—Sabes
que quiero que me lo digas todo—Monica sentenció con una voz que ni recordé de
cuando mi mamá me reprendía de niña—. Quiero que me cuentes todo cuanto sucedió
aquí.
Alcé la
vista cansada aún sentada en el suelo, y la enfoqué en la suya claramente
confusa. ¿Por qué Monica no podía ocuparse mejor de lo desastroso que se miraba
el departamento con cientos y cientos de regalos que estaban a medio abrir? Phoebe,
sentada a un lado de ella, le miraba divertida. Seguro agradecida de que ahora
yo tenía que soportar todo esto aunque tenía que reconocerle que durante el día
de ayer, había aguantado las preguntas acerca de su falso embarazo durante
bastantes horas.
Dejé un
quejido salir, abrazando mis rodillas flexionadas.
—Ya te lo he contado, Monica...
Sucedió—admití—. ¿Qué más quieres...?
—...Detalles—Phoebe entonces me
cortó.
¿Qué ella
no estaba de mi lado? ¿No habíamos quedado claras en que las preguntas se
terminarían hasta que Michael lo supiera todo?
—Exacto—Monica
asintió con voracidad—. Detalles cómo, ¿Quién se le insinuó a quién? ¿Quién dio
el primer beso?
—¿Quién
decidió que el sofá no era muy cómodo y pensó que era mejor trasladarse a la
habitación?—Phoebe burlándose preguntó también, enarcando una sola ceja de una
manera endemoniadamente insinuante.
—¡No
puedo creer que estén preguntándome todo esto, por Dios!—bramé llevándome las
manos a la cabeza.
—¡Es que
nos ha tomado por sorpresa, Rach…!—y Monica terminó acercándose a mí, rodeando
obsequios que, cada vez que miraba, parecía que la cuenta aumentaba cada vez
más—. ¿Qué significa esto? ¿Ustedes iban a... volver? ¿Iban a... intentarlo de
nuevo?
—Transcurrió
un mes, Mon—admití con voz queda, cansada, resignada por preguntas de las que
no terminaba de sentirme agotada—. Y sí, las miradas estaban, los sonrojos, los
mensajes secretos en silencio pero no. Él y yo... no habíamos vuelto a hablar
de eso. Fue sólo algo que... sucedió, y que por alguna razón, había permanecido
así. Como un secreto.
Asintió
sin pensar decir nada más. Yo me helé, no creía que sólo con aquello la había
dejado callada. ¿Habrá sido suficiente entonces? ¿Todo iba a terminar ya?
—No estás
molesta con él, ¿Verdad? Por habérmelo dicho ayer en la fiesta—era Phoebe ahora
resonando detrás de ella, agradecí que un poco más seria esta vez.
—Por
supuesto que no—me apuré a contestar, encogiéndome de hombros—. Sé que ha sido
un accidente. Fue él quien me propuso que no lo contáramos en primer lugar. No
podría enojarme por ello...
—A que
nunca agradeciste más que yo tuviese que trabajar hasta tarde en la noche, ¿Eh,
Rach?—Monica con soltura me encaró desde el nuevo asiento que tomaba en el sofá—.
¿Te imaginas si hubiese llegado temprano a casa aquella vez?
—Nada hubiera sucedido—admití entonces,
asintiendo para mí misma.
En verdad
agradecía la manera en que la situación había resultado. Pues lo cierto era que
si algo diferente hubiese ocurrido y lo hubiese alterado todo, si tan sólo yo no
hubiera peleado con Tag, si el departamento no se hubiera quedado abierto para
que Michael entrara, si Monica hubiera estado también, si los chicos se
hubiesen aferrado a celebrar durante la noche, o cualquier cosa que fuese,
entonces yo no habría revivido sensaciones que hasta aquél instante creía
perdidas, y que simplemente se avivaron no como fuego, sino como lava que jamás
dejó de arder a pesar de los años en que Michael y yo estuvimos separados.
Recordé,
con una sonrisa que no me interesó si mis amigas cuestionaban, que Michael
aquella noche me había hecho el amor de esa misma manera orgásmica que
recordaba, recordé que jamás fuimos extraños, que ni siquiera se sintió como
una reunión. Fue como si la pesadilla que vivimos jamás hubiese existido entre
nosotros, como si nada o nadie nos hubiese separado jamás.
—...En
absoluto—Monica, así, susurró, y al salir de mi trance me percaté de que ella
también estaba perdida en el mismo tipo de sonrisa.
Sin
aviso, la puerta cedió de par en par y rompiendo el silencio, se asomaron Joey
y Ross llegando con un par de sonrisas fraternales, asegurándose de que cada
una de nosotras nos percatábamos del aire de felicidad, y de desahogo que
traían. Siempre que llegaban así, se sentía cómo se alumbraba todo.
—¡Hola, chicas!—saludaron a la par.
Me
pregunté dónde estaría Chandler. No lo había visto desde que todos juntos
salimos esta mañana del hotel.
—Hola...—les
respondimos casi al mismo tiempo y decidí tomar asiento ya en el descansa pies
que hacía juego con uno de los sofás.
Desde
hacía rato que el suelo ya no me parecía cómodo, aunque, por la sarta de
preguntas que Phoebe y Monica me arrojaban, sentirme en un punto más bajo que
ellas, me daba la sensación de que me refugiaba más, claro que con ayuda de la
colina que todos los obsequios amontonados formaban.
Ambos se
acercaron y a diferencia de Ross, que se perdía mirando cada regalo con una
sonrisa cada vez mayor, Joey se apartó y con toda indolencia se dirigió a la
nevera para tomar un bocadillo. Gesticulando una pequeña risa, me di cuenta de
que lo prefería con sus atuendos informales que con el tipo de vestimentas
serias que le miré ayer. Ese tipo de desinterés alegre siempre contagiaba.
Desinterés.
Una idea llegó entonces a mi cabeza. Los chicos eran siempre menos ‘intensos’
que nosotras las chicas, ¿No era cierto?
—Oye,
Joey...—terminé por incorporarme de aquél lugar también, y me dirigí al sofá
que Monica y Phoebe ocupaban.
—¿Sí?—él,
con desgarbo tomaba una botella de soda de cola y un trozo de pizza tieso que
sabía tenía más de una semana ahí.
Negué con
risas pequeñas. A Monica le tenía tan ocupada la planeación de la boda que en
ningún momento le pasó por la cabeza reprenderme por sacar los desperdicios
viejos de nuestro refrigerador.
—¿Qué
harías si alguna chica con la que te has acostado te llamara diciendo que está
embarazada?—le pregunté y, casi al instante, Monica y Phoebe me estudiaron confundidas.
Él
simplemente se paralizó, y sus ojos se pusieron tan amplios como un par de
platos. Se descompuso tanto su semblante que no habló, y sólo pasó el primer
trago de soda que tenía en la boca.
Ross se
rió a un lado expectante y yo entorné los ojos.
—¿Alguien
ha... llamado?—con su voz temblando, incluso débil nos preguntó, mirándonos a
nosotros y a todos lados—. ¿Parecía rubia? ¿Tenía acento raro? Mierda, tengo
que hacer una llamada—y soltó todo lo que llevaba con él, dirigiéndose veloz
hacia nuestra puerta—. ¡Jamás debí involucrarme con esa...!
—¡No,
Joey!—apenas y le alcancé a detener. Me tensé sobre el sofá resoplando. ¿En
verdad no sabía a lo que me refería?—. ¡No eres tú! No dejaste embarazada a
nadie.
—¿¡Y por
qué me asustas así!?—dio un azote a la puerta que ya tenía abierta por la mitad
y volvió, cómo no, lo primero que hizo fue retomar las cosas con ese trozo de
pizza—. ¿Qué es lo que ocurre entonces?
Y esta
vez la confusión atestaba el rostro de Ross también, ambos nos miraron alternando
sus miradas perdidas y confundidas en cada una de nosotras hasta que me
resigné; o el silencio lo hacía, o la manera en que trataba de evitar sus
miradas lo iba a terminar. Comprendí que luego de que Joey con los labios
entreabiertos comenzaba a señalarnos a las tres, todo habría acabado.
—¿A-alguien
está... embarazada?—Joey bisbiseó con su profunda, pero débil voz. Aún
paralizado, aún amenazándonos a cada una con su índice apuntándonos.
—Vamos,
Rach, esto no sirve—Monica se burló, y cruzándose de brazos con desgarbo me
ubicó al lado de Phoebe—. Michael y Joey no son iguales. ¿Cómo has creído que
sus reacciones serían...?
—¿Qué...?—Ross le interrumpió.
Miramos
el cómo apenas y se movió, cómo se le desvariaba la mirada.
—Rachel, estás...—titubeó—.
¿Estás... embarazada?
No pude
hablar, no imaginé en responder. No pensaba, y sólo sonreí. Sabía que me había
delatado sola.
—Oh, por
Dios...—se le escuchó, pese a que sus dos manos ya se encontraban bien apoyadas
contra sus labios, acercándose a mí mientras que yo ya intentaba ponerme de pie
embelesada por el deseo de poder abrazarle.
Caí de
lleno en aquél abrazo y aferré su espalda con ternura, dejándome llevar por la
forma delicada en que él hacía nuestros cuerpos mecer.
—Rach,
felicidades...—dijo, dejando un beso pequeño cerca de mi nuca. Con cuidado me
dejó ir y me estudió ansioso, negó con una sonrisa que ni él soportaba, una que
hacía que la mía se agrandara diez veces más aunque ya pareciese que era
imposible—. ¿Hace cuánto que...?
—...Creemos
que tiene un mes—Phoebe musitó dulce a mis espaldas—. Ha sido algo así como...
un regalo de cumpleaños.
—¡Rach!—Joey
entonces me tomó con igual determinación y fui a olvidarme de reprender la
ocurrencia que Phoebe había soltado al final. Una vez más me solté, me perdí en
la luz que sus dos brazos amplios y sanadores emanaban y sentí como si me
hubiese quitado una inmensa loza de encima.
Él me
dejó ir con delicadeza y, aún observándolos, perdiéndome en sus sonrisas,
agradecí como una demente que, como esperaba, había sido infinitamente menos
difícil que con las chicas. Con ellas habían lágrimas de felicidad, abrazos,
promesas y brillo, pero a costo de un interrogatorio fulminante que no
importaría si tenía que terminar a altas horas de la madrugada.
—¿Y cómo
te sientes?—Ross inquirió solícito y noté esperanzada, que fijaba su vista
hacia mi vientre con toda naturalidad—. ¿Has tenido náuseas, malestares?
—Sólo un
poco...—admití, llevando de manera mecánica mi mano hacia mi vientre—. A veces,
durante las mañanas. Luego durante el día me siento mucho mejor.
Me sonrió
y asintió, notoriamente más tranquilo.
—¿Quién
más lo sabe? ¿Michael ya está enterado?—Joey preguntó, no sólo dirigiéndose a
mí sino al resto.
—Sólo
nosotros cuatro lo sabemos—Monica le contestó—. Oh, y Chandler aún cree que
Phoebe es quien está embarazada.
—Sí...—hablé
sin darme cuenta, y cavilé en mis pensamientos acerca de la incómoda escena de
sólo segundos luego de que Monica y Chandler saludaban a todos como marido y
mujer.
—Ey, es cierto—Phoebe intervino
entretanto, poniendo un gesto que bien reflejaba un extraño brillo de
indignación—. Chandler aún cree que estoy embarazada. Y no me ha preguntado
cómo estoy, ni se ha ofrecido a llevar la valija que traje del hotel. Vaya, lo
siento por la mujer que acabe teniendo sus hijos.
Como
pude, fijé mis ojos en Monica sin aguardar. Ya alucinaba con la forma tan
abrupta en que sin más, le fulminaba.
—...Después
de ti, claro—Phoebe se excusó, lívida. Cabeceó con rapidez y se incorporó—. El
punto es que sólo estaré embarazada durante algunas horas más porque tú,
Rachel...—entonces me señaló—. Tienes que decirle a Michael hoy.
—¿Porque así ya lo decidiste?—me
bufé, cruzándome de brazos.
—Porque
no viste cómo él intentaba pasarlo bien ayer durante la boda, y no podía porque
te alejabas completamente—sin más se puso de pie y reganando seriedad, se
aseguró de que yo incrustara mi mirada perdida sólo en sus ojos desvelados.
Conocía
sus intenciones y dolorosamente las lograba. De una, me había hecho paralizar,
sentir que mis piernas pronto se debilitarían si comenzaba a pensar en el tema
de nuevo, en la tentación asesina que tuve que atravesar el día anterior al
mantenerme apartada de Michael por evitar tocar temas que no quería, pensar en
cuestiones que no me apetecían, esconderme de todo, sin lograr nada.
Cabizbaja,
fastidiada, harta, busqué asiento de nuevo en uno de los sofás, aguardando a
que ella continuara.
—...No
paró de pensar todo el tiempo en si él había hecho algo malo, en si te había
alejado por accidente, o si había sido algo tan malo que no se pudiese
arreglar. Lo único que quería era acercarse, bailar contigo, sólo charlar, y tú
te apartabas.
Me
retorcí ansiosa sobre mi asiento, gimiendo quedamente. El sofá a mi lado se
hundió y la sentí llegar aún con mi cuerpo temblando, lleno de temor, de una
indignación que se disfrazaba de culpa. Pegó su cuerpo al mío y aunque había
atrapado mi atención, no la pude mirar aún.
—No lo
había comprendido, hasta que él me confesó por accidente que pasaron la noche
juntos, Rach—susurró con suavidad, y pronto sentí cómo una de sus manos se
paseaba lánguida por mi espalda encorvada, haciéndome destensar casi de
inmediato—. Sabía que te alejabas porque tenías miedo, de que él descifrara tu
mirada, de que hablaran del tema y lo tuvieses que confesar, no lo sé... Pero,
créeme; aún no supero ese rostro triste que tenía por sólo poder mirarte a lo
lejos.
Negué
vencida, derrotada. Con un millón de maneras de aceptar que todo aquello era
verdad atoradas en mi mente y aún sin saber cómo aprender a elegir alguna. Mi
mente no paraba de inundarse de nubes blancas, de vacío que sólo me hacía
entorpecer más.
—Es que,
no creo poder hacerlo ahora, Phoebe...—alcé mi mirada con cuidado, sin tener
mucha seguridad de qué me esperaría—. ¿Cómo podría decírselo?
—¿Por qué
no?—Monica preguntó. Cortó el habla que supe que Phoebe tenía por la manera en
que sus labios ya estaban entreabiertos de vuelta.
—¿’Por
qué no’?—repetí, aumentando la fuerza con la que aún no paraba de negar, ya
encarándola a ella—. Por los problemas que no ha parado de tener con la maldita
disquera, ¿Lo recuerdas? ¿Recuerdan lo atrofiado que eso le tenía? ¿El estrés,
el enojo que sentía por mirar cómo le habían estafado en esos contratos? Quizá
un bebé no sea algo que... él pudiese tener planeado ahora.
Pasé
entonces mi mirada por cada uno de ellos, no hablaban, y sus rostros no
pretendían nada y aún así, miles de preguntas silenciosas ya lo infestaban
todo.
Quizá mis
amigos no lo pensaban de aquella manera pero era la verdad, odiaba que Michael
aún no lo supiera. No por el miedo, o por el qué podría ser, sino por no
conseguir parar de pensar en lo mismo, en el hecho de que quizá esta noticia
podría provocarle un problema más.
—Lo sé,
es tan raro...—Ross comenzó a decir con esa voz tan suya, mirando a la nada,
sereno—. Va a decírselo hoy y Michael no tiene idea de lo que le espera
siquiera.
—Sí—Joey
asintió apuntándole—, quiero decir, Rachel va a tocar su puerta y va a cambiar
su vida de nuevo. Para siempre.
—Es una
noticia... bastante grande, ¿No?—un suspiro entrecortado nació, al tiempo en
que intentaba abrazarme a mí misma para tranquilizarme un poco.
—¿Bastante
grande? ¡Es tremenda!—Phoebe bramó a mi lado, echando la cabeza hacia atrás—.
Él anda por ahí, del estudio a su departamento, duerme, come y piensa en lo
feliz que le ha puesto pasar de nuevo la noche con Rachel y de pronto, ¡Va a
ser padre de nuevo! Todo será diferente...
—No, no
creo que tenga que ser diferente. ¿O sí?—Monica entonces buscó respuesta en mis
ojos, luego de preguntar.
—No lo sé...—susurré, sintiéndome
perdida de nuevo.
Lo cierto
era que en cuanto a él, en cuanto a ‘nosotros’, ya no sabía ni qué pensar, ni
qué hacer. Lo quería, estaba segura de que me encontraba tan enamorada de él
como el primer día y eso sólo hacía que todo doliera aún más, que mi
incertidumbre llegara y aniquilara todo a su paso, que me consumiera y me
lastimara.
Me dolía
comprender que aún existía una posibilidad de que él sintiese lo mismo también
y por lo mismo, me aterraba pensar en un más allá, en un de nuevo, si la
primera vez todo terminó y quedé con el corazón expuesto, abierto y sintiendo
pirotecnia asesina dentro de mi pecho cada vez que su nombre quería volver a
ser parte de mi vivir. Cada vez que admitía que cualquier cosa, cualquier
canción, cualquier sentimiento o acción, me lo recordaba.
Le
extrañaba, por supuesto, y aquella noche que volvimos a compartir me lo
aseguró. Aún volvía mi mundo de cabeza, y hacía de lo que quedaba de mi
realidad un museo de emociones. Le extrañaba y al mismo tiempo quería no
hacerlo demasiado si, con ello, llegaban también memorias de que aún perdida en
él, me había dejado ir.
—En
fin... Iba a decirle que puede involucrarse tanto como quiera— murmuré apenas,
acomodándome un mechón turbada—. Él no tiene que...
—...Sabes
que no será así—Phoebe me obligó a volver a mirar, a olvidarme del miedo que me
clavaba la vista en el suelo por un segundo—. Mira a Prince y a Paris, mira
cómo su papá les adora. ¿Crees que será distinto con este pequeño si va a
tenerlo contigo? Por Dios, Michael se va a enamorar de este bebé.
Tranquila,
sonrió. Y el resto asintió con ella sin remedio.
—¿Lo
creen?—pregunté, y hurgué por un pequeño atisbo de esperanza en cada mirada que
ubicaba.
Aún con
mi aliento yéndose al vacío, petrificado y mis ojos secos por no parpadear,
miré que Ross se acercaba. Nadie más se ocupó de decir nada más y sólo le
observaron a él.
—¿Tú no
lo crees?—susurró, halando de mi mentón con cuidado y asegurándose de que sólo
podía mirarle a él.
Le
estudié sintiendo cómo me permeaba el pecho una calma repentina. Suspiré y,
comprendiendo que aún el aire que salía de mis pulmones era entrecortado, me
puse de pie y me dirigí ya casi sin querer mirarlos hacia la puerta. Bulléndome
unas ganas enfermizas de salir ya de ahí.
Tomé la
manija y me petrifiqué, me giré de nuevo y aprecié de última instancia cada uno
de sus rostros ahora iluminados.
—Es lo
que pretendo—confesé, un segundo antes de salir de casa. Antes de perderme en
el primer atisbo de debilidad que sé que me haría volver no hacia ellos, sino
hacia mi habitación, a acurrucarme en mi cama hasta pensar en una manera
fantástica en que las cosas se solucionarían.
Caminé
por el parque en el que solía salir a hacer ejercicio por la primer media hora
transcurrida y luego me harté. De pronto me topé con aquél viejo columpio en el
que Tag y yo solíamos tomar siempre asiento cuando salíamos de la oficina y no
me fue posible evitar que una punzada de viejo resentimiento me sacara a
rastras de ahí, no sin soltar un par de maldiciones muy mal intencionadas a mi
suerte, a mi pasado, a mis pésimas decisiones habituales.
Tomé un
taxi entonces, y me dirigí hacia el destino pensado con la maldita ansiedad a
flor de piel, deseando con todas mis fuerzas poder controlarme. Pretendiendo
que quería decidir de una maldita vez por todas que hacer algo al respecto era
lo mejor, si no quería tener que soportar otra penumbra en la espalda como
castigo por mantener mi secreto guardado más tiempo del necesario.
Michael era
tan parte de esto como lo era yo, y tenía que saberlo, no luego, no mañana, no
hasta que no me quedara otra posibilidad y lo sabía aunque me doliera
aceptarlo. Me lo repetía una y otra vez, impotente, y esperando con prudencia a
que esa posible reacción que rasgaba mi alma, cesara. Llegué en silencio, un
puñado de minutos después.
Esperé a que el taxi se alejara y a que nadie
me pudiese notar. Me aproximé entonces tan cerca como el sendero principal lo
permitía y sintiendo cómo mi corazón se estampaba en el suelo y frente a mis
pies, me aseguré de que no había ruidos, que sólo eran las meras ansias las que
lo alucinaban. No estaba su coche tampoco, me aseguré, la puerta estaba cerrada
con llave y hurgando cada bolsillo de mi pantalón y chaqueta, caí en la cuenta
de que conmigo no llevaba mi vieja llave ni por error. Para variar, él no se
encontraba.
Me giré, decidí salir de ahí sin más, y
sintiéndome vacía de nuevo, con un agujero de enormes proporciones en el pecho,
me di cuenta de que Chandler, cruzando desde la acera de enfrente se acercaba
hacia mí. Quitándome el habla, el aliento, en menos de medio segundo en que mi
mirada se cruzó con la suya.
—¿Chandler...?—negué,
desconcertada. Deteniéndome a sólo unos metros de la barda que daba final a la propiedad.
No traía
buena cara, pero lo más extraño era verlo ahí, sin más. Sabía que llevaba años
de no aparecerse en el sitio.
—Justo me
enteré—musitó, terminaba con la distancia que nos separaba y a cada paso, podía
notar más la sonrisa certera que tenía.
—Monica...—solté fastidiada, enfundando mis
manos en los bolsillos de mi chaqueta. Algún día le cobraría todos los secretos
que daba sin mi consentimiento, esa parte de ella tenía que disminuir un poco.
Chandler
se echó a reír con simpleza, entrecerrando los ojos por cómo el atardecer se
estampaba con toda su fuerza contra su rostro.
—Sí,
bueno—vació tirando pequeñas patadas al aire, y sin más, me encaró—. Suele
suceder que cuando una mujer empaca para su luna de miel, está tan emocionada
que llega a charlar de cualquier tema con su nuevo marido. A veces, de temas
como que su mejor amiga está esperando un bebé, y otras, de cómo ella está
segura del sitio en el que podría estar esa mejor amiga.
—Quizá...
Monica tenía razón—admití, reprimiendo por lo bajo la sonrisa que concedía
evocar la escena de ambos hablando sobre el tema. Sintiéndome vencida ante la
innegable y bien reconocida intuición que ella solía tener.
—Y estás aquí—musitó—, varada frente
a la puerta de Michael.
Suspiré,
y miré entonces el edificio a mis espaldas, perdiéndome en mis viejos intentos,
doliéndome aún aceptar que este era uno de muchos fallidos. No entendí por qué
sentía tanta inseguridad, tanto temor que no conocía.
—¿Cómo estás?—preguntó sereno,
haciéndome mirarle otra vez.
—Muerta de miedo—confesé.
Me sentía
pálida, empapada en sudor que salía frío, evidentemente aterrada, más que eso,
atemorizada hasta la última neurona.
—...Impotente—añadí—,
insegura de lo que pueda pasar conmigo, con él, con nosotros... cuando tenga
que decírselo. Tú sabes que luego de esa primera vez, yo jamás creí... que
volvería a...
—...Lo sé—asintió, agrandando sus
ojos—. Pero mira, ha sucedido.
Aguardé y
pretendí hacerme la fuerte, quería intentar una vez más asegurarme de que todo
lo planeado funcionaría y aún así no lo podía conseguir. Esa mirada fraternal,
cálida que me daba no me estaba dando
las fuerzas que buscaba, al contrario, me impulsaba a gritar, a maldecir, a
querer desahogarme de toda la oscuridad que aún no salía de mi sistema.
—Me siento... tan frágil, Chandler—susurré.
—Es
completamente admisible, Rach—se apuró a decir—. Me enfermaría incluso saber
que esto te tiene tranquila. ¿Puedes imaginarte el miedo que tenía momentos
antes de la boda? Recuerdas aún ese miedo agresor que me brotó cuando Prince
nacía, y que peleé con Monica en el hospital por mis estupideces, ¿No?
—No
podría olvidarlo—increíblemente, había hecho que una pequeña risa, aunque
temblando, lograra salir—. Ese rostro aterrado que tenías no se me ha podido
borrar.
—Entonces,
¿No crees que si yo he podido casarme, luego de todo, tú no puedas decírselo a
Michael?
Un
retortijón me ardió en la cintura, casi cerca de mi vientre y al mirar sólo
pude negar, aún cabizbaja y con los puños apretados. Todo era una revolución de
incertidumbre dentro de mi piel.
—E-es
que... él no está en casa ahora—luché por excusarme, por hacer que tuviese
sentido la manera en que me volvía a erguir—. Quizá si...
—...Pero
va a estar—me interrumpió y le miré. Buscaba algo en un bolsillo de su pantalón
y orgulloso, me mostró la vieja llave que yo siempre utilizaba cuando venía a
visitar el lugar.
La tomé
con cuidado, alucinando y sin pensar que lo hacía, sin poderlo dejar de mirar.
—Tu mejor
amiga también creyó que necesitarías eso—admitió con voz queda, mirando
orgulloso la pequeña llave que mantenía entre mis manos heladas.
—Chandler... Gracias...
—Ahora, déjame abrazarte.
Abrió sus
brazos y obedecí casi al instante, le abracé y cerré mis ojos recordando cómo
es que su manera de ser se había vuelto demasiado idéntica a la de ella desde
que su historia había comenzado. Se le adherían sus maneras, y a ella su humor,
su forma desahogada de ser, aunque no en la totalidad de los casos.
Como
fuese, jamás me alcanzaban las palabras para hacer justicia a lo que sentía por
cada uno de ellos, por cómo solía pensar o cuestionarme si en verdad los
merecía dentro de mi vida. Me sentía segura cuando ellos estaban a mi lado, me
daban fuerza para sentir que podía hacer lo que fuese y no esperaban algo a
cambio jamás. Eran mis ángeles, pensé. La verdadera familia que tuve
oportunidad de elegir por mí misma.
—Es una
maravillosa noticia...—susurró muy apegado a mi oído, dejándome pequeñas
sensaciones de que mi piel se erizaba que no hicieron más que obligarme a
sonreír—. Ahora ve...
Me soltó,
y dejó su marca personal al mesar con torpeza mi cabello por encima de mi
cabeza.
—...Monica y yo estaremos deseándote
buena suerte desde Las Bahamas.
—Que
tengan una perfecta luna de miel—me eché a reír y de a poco, ya daba algunos
pasos hacia mis espaldas—. No la arruines demasiado.
—¡No prometo nada...!—y sacudiendo
su mano, se marchó.
Le
estudié incluso consiguiendo un taxi que transitaba cerca de la próxima esquina
y no paró de despedirse agitando su brazo hasta que el automóvil había girado y
tuve que perderle de vista.
Suspiré
como pude, cerré mis ojos, aguardé en silencio y me aproximé entonces a
introducir la pequeña llave en la cerradura. La puerta abrió sin problema y me
apuré a teclear el código que desactivaba la alarma de seguridad, el nuevo
artefacto que Michael y Wayne habían instalado desde que sus dos ángeles
pequeños habían aparecido en su vida.
Sin remedio,
mis ojos se perdían en cada resquicio de la estancia, cada esquina que apenas y
relucía en el lugar. Me adentré y, sintiendo un aguijonazo justo en medio del
pecho decidí tomar asiento en uno de los sofás. No respiraba con regularidad,
mi corazón se aceleraba y lo sabía por el silencio que me rodeaba. Se volvía
tarea difícil rogar encontrar una solución a mi inseguridad lo antes posible si
ya dentro, a un paso de nada, me sentía de nuevo demasiado débil para
enfrentarlo todo.
Aunque,
¿Y si esta vez sí que funcionaba? ¿Si todo terminaba como debía de ser...? ¿Si
al final, no habían lágrimas, no habían miedos, sino sólo nuestros brazos
sosteniendo una luz que nos uniría por siempre? Rogaba, enardecía porque fuese
así.
Porque a
pesar de que no poseía certeza alguna, cada vez que llevaba mis manos al
vientre sentía de nuevo ese mismo atisbo de amor que nacía y se acrecentaba
conforme pasaban los minutos, hacían que los latidos de mi corazón se
transformaran en una melodía y no en un martilleo, dándome fuerzas suficientes
para sobreponerme a ese infierno que conllevaba el no saber qué esperaría de
Michael.
Estaba
embarazada de él de nuevo, dentro de mí algo brillaba, se agrandaba y palpitaba
porque ambos lo hacíamos y, por Dios, ya no tenían por qué dolerme la oscuridad
ni las pesadillas por lo que antes fue, o esa inevitable soledad, esas
increíbles ganas de desaparecer que me tomaban cuando atravesábamos ese
horrible infierno. Pues ahí, emergiendo entre lágrimas que se escapaban, y
caricias que dejaba al filo de mi abdomen, yacía ese pequeño nuevo motivo que
sentía nos pertenecería por siempre. Una seguridad ardiente de ello quería
latir aquí, muy dentro de mi pecho.
Y ese
‘algo’ latía, se movía, existía por mí, por él... A pesar de que aún quedara
entender que quizá ya no existiría nunca un ‘Nosotros’.
Quitando
con un dedo una lágrima que se deslizaba me acurruqué ahí, en la penumbra de la
soledad. Terminar pensando en lo mismo me tenía cansada, tan vacía que decidí
ante su ausencia dejar llevarme por el sueño rogando de esa manera olvidar
aunque fuera un poco la nevada interna con la que me atacaba ese temor, esa
realidad de que nada entre nosotros ocurriría de nuevo que buscaba congelarme
por dentro, pero que en esta ocasión, por el brillo que me centellaba dentro,
no lograba consumirme, poseerme sin más.
Había
cerrado los ojos con un sol luchando por mantenerse vivo en el ocaso, y los
volví a abrir en medio de una completa oscuridad, mientras que aturdida,
luchando por volver en sí, advertía un leve picoteo que ocasionaba la manija de
la puerta siendo manipulada, el turbio sentimiento de que mi corazón está a
nada de detenerse, o de escaparse por mis labios.
—Por Dios...—dejando
el aire salir con rudeza, llevó ambas manos hacia su rostro. Sonaba
tremendamente aliviado luego de que sus ojos fueron los que me encontraron ahí—.
Por poco me da un infarto cuando miré que no estaba puesto el sistema de
seguridad.
—L-lamento
si te... he asustado—bisbiseé, aún incorporándome absorta sobre la mullida
superficie.
Me
concentré en el mareo que me ocasionó el despertar, en las diminutas náuseas
que me quisieron atacar antes que perderme en su mirada, en su semblante
calmado y pequeña sonrisa que me obsequió al llegar.
—No, no—musitó
trastabillando para encontrarme, y tomó pronto asiento a un lado de donde mi
cuerpo se enderezaba—. Estás aquí... y eso ahora me pone más feliz que nada.
Me miró,
nos miramos, y nos encontré sonriendo. Él era tan extraño como indescifrable la
mayoría de las veces, pero asombrosamente se derretía como azúcar a fuego lento
cuando sabía me encontraba cerca de él, y luego, le podía sentir caramelizarse
con tan sólo comprender que nuestras miradas no podían alejarse demasiado.
¿Cómo es que pude alejarme de esa perfecta sonrisa durante todo el día de ayer?
—A-ah...—aclaró
su garganta, haciéndome pestañear, y zafarme de la sensación de que su sólo
respirar me drogaba—. Me he comprado un vino tinto nuevo hoy por la mañana. Shiraz del Valle de Barossa, ¿Lo
recuerdas? Lo tomamos aquella noche en que tú y yo celebrábamos...
—...Nuestro
primer aniversario—segura, completé. Logrando así, que su sonrisa
impensablemente se agrandara aún más.
Y se puso
pronto de pie, alejándose de a poco conforme caminaba en dirección a la cocina.
—Hay
una... razón por la que me mantuve alejada de ti ayer durante la boda—sin
pensar, solté cabizbaja, y me aseguré de que le había hecho detener aún de
espaldas aunque mis ojos se quedaron observando mis manos paralizadas—. Una por
la que... has creído que algo estaba mal.
Entonces,
lentamente giró.
—¿La... hay?—su semblante ya había
cambiado.
Lo
estudié, temblando como una pluma mecida por un espeluznante viento, mientras
me ponía de pie. Y sin más, aunque su rostro atolondrado, su cuerpo entumecido
y varado ante mí comenzaron a generarme unas horripilantes náuseas que me
extinguían la voz, me fui acercando.
Necesitaba
volver a unir cada pedazo de mi roto ser para emerger y tener la fuerza
necesaria para afrontar la confesión, la realidad, esa que deseaba hacer salir,
y que me gritaba a bramidos que ya, que este era el momento.
—Ahora mismo yo...—susurré—. Y-yo
no... puedo tomar... vino tinto.
—¿Qué? ¿De qué estás...?
No le
permití seguir y me atreví a tomar de su mano, a llevarla directo a la altura
de mi vientre.
Con su
mano ahí, nos hice detener, ya no lograba respirar, y cada palabra que aún no
salía parecía navajas filosas viajando por mis venas rompiendo cada arteria,
dejándome desangrar con una escasa esperanza y ahora, con más terror.
Miedo por
la forma en que me miraba, y sólo negó.
—Rachel...—su voz apenas apareció,
ya se estaba quebrando.
Alcé mis
manos entonces, y tomé su rostro. Contemplándolo ahí, por unos segundos
mientras que su mano continuaba en el lugar que la había dejado me perdí en sus
ojos, uno a la vez, en sus labios, en sus pómulos, en sus cejas perfiladas, en
sus pestañas, en cada cambio que el paso del tiempo dejó ahí, y que me hacía
maldecir el haberme perdido de ello.
No se
movió, contuvo el aliento y sólo aguardó ahí, a que me embriagara de él, a que
me alimentara de su bendita imagen y, por Dios, deseé entonces como una maldita
demente que este bebé que llevaba dentro se pareciese sólo a él. Tenía que ser
así, simplemente.
Sólo una
lágrima se escapó.
—E-estoy... esperando un...
No
terminé, y fueron sus labios sobre los míos, el cielo, lo primero que pude
sentir. Y mi corazón se detuvo unos segundos en los que tanto peso que se
mantenía ahí, oprimiéndome, se desvanecía.
Le besé
embelesada, sin dar crédito de que todo lo que ocurría era real, de que ese
beso era real, de que había sucedido aquello, de que... estuviésemos juntos.
—Dime que
no bromeas, linda. Dímelo—él ya mantenía nuestras frentes pegadas, me aferraba
el rostro con mayor fuerza besando con ansiedad todo mi rostro asintiendo una y
otra vez—. Dime que es verdad... que es cierto todo esto... Dime que tú y yo...
—...Es
verdad—chillé aferrando sus brazos sosteniéndome y noté que lágrimas se
desprendían de ambos. Aluciné al verlo así, con la mirada desorbitada, su
sonrisa inmensa y nuestros alientos chocando, el júbilo dibujado en cada
facción—. Tú y yo... vamos a ser papás…
—¡Oh, por
Dios! ¡Rachel...!—y nuestros cuerpos se ciñeron, nos abrazamos sin más.
Una de
sus manos en mi cintura y otra en mi nuca, haciéndome resguardar mi rostro en
el hueco de su cuello y aferrarme a él como si de una tabla de salvación se
tratara, mi mera felicidad, mi vida, mis sueños, hechos persona. Flotaba, me
sentía liberada y a la vez plena, contenta, radiante, ignorando lo negro de mis
inseguridades no sin dificultad, por lo mismo con mucha ansiedad de hacer que
ese abrazo perdurara, que en realidad me hiciese sanar.
Me
mantuve ahí, unido a él, pegada a su cuerpo la mayor parte del tiempo,
sintiendo la necesidad de resguardarme así para siempre, deseando que él jamás
se fuera de mi lado, y sin evitar dejar más lágrimas ahí en su camisa, odiando
que mis temores se volvieran a materializar, arrastrándome a ese estado que
tanto trabajo me costaba dejar atrás.
—¿Qué,
qué es...?—con cuidado, me apartó. Aunque no demasiado, pues podía enfocar mi
vista nublada en la mancha líquida que mi llanto le había dejado ahí—. ¿Qué es
lo que pasa, princesa...?
Tampoco
lo entendí. No me sentía destruida pero no podía hacer que las lágrimas se detuvieran.
La piel se me erizaba, temblaba y él, por lo mismo, se aventuró a atrapar con
la yema de sus dedos una lágrima más que cayó. Tenía miedo de que leyera mi
dolor.
—Lo que
pasó la última vez que estuve embarazada...—le susurré, sollozando—. Estoy aterrada,
Michael...
—No, no
tengas ese temor—su voz se desmoronó en ansiedad. Besó mi frente, mis mejillas,
mis ojos, besó mis lágrimas y distraída, aún vencida, me percaté de que nos
conducía hacia el sofá—. Esta vez todo va a salir perfecto, ¿Me escuchas? Te lo
juro. Lo juro por... todo lo que tengo. Haré que esto funcione, que tengas todo
lo necesario, y que esto termine a la perfección.
Ahogada,
a nada de tocar la luz, le miré, y atrapé sus manos aún aferrando con una
dulzura inigualable mis mejillas. Me sonrió y, tuve la sensación de que... se
aproximaba.
—...Seremos...
mejores amigos que tienen un bebé—susurró, antes de sólo abrazarme de nuevo.
‘Mejores
amigos’. Me obligué a repetir aquello entre sollozos, mientras aferraba su
cuerpo como si fuese algo irreal, como si eso hiciera más soportable el
desconocido dolor. Pero a medida que respiraba, que la fuerza con la que me
tomaba aumentaba, los zarpazos dentro de mi pecho triplicaban el daño,
provocándome innegables deseos de llorar.
—S-sí...—bisbiseé dolida, herida,
con mi voz triste, queda.
Y sólo me
quedó permanecer así, abrazándolo.
—Dios
mío...—susurró, y sentí cómo aún me dejaba besos por todos sitios que le
alcanzaban—. No lo puedo creer...
Las
lágrimas no paraban, caían con más rudeza y se estrellaban donde mismo,
empapándolo aunque ahora pareciera, no le importaba. Los ojos me dolían de
tanto evitar llorar.
Ya
no sabía cómo sacarlo de mi corazón.
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