—E-estás... aquí...
El mundo
era otro, la realidad no existió, el pasado se evaporaba, y apenas me había
creído que pude siquiera susurrar.
—Hola...
mi amor...—se escapó aquella deliciosa alucinación de sus labios sin más, al
tiempo en que sus pies le hacían acercarse a donde yo me encontraba paralizado,
y una de sus delicadas manos cubría sus labios como si no fuese real lo que
justo acababa de ver. Que bien, tampoco yo lo creía.
Sus ojos
grises, sus labios, sus mejillas coloreadas, su cabello terminando a la altura
de su pecho, y no en sus hombros, como lo recordé. Su presencia, su calor
acercándose, su luz abrigando mi alma. Su voz, maldición, su voz llamándome de
esa manera.
Me ha
llamado ‘Mi amor’, ¿No es cierto? Lo ha hecho, maldita sea. No puedo creerlo,
no puede ser.
Con un
cuidado enfermizo, buscó trepar a la camilla que me sostenía. El colchoncillo
se removió y duras penas lo sentí, se acomodaba frente a mí, sobre mí,
fijándose en cada parte de la superficie blanda que tocaba para no lastimarme
mientras que su mirada ojerosa, lagrimosa, me doblegaba de inmediato, cuando me
percataba de la forma asesina en que me miraba de arriba hacia abajo, todo mi
ser.
Mis
pensamientos aún no se acomodaban del todo bien. Lo supe, pues mi vista aún
estaba borrosa, mi percepción brillaba de más, y no apreciaba como deseaba el
tono irritado que aniquilaba sus lagunas agrisadas. Me sentía mareado, irreal,
lejos y fuera de mi ser. Perplejo, enfermo. Porque no podía ser que mi realidad
fuese ella sólo así, negando asustada, impaciente, dándome la sensación de que
temblaba con cada media respiración que soltó y aún así pareciéndome
indeciblemente deseable, increíblemente preciosa.
Era la
misma de siempre. De la que me enamoré.
—Dios
mío...—gimoteó al haber encontrado la posición en la que ella sabía no me lastimaría
aún estando sobre mí, su voz sólo se dañaba más, sus ojos no dejaban de buscar
cada rincón de mi ser, cada parte que estaba lastimada—. Sólo mira cómo estás,
Michael...
Me bufé
débilmente, agrandando la sensación lastimosa de los pequeños tubos que tenía
incrustados en mi nariz. Era agonizante sentirlo, agobiante, sofocante, pero no
me importó.
—Tú...—susurré sin pensar, sonriendo sin buscar
intentarlo—. Tú estás... bellísima.
Creí
mirarla tratando de despojar algunas lágrimas que se le quisieron volver a
escapar. Trataba de detenerlas, rogaba hacerlas parar pero no servía de nada
más. Se deslizaban una tras otra, y más rápido que la anterior. Le lastimaba
mirarme, me lastimaba mirarla, me mataba, y como el mareo desaparecía, advertía
mi mirada volviéndose a nublar. Mis ojos se irritaban por la misma razón que
los de ella.
No quería
verla así, llorando de nuevo, no por mí, no ahora. No quería que se destruyese
de nuevo ante mí, si la última vez que ha sucedido nos he puesto a ambos en un
infierno más perpetuo que el que creía, más odio, más destrucción. No quería
permitirlo de nuevo.
¿Hace
cuántos abrazos que habíamos dejado sin vernos? ¿Cuándos ‘te amo’ perdidos nos
distanciaban? ¿Cuánto tiempo hacía que se lo quería decir? Quería romper a llorar,
romper mi corazón y recomponerlo con los trozos en los que hasta este día, ella
aún seguía viviendo. Porque vivía en mí, seguía en mí. Sin importarme el mundo,
lo que digan los demás, o el epitafio con el que podría llegar a cerrarse mi
vida. Estaba seguro de que ella jamás había dejado de habitar en mí.
La aguja
que perforaba la piel de mi brazo punzó, los pequeños tubos de plástico que me
proveían de oxígeno comenzaban a molestarme de nuevo. El sollozo que brotó al
mirarme quejar me partió, sentía que estaba tocando fondo.
—No tengo
idea... de lo que ha pasado conmigo...—mi voz nació no sin dificultad, aún
tenía la garganta un poco cerrada, seca indudablemente, y el nudo sólo me lo
dificultaba aún más.
Ella
suspiró y, sólo con respirar, sólo estando presente llegaba a hacerme sentir
importante otra vez, seguro, tan lejos de la abominable realidad.
—Una
deshidratación—se apuró a replicar, esta vez, en lugar de mirarme a los ojos se
concentraba en juguetear con la tela suave de la bata que me arropaba, frotaba
mi pecho, me hacía suspirar, me hacía recordar cada pequeño gesto delicioso que
le había llegado a extrañar. Aquello era tan suyo, tan de ella—. Haz colapsado
ayer por la noche, Michael. De pronto... tu hígado falló, tus riñones... tu
sangre no circulaba bien, tu presión no era la misma. Me dijeron que tus
glóbulos rojos bajaron sin más, y... y yo...
Mi débil
risa la interrumpió, y aún con mis párpados sintiéndose como dos piedras
inmensas sobre mis ojos alcancé a vislumbrar aquella misma bolsa de sangre que
seguía conectada de alguna manera a mis venas.
Sonreí,
una fina lágrima se me escapaba de pronto.
—...Y entonces has pensado en una
manera más de haberme salvado la vida.
Y sin
embargo, todo cayó.
Al virar
su mirada ya no me encontró, su silencio sólo se agrandó. Fruncía sus labios de
forma tal que me obligó a comprender cómo trataba de encerrar dentro un puñado
de gemidos de dolor más, una sarta de sentencias, miedos, y confesiones que,
aunque estaban ya ahí, ella no quería que se escaparan, y sólo les sabía
pujando por salir al mirar sus finos labios temblando a la par.
¿Había
sido esta la forma en que ella me miraba cuando estaba postrada en una cama de
hospital en California mientras yo le acompañaba? ¿Mientras yo, para variar,
era quien estaba de pie? El temor, las lágrimas, el miedo, el desespero, ¿Lo
había soportado ella sola cuando aquél terrible accidente sucedió, cuando todo
terminaba para nosotros?
Pero ella
en cambio, en ese entonces, me odiaba, me aseguré. Me detestaba y un solo tacto
buscando su piel era suficiente para hacerle estremecer contra el colchón, para
hacerle remover aún si su cuerpo estaba debilitado. Hoy estaba yo aquí,
estudiándola, mirándola otra vez llorar, contemplándome de la misma manera en
que la recordaba, y si yo le había quitado la vida aquella última vez... ahora
ella estaba salvando la mía.
Dándome,
como siempre, algo que quizá jamás merecí.
—...S-soy...
un idiota—negué y mis ojos se sellaban por el cansancio, por el ardor que
provocaba la irritación, el escozor que me juraba cada una de las lágrimas que
se avecinaban.
—No... No lo eres.
—Sí, lo
soy—aspiré y la miré otra vez, la sentí otra vez. Cada parte de su cuerpo que
rozaba el mío así fuese a través de las sábanas, cada atisbo de calor que emanaba
su piel contra mí. Una sola lágrima había salido y, ni mis pensamientos, ni mis
palabras, ni mis sollozos podían hacer justicia a todo aquello que su cuerpo
protegiendo el mío me hacía sentir.
Se llevó
sin más una mano lánguida a la altura de su pecho al tiempo en que sus ojos se
volvían a perder en cada parte de mi ser. Se irguió y, como me había sido
posible, miré el pequeño parche blanco que llevaba en su antebrazo derecho.
Su dolor
me lastimó.
—Quería darse... la noticia de tu
muerte...—susurró.
Negó
entonces, sollozó. Sus lágrimas se escaparon una a una haciendo eco junto con
las últimas palabras que me había confesado. Me sentí roto por dentro,
desquebrajado en cada partícula de mi esencia. Vacío, nada más. Y su dolor ya
no eran sólo sollozos, eran gemidos, llantos que me corroían hasta ya no poder.
—No sé qué mierda hubiera hecho... S-si
tú...
Mis
labios titiritaron a la par, el frío se agrandaba en pos de mi alma, y sin
embargo, ahí, cúmulos perfectos de recuerdos de nuestra vida pasada se
acomodaban de nuevo en mi mente. Se avivaban más a cada vez.
—Te había
dicho ya que me encanta que me hables con malas palabras, ¿No es cierto?—le
corté, pues no quería escuchar, imaginar siquiera el final de aquél enunciado.
No deseaba esperar por la mínima hipótesis en la que ella y yo,
irremediablemente estuviésemos separados por algo más que un muro de orgullo
que construimos.
Era ya
suficiente el suplicio que había atravesado, y no me imaginaba soportando ese tipo de final.
Se
recargó en mi pecho entonces aún temblorosa, enterrando ambas manos detrás de
mi espalda, ciñendo mi piel, mi cuerpo, uniéndolo todo de nuevo hacia ella. Y
la tomé, sin pensar, rodeé su fina figura con la fuerza que rogué tuviesen mis brazos
adentrándome en ése ser frágil que tanto tiempo me faltó, besando su cabello de
nuevo, sintiendo su aroma. Dejándome percibir la vida volver.
—Quería
estar enfadada contigo para siempre...—sentí su voz vibrando contra mi piel, su
voz temblorosa rompiéndose en otro sollozo que se estrellaba contra la fina
tela de mi bata.
Sus
palabras cesaban y caricias llegaron con el silencio que nació. Me ceñía y
aferraba de forma irreal, orgásmica. Me tocaba, me sentía, el paraíso amenazó
con volver al dejarme sentir que, entretanto, sus labios se pasaban por la piel
de mis brazos, por mi cuello, por mi clavícula y lo volvía a repetir. No
concebía el júbilo en el que me encontraba, maldita sea.
De todas
las personas, de todos aquellos que viven y que no agradecen lo que tienen, lo
que poseen, no sabía por qué me había tenido que tocar a mí. No sabía en qué
creer ahora, ni en cómo sobrellevar el resto del camino sin imaginarme, a mí, rosando
su cuerpo de esta manera una última vez más.
No pensaba
que, de irme, sus palabras se evaporarían sólo así, no lo imaginaba, no creía que
su mirada se largaría, que aquellos ojos grises se eliminarían sin más y como
si no hubiesen sido la razón primordial que me hacían entrar en calor en un día
lluvioso y lleno de penumbras. No podía pensar, dolorosamente, en que bien pudo
haberlo ya sido todo para mí.
Que se
esfumara todo el tiempo en que deseé que lo supiera, y que no hice nada al
respecto. Que ella supiera todo lo que no alcancé a decirle porque me quedé
pensando, todo cuanto me callé. Las calles que me faltaron por recorrer con
ella, los lugares, la gente que jamás nos vio, los te amos, los abrazos, los
besos, las caricias que me compartía. Imaginar siquiera que, sin mí, un cúmulo
de posibilidades mortales me partía el ser por mostrarme que, quizá,
encontraría a alguien más que llegaría a amarla como yo lo hice.
No, no lo
quería creer, pues la amaba, maldita sea, la amaba como un maldito enfermo y no
creí posible la forma en que mis brazos se habían sentido vacíos por creer que
jamás le abrazaría como hoy. Le amo y rogaba por decírselo ya, por jurarle que
jamás ha sido así para otra persona. Pensar en que, si tenía que ser, si un
ángel bajara para llevarme consigo, me negaría hasta el cansancio, hasta no
asegurarme de hacérselo saber todo a ella. Mi mundo se detenía, mi esencia, mi
alma, mi ser se congelaba. Por Rachel... estaba convencido de que el cielo
podía esperar.
Así
recordase que, desde hacía tiempo, ella ya no me pertenecía.
—¿Cómo te
has enterado...?—bisbiseé contra su cuello entonces, obligándome a apartarla un
poco al tiempo en que una incertidumbre asesina se escapaba de mi expresión.
Se
removió con cuidado, recuperaba la posición que antes tenía y sus ojos, para mi
gloria, se habían revitalizado un poco más. Se tranquilizaba.
—...Janet—musitó—.
Ha dejado una nota en nuestro departamento cuando volvíamos a casa.
Mi
hermana... Ella... ¿Estaba aquí? ¿Había llegado a la ciudad entonces? ¿Había
ido al departamento de Rachel para avisar? ¿Ha... visto a los chicos?
—Entonces, los chicos... Ellos... ¿Están
aquí?
Suspiró,
ya no como lo hacía, no de la manera en que me hizo calmar. Su mirada se
oscureció y aprovechó del silencio para remover los últimos restos de lágrimas
que quedaban.
Cada
segundo que tardó en contestar cortaba, y abría heridas en mi piel, en mi
seguridad, sentía como si el abismo volvería.
—Los vi
un par de horas luego de que yo había llegado al hospital—admitió dentro de un
deje seco, pesado.
Su mirada
descendió y se incrustaba en la forma en que sus dedos se anudaban a la altura
de su pecho. Mi desesperación sólo aumentaba más y más.
—Yo... he
discutido con Monica por haberme ocultado que había salido contigo la noche
anterior.
Me
entumecí, sintiendo como cada herida que ocasionaban las agujas perforando mi
piel se abrían. Todo se venía abajo y sin embargo recobraba su sentido al mismo
tiempo. Lo recordaba, revivía todo cuanto ocurrió.
—Oh, no,
no, Rachel...—titubeé, había sido tal la urgencia que emanó de mi tono que no
se demoró en mirarme de nuevo—. No quiero que discutas con ella, ¿Me escuchas?
Ella no ha sido, sino yo. Yo he tenido toda la culpa sobre ello.
—Pero,
¿Por qué?—negó, mirando mis ojos alternadamente, uno a la vez—. ¿Por qué no
querías que me enterara de que estabas cerca...?
—Porque
no sabía si querrías mirarme...—le miré, sin saber de dónde había tenido las
fuerzas para intentarlo siquiera, y es que ella jamás dejaba de ser la parte
primordial del dolor más grande que me consumía—. O si yo... soportaría la idea
de necesitarte cerca...
Y sin
pensarlo, sólo negó y una diminuta sonrisa se le escapó, se bufó débilmente
mientras su tono se combinaba con el de un fino llanto. Una de sus manos se fue
directa hacia mi cabello y comenzó a mesarlo con fragilidad, con cuidado, como
si, de cualquier manera posible, ella aún me pudiese lastimar.
Mi piel
se erizaba y me sentía en el paraíso infinito. No comprendí si era un sueño, o
si así fue que lo quise desear.
—No soportabas que te viese con tu
nuevo corte de cabello, ¿No es cierto?
Apenas le
oí, apenas podía percibir algo que no fuese la sensación hechizante que su
tacto dejaba al centro de mi pecho, por toda mi piel.
—¿Te... gusta?—logré
gimotear, mis ojos continuaban cerrados y aún así la realidad me traía a
rastras de vuelta a la misma camilla.
Una
risita exquisita, celestial, fue lo que me hizo mirar.
—Me encanta.
Y me
sonrió, tal como aquella primera vez en que me había enamorado de ella.
No podía
creer que aquella Rachel con la que había hablado por teléfono meses atrás
existía, no creía que aquella mísera conversación incompleta que tuvimos había
llegado a ser real. No podía concebir que, con ella aquí, así, perforando mis
sentidos con sólo una sonrisa, mi vida, mi respiración, mi razón de ser,
pudiese significar algo diferente a lo que ya anhelaba saber.
Entonces
quizá, si aún le importaba de esta manera, si salvar mi vida había sido su
prioridad, aquello que he creído era... real.
Mi mirada
se deterioró por apreciarle, la irritación ardió y no me importó.
—Entonces... respóndeme, Rachel.
—¿El qué?—su
gesto se destruyó en una incertidumbre infinita, su ceño se frunció atestado de
confusión, de silencio.
Mi
garganta se cerró. El nudo no perecía, sólo crecía y me impedía respirar con
normalidad, una punzada de temor mortecino me recorrió las venas enteras, el
frío se convirtió en cada única sensación. Tenía miedo, miedo de decirlo y sin
embargo, estaba seguro de que no lo quería dejar pasar. No de nuevo.
—Aquél día en que te llamé—susurré—.
L-lo último... que te he dicho.
El
silencio nació, se propagó por un puñado de segundos. Parpadeó un par de veces,
y una lágrima se le derramó mientras inconscientemente me ocupaba de capturar
la mano que ella aún tenía enterrada contra mi cabello. La miré y ardí, ella se
paralizó. Comprendí que tenía que decirlo si no quería estallar, colapsar de
nuevo y volver al mismo infierno que me puso a tender de un hilo.
Tenía que
ser verdad...
—Entonces... Sí... M-me amas,
¿Verdad?
Pero
antes que palabras, una lágrima se le salió. Sollozos, gemidos de dolor, de una
salida incierta se desplomaron frente a mí dejándome caer.
La puerta
de la habitación se había abierto de par en par y, como me tuve que obligar a
comprenderlo, mi esposa ya nos contemplaba a ambos con la mirada perdida,
irreconociblemente lastimada. Rachel se removió inmediatamente para poderse
alejar de mí y sin embargo, el sentir que Lisa se manifestaba, me dio un cúmulo
maldito de razones por las que no debía dejar que el amor de mi vida se alejase
de nuevo de mí.
Aferré
con fuerza la mano de Rachel y su cuerpo se detuvo aún junto al mío. Me fulminó
sin más con una terrible mirada de dolor, pero, irremediablemente, aquello
estaba lejos de interesarme siquiera. No tenía intención de ceder.
—L-lo
lamento...—la voz grave, temblorosa, y rasgada de Lisa se escuchó apenas, como
un leve susurro vago dentro de mis más olvidados pensamientos.
Y en el
mismo instante traté de que sus ojos estuviesen bien puestos sobre los míos,
sobre nosotros, sobre Rachel ahí, sobre la única razón que me había hecho
permanecer en la realidad por más del tiempo que creía. Lisa negó cerrando los
ojos y, al tiempo en que viraba con urgencia para volver a salir, Rachel
intentó poner resistencia una vez más. El más turbio quejido había escapado de
sus labios.
—...No—Rachel
gimoteó, estudiándola, se limpió acelerada las últimas gotas saladas que se
habían derramado sobre su rostro.
La había
detenido, había hecho, para sentir más mi rencor, que Lisa volteara.
—Yo ya...
me iba—añadió, y me impregnó de una alarma inmensa pese al tono tranquilo que
tenía.
Me obligó
a aferrar su mano con una fuerza mayor, me aseguraba de cómo mi respiración se
aceleraba, se entrecortaba y las posibilidades se me iban de las manos como si
se hubiesen evaporado de pronto. Una terrible urgencia carcomió mis entrañas,
bullía por debajo de mi piel.
—N-no, Rachel. No tienes que irte,
tan sólo...
—...Sí—me cortó—. Sí tengo qué.
Aniquilándome
con aquella misma mirada me hizo temblar. Sentía, sin concentrarme en todo lo
que pasaba, la manera en que no dejaba de imponer fuerza para zafarse de mi
mano.
No quería
que se fuera. No ahora. No cuando he tocado el paraíso de nuevo. No si, desde
el maldito instante en que me dejó, había sido esto todo cuanto había estado
deseando, la única cosa en la que pensé. No podía ser que ella quería...
marcharse de nuevo... Sólo así.
Ardí por
mirarla, mi aliento me sofocaba por cada segundo que transcurría sin poder
hablar.
—Pero, tú... te quedarás, ¿No es
cierto? No te irás... todavía.
Sollozó,
mis esperanzas morían mientras que, por su silencio y la lágrima que se le
salía, no lograba respirar bien, mi esófago ardía y mi voz no podía salir.
—Michael...
no me hagas esto ahora—su voz me aniquiló, se había destruido de nuevo—. Por
favor... yo... Lisa está aquí, ella... puede cuidarte ahora. ¿De acuerdo?
Lloró,
lloramos juntos un par de segundos. Imágenes rotas, escenas negras del momento
en que me abandonaba me impregnaban a la par, de aquella maldita vez en que, ni
tomar de su brazo con fuerza, ni haberle llorado había funcionado por poco.
—Sólo quiero que estés bien...
Una vez
más, había conseguido zafarse de mi agarre por fin.
—Si
quieres que esté bien...—el aire a duras penas me alcanzó para hablar. El
mirarla alejándose, caminando y sin dejar de observarme ahí, sin poder moverme,
aniquilaba cada una de las fuerzas que me quedaban—. Me esperarás fuera de esta
habitación. Porque quiero verte de nuevo tan pronto me sea posible hacerlo.
Su mirada
descolocada cayó, cubría sus ojos con ayuda de una mano temblorosa. Las ansias
me consumieron, cada segundo que pasaba en que ella no hablaba, y que Lisa se
limitaba a mirar, me pesaba más y más. Y es que, Rachel continuaba acercándose
a la puerta de salida.
—...Prométemelo—sentencié.
Así, sonriendo,
una última lágrima brotó. Tomó con cuidado el pomo de la puerta pulcra por la
que instantes antes había aparecido, sollozó, y permaneció ahí, parecía que el
hecho de que Lisa estuviese a sólo unos metros de ella, no le importara.
—Lo... prometo.
Se
marchó, y un vacío profundo y creciente llegaba a mi pecho. El silencio todo lo
atropelló. Me sentía inválido, inservible, abandonado, y más aún, terco a no
querer darme cuenta de lo demás. No deseaba estudiar la turbia manera en que
Lisa apoyaba su cuerpo sobre uno de los sofás que estaba cerca, ni me importó
el cómo me daba la espalda sin decir nada más.
La
discusión, la bofetada que me propinó, sus palabras aún ardían. No se habían
marchado a pesar del accidente, y más, desde ese maldito segundo me convencí de
que quedarían marcadas muy a mi pesar por más tiempo del que desearía. Y ella
lo sabía también. Estaba aún lastimado por dentro.
Un leve
quejido se le escapó.
—La he mirado... en el instante en
que yo había llegado al hospital.
Al
vislumbrar hacia el pequeño ventanal, me fue posible observarla sonreír. Me
removí con cuidado sobre la camilla, pues aún me tomaba esfuerzo para que cada
herida que ocasionaban las agujas en mi piel no calaran. En el momento en que
Rachel había aparecido toda sensación de molestia se marchó y, ahora, cada
sensación física regresaba y debilitaba más.
No pensé
en contestar. No sabía aún a qué se refería.
—Ella...
me gritó—añadió, tuve la sensación de que su voz se había quebrajado un poco—. Me llamaba, una, dos,
tres veces y perdí la cuenta de las ocasiones en que escuché cómo gritaba mi
nombre entre llantos, a pesar de que las personas que le rodeaban en la acera
no dejaban de gritar. Pero la ignoré, aún así entré de todas maneras.
—¿Q-qué...?
¿De qué estás...?—mi vista cansada se enfocó en su cuerpo erguido. Algo dentro
de mí ardió.
Dejó un
sollozo salir al virar hacia mí, sin siquiera esconder sus ojos irritados
detrás de sus manos, de su cabello, sin evitarlo más el llanto se desbordaba
más.
La
incertidumbre de no comprender lo que decía, o de sólo imaginarme el escenario
que planteó. Pensar en la malicia que atravesó sus intenciones al creer que,
mirar a Rachel ahí, llamándole, gritándole, no había importado un demonio para
ella. Y que, de no ser por mi hermana, Rachel quizá nunca hubiese podido arribar
aquí. Quizá yo no estaría aquí ahora.
Mi labio
titiritó, el nudo en mi garganta se agrandó mientras que, con cuidado, ella se
aproximaba, sus lágrimas se estrellaban con prisa hacia mi realidad.
—P-porque no... sabía que ella...
podría salvarte la vida—susurró.
Solté un
sollozo sintiendo mi pecho estrujarse, apretarse tanto que creí sufriría otro
colapso interno. Y miré sin meditarlo la bolsa de sangre de Rachel ahí,
tendiendo de un fino aparato a un lado de la camilla que me acunaba débil. Era
verdad, era lo cierto, y mi realidad sólo brillaba más.
Su
sangre, estaba dentro de mí ahora, su vida fluía por mi torrente sanguíneo,
venas, y arterias. Respiro porque ella lo hace a la par, permanezco aún aquí,
luchando, porque Rachel había renunciado a la sentencia que yo mismo le hecho
vivir, las penumbras, el abandono, la muerte... aquél terrible final. Sólo así,
ha decidido acercarse de nuevo a mi vida, devolverme la luz.
Un
gimoteo de dolor me bloqueó, me haló con él hacia unos ojos verdes inundados de
desgracia. Reaccioné y me apuré a limpiar una lágrima que había corrido por mi
piel, la detuve antes de que pudiese tocar la tela de mi almohada.
Lisa, a
mi lado, lució dolida, herida, débil hasta la médula. Irreconociblemente
contrario al carácter que me embriagó en primer lugar.
—¿Tienes
idea de en qué momento ha sido?—bisbiseó, con la mirada perdida en un punto que
no encontré. Las lágrimas finas que aparecían de sus ojos me perturbaban ya lo
suficiente.
Mi mirada
hizo entonces que sus ojos volviesen a clavarse en los míos. La estudié sin
hablar, sin respirar, con los puños cerrados. Todo era una revolución dentro de
mi piel.
—...Porque
yo no me he dado cuenta del instante en que sucedió...—continuó entre susurros
que tendieron de un hilo, casi irreales—. El momento en que nuestro
matrimonio... ya se había desbaratado.
—Lisa...—temblé
perdido en recuerdos, doliéndome aún lo ocurrido, todo cuanto nos lastimó.
La manera
en que ella tomaba asiento al borde de mi camilla me hizo caer en la cuenta de
que ya no podía parar de temblar, no podía mirarle directamente o pensar. Me
tomó la mano con un cuidado enfermizo, me rozó como si tuviese miedo de
lastimarme, como si temiera que yo creyera que intentaría algo más. El nudo
dentro de mí me perforaba la garganta. El sólo mirarla, atestada en una sonrisa
que ni por poco disfrazaba las lágrimas que no dejaban de supurar, aferrando su
pequeña mano, estaba un infinito más allá de lo que soportaría.
Ella no
paraba de rozar mi dedo anular, no dejaba de fulminar con ambos ojos destruidos
mi anillo de matrimonio.
—E-eres la única persona que me ha hecho
sentir... En verdad sentir, Michael.
Esperé
ahí, sin hablar, impotente, soportando el ardor que me generaba esperar que
aquello que comenzó a decir no sonara a lo que creí, que mis pensamientos ya no
rasgaran mi alma, que mi llanto, que su llanto cesara.
—Incluso
si no siempre habían sido los mejores sentimientos... Tú habías sido el único
que podía hacerme sonreír o destruirme en llanto en menos de un instante. El
único que me puede volver loca, y que me aseguraba de que no tenía que
esforzarme demasiado para volver a amar.
—Lisa...
¿Q-qué... estás...?—mi tono se quebró sin haberme dado cuenta de ello. Mis ojos
escocieron y el ardor me partía el pecho, la mente. La desesperación comenzaba
a aflorar. No podía evitarlo.
Su
respiración se agitó mientras limpiaba con urgencia enfermiza más lágrimas que
salían. Dejó de observarme sin más, me olvidé de hablar.
—...P-por
eso, me gustaría imaginar que no estarías bien si yo no estoy... No al
principio al menos.
Negué con
la mente en blanco, tratando como un demente de aferrar su mano mejor mientras
sentía resistencia desde su tacto. Sabía que ella se había dejado caer, sabía a
qué se refería, comprendí lo que vendría si no lo evitaba. No, no era verdad.
No podía ser.
—Tan
sólo... tan sólo desearía que supieras cuánto te amo, que hicieses algo por
saberlo—añadió cerca de mí. Aprisionaba aún su mano y con la otra escondía sus
ojos descolocados de mi vista. Sentí cómo mi respiración falló—. Quisiera
que... pudieses enamorarte de mí, que me desees como lo haces a ella, que me
beses porque mueres por mis besos y no porque careces de los suyos. Me
encantaría que me tomaras en tus brazos, como la tenías a ella, y me dijeras que
me amas también...
—N-no... No digas que...
Con un
aguijonazo dentro de mi pecho, la máquina que monitoreaba mi ritmo cardiaco a
mi lado sonó. Mis palpitaciones aumentaban la cadencia, eran más rápidas a cada
vez. El sonido era letal, aumentando con cada lágrima nueva que nacía de sus
ojos, cada sollozo que me lastimó. Parecía una broma, una pesadilla.
Rogué
entonces encontrar una maldita solución a su dolor lo antes posible pues de
pronto me sentía demasiado débil para continuar. Suspiraba, cerraba los ojos
para tranquilizarme y hacer el maldito pitido cesar, pero nada funcionaba. Sólo
empeoró.
—¿Y qué
quieres decir, entonces?—inquirí con voz ronca, inyectado de cólera. No sentía
nada más—. ‘No eres tú, soy yo.’ ¿No es así?
—...No—se
apuró a replicar, pálida, débil. Su voz se quebraba con el sollozo que brotó—.
Eres tú... Tú que te has cansado de fingir. De seguir a mi lado, con todo
esto... De ver cómo nuestra relación se ha ido deteriorando, y ninguno de los
dos hace algo para poderlo evitar.
—Lisa...
si he sobrevivido, ha sido por ti... Es gracias a ti que el tormento no me ha
matado. La razón por la que el infierno que soporté no me llevó consigo. ¿No lo
entiendes? Te quiero... Si tú no hubieras estado, yo ya me habría dado por
vencido, yo...
—...Si yo no hubiera estado aquí, ella aún seguiría contigo.
Un cúmulo
de lágrimas, una punzada de ardor me partió al mirar, instintivamente, la
puerta blanca por la que Rachel había desaparecido, revivía el cómo con ella,
se me iba la vida misma.
Porque mierda,
ya no sabía cómo sacarla de mi maldita cabeza. Años transcurrieron, vidas
enteras en la que no deseé aceptarlo y me excusaba con los perfectos momentos
que pasaba perdido en esa nueva esperanza que Lisa me brindó, en cada sonrisa,
beso, caricia, cada atisbo de su corazón. Cada bendita vez que ella me había
asegurado que todo estaría bien, siempre. Y aún así, no dejó de ser cierto que
extrañaba a Rachel como un maldito demente.
Lisa y yo
peleábamos, y yo sólo necesitaba escuchar la dulce voz de Rachel, ansiaba
volver a perderme en su mirada gris, sentir sus manos frágiles rodeando mi
cuello, jugueteando con mi cabello, con la tela de mi camisa. Mierda, sí,
necesité de ella, necesito de ella ahora. Si no lo aceptaba ahora, enloquecería
y sabía que de no ser por las máquinas que me mantienen vivo saldría de la
habitación para buscarla sin más.
La
deseaba, la necesitaba y moría por sentirla cerca de mí, sentir sus labios
tocándome, sentir que una vez más, he hecho su corazón palpitar, escucharle
decir que aún estoy dentro de ella, que aún sigo siendo lo que alguna vez
signifiqué. Mirarla sonreír. Permear mi ser de esa sensación de olvido de todo
cuanto detestaba de mí mismo.
Si tan
sólo pudiese olvidarme de la forma tal en que odiaba mi debilidad, mi incapacidad
de poder encarar a mi esposa. Dejar de odiar que ella me había puesto a salvo
una y otra vez, que de nuevo, la estaba dañando sin razón. Odiaba mi cobardía,
que más que palabras, lágrimas era lo único que podía escapar.
Nuestros
llantos se agravaban, mi corazón no recuperaba su ritmo normal.
—Todo
este tiempo... te he amado—musitó—. Lo he hecho... lo mejor que pude.
—Lisa... Sólo... detente. Por
favor...
Y se
perdió, estudiando la máquina que resonaba a mi lado, la bolsa de plástico con
el nombre de Rachel ahí casi a la mitad, más lágrimas nacieron, su mirada se
destruía enteramente con sus ojos incrustados en los tubos que rodeaban mi
piel, los conductos que se introducían en mis fosas nasales para ayudarme a que
el oxígeno pudiese ingresar a mi cuerpo. Las agujas, el suero, las vendas que
me cubrían las heridas.
Entonces,
volvió.
—...Y-y
es que ya he pasado por todo esto antes... No puedo permitir que mi vida se
destruya por lo mismo otra vez.
Lo
comprendí sin necesitar más.
Ese miedo
de pensar en lo que le perforaba la mente, ese terror de que yo fuese
nuevamente responsable de una tragedia más que ella tenía que soportar apareció
sólo así, con sus ojos corrompidos, golpeándome sin piedad.
Una niña
tan dulce, y hermosa ya había pasado por algo así antes. Me estrujaba el
corazón comprender la atrocidad que yo revivía con cada una de mis debilidades.
No podía evitarlo, la lastimaba, la dañaba bastante. El estar conmigo, el ser
parte de ella era un suplicio que jamás debí haberle obligado a atravesar.
Pero
no... quería perderla a ella.
—Avisaré
a John de los papeles—sentenció, se removía sobre su sitio para poderse
finalmente incorporar. Las lágrimas no parecieron importarle entonces—. M-me
tengo que ir.
—...No.
—Lo siento tanto...
—N-no,
no... Lisa... ¡Lisa!—ardí por mantenerla así, aferrada a su mano que aún
sostenía, sintiendo la necesidad de resguardarla así para siempre, llorando,
gimiendo, deseando que no se fuese de mi lado, no así. Odiando el haber
regresado tanto que nos costó haber dejado atrás.
Y fui
incapaz. No con los millones de sentimientos que todo me barrían dentro, no al
mirarla así, tan mal, tan ida, tan... lastimada en el interior, alejándose ya
de mí.
Traté de
removerme, de alcanzarle mientras la máquina a mi lado alcanzaba un ritmo
letal. En un segundo una alarma a mi lado se había disparado y al siguiente, ni
las lágrimas, ni mi vista nublada me hicieron pasar por alto los doctores y
enfermeras que arribaron a la par. Tratando de tranquilizarme, de hacerme sanar
mientras removían a Lisa con brusquedad hacia un costado.
Rachel no
aparecía con ellos, no aparecía, no estaba ahí. Sólo mis lágrimas, mi temor, mi
dolor avivándose entre el bullicio y los sollozos que mi esposa dejaba como
ecos mientras la palabra ‘Morfina’ se deslizaba por los labios de una persona
ahí, inundando sinfín de sensaciones al percibir ya el turbio líquido
deslizándose por mi torrente sanguíneo. Asesinando mis sentidos.
—H-hablaré con ella, Michael...
Lisa.
Ella... la creí escuchar. El susurro nació como dentro de mis más dolorosas
alucinaciones.
Ya miraba
borroso, más oscuro a cada vez, y no quería cerrar los ojos, ya no más. No
quería pensar en que aquella sería la última instancia en que vería las lagunas
verdes que me enamoraron esa primera vez. No quería pensar que, al salir de esa
puerta, lo sería todo, dejaría de ser parte de mi vida.
—...Es... una promesa.
Alguien
aferraba mis manos, mi pecho, una mascarilla cubría mi nariz, mis labios, mi
última posibilidad con mis ojos cerrándose sin poder evitarlo. Un rayo negruzco
nació, no advertía más nada. Se convirtió todo en un frío sueño de invierno.
Una pesadilla en la que me quedaba sólo de nuevo.
Una en la
que, sus sollozos, era lo último con lo que me quedé.
—...Sé
que harás lo correcto.
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