—¿Qué...?
Era como
si su impresión fuese una broma, como si el hecho de que mi aliento no volvía
al mirar a Michael ahí, pudiese lastimarme aún más. Muchísimo más. Inspiró
abruptamente, abanicando esas pestañas rizadas que tanto me encantaban sin
cesar.
Lucía...
cansado, eufórico hasta lo indecible. Debbie entonces resopló.
—Vaya, al
menos has aparecido en los últimos cinco segundos de la visita—ella dijo,
lanzándome una leve sonrisa que, ni por poco, logró que mi boca se dejase de
secar. Me di cuenta de que ni había dejado de mirar a Michael aún aferrando la
manija de mi puerta.
—¿Cómo?—tartamudeó
descolocado, negando. De esa misma forma que tanto recordaba, que tantas veces
atrás atesoré—. ¿Qué es... esto?
—Rachel
nos ha invitado a desayunar, ¿Recuerdas?—Debbie replicó—. Creí que estabas
ocupado trabajando y que... llegarías. ¿Qué estabas haciendo?
Le miré,
mientras que sus ojos marrones, agotados, se ponían ya sobre los de su esposa.
Aguardé y, como un leve nudo me obstruía el habla para no poder gritar, para no
poder chillar, sólo ansié por que su voz apareciera antes de que los malditos
estribos pudiesen abandonarme de nuevo. Deseaba que dijera la verdad que yo
conocía de una vez por todas, o colapsaría, no sabría en lo mínimo cómo diablos
reaccionar.
Michael
sólo suspiró, sabía que no lo diría.
—Y-yo...
estaba...—bisbiseó con simpleza, perdiendo su mirada en sus manos anudadas a la
altura de su cadera—. A punto de... cometer una barbaridad.
—¿Cómo?—ella
sólo rió, obligándome a fruncir el ceño. ¿Era una broma? ¿De qué se trataba
ahora?
Él de
pronto reaccionó, meciendo su cabeza como si buscara zafarse de un trance que
le aprisionaba. Su actitud, su tono de voz austero, su vista débil, sus miedos,
su mentira; no lo llegué a comprender aún, ni por poco.
—Yannick
nos está esperando abajo, Debbie—musitó él, dejándome helada, notoriamente
indiferente—. Sólo he venido por ti, eso es todo.
—Bueno—asintiendo,
y como siempre, con una mano bien puesta sobre su abultado vientre, Debbie se
le acercó—, al menos Rachel merece una disculpa de tu parte.
Descendió
su mirada un poco, ante el tono de reprobación que Debbie le soltó. Me sentía
excluida, por primera vez en una habitación en la que también estaba él. Ya no
era la tensión entre nosotros lo que me perjudicaba más, o la incomodidad que
sentía al recordar la última vez que él había pisado mi departamento, sino que,
ser sólo una persona que se entrometía entre la discusión de una pareja casada,
me carcomía a cada suspiro.
Más si
estaba segura de que, el hombre que formaba la mitad de ese matrimonio, es el
amor de mi vida.
—Lo... siento—sólo así, susurró.
No pude
evitar estremecerme al tiempo en que su voz me golpeó, el cómo me apreciaba.
—¿Eso es
todo?—Debbie le reprochó, enarcando una ceja de forma desafiante,
desesperanzada.
Él negó,
abatido mientras recuperaba la atención de ella, sin decir nada más, sin
dejarme a la más remota idea de siquiera pensar en soltarle cualquier palabra
pues, no estaba segura de si mi voz estaba destruida siquiera. Debbie resopló.
—Esperaré
abajo por ti, ¿Sí?—le rodeó y sin dar aviso, se abría paso para estar ya debajo
del umbral. Le dirigía una mirada insinuante a Michael sin siquiera esperar que
él virara para poderla ubicar.
—S-sí—le contestó.
Me helé.
Quise perder mi vista en algo que no fueran ellos, lo que sea que no fuese él,
y su patético esfuerzo por no tener que mirarme todavía. ¿Debbie se iba? ¿Sólo
así?
—Adiós,
Rachel—sacudió su mano con delicadeza para llamar mi atención, arrastrándome
fuera de mi descolocada mente, y sólo luché por sonreír—. Gracias por todo, ha
estado delicioso.
—Descuida,
Debbie. Cuídate—le devolví el gesto, ignorando por un instante la figura de
Michael congelada aún en frente de mí, o el apuro que me ocasionaba saber que
ella se iba. Era ya un alivio tremendo saber que mi voz se había escuchado a la
perfección.
Me
sonrió, con esa tranquilidad que sus ojos azules transmitían, y sin aguardar
más, sin pasar una vez más su mirada sobre la de él, de un paso desapareció,
cerrando la puerta con un cuidado que quebró el muro de tensión que se sintió a
la par.
Ese
silencio punzante fue lo que lo hizo reaccionar, y volvió entonces a mirarme de
nuevo. Entreabrió levemente sus labios y, por la forma en que parpadeaba, o el
primer titubeo que brotó, esperé que, por sólo una vez, le dificultara poder
mirarme a los ojos. El tono de voz que me clavó la noche anterior aún me hacía
sentir ridícula, patética si tenía suerte. Así que un poco de arrepentimiento,
era lo que deseaba obtener.
Al menos
hasta que pudiese contener las oraciones que ya se formulaban en mi mente
dentro de mis labios sellados.
—Rachel, lamento tanto no haber...
—...Debbie
me dijo que pasaste la noche afuera—zanjé sin evitarlo, apretando la quijada
sólo un poco para que aún no saliese nada más.
Negó
abatido, torciendo un poco su gesto agotado. Las ojeras, aunque marcadas,
recalcaban su expresión infinitamente más, le daba esa característica de daga
filosa a su mirada. Y la forma en que sus rizos ligeramente moldeados caían
sobre sus hombros con ligereza me dificultaba el poder concentrarme en lo que
decía, en lo que yo diría aún más.
Así, con
esas pestañas infinitas que le brotaban, con esa ceja negra, esos ojos, esos
labios, ese cabello largo, lucía más que perfecto, hermoso. Se parecía más a mi
Michael de antes, a ese que... dejé.
—Como Debbie dijo, estaba trabajando—espetó—.
Yo sólo...
—¿Estás seguro?
Al final,
su mirada baja me ayudó sin más a reaccionar, la forma en que se doblegaba. Se sentía
irreal que tal belleza se veía opacada por el temor de decir la verdad y,
aunque no era yo precisamente la que se hería por ello, aún me hacía
estremecer.
De sólo
recordar esas razones, esas explicaciones, mi pecho ardió.
—Lisa me
llamó—me crucé de brazos al hablar, esperando no sólo que la forma en que mis
palabras le hicieron temblar me amedrentara, sino que soportara su mirar.
Continuar así, firme, y con la voz controlada, de ser posible.
Me
estudiaba como si le hubiese dicho una broma de mal gusto, como si hubiese oído
mal.
—¿Q-qué...? ¿Cuándo...?
—Esta
mañana—repliqué, buscando reducir el tono seco que mi voz desprendía—. Justo
antes de que Debbie apareciera aquí.
Negó,
cabeceó incrédulo. ¿Era tan catastrófico para él el hecho de que su ex mujer
hubiese hablado conmigo? ¿Significaba tal perdición? Quizá si tan sólo una
explicación verdadera hubiera brotado de sus labios al segundo después de que
Debbie se marchó, la conversación para este punto, iría diferente. Y sin
embargo, aún así, decidí dejarlo mentir. Aunque no estuviese segura de que no
lo soportaría ni por medio minuto.
Media
sonrisa se me escapó, era ya inaudito el gesto turbio que se le ponía.
—Ella me
ha...—repuse, haciendo que él buscara volverme a mirar—. Me ha pedido perdón,
Michael... por todo.
Sentía
que una punzada de pena me atravesaba el ser, me sentía expuesta ante él,
patética. Se me quedó viendo como si aún la realidad no hubiese aparecido con
lo que recién le solté y hacía que el sentido, incluso para mí, aún no apareciera.
Había
reconocido esa perfilada voz grave desde los primeros susurros cansados que se
deslizaron desde el auricular. Justo abría los ojos, la luz del sol apenas y se
disipaba a través de los rascacielos que colindaban con la vista de mi ventanal
y, al percatarme de que el aliento me había faltado al comprenderlo, al darme
cuenta de que, de todas las personas, era ella
quien me llamaba, todo volvía ya a caer en su lugar.
No podía
ser real que Lisa me había contactado de esa forma, sólo así, no para decirme
todo ello, para relatarme razones, arrepentimientos, tristezas y toda clase de
temor, miedos del pasado, de lo que vivió, y también de el futuro. Pensé que
era una señal del cielo, que ese tipo de confesiones, fueran a parar desde sus
labios, y hasta lo más oscuro de las penumbras que yo misma me formé. Era algo
que, sin duda, jamás olvidaría.
Apreciando
como una perdida su rostro esperanzado, sus ojos brillando, me atreví a
quererme aproximar, sólo un paso antes de que la fina fragancia que su abrigo
soltaba pudiese comenzar a embriagarme.
—Es
probable que pienses que me he olvidado de ti ahora, pero estás equivocado—le
dije, contenida, más desesperada por entender lo que las palabras ocasionarían
en mi interior, no quería descontrolarme—. Te he extrañado cada maldito día y
mi corazón aún duele, y aún así, trato de estar mejor. Aún sonrío, y aún sigo
sin ti. Sé que te he extrañado, pero trato de mantenerlo ya todo sólo dentro de
mí. Aún me pregunto qué haces en tus días, cómo estás, qué haces, de qué
solíamos hablar, de la risa que se escapaba de tus labios, todo. Lo extraño
todo.
Tomé aire
para poder intentar respirar, rogando esconder lo que hablarle así al amor de
mi vida me provocaba. Tenía que entender que, para estos momentos, yo ya no
jugaba un papel primordial en su vida, no uno trascendental al menos. Cabeceé
sin mostrar emoción, encerrando de nuevo lo que su mera cercanía me generaba.
Sabía que
así era mejor, y aún así, quería continuar.
—Sólo
quería decirte... que a pesar de las peleas, o los gritos que nos hemos dado,
los desacuerdos, los errores y las lágrimas que nos lloramos, yo jamás, jamás
me he querido rendir. Así que, si alguna vez necesitas una mano, no dudes en
pedirme ayuda. Si quieres que me aleje, me alejaré, te dejaré vivir el embarazo
de Debbie en paz. Puedo... cambiar, Michael, yo...
—...Es
que no quiero que cambies—me cortó, encogiéndose de hombros de forma ansiada—.
Porque ya no serías esa misma Rachel de la que me he enamorado.
Un nudo
dentro de mi garganta pujaba por salir, se agrandó con la calidez que me chocó
al haber dado un par de pasos más a donde él se encontraba. Probar ese aroma de
nuevo, esa cercanía, era celestial. A veces, sólo quisiera olvidar lo que pasó
y abrazarle, aunque sea un segundo, aunque después me aparte otra vez, aunque
me pida que me aleje de él.
—Michael,
ya no soy... la horrenda persona que he llegado a ser. Ni siquiera me quiero
recordar así—como esperaba, mi voz se rasgó sin más, la debilidad ya la tomaba—.
Así que... sé que si lo supieras, si en tu corazón lo supieras en verdad, no
estarías esperando un bebé con otra persona, a menos que, esa otra persona... fuera
yo.
Aclaró su
garganta, descendiendo su mirada un momento más. Parecía no haber reaccionado,
y una pequeña sonrisa debilitada, abrumada, me lo aseguró. Generaba un temor
que me partía el estómago creer que mis palabras lo habían paralizado, llegar a
pensar que podría arruinarlo de nuevo, era letal.
—Sé que
ayer te hable como un idiota, Rachel...—susurró, casi dejando de respirar—. Pero
es que, sin mentirte, no paraba de sentir esta... esta tremenda revolución
dentro de mi piel. Ese enojo de saber cómo hubiesen sido las cosas ahora... si
tú... no te hubieses marchado de nuevo.
Sin darme
cuenta, al parpadear, noté por un leve dolor que la mirada se me irritó, una
fina brisa sentenciaba cómo se me humedecía. Él entonces se acercó un paso más,
y a pesar del nudo en la garganta, pude percibir cómo me invadía de inmediato
ese olor a perfección que siempre le caracterizaba, y cómo me obligaba a
aferrarme a ello y nada más.
No quería
llorar, no quería perderme de nuevo. No ahora, ya no.
—Ambos
tomamos... caminos diferentes—susurró con un tono que por mucho, deseé que
hubiese aparecido así ayer. Que más que lastimarme, calmara mis pensamientos,
mis dolores, mis batallas, que lograra que todo tuviese sentido—. Tú lo has
hecho. Y con esta distancia, me he dado cuenta de que, por más que traté, no es
posible devolver el tiempo al principio. A... nuestro principio.
Un
silencio profundo le atajó, no hablaba aunque sus labios temblaran como si aún
buscase las palabras. Era impensable el cómo me detenía en cada gesto que
tomaba su rostro, cada movimiento, cada respiración, o incluso la cadencia que
imaginaba tendría el ritmo de sus latidos. Era imposible que cada parte de las
razones por las que me había enamorado de él aún estaban, y aún así, sentía
que, a pesar de todo, cabía la remota posibilidad de poderlas soportar. Sin
esperar ya algo a cambio.
—No sé... qué decir—susurró.
—Está
bien—le quise tranquilizar, mientras agradecía para mis adentros que la
tonalidad de mi voz se hubiese repuesto un poco—. Sé lo que somos, y también lo
que no... Descuida.
Su boca
se volvió a sellar, comprendiéndolo, no me quitaba los ojos de encima.
—Sólo
quiero tu felicidad, con o sin mí...—continué—. Ayer te he dicho que te amo, y
aún así, si tu felicidad no está conmigo, estará con otra persona que quizá te
merecerá más que yo.
Perdí su
mirada, al tiempo en que él se removía sobre su sitio para rebuscar algo dentro
de los bolsillos del abrigo que llevaba. Un pequeño gesto de aprobación brilló
y, al detenerse, al volver, y no quitar sus ojos oscuros de los míos, se
aproximó sin aguardar un segundo más. Ya me mostraba aquello que había buscado
sobre la inmensa palma de su mano. Y en mi interior, todo comenzaba ya a
colapsarse.
Mi
camafeo...
—¿P-puedo...
tenerlo?—un sollozo que se atascaba en mi pecho brotó, al tiempo que, de forma
absorta, mis manos ya se encontraban tendidas hacia la suya. Era simplemente
increíble, imposible.
—Sólo si
prometes no devolvérmelo de nuevo... Jamás—y la más perfecta de las sonrisas,
el más celestial de los paraísos brilló en su gesto.
Una
risita disfrazada de sollozo se me escapó, y sin interesarme, sin buscar
detenerme, una pequeña lágrima se atrevió a salir, resbalándose por mi mejilla
entumecida.
—Lo prometo...
Con
cuidado, me lo dejó, lo estaba sosteniendo de nuevo. La joya se encontraba
intacta, luego del paso de los años, luego de todos los momentos, las risas,
los viajes que vivió. Estaba perfecto, hermoso, y más aún, recordé
inevitablemente el primer segundo en que, como ahora, mis ojos se habían
perdido innegablemente en ello. Volvieron los tiempos en que nuestro amor, lo
que ambos sentíamos era tan fuerte, tan infinito que, me había llegado a gustar
creer que jamás podría existir el más mínimo final.
Sorbí
lágrimas que ya no se detuvieron en detenerse. Mirándole, y envolviendo el
camafeo entre mis dos manos con fuerza, y con la plenitud de que jamás volvería
a alejarlo de mí otra vez, le encaré. Me digné en destruirme de nuevo, al notar cómo su mirada ya se
encontraba humedecida.
—Lisa...
¿Aún la... amas?—me obligué a pronunciar, atónita hasta la médula, doblegada,
con el corazón queriéndose salir por mi garganta. Muerta del temor que podrían
suponer las razones que le hicieron pasar la noche fuera de casa. Tan lejos de
su realidad, y tan cerca de todas las razones que... nos separaron.
Sin más,
y con media sonrisa que disfrazaba su nostalgia, se alejó, lo hizo hasta volver
a tomar con determinación la manija de mi puerta. Mis labios temblaron, y él sólo...
negó.
Sentía
que tocaba el cielo, después de tanto tiempo.
—¿Aún me amas... a mí?
Viró
hacia mí, y sin más, su boca de a poco se entreabrió.
—...No,
no me lo digas—le zanjé, pese a que estaba segura de que no podría hablar bien,
no podía pronunciar más palabras pues un nudo de terror abismal dentro de mi
garganta me lo impedía—. Ninguna de las dos respuestas me hará sentir mejor de
todas formas.
Se detuvo
entonces mientras que, con cuidado, y llevando su dedo índice hacia su
lagrimal, una pequeña risa deliciosa se le escapaba. Me llenaba el alma de
luminiscencia infinita.
Abrió la
puerta sin moverse, sin dejar aún de quitar de mí su mirar.
—Rachel, a mí... nada ni nadie me va
a impedir que te ame con toda el alma.
Una
lágrima más salió, y probé el líquido salado al tiempo en que una sonrisa
congelada se me dibujó. Miré el camafeo entre mis manos, y esa noche, el
instante en que él mismo me lo obsequió también volvió. Porque hace nueve años
no fue amor lo que nos quisimos jurar, sino otro tipo de luz, una... amistad
que tenía que ser perpetua.
Quizá con
el paso de los años, conforme nos fuimos enamorando se nos olvidó cómo mandar
al demonio la diferencia de edad, la diferencia de mundos de los que veníamos,
la expectativas, o lo que pensaran los demás. Fallamos, le fallé, y me fui a
olvidar de que lo único que quería era sólo tenerle en mi mundo, por siempre, y
eternamente, a su lado, con los sentimientos que fuesen, de la manera que
pudiese ser posible. No importaba más.
Ya no quería
perderle de nuevo.
—Michael, eres... Eres mi mejor
amigo...
Me sonrió
en paz, y sentí que todo de pronto comenzaba a girar, que nada más existía.
—Y tú, Rachel,
lo mejor que me ha podido pasar—y limpió un destello más que se le había
escapado, salió del departamento sin demorar.
Avanzando
entre un mundo de esperanzas, sin tener la fe de salir, me dirigí a mi
habitación para guardar en el alhajero de siempre esa joya que nos había
caracterizado a ambos desde siempre, esa parte que me recordaba que, cada
razón, cada sacrificio, cada sueño, cada esperanza suya que él me compartió aún
se encontraba intacta, perfecta pues aunque me marché hace años, aún en mi
ausencia, él todo lo cuidó sin querer descansar.
Me sentía
al límite, eufórica, libre, impregnada de alegría y plenitud, reconocía apenas
toda esa clase de sensaciones que desde hace edades había creído que jamás
volvería a encontrarme de nuevo, y de nuevo, todo había sido... gracias a él.
La mañana
se pasó casi desapercibida con cada instante que me demoré en alistarme para marcharme
a trabajar, con cada segundo más en que me volvía a fijar cómo descansaba el
camafeo dentro de mi alhajero y cómo me obligaba a creer que no se trataba ya
de una ilusión, de que era real... de que él
había vuelto. Era inaudito el hecho de que buscaba mis materiales de
trabajo con una sonrisa y, aún más, escuchar los corajes, quejas, e
insatisfacciones que me lanzaba mi mejor amiga, era ya una infinita sorpresa,
algo que hasta a mí me llegaba a desvariar.
Y ni los
resoples, maldiciones, u ojos en blanco que me ponía Monica podían hacer
destruir mi semblante. Era imposible pensarlo siquiera.
—¿Y quién
diablos es esta Debbie Rowe? ¿De dónde rayos salió?—me zanjó, con los ojos bien
abiertos, penetrantes. No había otra manera de confirmar lo cabreada que se
encontraba además del tono chillón que le aparecía al hablar.
Miré
impaciente el reloj que descansa a un lado de nuestro televisor; ya se me hacía
tarde para el trabajo.
—Te lo
dije, la he conocido desde hace años—le dije con desinterés, abrochando el
último de los botoncillos de mi saco—. Es la enfermera de Michael, Monica.
—Pero, ¿Cómo es que yo no sabía de
ella? ¿Cómo es posible que...?
—Quizá...
quizá sí la has llegado a ver por ahí, sólo que... no le tomaste importancia—me
encogí de hombros, y me atreví a rodear su cuerpo postrado a mitad de la
estancia para reunir un par de cosas más que necesitaría. Siempre con la mirada
baja pues, toparme con esos ojos azules y fulminantes ahora, no era una opción.
No sabía cómo terminaría con su coraje—. Hay decenas, y decenas de trabajadores
de Michael de los que jamás te llegué a hablar.
Se bufó
con escepticismo. Extrañamente, me ayudaba con una carpetilla que no entró con
facilidad a mi portafolio.
—Me has
hablado de Kai, ¿No es cierto?—espetó—. ¿Cómo se te iba a olvidar hablarme
acerca de esta mujer que resulta ser ahora la mujer de Michael?
Suspiré,
presionando con fuerza el puente de mi nariz. Era ya más de media hora desde
que ella había aparecido, y ni un solo segundo de paz desde que comenzó nuestro
tema de conversación. Me sentía reprendida, podía palpar su reprobación, se
tocaba la incredulidad que derrochaba su voz con cada palabra.
—E-es...
diferente—musité con simpleza, de inmediato tomando con ambas manos el maletín.
Tenía que irme y, si no comenzaba a actuar, sabía no me dejaría irme sólo así,
tenía que pensar rápido—. Kai y tú son chefs, creí que te gustaría conocerla.
Debbie era una persona callada, amable, y acomedida. Jamás se interpuso y... no
lo sé, yo... jamás le tomé importancia en realidad. No sé cómo explicarme.
Resopló
vencida, y sin más, se dejaba caer contra el más grande de los sofás. Negó, y
aún así, a pesar de la manera en que sus ojos se sellaban con fastidio, lució
como si justo lo hubiese terminado de comprender. O bien, aceptado. Y era sólo
el comienzo para mí también; ella sólo era la primera con quien lo comentaba.
Me
estremecí. No va a ser nada fácil decírselo a los demás.
—¿Y ahora
qué?—preguntó en paz, ubicándome por encima del respaldo de donde estaba. Sus
ojos se agrandaron esperanzados, frustrados, contenidos, tristes. Sabía que
esperaba mil y una respuestas de mí y aún no tenía ni idea de cómo decirle que
no había ninguna, no aún. No nada diferente a la idea de mantenerme al margen
con todo sin hacer que le rompa el corazón el hecho de que no intentaré nada
ahora.
Me
quedaba ahora sin respuestas, sin habla, sin tiempo, sin las fuerzas
suficientes para cargar con esa mirada entristecida ahora.
—Ahora,
debo irme al trabajo—como pude, me comencé a alejar. Quisiera o no, sabía no
encontraría otro momento oportuno como este para intentar tener la conversación
terminada. El señor Zelner ya me aniquilaría de cualquier manera por el retraso
con el que ya salía de aquí.
—N-no,
vamos—de un salto, me alcanzó, logró detenerme aferrando mi muñeca mientras que
mi mano libre se detenía en la manija de nuestra puerta—. Me has contado que le
dijiste a Michael que es tu mejor amigo. ¿Lo verás más seguido entonces? ¿Serás
su amiga en verdad?
Y sus
ojos azules y brillantes se clavaron en los míos como dos dagas paralizadoras.
Suspiré, y como sabía la fuerza me faltaba, aferraba más el pomo de la puerta
para poder hacerla ceder. No quería tocar el tema así ahora, no frente a la
principal promotora de lo que Michael y yo solíamos tener.
Ni
siquiera yo sabía de una respuesta verdadera a esa maldita pregunta.
—No lo sé—susurré,
mientras que la fuerza con la que ella seguía aferrándose a mi cuerpo,
descendía—. Quiero decir, quiero ser su amiga, pero luego, ya no lo quiero.
¿Sabes? Digo, ¿Cómo puedo ser simplemente amiga de alguien cuando cada vez que
le miro, lo único que pienso es cómo no dejo de desear ser algo más?
Se apartó
con cuidado, asintió sin decir nada más.
—Quizá...
debería darle espacio, al menos hasta que llegue el bebé—y ubiqué detrás de
ella el mismo reloj, un prominente dos de la tarde que me heló el pecho de
inmediato, que me hizo tambalearme y poner un pie fuera de ahí—. Y... tengo que
irme. Ahora.
Sus
labios se entreabrieron como si buscase añadir algo más, sus manos se elevaron
como si quisieran buscarme. Me aproximé, le corté las ideas con un leve abrazo
que dejé en su cuerpo y al mecer su cabello azabache con desinterés me las
ingenié para dejar de sentirme presa de esa misma mirada bonita y preocupada.
Dejé a mi mejor amiga con una palabra en la boca que ya no me apeteció ni
imaginar.
Se
percibía un aire vacío y lleno de tensión en mi oficina al arribar. Mi jefe, el
señor Zelner ni apareció, Johanna, mi supervisora de piso se encontraba un poco
ocupada atendiendo una de sus importantes citas bimestrales que mantenía con
los otros directivos del área y ni tiempo le dio de interrogarme sobre los diez
minutos en los que me demoré en llegar. Aún con sonrisas enormes, recordaba los
meses en los que ella se había sentido atraída por Chandler, no podía creer que
incluso llegaron a salir, o que a él no se le ocurrían maneras de decirle que
no le apetecía mirarla de nuevo. Las burlas de Joey y Ross acerca de la máscara
de pestañas de Johanna moviéndose de su sitio siendo una razón por la que
Chandler se disgustaba, aún eran conversación en nuestras noches normales.
Incluso Monica lo llegaba a mencionar.
Pasaba
por su oficina de vez en vez, en una ocasión para revisar algunos pedidos con
los proveedores de la temporada y otra más para saludar a unos compañeros con
los que me había topado. Estaba avispada, inquieta, sonriente, sabía que
extrañamente, me encontraba ligeramente feliz, y si a ella le extrañaba de por
sí mirarme con un rostro diferente a todas aquellas miradas tristes que me
conoció, yo me encontraba fascinada. Es por él, pensaba, es por Michael. Es por
esto que nos ocurrió, por esas palabras que nos cruzamos a pesar de que, muy en
el fondo, me quería convencer de que no las escucharía de nuevo en un largo
tiempo después.
No me
importaba pues, como siempre, él lo podía todo. Y si alejarme por un tiempo era
lo que tomaba para que todo volviese a no como cuando éramos sólo él y yo, sino
como al principio, cuando éramos amigos. Lo haría. Pagaría cualquier precio
existente con tal de volver a tenerle muy dentro de mi vida, a Debbie, a esa
ilusión que pronto iba a llegar, a él, de cualquier manera que pudiese ser. Se
me agrandaba la sonrisa cada vez que lo pensaba y, sin esperarlo, encontrarme a
Tag en la hora del almuerzo ni siquiera lo opacó. Había sido su silencio, el
cómo se alejó lo que me puso de un momento a otro... raramente extrañada.
Mierda,
lo olvidé. ¿Cómo iba a explicarle lo que ocurrió anoche? ¿Cómo decirle a quién
ha sido que visité? Ni siquiera sabía cómo se había marchado de mi
departamento, si cuando volví de casa de Michael, ya no había rastro de mi
novio ahí. Nada en absoluto, pese a que sus miradas tristes y apenadas,
consternadas me lo sentenciaron a un grito que no sonó, me lo juraba sin
siquiera hablarlo.
No había
sido sino hasta media hora después de que el trabajo había terminado, que en
medio de la oscuridad de nuestro parque favorito, y meciéndonos sobre un juego
de columpios que, para variar, me observó. Sólo nos habíamos saludado, a duras
penas, y comprendí su razón, le conocía. Tenía que hablarle del tema.
—Te debo
una... explicación, ¿No es cierto?—le quise mirar, dejar de perderme por un
momento en cómo mis pies rozaban con la fina tierra por la forma en que nuestro
columpio se mecía.
Se
encogió de hombros, dando otra calada más al cigarrillo que tenía por la mitad.
No lucía molesto o angustiado, aunque sí serio, fuera de sí.
—Como
gustes—musitó, entonces dejaba el humillo blanco salir—. Ya me he acostumbrado
a tu falta de explicaciones, o a tus acciones irracionales. Es como, parte del
paquete que viene incluido por ser tu pareja.
Le miré,
en un instante en que rogué que mi garganta no comenzara a punzar. Ya me dolían
esos ojos cargados de indignación y, le conocía, estaba segura de que no estaba
molesto, sino triste, y sólo yo le había puesto así. ¿Cuántas eran ya las veces
que lo había repetido? ¿Cuántas veces le había dicho realmente la verdad?
Ni una
sola vez.
—Si no te lo he dicho... es porque
no quiero que te enojes conmigo—susurré.
—No
podría estar más perturbado que ahora, si es lo que piensas—musitó, lanzando
por los aires la colilla del cigarrillo, lanzándole puñados de arena con ayuda
de su pie—. Incluso, ya lo estoy imaginando.
—¿De verdad?
Me
observó, tenía una sutil expresión de burla que noté a pesar de la oscuridad
que nos rodeaba.
—Viste a tu ex novio, ¿No es cierto?
Me
entumecí, aferrándome con más fuerza hacia las cadenas para que él no lo
notara.
—¿C-cómo lo...?
—...Por
tu mirada—me estudió, ya con ternura. Sus lagunas preocupadas de pronto me
comenzaban a brillar—. Tus ojos siempre brillan así, o vaya, se manifiestan
así, cuando sé que algo se trata de ese tipo.
Su mirar
sin más descendió y, callado, dejándome con la boca seca, con mis pensamientos
atascados, sólo suspiró. Era increíble que, por esta vez, la verdad había
salido sólo así, y aún, el nombre de Michael no aparecía. Cada vez me creía más
lejana la ocasión en la que podría siquiera suceder.
Él jamás
lo imaginaría, y si lo escuchara ni por poco lo llegaría a creer. Cada que
tocábamos el tema yo le ocultaba siempre la misma parte de la realidad y aún
así le dejaba con falta de certezas. Lo sabía, me sentía mal, y seguía
haciéndolo. No podía ser.
—Quiero
que sepas... que nada ocurrió—titubeé certera, mientras que pequeños atisbos,
partes de luz de aquella escena de esa misma noche se comenzaban a deslizar por
rincones oscuros de mi mente. Rogaba por decir cuántas partes me fuesen
posibles de la verdad.
Su mirada
oliva de pronto había vuelto conmigo. Un leve alivio se percibió.
—¿Y sabes
algo?—añadí—. Él ahora... está esperando un bebé con otra mujer. Así que puedes
perder cuidado.
—¿En verdad?
Asentí,
colocando detrás de mi oído un mechón de cabello que la brisa me había
descolocado. Era una pequeña parte del principio, pensé, y quizá, se pondría
incluso un poco más fácil si, luego de Monica, una reacción como la de Tag no
me hizo desear echarme a gritar.
Esperaba
que antes de que me diese cuenta siquiera, pudiese ya ser capaz de escuchar el
nombre de Michael sin tener que sonreír como reacción, pensar en él, mirarle en
una fotografía sin desear tocarle, o más aún, sentirle cerca, acercándose a mí
sin querer... amarle en el mismo instante. Estaba segura de que no sería fácil
y, aún así, sentía cómo el cambio de expresión de Tag, esa nueva ligereza ya
comenzaba a hacérmelo todo más sencillo.
—Debió
ser... duro para ti, el haberte enterado—susurró, mecía con ternura mi cabello
al notar que éste aún no cedía. Una pequeña sonrisa se me escapó.
—No tanto
como creí—musité—. El tiempo, y tú también, me han ayudado a mirar un poco las
cosas con mayor claridad.
Una de
sus risas, de mis favoritas, se le salió. Era entonces un sueño que de pronto
su mano, de estar cerca de mi cabello, se extendió hasta rodear mis caderas con
su brazo, me ciñó delicadamente más hacia él.
—Me alegra haber sido parte de ello.
Me da gusto saberte así, Rach.
Su voz
había salido claramente más relajada. Por Dios, me agradaba hasta lo indecible
eso de él. Jamás le apetecía hacer grandes dramas, si teníamos algún problema
se aferraba del humor, de la simpleza para zafarnos de ello y sin más todo
volvía a ser igual. No había reproches, no había problemas, no había gritos, no
había lágrimas, nada.
Le
devolví la dulce sonrisa que me dedicó absorta, sin darme cuenta siquiera, y de
pronto me encontré con una oración, una simple idea más que, ya me aseguraba,
se haría más llevadera con cada vez que la pudiese pronunciar. Quería sonar lo
más convincente posible respecto a ello.
—Además
de que, es muy probable que no vuelva a verle, en mucho, mucho, mucho tiempo
más. Porque sé que él...
El
zumbido que mi localizador vibrando provocó dentro del bolsillo de mi abrigo me
hizo parar. Lo tomé al tiempo que Tag se apartaba, me observaba con
detenimiento mientras ambos nos percatábamos de que el número de procedencia,
era el de mi hogar.
—Es...
Monica—murmuré, absorta, aún con la mirada perdida en la pequeña pantalla.
Tag
rebuscó pronto algo dentro de su maletín.
—Aquí
tienes—sin más, me tendió un enorme teléfono móvil que había adquirido hace
poco. Lo tomé con cuidado pues, pesaba, y con saber la fortuna que la había costado
tenerlo, me ponía nerviosa de sólo tenerlo entre mis manos cada vez.
—Gracias—estudié
el aparato por un par de segundos hasta que él, despreocupado, me señalaba el
pequeño botón que lo encendía.
Marqué
sin esperar nuestro número y, ni siquiera dos tonos después, la llamada inició.
—¿Rachel...?—de
pronto, la voz de Monica relució—.
¿Rachel, eres tú?
Se oía
más aguda, un tanto angustiada, incluso más apurada que el nivel que la misma
Monica podía contener en el pequeño altavoz que era su linda voz.
—Soy yo,
Mon, tranquila—susurré, y traté de aferrar más el auricular a mi oído para
obstruir el sonido por el que seguramente, Tag luego me preguntaría—. ¿Qué es
lo que ocurre?
—Tienes
que venir a casa, de inmediato. Ahora.
—¿Qué?—mis
pies se derraparon sobre el arenal, busqué como pude la oportunidad de
incorporarme y pararme en el acto—. ¿Por qué? ¿Qué es lo que...?
—Es
Michael...—zanjó.
Y un
atisbo de terror, de miedo se disparó desde la punta de mis pies hasta el
centro de mi cabeza. La boca se me secó. No evitaba creer en un cúmulo de
tragedias que ya conocía posibles gracias a esos malditos recuerdos, a esas
incontables veces en que lloré, en que todo se me venía, sin más, abajo. Todo
se desplomaba. Y Tag, ya detenido a mi lado, ni lo podría parar.
Se
escuchaba a ella tomando aire, hiperventilando, y una serie de ruidos discretos
más allá.
—...Debbie...
está a punto de dar a luz.
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