algo por saberlo—añadió cerca de mí. Aprisionaba aún su mano y con la otra escondía sus ojos descolocados de mi vista. Sentí cómo mi respiración falló—. Quisiera que... pudieses enamorarte de mí, que me desees como lo haces a ella, que me beses porque mueres por mis besos y no porque careces de los suyos. Me encantaría que me tomaras en tus brazos, como la tenías a ella, y me dijeras que me amas también...
            —N-no... No digas que...

Con un aguijonazo dentro de mi pecho, la máquina que monitoreaba mi ritmo cardiaco a mi lado sonó. Mis palpitaciones aumentaban la cadencia, eran más rápidas a cada vez. El sonido era letal, aumentando con cada lágrima nueva que nacía de sus ojos, cada sollozo que me lastimó. Parecía una broma, una pesadilla.

Rogué entonces encontrar una maldita solución a su dolor lo antes posible pues de pronto me sentía demasiado débil para continuar. Suspiraba, cerraba los ojos para tranquilizarme y hacer el maldito pitido cesar, pero nada funcionaba. Sólo empeoró.

—¿Y qué quieres decir, entonces?—inquirí con voz ronca, inyectado de cólera. No sentía nada más—. ‘No eres tú, soy yo.’ ¿No es así?
—...No—se apuró a replicar, pálida, débil. Su voz se quebraba con el sollozo que brotó—. Eres tú... Tú que te has cansado de fingir. De seguir a mi lado, con todo esto... De ver cómo nuestra relación se ha ido deteriorando, y ninguno de los dos hace algo para poderlo evitar.
—Lisa... si he sobrevivido, ha sido por ti... Es gracias a ti que el tormento no me ha matado. La razón por la que el infierno que soporté no me llevó consigo. ¿No lo entiendes? Te quiero... Si tú no hubieras estado, yo ya me habría dado por vencido, yo...
            —...Si yo no hubiera estado aquí, ella aún seguiría contigo.

Un cúmulo de lágrimas, una punzada de ardor me partió al mirar, instintivamente, la puerta blanca por la que Rachel había desaparecido, revivía el cómo con ella, se me iba la vida misma.

Porque mierda, ya no sabía cómo sacarla de mi maldita cabeza. Años transcurrieron, vidas enteras en la que no deseé aceptarlo y me excusaba con los perfectos momentos que pasaba perdido en esa nueva esperanza que Lisa me brindó, en cada sonrisa, beso, caricia, cada atisbo de su corazón. Cada bendita vez que ella me había asegurado que todo estaría bien, siempre. Y aún así, no dejó de ser cierto que extrañaba a Rachel como un maldito demente.

Lisa y yo peleábamos, y yo sólo necesitaba escuchar la dulce voz de Rachel, ansiaba volver a perderme en su mirada gris, sentir sus manos frágiles rodeando mi cuello, jugueteando con mi cabello, con la tela de mi camisa. Mierda, sí, necesité de ella, necesito de ella ahora. Si no lo aceptaba ahora, enloquecería y sabía que de no ser por las máquinas que me mantienen vivo saldría de la habitación para buscarla sin más.

La deseaba, la necesitaba y moría por sentirla cerca de mí, sentir sus labios tocándome, sentir que una vez más, he hecho su corazón palpitar, escucharle decir que aún estoy dentro de ella, que aún sigo siendo lo que alguna vez signifiqué. Mirarla sonreír. Permear mi ser de esa sensación de olvido de todo cuanto detestaba de mí mismo.

Si tan sólo pudiese olvidarme de la forma tal en que odiaba mi debilidad, mi incapacidad de poder encarar a mi esposa. Dejar de odiar que ella me había puesto a salvo una y otra vez, que de nuevo, la estaba dañando sin razón. Odiaba mi cobardía, que más que palabras, lágrimas era lo único que podía escapar.

Nuestros llantos se agravaban, mi corazón no recuperaba su ritmo normal.

—Todo este tiempo... te he amado—musitó—. Lo he hecho... lo mejor que pude.
            —Lisa... Sólo... detente. Por favor...

Y se perdió, estudiando la máquina que resonaba a mi lado, la bolsa de plástico con el nombre de Rachel ahí casi a la mitad, más lágrimas nacieron, su mirada se destruía enteramente con sus ojos incrustados en los tubos que rodeaban mi piel, los conductos que se introducían en mis fosas nasales para ayudarme a que el oxígeno pudiese ingresar a mi cuerpo. Las agujas, el suero, las vendas que me cubrían las heridas.

Entonces, volvió.

—...Y-y es que ya he pasado por todo esto antes... No puedo permitir que mi vida se destruya por lo mismo otra vez.

Lo comprendí sin necesitar más.

Ese miedo de pensar en lo que le perforaba la mente, ese terror de que yo fuese nuevamente responsable de una tragedia más que ella tenía que soportar apareció sólo así, con sus ojos corrompidos, golpeándome sin piedad.

Una niña tan dulce, y hermosa ya había pasado por algo así antes. Me estrujaba el corazón comprender la atrocidad que yo revivía con cada una de mis debilidades. No podía evitarlo, la lastimaba, la dañaba bastante. El estar conmigo, el ser parte de ella era un suplicio que jamás debí haberle obligado a atravesar.

Pero no... quería perderla a ella.

—Avisaré a John de los papeles—sentenció, se removía sobre su sitio para poderse finalmente incorporar. Las lágrimas no parecieron importarle entonces—. M-me tengo que ir.
—...No.
            —Lo siento tanto...
—N-no, no... Lisa... ¡Lisa!—ardí por mantenerla así, aferrada a su mano que aún sostenía, sintiendo la necesidad de resguardarla así para siempre, llorando, gimiendo, deseando que no se fuese de mi lado, no así. Odiando el haber regresado tanto que nos costó haber dejado atrás.

Y fui incapaz. No con los millones de sentimientos que todo me barrían dentro, no al mirarla así, tan mal, tan ida, tan... lastimada en el interior, alejándose ya de mí.

Traté de removerme, de alcanzarle mientras la máquina a mi lado alcanzaba un ritmo letal. En un segundo una alarma a mi lado se había disparado y al siguiente, ni las lágrimas, ni mi vista nublada me hicieron pasar por alto los doctores y enfermeras que arribaron a la par. Tratando de tranquilizarme, de hacerme sanar mientras removían a Lisa con brusquedad hacia un costado.

Rachel no aparecía con ellos, no aparecía, no estaba ahí. Sólo mis lágrimas, mi temor, mi dolor avivándose entre el bullicio y los sollozos que mi esposa dejaba como ecos mientras la palabra ‘Morfina’ se deslizaba por los labios de una persona ahí, inundando sinfín de sensaciones al percibir ya el turbio líquido deslizándose por mi torrente sanguíneo. Asesinando mis sentidos.

            —H-hablaré con ella, Michael...

Lisa. Ella... la creí escuchar. El susurro nació como dentro de mis más dolorosas alucinaciones.

Ya miraba borroso, más oscuro a cada vez, y no quería cerrar los ojos, ya no más. No quería pensar en que aquella sería la última instancia en que vería las lagunas verdes que me enamoraron esa primera vez. No quería pensar que, al salir de esa puerta, lo sería todo, dejaría de ser parte de mi vida.

            —...Es... una promesa.

Alguien aferraba mis manos, mi pecho, una mascarilla cubría mi nariz, mis labios, mi última posibilidad con mis ojos cerrándose sin poder evitarlo. Un rayo negruzco nació, no advertía más nada. Se convirtió todo en un frío sueño de invierno. Una pesadilla en la que me quedaba sólo de nuevo.

Una en la que, sus sollozos, era lo último con lo que me quedé.


            —...Sé que harás lo correcto.

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