Después
de la luna de miel de mis mejores amigos, evidentemente, el departamento morado
y que siempre creí que era un 'hogar para niñas' ya no fue un lugar para mí.
Quisiera o no Monica y Chandler justo comenzaban su vida marital, y a pesar de
sus negaciones o miles de alternativas decidí que era momento de salir de ahí,
y aunque había sido fulminantemente doloroso, fue a partir de ahí que todo se
fue acomodando.
El
departamento de junto, el de Joey, había sido la primera opción a pesar de que
poco duró. Por más que me era cómodo, y mínimo el cambio, con siete meses de
embarazo y una barriga que ya era más inmensa de lo que pensaba, toparme diario
con las chicas que él solía llevar a casa cada mañana en la puerta del baño
para tener que ser escuchada vomitando de vez en vez no eran los ratos más agradables.
Ambos acordamos que no funcionaría y, al final, acordamos que vivir con Ross
era el menor de los males siendo que vivir en el departamento de Michael no era
una opción. Él con regularidad viajaba, atendía negocios, cuidaba de sus hijos
y de su trabajo como a lo largo de su vida lo había hecho y, eventualmente,
quien solía encargarse de acompañarme a las visitas médicas además de él, era
Ross. Con el tiempo, él se había convertido también en gran parte de esto.
Cumplía
apenas una semana en ese departamento y no paraba, iba, venía y me mantenía
ocupada casi todo el tiempo. El trabajo en la empresa marchaba bien, y
sorprendentemente, también lo hacía el plan de soportar las preguntas
referentes a mi embarazo siendo que, junto con Michael, habíamos ideado un plan
en el que Ross se ofrecía a decir que él era el papá de mi bebé sólo para no
tener que dar más mentiras de las necesarias cada vez que me lo cuestionaban.
Era incómodo, raro, y los tres lo creíamos, pero sanaba saber que con ello todo
sería más fácil y que, pensar que ya sólo faltaban menos de dos meses para que
el viaje terminara, era sólo algo que restaba disfrutar.
Los
últimos días me había sentido tan en paz, tan llena de vitalidad, tan relajada
y contenta, que pensar en el trabajo, pendientes, o circunstancias actuales no
me molestaba, al contrario, adoraba perderme en la forma en que con el paso de
los días el semblante de Michael más brillaba, amaba la espera que ardía en su
pecho ante la luz que permanecía ahí, dentro de mí y creciendo, siendo el
motivo de volver a ser nosotros otra vez, no como cuando nuestro amor comenzó
sino como antes, cuando una eterna amistad era lo único que nos jurábamos. Me
encontraba ahí, deseando que aquellos momentos jamás terminaran, que
perduraran, así me comenzara a temer lo que vendría después. Aún quedaba un
asunto más por atender.
Ross, una
tarde de otoño conoció a una chica en Central Perk, Mona, con su bonito cabello
corto rubio, y su sonrisa despampanante, con el tiempo fue conociéndolo mejor y
apegándose más hasta comprender que no sólo tenían personalidades parecidas,
sino que compartían aptitudes, intereses y gustos, y tenían hasta un divorcio
en común. Por lo mismo, su relación avanzaba y cada día que pasaba se unían
más, se integraba más aunque bien, ni ella había sido excepción a nuestro plan,
y desde el principio comprendió que, era Ross, el padre de mi bebé.
Sabía que
no le había comentado que dadas las circunstancias yo me había mudado con él
por temor a que no lo comprendiera, o a que creyera que eso causaría un
ambiente más incómodo que funcional, pero me aterraba que el que ella aún no lo
supiera pudiera suponer un problema para él, para mí, para el bebé que
esperaba... o incluso para Michael.
Suspiré.
Esa mañana, en casa, celebraba que me había zafado de ir a trabajar luego de
haber alegado que aún tenía que desempacar algunas cosas, incluyendo los
obsequios interminables que mi mamá juntó en la fiesta de regalos para el bebé
que me organizó como compensación por no poder asistir al día del parto por
cuestiones del trabajo y, hasta ahora, dolorosamente lo único que había logrado
era terminar de desempacar, comer, ir al baño unas siete veces como mínimo y lo
más importante, perfeccionar mi truco de enderezar una lata de soda encima de
mi enorme vientre sin tocarla; lo más productivo que había hecho en todo el
día.
—Hola,
Rach—Ross llegaba del trabajo, dedicándome la misma sonrisa radiante de siempre
al llegar.
—No,
espera, espera...—poco me importó y continué tirada en el sofá, tensándome y tratando
una vez más, e incluso probarle que podía hacerlo, podía hacer que la
endemoniada lata de soda permaneciera sobre mi barriga sin más. Sí, casi no
respiraba por no moverme pero lo victoriosa nadie me lo quitaba—. ¿Lo ves...?
Se echó a
reír negando, simulando que me dedicaba unos perfectos aplausos silenciosos.
—Veo que
por fin terminaste de instalarte, ¿Eh?—musitó, echando un vistazo al resto de
la estancia y, más que nada, al rincón en el que solían estar amontonadas todas
mis cosas.
—Justo
terminé de desempacar las últimas cajas que quedaban—contesté, y me incorporé
por fin, para mirarlo mejor.
Tenía
pereza, pero debía hacer algo para zafarme del aburrimiento que ocasionaba
estar ahí rodeada de figuras de dinosaurios, libros, fósiles falsos y una
colección de videos que sólo eran documentales del Discovery Channel acerca de algo muy, muy aburrido que le ocurría a
alguien demasiado feo en la Edad Media.
Ya había
comido, ya había dormido de más, ya me había duchado, ya había soportado la
pereza suficiente y hasta ahora, sólo quedaba desempacar, y también, pretender
olvidar el sufrimiento que conllevaba el saber que Michael no estaría para celebrar
el fin de año a mi lado. Una punzada de pesadez me atajaba de pronto cada que
volvía a pensar en ello.
—Me
parece muy bien—dejó entonces las cosas que aún llevaba sobre la mesa del
comedor—. Oh, y... lamento haber tenido que salir de aquí temprano. Lo que
ocurre es que en el trabajo ha habido un incidente que...
—...No te
preocupes, Ross—le corté con suavidad, buscando tranquilizarlo—. No ocurrió
nada. No he sentido malestares durante los últimos días, tranquilo.
—Pero aún
así...—insistió dolido, con su típico rostro angustiado, tomando asiento justo
a mi lado—. Ese era el trato, ¿Recuerdas? Era la razón por la que te quedabas
aquí. Porque se suponía que conmigo serían más... rápidas las atenciones.
—Pues,
estoy aquí, y no me ha faltado nada. Relájate, ¿Quieres?—alboroté sus cabellos
con desinterés, aunque demasiado. Esperé que no se molestara por ello.
—Está
bien—sólo sonrió y noté después, el cómo miraba mi vientre—. ¿No ha pateado
hoy?
—No... —dejé
un susurro frustrado salir, comenzando a acariciar casi al instante la muy
protuberante superficie en la que se había convertido mi vientre—. No ha
querido moverse hoy. Quizá le he transmitido toda la pereza que siento.
—O quizá,
no será un futbolista después de todo.
Se bufó y
al ponerse de pie de nuevo se alejó a tomar el periódico que descansaba sobre
la mesita del recibidor. Le seguí con la mirada extrañada, sin evitar fruncir
el ceño un poco.
—¿Piensas que será un niño?—le
pregunté.
—Podría
ser...—replicó aún de espaldas, encogiéndose de hombros—. ¿Tú no lo crees?
—No tengo
una idea... No he querido enterarme del sexo del bebé en las ecografías.
Siempre he querido una niña, pero luego pienso que, como el último bebé de
Michael ha sido una pequeña, quizá vuelva a tocar barón.
La verdad
es que a los siete meses, no sentía que la barriga se me veía inmensamente
enorme, en realidad. No tanto como lo miré en las fotografías que me había
mostrado mi madre en la fiesta que me hizo. Claro que en esas fotos ella estaba
a punto de tenerme, y parecía que la barriga que le había tocado tener haría
que sus piernas se doblaran de un momento a otro.
Masajeando
con dulzura mi vientre endurecido, y suave a la vez, calmado, me pregunté qué
tan cierta era la teoría de que, si el vientre pintaba con más ancho, sería
niño, y si tenía más profundidad, una niña sería. ¿Cómo es que lo tenía Debbie
antes de tener a Prince? No lo recordaba. Y jamás la miré embarazada de Paris
como para tener un punto correcto de comparación.
Hurgaba a
veces entre los documentos que nos entregaban con cada cita en el ginecólogo y
ansiaba conocer la respuesta de si Prince y Paris tendrían un hermanito o una
hermanita, pero luego me acobardaba, o más bien es que yo misma me reprendía y
huía de ahí. Tenía que repetirme hasta el cansancio que así había sido como
Michael y yo lo habíamos prometido y, no saber, hasta el momento en que este
bebé llegara a nuestras vidas. Tan sólo dos meses... y lo sería todo.
—Tal
vez...—Ross me distrajo entonces cuando, desahogado, volvía al sofá y abría el
periódico en la sección de Clasificados para perderse de lleno en ello.
Y la
misma duda de los últimos días volvió a atacar.
—A-ah... Ross...
—¿Sí?—ni
volteó, y sólo cambiaba a la siguiente página. ¿Qué tanto buscaba en esa
sección del diario?
O quizá,
tenía que aprovechar que se encontraba así de distraído.
—¿Qué
opina Mona de que tú y yo ahora estemos viviendo juntos?—le pregunté,
removiéndome sobre mi asiento para intentar encararle—. Imagino que... ella aún
cree que tú eres...
—...Oh, se
lo diré en cuanto antes. Lo prometo. Será a la primera oportunidad—por fin me
miró, y sonrió ante el hecho de que, evidentemente, se daba cuenta de que
tranquilizaba la incertidumbre que se anidaba en mi interior—. Los últimos días
no la he visto porque fue de viaje con sus padres una semana y sí, bueno, sabes
que desde que le hemos dicho que yo era el padre nos ha dado todo su apoyo.
Hasta ha comprado una camiseta para el bebé que pone: “Los dinosaurios son mis
amigos”.
Terminó
riendo y yo enarcando una ceja hacia él con recelo, jurando en silencio que,
jamás en la vida, mi bebé iba a traer esa camiseta puesta. No mientras yo esté
a cargo de su cuidado. ¿A Michael le iba a gustar? No lo creía tampoco. O no lo
sabía. Junto con Ross se habían llevado tan sorprendentemente bien desde que mi
embarazo avanzaba que aquella idea de la camisa en verdad me llegaba a aterrar.
El
teléfono a mi lado comenzó a sonar. Contesté pero no atendí, se lo pasé de
inmediato a Ross.
—¿Sí?—contestó,
y luego aguardó a que ahí, su rostro se descompusiera en una inmensa sonrisa—. ¡Hola!
Rodé los
ojos, a él sólo se le ponía esa sonrisa por una única persona, y sólo una
últimamente. Con cuidado, y con una mano haciendo presión sobre mi vientre, me puse
de pie y comencé a deambular por la estancia hasta aproximarme a la que era mi
nueva habitación desde hace unos días, convencida de que Mona era quien le había
llamado.
—¿Qué tal
Atlantic City...?—fue lo último que escuché, antes de cerrar la puerta detrás
de mí aunque, aún apoyando mi cuerpo un poco contra la madera y si en verdad
guardaba silencio, se lograba escuchar algo más.
Pero no
sabía si me importaba. Me sentía fastidiada de no haber salido todo el día,
agotada y a la vez con un cúmulo de energía ansiosa y atorada que embargaba
cada entrecortado movimiento que hacía por no haber tenido mucha actividad
física durante el día en realidad.
Resoplando
entre dientes, resignada, me dejé caer sentándome al pie del colchón pensando
en que quizá alguna pequeña salida, una caminata por la tarde no haría ningún
mal, nuestro doctor me recomendaba reposo en la medida de lo posible debido a
mi edad pero, ¿Era de verdad demasiado importante? Tampoco era que ya estuviera
a punto de cumplir los cuarenta años. No, por Dios, me aterraba incluso pensar
en eso.
Me dejé
de remover y los resortes de la cama pararon con ello, dejé el aire salir y,
luego de una risilla nerviosa que salía del otro lado de la puerta, había sido
casi instantáneo que mi oído se agudizó.
—Ah...
estupendo—le oí a Ross, aún charlando desde la estancia—. Desde hace unos días
que el bebé comenzó a dar patadas.
Entonces,
mis ojos miraron tentativos el teléfono de base que descansaba sobre la mesita
de noche cerca de mí, y con un cuidado imposible, lo tomé, ya no lo soporté.
¿Mona le preguntó acerca del bebé? ¿Ross le dirá de mi mudanza... ahora?
—S-sí, bueno...—escuché apenas brotando
desde el auricular. Se diferenciaba el silencio de nuestro hogar y el ruido
vago que seguro la rodeaba a ella—. Todo
va bastante bien, salvo que Rachel comenzó a sentirse un poco incómoda por
ocupar demasiado espacio en el departamento de Joey y, ya sabes, porque las
citas que él llevaba a la casa le cuestionaban cada vez que encontraban ropa de
mujer ahí también. Así que... bueno, él ha sugerido que Rachel se mudara
conmigo.
Reprimí
un suspiro de alivio por no estropear mi ultraje y sonreí sin más, pretendiendo
celebrar en silencio conmigo misma. Pero luego, me sentí interrumpida por un
puñado de limpias carcajadas femeninas que casi me aturden viniendo del otro
lado de la línea. ¿Qué ocurría ahora?
—Sí...—ella,
Mona apenas y habló, aún sus risas reinaban—.
Claro...
—¿Qué...?—y Ross replicó ansioso,
nervioso. Secundando lo que yo comenzaba ya a sentir dentro del pecho también.
—¡Joey es tan gracioso!—Mona volvió,
recuperando el aliento perdido por las risas—. Es como decir; ¡Claro! Deja que tu ex novia embarazada viva contigo,
eso no será para nada incómodo.
—S-sí...—él
contestó, soltando sólo así una risita dolorosa. Derrotado.
Y me llevé
una mano a los labios, ya con la imagen en mi mente del pobre de Ross
soportando una terrible mueca de angustia y preocupación desde la estancia.
Mierda, quería hablar, quería decir algo pero sabía si lo hacía, todo lo
arruinaría. Todo lo que hemos tratado de pretender o cada mentirilla piadosa
que hemos dicho para que esto funcionara, se nos desmoronaría justo frente a
nuestros ojos. Sabía que Ross era el único con el poder para hacer que ella
entendiera pero, ¿Tenía que ser tan difícil? ¿En verdad ella no lo podía
comprender?
—¿Te lo imaginas...?—aún con el mismo
odioso entusiasmo, ella continuó—. Me voy
de viaje unos días y al volver, mi novio está viviendo con una mujer que dejó
embarazada.
Más risas
se le escaparon, y yo me sorprendí negando sin parar, ocultando mi rostro
detrás de una mano sudorosa mientras sentía que alguien atravesaba mi pecho
para estrujar mi corazón con una fuerza sobrehumana. Esta conversación sólo iba
en picada, por Dios.
Ella, al
final, sólo suspiró. Me olvidaba de que aún les estaba escuchando.
—¿Y entonces, qué le respondiste?—Mona
añadió indolente, y vencida, conteniendo un coraje interno que bulló, decidí
terminar con el patético espionaje que hacía.
Colgué, y
observé con una expresión de dolor petrificada mis cosas ya instaladas,
puestas, y guardadas en cada rincón de la habitación. Luego de que hubo
silencio por algunos segundos, suspiré y decidí por fin abrir la puerta para
volver a la estancia. Esperando lo que ya sabía, había ocurrido al final.
—Eso
no... ha salido muy bien. ¿No es cierto?—susurré con desgane, estudiando cómo
se mordía los labios, ni siquiera levantando la mirada del aparato.
—...No—espetó,
dejando el teléfono sobre la base con la mirada ensombrecida, dirigiéndose
abrupto e incluso rodeándome sin mirarme, hacia su habitación—. Pero se lo voy
a decir. Eso te lo prometo.
Soltó y
al entrar sólo dejó un azotón. Dejé salir un respingo por el impacto y,
perdiéndome en su puerta cerrada, solté el aire con la guardia baja
comprendiendo de nuevo que la falta que Michael me hacía en momentos como estos,
era más que letal.
Un
sentimiento de vacío como ese podría hacer decaer a cualquiera.
Busqué mi
abrigo, bufanda y bolso de siempre y salí de prisa de ahí. Deseosa de respirar,
de aliviar el momento amargo para sentir un poco de bienestar aunque
sobresaltada, y un poco decepcionada por la inconsciencia que ella no dejaba de
manifestar.
Bajé del
transporte público hasta haber llegado al centro. Acomodándome un mechón y
fingiendo disposición anduve hasta mi tienda de helados favorita a pesar de que
las nevadas de Diciembre aún no paraban. Me perdí también por un par de horas
mirando tiendas de ropa de maternidad, accesorios, muebles que tal vez valdrían
la pena comentarle a Michael, y terminé entrando a otras más que tenían rebajas
increíbles por el final de las fiestas decembrinas que, aunque no había
encontrado nada en lo que mi cuerpo enorme entraría ahora, valía la pena mirar.
No lo
entendía, pero caminar por las calles blanquecinas de Manhattan me relajó.
Sentía el aire sobre mi rostro, podía ir y venir sin riendas, libre, era yo sin
miedo, y el pensamiento creciendo en mi mente de que quizá había hecho bien en
abandonar la casa por un rato para que Ross pudiese aprovechar la privacidad,
llamarla de nuevo, y aclarar las cosas, no me quitaba la sonrisa de encima.
De
cualquier manera el tiempo que transcurría me hacía pensar en algo más, mi
mente se limpió un poco, mis razonamientos se acomodaban y saber que a Michael
le echaba de menos, que eso siempre sucedía cuando no lo tenía cerca, no me
aniquiló como lo esperaba. Aunque bien, aún quedaba atravesar esta noche
especial así de sola.
Con el
sol casi en el ocaso tomé un taxi y decidí volver, no sin antes debatirme entre
si pronunciaría la dirección del departamento de Michael, o la del edificio en
el que vivía con Ross. No sabía por qué o para qué, si sabía que Michael no
estaba, así lo había avisado, no iba a estar y si llegaba a pararme en su
puerta sería sólo para lamentar mi suerte y desgracias. Me quedaría dormida en
la habitación que él ocupaba hasta el día siguiente aspirando su olor,
imaginándome aunque fuese entre sueños que ahí se encontraba y probablemente
eso sería todo, mi deprimente manera de celebrar que el año llegaba al final.
Suspiré
y, por fin, decidí la segunda opción. Tenía que volver a casa.
—Hola...—él
me dijo apenas llegué, mientras arreglaba el nudo de su corbata frente al
pequeño espejo del recibidor. Estaba aseado y cambiado, e incluso el aroma
sutil de la fragancia que traía me alcanzaba a tocar—. ¿Dónde estabas?
—Caminé,
por ahí...—repliqué, cerrando la puerta y dejando mi bolso sobre el perchero—. Creí
que sería mejor dejarte sólo por un rato.
—Sabes
que no tenías que hacerlo—y me obsequió una tierna sonrisa que sin voltear,
advertí a través de su reflejo.
Le
devolví el gesto como pude, y me dejé caer rendida contra el sofá.
—¿Ya tienes planes para esta noche?—me
preguntó.
—No—quise soltar con simpleza, aunque había
sonado más como a resignación—. ¿Tú...?
Ya era
duro no pasar año nuevo como siempre lo hacíamos con Monica y Chandler porque
dio la casualidad de que este año sus padres les habían llamado para cenar.
Pensar que Joey y Phoebe tendrían citas era molesto, y recordar siquiera que
Michael estaba a miles de kilómetros de donde yo me encontraba era lo que me
quería terminar. No recordaba la última vez que me sentía así de patética en
una época de fiestas.
—Saldré a cenar con Mona—musitó—. La
veré en su casa en unos minutos.
Sonreí. Sonaba
evidentemente más relajado y eso me agradaba. Cada gesto desinteresado que
hacía, cada pedazo de empeño que ponía al bonito atuendo que tenía y las ansias
por ver a su pareja que derrochaba me aseguraban más que ya había tenido la
oportunidad de hablar del tema con ella, esta vez con seriedad.
Quizá,
como lo había prometido y lo pensé toda la tarde, él ya se lo había dicho.
El timbre
sonando me descolocó.
—Vaya...—murmuró
antes de darse un último vistazo por encima del hombro, y de acomodar el saco
que llevaba, asombrosamente, pintando una sonrisa más radiante que la anterior—.
Debe ser tu comida china.
—¿Mi...
comida china?—susurré esperanzada, y por Dios, que en el instante en que un
humeante tazón de fideos chinos se me dibujaban en la mente, mi estómago
comenzó a quejarse sin más, pese a la cantidad de helado que ya llevaba.
Ross
asintió orgulloso hacia mí, dirigiéndose a la puerta.
—Creí
que, como no tendrías planes, te apetecería que te encargara algo para calmar
el antojo. Ya la pedías desde el otro día, ¿No es cierto?
—Sí...—sonreía
como tonta, y mientras, una pequeña lista de posibilidades un poco más alegres,
menos deprimentes, se comenzaban a plantear en mi mente.
Quizá la
comería en la habitación enfundada ya en mis pijamas, quizá vería una película
o dos, y entonces la noche se me haría menos eterna. Maldición, hasta en este
momento mirar uno de los documentales aburridos que Ross tenía guardados sonaba
a una idea no tan... pésima.
—Puedes
ir a cambiarte si quieres—se echó a reír, ya con el pomo de la puerta en una
mano, y su billetera en la otra. ¿Mi sonrisa era tan obvia? ¿Había descifrado
mis tontas intenciones?—. Te la llevo al cuarto cuando estés lista.
—Perfecto—le dije, y corrí hacia la
habitación.
Entré y
luego de cerrar con seguro me saqué con cuidado el enorme abrigo, bufanda y
guantes que llevaba. Me desvestí el pantalón y el suéter que llevaba de bajo y,
aún con la odiosa ropa interior que tenía que usar últimamente y que me llegaba
hasta la altura de las costillas, me enfundé en mis pijamas y al final, decidí
utilizar encima mi chaqueta de entrenamiento favorita. Esa cosa tenía tantos
años como los que habían pasado desde que me gradué de la universidad pero la
adoraba, era cómoda, cálida y sorprendentemente, aún entraba con todo y con mi
bebé dentro. Era perfecta.
Incluso
con pantuflas volví al salón, y como si de un balde de agua helada se tratara,
miré que ella, Mona estaba ahí con una canasta cargada de meriendas en lugar de
mi comida china, contrastando hasta el infinito con la blusa impactante de seda
roja, y esa falda exquisita que llevaba, zapatillas, y su cabello corto, rubio,
liso y peinado a la perfección. Me sentí un poco incómoda pero, vaya, me
encontraba en mi casa y además, ella ya lo sabría.
—Mona...
Hola—sonreí, costándome milagros volver a reaccionar luego de mirarla. ¿No iba
a verse con Ross en otro sitio?
—H-hola,
Rach...—apenas y me saludó, agitando su mano hacia mí aunque, con una sonrisa
que sobresalía de entre la mía, y la incómoda que Ross pintó.
Agradecía
que, a pesar de que ella ya sabía que vivía aquí, tuviese de cualquier modo un
bonito gesto ocupando su rostro. Así la conocimos cuando se había fijado en
Ross en Central Perk desde el primer día y así la había encontrado en cada
reunión. Siempre confiada, siempre alegre, a cada día que transcurría
integrándose más con nosotros. Ella sin duda, me gustaba bastante para Ross.
El timbre
sonó detrás de los dos, y mi sonrisa ya no siguió tensa, sino alegre de verdad.
Ross abrió y, por fin, se trataba de mi comida llegando.
—Gracias—él
musitó, recibiendo la entrega, y luego de pagar, cerró la puerta con cuidado y
se giró hacia mí mientras que mis ojos se abrían amplios, mi boca se derretía,
mi estómago se volvía a remover—. Aquí tienes, Rach.
—Ah,
delicioso...—la recibí, y husmeé sin más el interior de la bolsa de papel,
verificando que estuviera el encargo completo, como él ya sabía, a mí me solía
gustar.
—¿Te
traen... comida aquí?—y entre mis ilusiones, escuché cómo Mona preguntaba
extrañada.
La
estudié y pestañeé sin saber qué responder, sin saber siquiera el motivo de
aquella pregunta.
—Ha
habido un pequeño cambio de planes, Rach—Ross murmuró cortándome el trance.
Tenso, y noté cómo hasta se desapretaba un poco el nudo de la corbata que tanto
tiempo se demoró en acomodar—. Mona ha traído aquí la cena para sorprenderme,
así que nos quedaremos aquí—calló y, volviéndose a ella entonces, comprendí que
igual me había dejado sin habla—. Ahora, tú... espera un poco que te he conseguido
un obsequio esta mañana.
—¿Qué?—ella
le preguntó, con un tono que dejó mucho qué desear—. ¿Tienes otro secreto
encerrado allá también?
No lo comprendí,
y con la boca seca, queriendo bajar la mirada aunque no podía, estudié a Ross
riéndose con poca naturalidad, y perdiéndose de vista al dirigirse a su alcoba.
—Ah... No
sabrán que estoy aquí, ya me voy a la habitación, ¿De acuerdo?—susurré en un intento
débil por reponer aquello, y de una, intenté andar también hacia el cuarto.
—...N-no,
Rach. Aguarda un poco...—pero ella se me acercó, impidiendo que yo continuara
andando.
—¿Sí?—avispada,
le miré. De pronto me pareció ridículo que yo continuaba aferrando mi comida
china entre mis brazos como si de un inmenso premio se tratara.
—Espero que no te molestes,
p-pero... ¿Qué estás haciendo?
—¿Cómo...?—pestañeé
aturdida. Deseando esconder la confusión que sentí al negar.
Mona
suspiró desganada, molesta, aún con la mirada baja.
—Escucha,
Ross es demasiado amable para decirlo, y lo sé. Sólo...—entonces calló, me
perdió de vista como si buscara maneras de encontrar las palabras—. Sé que
estás embarazada, pero este es su departamento, y yo soy su novia, entonces
pienso que lo mejor es establecer algunos límites. Así que... ¿Por qué no nos
dejas y nos das un poco de intimidad?
—P-pero, Mona... yo vivo aquí—con
debilidad, susurré.
—¿Qué?
Me
estudió pasmada, y la tensión de pronto se sintió, la incomodidad, ni se diga.
—¿Ella sí se mudó aquí, Ross?—fulminante,
inquirió.
Me giré y
sin remedio, encontré a mis espaldas a un Ross con la mirada perdida, aterrado,
pasmado estudiándonos a ambas. Mierda, él aún no se lo había dicho.
—¿Así que
simplemente me dejaste hacer el ridículo hace rato?—añadió hacia él más ácida,
más indignada—. ¿No te importó lo que yo pudiera pensar de esto y lo hiciste de
todos modos? No puedo creerlo, maldición.
—Mona,
no...—él removiéndose, lo intentó, aunque su voz ya temblara—. Si no te lo he
dicho bien, es porque esperaba a verte para confirmarlo. Por supuesto que me
importa tu opinión, ¿Cómo no la tomaría en serio? Es sólo que... se trata de...
ella—y sin más, me señaló—. Esto es... muy complicado.
Me quedé
paralizada mirando la escena. Mirando cómo Mona se llevaba ambas manos al
rostro y luego de que las bajaba, dejaba mirar lo irritados que sus ojos se
habían tornado.
Lo era
todo y lo sabía, no era mi lugar, no era el tiempo, no soportaría ver aquello.
—Y-yo...—negué
ofuscada, aterrada, sin saber muy bien o cómo accionar y al final decidí salir
de ahí. Ni una idea más tenía cabida en mi cabeza.
Me perdí
y atravesé los pasillos con mi comida bien aferrada. Y convenciéndome resignada
y entre mi aliento hiperventilado que quizá arruinaría la cita que Joey habría
llevado esta noche a casa, terminé por estamparme contra un cuerpo rígido que
circulaba por uno de los pasillos y que, conforme me llevaba una mano lánguida
a proteger mi vientre y recuperaba mi respiración, ya miles de reclamaciones
hacían fila, maldiciones, y quejas también.
Hasta
que, luego del golpe, había enfocado la vista. Y nada más importó.
—¿Michael...?
—Ah, Dios
mío...—le oí susurrar, o me convencí de que lo intentaba.
De
pronto, un beso casto sobre mi frente, y otro par más ansiosos sobre mi vientre
me hicieron volver a la realidad. Por Dios, le tenía ahí, y ya aquello era lo
único que importaba. Todo dejaba de preocuparme en el acto, de angustiarme. Le
miré alucinada, embelesada, y fue como si ya nada pudiese salir mal.
—¿Cómo es
que...? ¿Qué estás...?—negué alucinada, sin poder concretar una sola oración.
Estaba tan feliz de verle, de sentirle abrazándome, que poco me importó si
alguno de los vecinos le veía.
—Mi vuelo
aterrizó hace un par de horas... —su voz perfecta, dulce, sonó tan serena como
siempre. Y casi dejé salir el aire que tenía contenido de todo el día—. ¿Creías
que te dejaría sola esta noche? ¿Crees que iba a poder siquiera?
Maldición,
era como si la luz que sentí apagada por horas se encendiera, y todo lo
iluminara. Sonreí como nunca. No, por supuesto que no lo haría.
Él
entonces fijó su mirada en mi comida con un par de risitas.
—Espera,
¿A dónde ibas?—y me hizo reaccionar, recordar dolorosamente el cúmulo incesante
de embrollos que dejé en el departamento minutos antes.
—Yo... no
importa—titubeé, no lo miré, pues ardía, bullía de miedo—. Michael, necesito
que me hagas un favor. Uno en verdad enorme.
—¿Qué?
¿Qué pasa?—sonó preocupado, abatido, y al instante se precipitó a palpar con
cuidado mi vientre, a dejar otro beso titubeante ahí—. ¿Algo ocurrió? ¿Te
sientes mal, pequeña?
—No,
es...—con cuidado, consumida en ternura tomé entonces de su mentón para hacer
que volviese a mirarme a los ojos, para que se tranquilizara—. No se trata de
mí.
Sólo me
miró, confundido.
—...Sino de Ross—añadí resignada, dejando un
suspiro salir—. De los embrollos en que sin querer le hemos metido.
Si
aguardar a que contestara, tomé su mano y halando de él nos hice volver. No lo
soporté y, aún con la boca seca, desesperada, toqué la puerta con insistencia y
aguardé mientras que unos murmullos pesados, tensos, no dejaban de escucharse
del otro lado.
—¿Estás... segura?—Michael preguntó
a mi lado.
Le
estudié y, por la expresión preocupada y cálida que tenía, comprendí que él ya
lo sabía todo. Entendía lo que yo estaba a punto de hacer.
—Sí...—susurré,
tragando saliva. Y lo aparté un poco, para que su cuerpo no reluciera al
momento en que alguien abriera la puerta frente a mí. No aún al menos.
Solté un
suspiro tembloroso y entonces, fue Ross quien abrió.
—Rach, no creo que… sea el mejor
momento ahora... Sólo...
—...He
vuelto a decir la verdad—con temor le corté, dando un paso adelante mientras
miraba a Mona más allá con la mirada desvariada, destruida y sus ojos
irritados, cuidando que luego de mi paso la puerta no se pudiese cerrar. No
todavía.
—¿Verdad?
¿Qué verdad?—ella me exigió, poniéndose de pie en la estancia, avanzando hacia
mí como un león rabioso.
No pude
evitar estremecerme ahí.
—Que
Ross... no es el padre de mi bebé—solté, cerrando los ojos. Lo había dicho, ya
estaba, ya no había paso atrás.
—¿Qué...?—se
acercó de golpe más y esta vez, había hecho que yo retrocediera.
—Eso...
No es verdad que él lo es—bisbiseé, y asombrosamente, me reponía. Era la
presencia de Michael, pensé, era el único tipo de brillo que me daba este tipo
de fuerza.
—Rach...—Ross susurró a mi lado y
negó. Él aún no comprendía mi plan.
—Entonces,
¿Quién es?—Mona intervino—. ¿De quién se trata si no es él? ¿Por qué estás
viviendo aquí?
—Ese es
el problema...—musité, más tranquila. Soltando incluso una sonrisa temerosa—.
Que si te lo digo, no sé si me creerías...
Ella
negó, enteramente abatida. Lo comprendía, trataba de meterme en su mente, en lo
que ella pensara tras mi comentario y al mismo tiempo pensar en explicaciones
coherentes, en verdades, sólo se me dificultó. Porque, mierda, le dijera lo que
le dijera, iba a sonar terriblemente extraordinario. Increíble.
—Con el
tiempo, te hemos...—hablé, y como pude, fui acercándome de a poco—. Te hemos
contado cómo durante los años hemos tenido la suerte de acercarnos a... gente
importante. Vamos, hemos conocido a... algunas... celebridades. ¿Recuerdas?
—Todo
mundo ha llegado a conocer alguna celebridad—espetó—. Por Dios, ¿Qué con eso?
¿De qué estás hablando?
—De... eso, precisamente. De que el padre de mi
bebé no es... alguien normal.
—Rach, en
verdad no creo que...—Ross, con esa misma mueca privada por el terror, por la
inseguridad, tomó de mi brazo y me hizo reaccionar. Pero intentaba que eso no
me descolocara demasiado.
—Entonces,
dilo—Mona entonces me desafió, ladeando la cabeza con la mirada oscurecida y
sus cejas perfiladas arqueadas, luciendo más amenazante.
Suspiré,
procesé su enfado, el miedo de Ross, mi respiración entrecortada, al amor de mi
vida aún escondido en el pasillo y... al demonio, era tiempo, ya lo tenía que
decir.
—Es... Michael. Michael Jackson es
el papá.
Pero sin más,
se carcajeó. Echaba risas indolentes que se combinaban claramente con sus
sollozos entrecortados.
—Por
supuesto que sí, maldición...—titubeó aún sin reponerse, y limpiando una
lágrima que por las risas se le salía—. Y yo soy la hija perdida de Elvis Presley,
¿Lo sabías? ¿Sabías que no eres la única que tiene ese tipo de ‘relación’ con
los famosos?
Llevé una
mano al puente de mi nariz y resoplé. Por Dios, era mejor que ahora mismo no
empezáramos con el tema de la hija de Elvis.
Ella no
me había creído, lo sabía, y seguíamos en las mismas aunque, también estaba
segura, eso ya podría cambiar. Reí con simpleza, sin poder reprimir una sonrisa
por más débil que hubiese aparecido.
—Sabía que reaccionarías de esa
forma—musité.
—Y yo no
sabía que ustedes dos serían así—sentenció, seria de golpe, mirándonos seca,
taladrante a ambos—. No sabía que les encantaba burlarse de la gante con tanto
descaro.
Tomaba su
bolso con urgencia y algo dentro de mí ardió por actuar, salí sólo un poco y
luchando por ignorar las carcajadas reprimidas que Michael tenía en su bonito
rostro lo tomé de la mano y sin más, lo había hecho entrar al lugar. Todo
transcurrió bastante rápido y por continuar mirándole a mi lado, cándido,
perfecto, irreal, la terrible inspiración que Mona dejó salir a nuestros lados
casi había pasado desapercibida.
—N-no...
puede ser... No puedo creerlo...—dijo entre su aliento ido, negando con los
ojos bien abiertos, con las manos cubriendo casi la totalidad de su rostro—.
Eres...
—...Hola—y
Michael soltó hacia ella, con una simpleza desgarradora. Ross a nuestro lado,
iluminado, petrificado, sólo rió.
Celebré
en el interior. Me encantaba, amaba el tipo de reacción que él causaba cada que
una nueva persona le conocía frente a mis ojos.
—Nos
crees ahora, ¿Verdad?—Ross le dijo a ella, más lívido, más confiado. Sin duda,
haciendo que yo me tranquilizara.
Transcurrieron
algunos segundos incómodos, con Mona aún petrificada, en los que aún no
encontraba la manera de cómo hablar.
—S-sí...—susurró
bajando notablemente su enojo, aunque aún fuera de sí, y descendió lentamente
la mano que tenía en sus labios para señalarnos a Michael y a mí—. Q-quiero
decir... ¿Qué es esto? ¿Ustedes dos son... pareja?
—No—repliqué
al instante. Tiempo de sobra había pasado, y ya me había acostumbrado con
creces a obligarme a siempre aceptarlo así—. E-es... una historia bastante
larga. Sólo somos amigos.
—De
hecho, bastante buenos amigos—Michael repuso entonces a mi lado, haciendo que
yo le mirara con desdén.
Tuve que
librar una batalla para no poner mis ojos en blanco.
—Lamento que te hayas enterado de esta forma,
Mona...—Ross musitó, ya intentando acercarse de a poco hacia ella—. Pero lo
es... Es cierto.
—Es que
no puedo entender por qué tanto misterio—entonces ella desganada, respondió—,
por qué las mentiras. ¿Por qué decir que Ross es...?
—Te pido
que pienses en ello un segundo—y decidí intervenir enseguida. Con la esperanza
de que, todo cuanto se me ocurría aclararía sus dudas de una sola vez—.
Imagina... todas las personas que me preguntan quién es el papá de mi bebé.
Amigos, familiares, jefes, compañeros de trabajo, todos. ¿Piensas que me
creerían? ¿Que podría llevar a Michael ahí, conmigo, a todo sitio al que fuera?
—No... por supuesto que no—admitió
con voz queda, con su mirada baja.
—Y si
vivo con él—añadí—, es porque Michael suele viajar todo el tiempo. No puedo
quedarme sola durante días si sé que algo se puede necesitar. Eso es todo.
La
estudié entonces incisivamente, varios segundos pasaron sin que se moviera.
Mona era más de lo que parecía al final, era más coherente de lo que esperaba y
sin comprenderlo, el aire tranquilo que comenzó a adoptar calmó la tensión que
me gruñía dentro.
Entonces,
débil, se giró hacia Ross.
—Yo... lamento haber hecho un drama
por...
—...No,
por Dios. No tienes la culpa—él le atajó dulce. Él era el único con el poder de
sosegarla, de decirle algo y no hacerla gruñir sino, reflexionar. Ross jamás
decía nada sin pensar y, desde siempre lo había comprendido—.Y quiero que sepas
que no te lo había dicho no porque no confiara en ti. Sino porque... lo que
ocurre con Rachel, con el favor que les hago al decir que el padre soy yo, no
tiene nada que ver con lo que siento por ti.
Le tomó
la mano entonces, y a mi lado, Michael me envió un guiño discreto, uno que me
obligó a no más que querer sonreír.
—Soy
torpe cometiendo errores pero, es sólo porque me gustas muchísimo—Ross
continuó, y sin más, le miramos aproximándose lentamente, aún con cuidado.
Ella
cedió y pronto, sin remedio se hundieron en un leve, pero indeciblemente tierno
beso.
—Bien...—ella,
más calmada, susurró, antes de rodear el cuello de él con sus brazos—. Supongo
que aún podemos disfrutar de nuestra cena.
—Supongo
que sí—le replicó haciendo que sus frentes chocaran, que sus narices aún se
pudieran rozar. Un momento que me empalagó de inmediato.
—Y
nosotros nos iremos—sentencié, y como pude, aferré a Michael del brazo.
Intenté
avanzar pero me detuve cuando una risita tonta de Ross se había desprendido.
—Gracias por todo, chicos—nos miró con sus ojos
centellantes, alegres—. En verdad...
—Ni siquiera lo menciones—le
contesté sonriente—. Diviértanse.
—Adiós,
Ross—Michael se despidió, y tímido, un poco tenso aún, volvió a mirarla a ella—.
Mona...
Dejé que
ella asintiera con él y salimos sin más. Cerré la puerta tras nuestro paso y,
irremediablemente, casi dejamos salir el aire al mismo tiempo luego de que
comenzamos a perdernos en el primero de los pasillos.
—Vaya
escena, ¿Eh?—indolente habló, atrayéndome hacia sí con su brazo rodeando mis
hombros.
Le
fulminé con la mirada, divertida.
—Mira
hasta lo que involucrarme con una estrella de la música me ha venido a
ocasionar—le restregué.
Se echó a
reír despreocupado, y comenzamos a descender las escaleras con cuidado,
pensando resignada que quizá, mi comida ya se había enfriado.
—¿Sabes algo?—casi al llegar a la
recepción, me preguntó.
—¿El qué?
—Cuando
les miré besarse, de pronto creí que tenía ganas de que alguien me diera un
beso igual—sonrió despistado, sólo mirando por donde caminaba.
—¿En
serio?—me alejé de inmediato, con las mejillas imposiblemente entumecidas,
haciendo que él soltase una carcajada.
—Así es...
—Vaya...
Me da lástima que no haya nadie cerca que pueda darte uno pero, ¿Sabes lo que
se me ha antojado a mí?—y le aprecié entonces, haciéndonos detener.
Entonces,
le encaré con una ceja arqueada, asegurándome de que con toda cautela, me iba
acercando más hacia él. Riesgosamente cerca.
—¿Qué... cosa?—bisbiseó, y celebré haberle
mirado pasar saliva con dificultad.
—...Mirar películas. En tu
departamento. Toda la noche hasta el amanecer.
Ambos nos
carcajeamos, nos desatamos, y al continuar con nuestro camino, me impregnó
entonces con una sonrisa que no pude más que admirar.
Estaba
convencida, su luz me estaba derritiendo.
—No pasaría mis últimos momentos del 2001 de
otro modo, pequeña. Ni siquiera con nadie más.
Y
sonreí, pues dolía lo irreal que se sentía que las cosas estuviesen bien de
nuevo. Ahora, sólo quedaba preocuparme por una cosa más...
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