domingo, 4 de diciembre de 2016

Capítulo 76: "Increíble"


Después de la luna de miel de mis mejores amigos, evidentemente, el departamento morado y que siempre creí que era un 'hogar para niñas' ya no fue un lugar para mí. Quisiera o no Monica y Chandler justo comenzaban su vida marital, y a pesar de sus negaciones o miles de alternativas decidí que era momento de salir de ahí, y aunque había sido fulminantemente doloroso, fue a partir de ahí que todo se fue acomodando.

El departamento de junto, el de Joey, había sido la primera opción a pesar de que poco duró. Por más que me era cómodo, y mínimo el cambio, con siete meses de embarazo y una barriga que ya era más inmensa de lo que pensaba, toparme diario con las chicas que él solía llevar a casa cada mañana en la puerta del baño para tener que ser escuchada vomitando de vez en vez no eran los ratos más agradables. Ambos acordamos que no funcionaría y, al final, acordamos que vivir con Ross era el menor de los males siendo que vivir en el departamento de Michael no era una opción. Él con regularidad viajaba, atendía negocios, cuidaba de sus hijos y de su trabajo como a lo largo de su vida lo había hecho y, eventualmente, quien solía encargarse de acompañarme a las visitas médicas además de él, era Ross. Con el tiempo, él se había convertido también en gran parte de esto.

Cumplía apenas una semana en ese departamento y no paraba, iba, venía y me mantenía ocupada casi todo el tiempo. El trabajo en la empresa marchaba bien, y sorprendentemente, también lo hacía el plan de soportar las preguntas referentes a mi embarazo siendo que, junto con Michael, habíamos ideado un plan en el que Ross se ofrecía a decir que él era el papá de mi bebé sólo para no tener que dar más mentiras de las necesarias cada vez que me lo cuestionaban. Era incómodo, raro, y los tres lo creíamos, pero sanaba saber que con ello todo sería más fácil y que, pensar que ya sólo faltaban menos de dos meses para que el viaje terminara, era sólo algo que restaba disfrutar.

Los últimos días me había sentido tan en paz, tan llena de vitalidad, tan relajada y contenta, que pensar en el trabajo, pendientes, o circunstancias actuales no me molestaba, al contrario, adoraba perderme en la forma en que con el paso de los días el semblante de Michael más brillaba, amaba la espera que ardía en su pecho ante la luz que permanecía ahí, dentro de mí y creciendo, siendo el motivo de volver a ser nosotros otra vez, no como cuando nuestro amor comenzó sino como antes, cuando una eterna amistad era lo único que nos jurábamos. Me encontraba ahí, deseando que aquellos momentos jamás terminaran, que perduraran, así me comenzara a temer lo que vendría después. Aún quedaba un asunto más por atender.

Ross, una tarde de otoño conoció a una chica en Central Perk, Mona, con su bonito cabello corto rubio, y su sonrisa despampanante, con el tiempo fue conociéndolo mejor y apegándose más hasta comprender que no sólo tenían personalidades parecidas, sino que compartían aptitudes, intereses y gustos, y tenían hasta un divorcio en común. Por lo mismo, su relación avanzaba y cada día que pasaba se unían más, se integraba más aunque bien, ni ella había sido excepción a nuestro plan, y desde el principio comprendió que, era Ross, el padre de mi bebé.

Sabía que no le había comentado que dadas las circunstancias yo me había mudado con él por temor a que no lo comprendiera, o a que creyera que eso causaría un ambiente más incómodo que funcional, pero me aterraba que el que ella aún no lo supiera pudiera suponer un problema para él, para mí, para el bebé que esperaba... o incluso para Michael.

Suspiré. Esa mañana, en casa, celebraba que me había zafado de ir a trabajar luego de haber alegado que aún tenía que desempacar algunas cosas, incluyendo los obsequios interminables que mi mamá juntó en la fiesta de regalos para el bebé que me organizó como compensación por no poder asistir al día del parto por cuestiones del trabajo y, hasta ahora, dolorosamente lo único que había logrado era terminar de desempacar, comer, ir al baño unas siete veces como mínimo y lo más importante, perfeccionar mi truco de enderezar una lata de soda encima de mi enorme vientre sin tocarla; lo más productivo que había hecho en todo el día.

—Hola, Rach—Ross llegaba del trabajo, dedicándome la misma sonrisa radiante de siempre al llegar.
—No, espera, espera...—poco me importó y continué tirada en el sofá, tensándome y tratando una vez más, e incluso probarle que podía hacerlo, podía hacer que la endemoniada lata de soda permaneciera sobre mi barriga sin más. Sí, casi no respiraba por no moverme pero lo victoriosa nadie me lo quitaba—. ¿Lo ves...?

Se echó a reír negando, simulando que me dedicaba unos perfectos aplausos silenciosos.

—Veo que por fin terminaste de instalarte, ¿Eh?—musitó, echando un vistazo al resto de la estancia y, más que nada, al rincón en el que solían estar amontonadas todas mis cosas.
—Justo terminé de desempacar las últimas cajas que quedaban—contesté, y me incorporé por fin, para mirarlo mejor.

Tenía pereza, pero debía hacer algo para zafarme del aburrimiento que ocasionaba estar ahí rodeada de figuras de dinosaurios, libros, fósiles falsos y una colección de videos que sólo eran documentales del Discovery Channel acerca de algo muy, muy aburrido que le ocurría a alguien demasiado feo en la Edad Media.

Ya había comido, ya había dormido de más, ya me había duchado, ya había soportado la pereza suficiente y hasta ahora, sólo quedaba desempacar, y también, pretender olvidar el sufrimiento que conllevaba el saber que Michael no estaría para celebrar el fin de año a mi lado. Una punzada de pesadez me atajaba de pronto cada que volvía a pensar en ello.

—Me parece muy bien—dejó entonces las cosas que aún llevaba sobre la mesa del comedor—. Oh, y... lamento haber tenido que salir de aquí temprano. Lo que ocurre es que en el trabajo ha habido un incidente que...
—...No te preocupes, Ross—le corté con suavidad, buscando tranquilizarlo—. No ocurrió nada. No he sentido malestares durante los últimos días, tranquilo.
—Pero aún así...—insistió dolido, con su típico rostro angustiado, tomando asiento justo a mi lado—. Ese era el trato, ¿Recuerdas? Era la razón por la que te quedabas aquí. Porque se suponía que conmigo serían más... rápidas las atenciones.
—Pues, estoy aquí, y no me ha faltado nada. Relájate, ¿Quieres?—alboroté sus cabellos con desinterés, aunque demasiado. Esperé que no se molestara por ello.
—Está bien—sólo sonrió y noté después, el cómo miraba mi vientre—. ¿No ha pateado hoy?
—No... —dejé un susurro frustrado salir, comenzando a acariciar casi al instante la muy protuberante superficie en la que se había convertido mi vientre—. No ha querido moverse hoy. Quizá le he transmitido toda la pereza que siento.
—O quizá, no será un futbolista después de todo.

Se bufó y al ponerse de pie de nuevo se alejó a tomar el periódico que descansaba sobre la mesita del recibidor. Le seguí con la mirada extrañada, sin evitar fruncir el ceño un poco.

            —¿Piensas que será un niño?—le pregunté.
—Podría ser...—replicó aún de espaldas, encogiéndose de hombros—. ¿Tú no lo crees?
—No tengo una idea... No he querido enterarme del sexo del bebé en las ecografías. Siempre he querido una niña, pero luego pienso que, como el último bebé de Michael ha sido una pequeña, quizá vuelva a tocar barón.

La verdad es que a los siete meses, no sentía que la barriga se me veía inmensamente enorme, en realidad. No tanto como lo miré en las fotografías que me había mostrado mi madre en la fiesta que me hizo. Claro que en esas fotos ella estaba a punto de tenerme, y parecía que la barriga que le había tocado tener haría que sus piernas se doblaran de un momento a otro.

Masajeando con dulzura mi vientre endurecido, y suave a la vez, calmado, me pregunté qué tan cierta era la teoría de que, si el vientre pintaba con más ancho, sería niño, y si tenía más profundidad, una niña sería. ¿Cómo es que lo tenía Debbie antes de tener a Prince? No lo recordaba. Y jamás la miré embarazada de Paris como para tener un punto correcto de comparación.

Hurgaba a veces entre los documentos que nos entregaban con cada cita en el ginecólogo y ansiaba conocer la respuesta de si Prince y Paris tendrían un hermanito o una hermanita, pero luego me acobardaba, o más bien es que yo misma me reprendía y huía de ahí. Tenía que repetirme hasta el cansancio que así había sido como Michael y yo lo habíamos prometido y, no saber, hasta el momento en que este bebé llegara a nuestras vidas. Tan sólo dos meses... y lo sería todo.

—Tal vez...—Ross me distrajo entonces cuando, desahogado, volvía al sofá y abría el periódico en la sección de Clasificados para perderse de lleno en ello.

Y la misma duda de los últimos días volvió a atacar.

            —A-ah... Ross...
—¿Sí?—ni volteó, y sólo cambiaba a la siguiente página. ¿Qué tanto buscaba en esa sección del diario?

O quizá, tenía que aprovechar que se encontraba así de distraído.

—¿Qué opina Mona de que tú y yo ahora estemos viviendo juntos?—le pregunté, removiéndome sobre mi asiento para intentar encararle—. Imagino que... ella aún cree que tú eres...
—...Oh, se lo diré en cuanto antes. Lo prometo. Será a la primera oportunidad—por fin me miró, y sonrió ante el hecho de que, evidentemente, se daba cuenta de que tranquilizaba la incertidumbre que se anidaba en mi interior—. Los últimos días no la he visto porque fue de viaje con sus padres una semana y sí, bueno, sabes que desde que le hemos dicho que yo era el padre nos ha dado todo su apoyo. Hasta ha comprado una camiseta para el bebé que pone: “Los dinosaurios son mis amigos”.

Terminó riendo y yo enarcando una ceja hacia él con recelo, jurando en silencio que, jamás en la vida, mi bebé iba a traer esa camiseta puesta. No mientras yo esté a cargo de su cuidado. ¿A Michael le iba a gustar? No lo creía tampoco. O no lo sabía. Junto con Ross se habían llevado tan sorprendentemente bien desde que mi embarazo avanzaba que aquella idea de la camisa en verdad me llegaba a aterrar.

El teléfono a mi lado comenzó a sonar. Contesté pero no atendí, se lo pasé de inmediato a Ross.

—¿Sí?—contestó, y luego aguardó a que ahí, su rostro se descompusiera en una inmensa sonrisa—. ¡Hola!

Rodé los ojos, a él sólo se le ponía esa sonrisa por una única persona, y sólo una últimamente. Con cuidado, y con una mano haciendo presión sobre mi vientre, me puse de pie y comencé a deambular por la estancia hasta aproximarme a la que era mi nueva habitación desde hace unos días, convencida de que Mona era quien le había llamado.

—¿Qué tal Atlantic City...?—fue lo último que escuché, antes de cerrar la puerta detrás de mí aunque, aún apoyando mi cuerpo un poco contra la madera y si en verdad guardaba silencio, se lograba escuchar algo más.

Pero no sabía si me importaba. Me sentía fastidiada de no haber salido todo el día, agotada y a la vez con un cúmulo de energía ansiosa y atorada que embargaba cada entrecortado movimiento que hacía por no haber tenido mucha actividad física durante el día en realidad.

Resoplando entre dientes, resignada, me dejé caer sentándome al pie del colchón pensando en que quizá alguna pequeña salida, una caminata por la tarde no haría ningún mal, nuestro doctor me recomendaba reposo en la medida de lo posible debido a mi edad pero, ¿Era de verdad demasiado importante? Tampoco era que ya estuviera a punto de cumplir los cuarenta años. No, por Dios, me aterraba incluso pensar en eso.

Me dejé de remover y los resortes de la cama pararon con ello, dejé el aire salir y, luego de una risilla nerviosa que salía del otro lado de la puerta, había sido casi instantáneo que mi oído se agudizó.

—Ah... estupendo—le oí a Ross, aún charlando desde la estancia—. Desde hace unos días que el bebé comenzó a dar patadas.

Entonces, mis ojos miraron tentativos el teléfono de base que descansaba sobre la mesita de noche cerca de mí, y con un cuidado imposible, lo tomé, ya no lo soporté. ¿Mona le preguntó acerca del bebé? ¿Ross le dirá de mi mudanza... ahora?

S-sí, bueno...—escuché apenas brotando desde el auricular. Se diferenciaba el silencio de nuestro hogar y el ruido vago que seguro la rodeaba a ella—. Todo va bastante bien, salvo que Rachel comenzó a sentirse un poco incómoda por ocupar demasiado espacio en el departamento de Joey y, ya sabes, porque las citas que él llevaba a la casa le cuestionaban cada vez que encontraban ropa de mujer ahí también. Así que... bueno, él ha sugerido que Rachel se mudara conmigo.

Reprimí un suspiro de alivio por no estropear mi ultraje y sonreí sin más, pretendiendo celebrar en silencio conmigo misma. Pero luego, me sentí interrumpida por un puñado de limpias carcajadas femeninas que casi me aturden viniendo del otro lado de la línea. ¿Qué ocurría ahora?

            —Sí...—ella, Mona apenas y habló, aún sus risas reinaban—. Claro...
¿Qué...?—y Ross replicó ansioso, nervioso. Secundando lo que yo comenzaba ya a sentir dentro del pecho también.
¡Joey es tan gracioso!—Mona volvió, recuperando el aliento perdido por las risas—. Es como decir; ¡Claro! Deja que tu ex novia embarazada viva contigo, eso no será para nada incómodo.
            —S-sí...—él contestó, soltando sólo así una risita dolorosa. Derrotado.

Y me llevé una mano a los labios, ya con la imagen en mi mente del pobre de Ross soportando una terrible mueca de angustia y preocupación desde la estancia. Mierda, quería hablar, quería decir algo pero sabía si lo hacía, todo lo arruinaría. Todo lo que hemos tratado de pretender o cada mentirilla piadosa que hemos dicho para que esto funcionara, se nos desmoronaría justo frente a nuestros ojos. Sabía que Ross era el único con el poder para hacer que ella entendiera pero, ¿Tenía que ser tan difícil? ¿En verdad ella no lo podía comprender?

¿Te lo imaginas...?—aún con el mismo odioso entusiasmo, ella continuó—. Me voy de viaje unos días y al volver, mi novio está viviendo con una mujer que dejó embarazada.

Más risas se le escaparon, y yo me sorprendí negando sin parar, ocultando mi rostro detrás de una mano sudorosa mientras sentía que alguien atravesaba mi pecho para estrujar mi corazón con una fuerza sobrehumana. Esta conversación sólo iba en picada, por Dios.

Ella, al final, sólo suspiró. Me olvidaba de que aún les estaba escuchando.

¿Y entonces, qué le respondiste?—Mona añadió indolente, y vencida, conteniendo un coraje interno que bulló, decidí terminar con el patético espionaje que hacía.

Colgué, y observé con una expresión de dolor petrificada mis cosas ya instaladas, puestas, y guardadas en cada rincón de la habitación. Luego de que hubo silencio por algunos segundos, suspiré y decidí por fin abrir la puerta para volver a la estancia. Esperando lo que ya sabía, había ocurrido al final.

—Eso no... ha salido muy bien. ¿No es cierto?—susurré con desgane, estudiando cómo se mordía los labios, ni siquiera levantando la mirada del aparato.
—...No—espetó, dejando el teléfono sobre la base con la mirada ensombrecida, dirigiéndose abrupto e incluso rodeándome sin mirarme, hacia su habitación—. Pero se lo voy a decir. Eso te lo prometo.

Soltó y al entrar sólo dejó un azotón. Dejé salir un respingo por el impacto y, perdiéndome en su puerta cerrada, solté el aire con la guardia baja comprendiendo de nuevo que la falta que Michael me hacía en momentos como estos, era más que letal.

Un sentimiento de vacío como ese podría hacer decaer a cualquiera.

Busqué mi abrigo, bufanda y bolso de siempre y salí de prisa de ahí. Deseosa de respirar, de aliviar el momento amargo para sentir un poco de bienestar aunque sobresaltada, y un poco decepcionada por la inconsciencia que ella no dejaba de manifestar.

Bajé del transporte público hasta haber llegado al centro. Acomodándome un mechón y fingiendo disposición anduve hasta mi tienda de helados favorita a pesar de que las nevadas de Diciembre aún no paraban. Me perdí también por un par de horas mirando tiendas de ropa de maternidad, accesorios, muebles que tal vez valdrían la pena comentarle a Michael, y terminé entrando a otras más que tenían rebajas increíbles por el final de las fiestas decembrinas que, aunque no había encontrado nada en lo que mi cuerpo enorme entraría ahora, valía la pena mirar.

No lo entendía, pero caminar por las calles blanquecinas de Manhattan me relajó. Sentía el aire sobre mi rostro, podía ir y venir sin riendas, libre, era yo sin miedo, y el pensamiento creciendo en mi mente de que quizá había hecho bien en abandonar la casa por un rato para que Ross pudiese aprovechar la privacidad, llamarla de nuevo, y aclarar las cosas, no me quitaba la sonrisa de encima.

De cualquier manera el tiempo que transcurría me hacía pensar en algo más, mi mente se limpió un poco, mis razonamientos se acomodaban y saber que a Michael le echaba de menos, que eso siempre sucedía cuando no lo tenía cerca, no me aniquiló como lo esperaba. Aunque bien, aún quedaba atravesar esta noche especial así de sola.

Con el sol casi en el ocaso tomé un taxi y decidí volver, no sin antes debatirme entre si pronunciaría la dirección del departamento de Michael, o la del edificio en el que vivía con Ross. No sabía por qué o para qué, si sabía que Michael no estaba, así lo había avisado, no iba a estar y si llegaba a pararme en su puerta sería sólo para lamentar mi suerte y desgracias. Me quedaría dormida en la habitación que él ocupaba hasta el día siguiente aspirando su olor, imaginándome aunque fuese entre sueños que ahí se encontraba y probablemente eso sería todo, mi deprimente manera de celebrar que el año llegaba al final.

Suspiré y, por fin, decidí la segunda opción. Tenía que volver a casa.

—Hola...—él me dijo apenas llegué, mientras arreglaba el nudo de su corbata frente al pequeño espejo del recibidor. Estaba aseado y cambiado, e incluso el aroma sutil de la fragancia que traía me alcanzaba a tocar—. ¿Dónde estabas?
—Caminé, por ahí...—repliqué, cerrando la puerta y dejando mi bolso sobre el perchero—. Creí que sería mejor dejarte sólo por un rato.
—Sabes que no tenías que hacerlo—y me obsequió una tierna sonrisa que sin voltear, advertí a través de su reflejo.

Le devolví el gesto como pude, y me dejé caer rendida contra el sofá.

            —¿Ya tienes planes para esta noche?—me preguntó.
—No—quise soltar con simpleza, aunque había sonado más como a resignación—. ¿Tú...?

Ya era duro no pasar año nuevo como siempre lo hacíamos con Monica y Chandler porque dio la casualidad de que este año sus padres les habían llamado para cenar. Pensar que Joey y Phoebe tendrían citas era molesto, y recordar siquiera que Michael estaba a miles de kilómetros de donde yo me encontraba era lo que me quería terminar. No recordaba la última vez que me sentía así de patética en una época de fiestas.

            —Saldré a cenar con Mona—musitó—. La veré en su casa en unos minutos.

Sonreí. Sonaba evidentemente más relajado y eso me agradaba. Cada gesto desinteresado que hacía, cada pedazo de empeño que ponía al bonito atuendo que tenía y las ansias por ver a su pareja que derrochaba me aseguraban más que ya había tenido la oportunidad de hablar del tema con ella, esta vez con seriedad.

Quizá, como lo había prometido y lo pensé toda la tarde, él ya se lo había dicho.

El timbre sonando me descolocó.

—Vaya...—murmuró antes de darse un último vistazo por encima del hombro, y de acomodar el saco que llevaba, asombrosamente, pintando una sonrisa más radiante que la anterior—. Debe ser tu comida china.
—¿Mi... comida china?—susurré esperanzada, y por Dios, que en el instante en que un humeante tazón de fideos chinos se me dibujaban en la mente, mi estómago comenzó a quejarse sin más, pese a la cantidad de helado que ya llevaba.

Ross asintió orgulloso hacia mí, dirigiéndose a la puerta.

—Creí que, como no tendrías planes, te apetecería que te encargara algo para calmar el antojo. Ya la pedías desde el otro día, ¿No es cierto?
—Sí...—sonreía como tonta, y mientras, una pequeña lista de posibilidades un poco más alegres, menos deprimentes, se comenzaban a plantear en mi mente.

Quizá la comería en la habitación enfundada ya en mis pijamas, quizá vería una película o dos, y entonces la noche se me haría menos eterna. Maldición, hasta en este momento mirar uno de los documentales aburridos que Ross tenía guardados sonaba a una idea no tan... pésima.

—Puedes ir a cambiarte si quieres—se echó a reír, ya con el pomo de la puerta en una mano, y su billetera en la otra. ¿Mi sonrisa era tan obvia? ¿Había descifrado mis tontas intenciones?—. Te la llevo al cuarto cuando estés lista.
            —Perfecto—le dije, y corrí hacia la habitación.

Entré y luego de cerrar con seguro me saqué con cuidado el enorme abrigo, bufanda y guantes que llevaba. Me desvestí el pantalón y el suéter que llevaba de bajo y, aún con la odiosa ropa interior que tenía que usar últimamente y que me llegaba hasta la altura de las costillas, me enfundé en mis pijamas y al final, decidí utilizar encima mi chaqueta de entrenamiento favorita. Esa cosa tenía tantos años como los que habían pasado desde que me gradué de la universidad pero la adoraba, era cómoda, cálida y sorprendentemente, aún entraba con todo y con mi bebé dentro. Era perfecta.

Incluso con pantuflas volví al salón, y como si de un balde de agua helada se tratara, miré que ella, Mona estaba ahí con una canasta cargada de meriendas en lugar de mi comida china, contrastando hasta el infinito con la blusa impactante de seda roja, y esa falda exquisita que llevaba, zapatillas, y su cabello corto, rubio, liso y peinado a la perfección. Me sentí un poco incómoda pero, vaya, me encontraba en mi casa y además, ella ya lo sabría.

—Mona... Hola—sonreí, costándome milagros volver a reaccionar luego de mirarla. ¿No iba a verse con Ross en otro sitio?
—H-hola, Rach...—apenas y me saludó, agitando su mano hacia mí aunque, con una sonrisa que sobresalía de entre la mía, y la incómoda que Ross pintó.

Agradecía que, a pesar de que ella ya sabía que vivía aquí, tuviese de cualquier modo un bonito gesto ocupando su rostro. Así la conocimos cuando se había fijado en Ross en Central Perk desde el primer día y así la había encontrado en cada reunión. Siempre confiada, siempre alegre, a cada día que transcurría integrándose más con nosotros. Ella sin duda, me gustaba bastante para Ross.

El timbre sonó detrás de los dos, y mi sonrisa ya no siguió tensa, sino alegre de verdad. Ross abrió y, por fin, se trataba de mi comida llegando.

—Gracias—él musitó, recibiendo la entrega, y luego de pagar, cerró la puerta con cuidado y se giró hacia mí mientras que mis ojos se abrían amplios, mi boca se derretía, mi estómago se volvía a remover—. Aquí tienes, Rach.
—Ah, delicioso...—la recibí, y husmeé sin más el interior de la bolsa de papel, verificando que estuviera el encargo completo, como él ya sabía, a mí me solía gustar.
—¿Te traen... comida aquí?—y entre mis ilusiones, escuché cómo Mona preguntaba extrañada.

La estudié y pestañeé sin saber qué responder, sin saber siquiera el motivo de aquella pregunta.

—Ha habido un pequeño cambio de planes, Rach—Ross murmuró cortándome el trance. Tenso, y noté cómo hasta se desapretaba un poco el nudo de la corbata que tanto tiempo se demoró en acomodar—. Mona ha traído aquí la cena para sorprenderme, así que nos quedaremos aquí—calló y, volviéndose a ella entonces, comprendí que igual me había dejado sin habla—. Ahora, tú... espera un poco que te he conseguido un obsequio esta mañana.
—¿Qué?—ella le preguntó, con un tono que dejó mucho qué desear—. ¿Tienes otro secreto encerrado allá también?

No lo comprendí, y con la boca seca, queriendo bajar la mirada aunque no podía, estudié a Ross riéndose con poca naturalidad, y perdiéndose de vista al dirigirse a su alcoba.

—Ah... No sabrán que estoy aquí, ya me voy a la habitación, ¿De acuerdo?—susurré en un intento débil por reponer aquello, y de una, intenté andar también hacia el cuarto.
—...N-no, Rach. Aguarda un poco...—pero ella se me acercó, impidiendo que yo continuara andando.
—¿Sí?—avispada, le miré. De pronto me pareció ridículo que yo continuaba aferrando mi comida china entre mis brazos como si de un inmenso premio se tratara.
            —Espero que no te molestes, p-pero... ¿Qué estás haciendo?
—¿Cómo...?—pestañeé aturdida. Deseando esconder la confusión que sentí al negar.

Mona suspiró desganada, molesta, aún con la mirada baja.

—Escucha, Ross es demasiado amable para decirlo, y lo sé. Sólo...—entonces calló, me perdió de vista como si buscara maneras de encontrar las palabras—. Sé que estás embarazada, pero este es su departamento, y yo soy su novia, entonces pienso que lo mejor es establecer algunos límites. Así que... ¿Por qué no nos dejas y nos das un poco de intimidad?
            —P-pero, Mona... yo vivo aquí—con debilidad, susurré.
            —¿Qué?

Me estudió pasmada, y la tensión de pronto se sintió, la incomodidad, ni se diga.

            —¿Ella sí se mudó aquí, Ross?—fulminante, inquirió.

Me giré y sin remedio, encontré a mis espaldas a un Ross con la mirada perdida, aterrado, pasmado estudiándonos a ambas. Mierda, él aún no se lo había dicho.

—¿Así que simplemente me dejaste hacer el ridículo hace rato?—añadió hacia él más ácida, más indignada—. ¿No te importó lo que yo pudiera pensar de esto y lo hiciste de todos modos? No puedo creerlo, maldición.
—Mona, no...—él removiéndose, lo intentó, aunque su voz ya temblara—. Si no te lo he dicho bien, es porque esperaba a verte para confirmarlo. Por supuesto que me importa tu opinión, ¿Cómo no la tomaría en serio? Es sólo que... se trata de... ella—y sin más, me señaló—. Esto es... muy complicado.

Me quedé paralizada mirando la escena. Mirando cómo Mona se llevaba ambas manos al rostro y luego de que las bajaba, dejaba mirar lo irritados que sus ojos se habían tornado.

Lo era todo y lo sabía, no era mi lugar, no era el tiempo, no soportaría ver aquello.

—Y-yo...—negué ofuscada, aterrada, sin saber muy bien o cómo accionar y al final decidí salir de ahí. Ni una idea más tenía cabida en mi cabeza.

Me perdí y atravesé los pasillos con mi comida bien aferrada. Y convenciéndome resignada y entre mi aliento hiperventilado que quizá arruinaría la cita que Joey habría llevado esta noche a casa, terminé por estamparme contra un cuerpo rígido que circulaba por uno de los pasillos y que, conforme me llevaba una mano lánguida a proteger mi vientre y recuperaba mi respiración, ya miles de reclamaciones hacían fila, maldiciones, y quejas también.

Hasta que, luego del golpe, había enfocado la vista. Y nada más importó.

            —¿Michael...?
—Ah, Dios mío...—le oí susurrar, o me convencí de que lo intentaba.

De pronto, un beso casto sobre mi frente, y otro par más ansiosos sobre mi vientre me hicieron volver a la realidad. Por Dios, le tenía ahí, y ya aquello era lo único que importaba. Todo dejaba de preocuparme en el acto, de angustiarme. Le miré alucinada, embelesada, y fue como si ya nada pudiese salir mal.

—¿Cómo es que...? ¿Qué estás...?—negué alucinada, sin poder concretar una sola oración. Estaba tan feliz de verle, de sentirle abrazándome, que poco me importó si alguno de los vecinos le veía.
—Mi vuelo aterrizó hace un par de horas... —su voz perfecta, dulce, sonó tan serena como siempre. Y casi dejé salir el aire que tenía contenido de todo el día—. ¿Creías que te dejaría sola esta noche? ¿Crees que iba a poder siquiera?

Maldición, era como si la luz que sentí apagada por horas se encendiera, y todo lo iluminara. Sonreí como nunca. No, por supuesto que no lo haría.

Él entonces fijó su mirada en mi comida con un par de risitas.

—Espera, ¿A dónde ibas?—y me hizo reaccionar, recordar dolorosamente el cúmulo incesante de embrollos que dejé en el departamento minutos antes.
—Yo... no importa—titubeé, no lo miré, pues ardía, bullía de miedo—. Michael, necesito que me hagas un favor. Uno en verdad enorme.
—¿Qué? ¿Qué pasa?—sonó preocupado, abatido, y al instante se precipitó a palpar con cuidado mi vientre, a dejar otro beso titubeante ahí—. ¿Algo ocurrió? ¿Te sientes mal, pequeña?
—No, es...—con cuidado, consumida en ternura tomé entonces de su mentón para hacer que volviese a mirarme a los ojos, para que se tranquilizara—. No se trata de mí.

Sólo me miró, confundido.

—...Sino de Ross—añadí resignada, dejando un suspiro salir—. De los embrollos en que sin querer le hemos metido.

Si aguardar a que contestara, tomé su mano y halando de él nos hice volver. No lo soporté y, aún con la boca seca, desesperada, toqué la puerta con insistencia y aguardé mientras que unos murmullos pesados, tensos, no dejaban de escucharse del otro lado.

            —¿Estás... segura?—Michael preguntó a mi lado.

Le estudié y, por la expresión preocupada y cálida que tenía, comprendí que él ya lo sabía todo. Entendía lo que yo estaba a punto de hacer.

—Sí...—susurré, tragando saliva. Y lo aparté un poco, para que su cuerpo no reluciera al momento en que alguien abriera la puerta frente a mí. No aún al menos.

Solté un suspiro tembloroso y entonces, fue Ross quien abrió.

            —Rach, no creo que… sea el mejor momento ahora... Sólo...
—...He vuelto a decir la verdad—con temor le corté, dando un paso adelante mientras miraba a Mona más allá con la mirada desvariada, destruida y sus ojos irritados, cuidando que luego de mi paso la puerta no se pudiese cerrar. No todavía.
—¿Verdad? ¿Qué verdad?—ella me exigió, poniéndose de pie en la estancia, avanzando hacia mí como un león rabioso.

No pude evitar estremecerme ahí.

—Que Ross... no es el padre de mi bebé—solté, cerrando los ojos. Lo había dicho, ya estaba, ya no había paso atrás.
—¿Qué...?—se acercó de golpe más y esta vez, había hecho que yo retrocediera.
—Eso... No es verdad que él lo es—bisbiseé, y asombrosamente, me reponía. Era la presencia de Michael, pensé, era el único tipo de brillo que me daba este tipo de fuerza.
            —Rach...—Ross susurró a mi lado y negó. Él aún no comprendía mi plan.
—Entonces, ¿Quién es?—Mona intervino—. ¿De quién se trata si no es él? ¿Por qué estás viviendo aquí?
—Ese es el problema...—musité, más tranquila. Soltando incluso una sonrisa temerosa—. Que si te lo digo, no sé si me creerías...

Ella negó, enteramente abatida. Lo comprendía, trataba de meterme en su mente, en lo que ella pensara tras mi comentario y al mismo tiempo pensar en explicaciones coherentes, en verdades, sólo se me dificultó. Porque, mierda, le dijera lo que le dijera, iba a sonar terriblemente extraordinario. Increíble.

—Con el tiempo, te hemos...—hablé, y como pude, fui acercándome de a poco—. Te hemos contado cómo durante los años hemos tenido la suerte de acercarnos a... gente importante. Vamos, hemos conocido a... algunas... celebridades. ¿Recuerdas?
—Todo mundo ha llegado a conocer alguna celebridad—espetó—. Por Dios, ¿Qué con eso? ¿De qué estás hablando?
—De... eso, precisamente. De que el padre de mi bebé no es... alguien normal.
—Rach, en verdad no creo que...—Ross, con esa misma mueca privada por el terror, por la inseguridad, tomó de mi brazo y me hizo reaccionar. Pero intentaba que eso no me descolocara demasiado.
—Entonces, dilo—Mona entonces me desafió, ladeando la cabeza con la mirada oscurecida y sus cejas perfiladas arqueadas, luciendo más amenazante.

Suspiré, procesé su enfado, el miedo de Ross, mi respiración entrecortada, al amor de mi vida aún escondido en el pasillo y... al demonio, era tiempo, ya lo tenía que decir.

            —Es... Michael. Michael Jackson es el papá.

Pero sin más, se carcajeó. Echaba risas indolentes que se combinaban claramente con sus sollozos entrecortados.

—Por supuesto que sí, maldición...—titubeó aún sin reponerse, y limpiando una lágrima que por las risas se le salía—. Y yo soy la hija perdida de Elvis Presley, ¿Lo sabías? ¿Sabías que no eres la única que tiene ese tipo de ‘relación’ con los famosos?

Llevé una mano al puente de mi nariz y resoplé. Por Dios, era mejor que ahora mismo no empezáramos con el tema de la hija de Elvis.

Ella no me había creído, lo sabía, y seguíamos en las mismas aunque, también estaba segura, eso ya podría cambiar. Reí con simpleza, sin poder reprimir una sonrisa por más débil que hubiese aparecido.

            —Sabía que reaccionarías de esa forma—musité.
—Y yo no sabía que ustedes dos serían así—sentenció, seria de golpe, mirándonos seca, taladrante a ambos—. No sabía que les encantaba burlarse de la gante con tanto descaro.

Tomaba su bolso con urgencia y algo dentro de mí ardió por actuar, salí sólo un poco y luchando por ignorar las carcajadas reprimidas que Michael tenía en su bonito rostro lo tomé de la mano y sin más, lo había hecho entrar al lugar. Todo transcurrió bastante rápido y por continuar mirándole a mi lado, cándido, perfecto, irreal, la terrible inspiración que Mona dejó salir a nuestros lados casi había pasado desapercibida.

—N-no... puede ser... No puedo creerlo...—dijo entre su aliento ido, negando con los ojos bien abiertos, con las manos cubriendo casi la totalidad de su rostro—. Eres...
—...Hola—y Michael soltó hacia ella, con una simpleza desgarradora. Ross a nuestro lado, iluminado, petrificado, sólo rió.

Celebré en el interior. Me encantaba, amaba el tipo de reacción que él causaba cada que una nueva persona le conocía frente a mis ojos.

—Nos crees ahora, ¿Verdad?—Ross le dijo a ella, más lívido, más confiado. Sin duda, haciendo que yo me tranquilizara.

Transcurrieron algunos segundos incómodos, con Mona aún petrificada, en los que aún no encontraba la manera de cómo hablar.

—S-sí...—susurró bajando notablemente su enojo, aunque aún fuera de sí, y descendió lentamente la mano que tenía en sus labios para señalarnos a Michael y a mí—. Q-quiero decir... ¿Qué es esto? ¿Ustedes dos son... pareja?
—No—repliqué al instante. Tiempo de sobra había pasado, y ya me había acostumbrado con creces a obligarme a siempre aceptarlo así—. E-es... una historia bastante larga. Sólo somos amigos.
—De hecho, bastante buenos amigos—Michael repuso entonces a mi lado, haciendo que yo le mirara con desdén.

Tuve que librar una batalla para no poner mis ojos en blanco.

—Lamento que te hayas enterado de esta forma, Mona...—Ross musitó, ya intentando acercarse de a poco hacia ella—. Pero lo es... Es cierto.
—Es que no puedo entender por qué tanto misterio—entonces ella desganada, respondió—, por qué las mentiras. ¿Por qué decir que Ross es...?
—Te pido que pienses en ello un segundo—y decidí intervenir enseguida. Con la esperanza de que, todo cuanto se me ocurría aclararía sus dudas de una sola vez—. Imagina... todas las personas que me preguntan quién es el papá de mi bebé. Amigos, familiares, jefes, compañeros de trabajo, todos. ¿Piensas que me creerían? ¿Que podría llevar a Michael ahí, conmigo, a todo sitio al que fuera?
            —No... por supuesto que no—admitió con voz queda, con su mirada baja.
—Y si vivo con él—añadí—, es porque Michael suele viajar todo el tiempo. No puedo quedarme sola durante días si sé que algo se puede necesitar. Eso es todo.

La estudié entonces incisivamente, varios segundos pasaron sin que se moviera. Mona era más de lo que parecía al final, era más coherente de lo que esperaba y sin comprenderlo, el aire tranquilo que comenzó a adoptar calmó la tensión que me gruñía dentro.

Entonces, débil, se giró hacia Ross.

            —Yo... lamento haber hecho un drama por...
—...No, por Dios. No tienes la culpa—él le atajó dulce. Él era el único con el poder de sosegarla, de decirle algo y no hacerla gruñir sino, reflexionar. Ross jamás decía nada sin pensar y, desde siempre lo había comprendido—.Y quiero que sepas que no te lo había dicho no porque no confiara en ti. Sino porque... lo que ocurre con Rachel, con el favor que les hago al decir que el padre soy yo, no tiene nada que ver con lo que siento por ti.

Le tomó la mano entonces, y a mi lado, Michael me envió un guiño discreto, uno que me obligó a no más que querer sonreír.

—Soy torpe cometiendo errores pero, es sólo porque me gustas muchísimo—Ross continuó, y sin más, le miramos aproximándose lentamente, aún con cuidado.

Ella cedió y pronto, sin remedio se hundieron en un leve, pero indeciblemente tierno beso.

—Bien...—ella, más calmada, susurró, antes de rodear el cuello de él con sus brazos—. Supongo que aún podemos disfrutar de nuestra cena.
—Supongo que sí—le replicó haciendo que sus frentes chocaran, que sus narices aún se pudieran rozar. Un momento que me empalagó de inmediato.
—Y nosotros nos iremos—sentencié, y como pude, aferré a Michael del brazo.

Intenté avanzar pero me detuve cuando una risita tonta de Ross se había desprendido.

—Gracias por todo, chicos—nos miró con sus ojos centellantes, alegres—. En verdad...
            —Ni siquiera lo menciones—le contesté sonriente—. Diviértanse.
—Adiós, Ross—Michael se despidió, y tímido, un poco tenso aún, volvió a mirarla a ella—. Mona...

Dejé que ella asintiera con él y salimos sin más. Cerré la puerta tras nuestro paso y, irremediablemente, casi dejamos salir el aire al mismo tiempo luego de que comenzamos a perdernos en el primero de los pasillos.

—Vaya escena, ¿Eh?—indolente habló, atrayéndome hacia sí con su brazo rodeando mis hombros.

Le fulminé con la mirada, divertida.

—Mira hasta lo que involucrarme con una estrella de la música me ha venido a ocasionar—le restregué.

Se echó a reír despreocupado, y comenzamos a descender las escaleras con cuidado, pensando resignada que quizá, mi comida ya se había enfriado.

            —¿Sabes algo?—casi al llegar a la recepción, me preguntó.
            —¿El qué?
—Cuando les miré besarse, de pronto creí que tenía ganas de que alguien me diera un beso igual—sonrió despistado, sólo mirando por donde caminaba.
—¿En serio?—me alejé de inmediato, con las mejillas imposiblemente entumecidas, haciendo que él soltase una carcajada.
            —Así es...
—Vaya... Me da lástima que no haya nadie cerca que pueda darte uno pero, ¿Sabes lo que se me ha antojado a mí?—y le aprecié entonces, haciéndonos detener.

Entonces, le encaré con una ceja arqueada, asegurándome de que con toda cautela, me iba acercando más hacia él. Riesgosamente cerca.

—¿Qué... cosa?—bisbiseó, y celebré haberle mirado pasar saliva con dificultad.
            —...Mirar películas. En tu departamento. Toda la noche hasta el amanecer.

Ambos nos carcajeamos, nos desatamos, y al continuar con nuestro camino, me impregnó entonces con una sonrisa que no pude más que admirar.

Estaba convencida, su luz me estaba derritiendo.

—No pasaría mis últimos momentos del 2001 de otro modo, pequeña. Ni siquiera con nadie más.

Y sonreí, pues dolía lo irreal que se sentía que las cosas estuviesen bien de nuevo. Ahora, sólo quedaba preocuparme por una cosa más...

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