—...N-no.
Por supuesto que no, Ross, yo...—reí, mientras unos suspiros ya farfullaban por
lo bajo. ¡Y, maldición! ¿Esto habrá tenido que ver con Monica? ¡Sabía que la
había dejado molesta esta mañana!
De pronto
se burla indolente, odioso, y despreocupado completamente.
—¿Y, por
qué no?—me dice, encogiéndose de hombros sin titubear—. Es tu cumpleaños, no pienso
dejar que este día termine de esta forma.
—Porque
he... quedado con Monica—le miré, o intentaba hacerlo entonces, mientras aún
trataba de dar cabida a la súbita mentira que le lancé—. He quedado con ella
para ir al cine esta noche, no puedo quedar mal.
¿Al cine?
¿Me imaginaba siquiera pasando las últimas horas de mi cumpleaños en una sala
de cine? Si con un demonio, ahora no esperaba ni que él me creyese siquiera. No
si ya se cruzó de brazos de esa forma que le conozco de siempre. Maldición.
—Ya has
quedado, con mi hermana...—susurra despectivo. Entrecierra sus ojos al mirarme
como si tratara de llegar más allá de mi mirada.
—S-sí...
—¿Estás segura?
—Claro—repuse, rogando sonar
envalentonada.
Gruñó.
No, no funcionaba. ¡No, no!
—Con mi hermana,
Monica...—sentencia. Sus brazos cruzados, su mirada incrédula, cada parte de mí
que rogó que mis ojos no gritasen la verdad. Estaba perdida—. La misma chica
que me ha dicho justo esta mañana que tú le suplicaste no festejar nada con
nadie, no celebrar tu cumpleaños en absoluto.
Calla, y
me enmudezco también. Me deja sintiendo un tremendo retortijón atorándose en mi
pecho, mi pulso martilleando como lunático. Vencida, resignada y, sin poder
imaginar a mi mejor amiga contándole la sarta de oraciones tristes que le
arrojé esta mañana.
—Te lo
contó...—bisbiseo apenas audible, con mi mirar mecánicamente desplomándose por
los suelos.
—Así es,
me lo contó—espetó, y sin darme cuenta siquiera ya me estaba tomando del brazo
para hacerme ceder—. Así que no hay mucho que puedas hacer. Y si queremos
llegar pronto, tenemos que...
—...No,
Ross—le corté, al erguirme a su lado, no me había percatado de lo paralizada
que me encontraba—. En... verdad. Es que... no tengo ganas de salir ahora.
Entonces
un suspiro brotó, con su mano disminuyendo la fuerza con la que me tomaba.
—¿Y qué planeabas hacer, si yo no
hubiera aparecido entonces, Rach?
—Yo... no lo sé. Dormir, quizá.
Llorar,
gritar, luchar por olvidar este día y desentenderme del mundo por un rato, maldecir
mi suerte toda la noche, o al menos hasta comprender que ya no valía la pena,
para variar.
—...Y yo
también creí que haría sólo eso, en el cumpleaños de una de mis mejores amigas—musitó—.
Hasta que se me había ocurrido sorprenderte con esto.
Aquello
me hace izar la vista de nuevo hacia él, y al mirar, me percataba de cómo se
encontraba vislumbrando hacia abajo también. Algo dentro de mí se quebró, se
esfumó y lo hizo junto con su leve sonrisa. Y quizá es ese último resople de
desgane, o esa expresión doliente que me da, la forma en la que arquea sus
cejas con resignación o el silencio que nos rodea.
Ah,
maldición.
—Sólo... ¿Seremos nosotros dos?
Sólo de
reojo me miró. Parecía no creer que he sido yo quien ha vuelto a formular algún
sonido.
—Sólo
nosotros—musita, recobrando luz en sus ojos cansados—. Ha sido parte del plan.
Lo miré,
tan esperanzado y anhelante, mientras me regañaba para mis adentros por caer
siempre en lo mismo, en la misma maldita rutina de pensarme las cosas cientos
de veces más. ¿Y sería tan insoportable entonces concederle sólo esto? ¿Sería
tan... sofocante como lo imaginaba? Después de todo, era una cena, una cena...
por mi cumpleaños. No más. Quizá, sólo exageraba. Y quizá no tenía que
subestimarlo demasiado.
Suspiré.
—Está
bien...—fingí una media sonrisa al hablar, no estaba completamente segura aún,
pero me desconcertaba más lo que mi reacción negativa le haría—. Pero sólo por
un par de horas, ¿Sí? Tengo que levantarme mañana temprano para ir a trabajar.
Para ir a
dar un par de explicaciones también, tal vez. Por Dios, ¿Qué rayos le iba a
decir al señor Zelner?
—Lo
tienes—su sonrisa renació, su mano volvió a su lugar a tomar de la mía ya
haciéndonos andar escaleras abajo a través de uno de los viejos pasillos de mi
edificio—. Tan sólo quiero llevarte a cenar, Rach. Quiero que notes la
diferencia del día de tu cumpleaños a un día completamente normal.
Asintiendo
en silencio, comencé a seguirlo igual. Llevé un mechón de cabello que obstruía
mi vista detrás de mi oído, y froté una vez más mis pestañas ya endurecidas por
algunas de las lágrimas que me ocupé en limpiar.
Quería o
no, tenía razón. Había pasado ya tiempo desde que creí que este cumpleaños sería
de hecho diferente a los años pasados, que sería miserable y simplemente
indeseable de pensar. Aquellas ideas me habían hecho olvidarme de que aquí
había quién podría cambiarlo todo.
Entonces
se me escapó una pequeña sonrisa.
—Créeme que... eso ya lo había
estado sintiendo.
El frío
ni siquiera se siente al salir. Es una noche cálida, y tal vez una de las pocas
razones por las que agradecía que mi cumpleaños fuese en pleno Mayo. Sin duda,
no era el calor agobiante de esta tarde, sino que, se sentía bien. La sensación
ayudaría a hacerlo todo más llevadero, si tenía suerte.
De la
cabina telefónica que se sitúa antes de doblar la esquina, Ross solicitó un
taxi que demoró no más de cinco minutos en arribar. Al ingresar, él y nuestro
conductor sólo intercambiaron un par de miradas amistosas al tiempo en que él
le musitaba nuestro destino, con una odiosa intensión de que yo no me percatase
de ello aún. Sin aguardar, el señor asintió, inició el taxímetro y emprendimos
marcha mientras yo le quitaba importancia al asunto, tan pronto como algunos
comentarios y preguntas ocurrentes de Ross comenzaron a brotar también de sus
labios.
No hay
demasiado tráfico, y no parece que llevemos prisa tampoco. Serpenteamos
Manhattan como si de una ocasión que antecede la cita se tratase. Mirar las
luces centellar más allá de algún modo me hizo tranquilizar, los minutos
transcurrían y comprendía que yo podía contestar sus preguntas acerca de mi
trabajo, o de los últimos días con más fluidez. Hablaba más, me soltaba más. Él
me obsequiaba sonrisas para luego mirar cómo yo le replicaba con una, cómo nos
sentía a ambos más relajados... hasta que eventualmente, la velocidad
disminuyó, y miré el nombre del lugar.
Me
estremecí, me tensé, me callé y erguí, sin que él lo notara siquiera. Él pagaba
por el viaje mientras yo salía a trastabillas del vehículo para notar
resplandeciente la marquesina del restaurante “Interlude” brillando justo frente a nosotros. Pensando en no otra
cosa más que en el tiempo que transcurrió desde que había pisado ese lugar, o
en la última vez. En cómo había sido posible que el último momento en el que me
bebí una copa aquí había sido tomando la mano de Ross. Había sido la última
cita que ambos tuvimos... en ese entonces aún éramos pareja. Teníamos veintidós
y veinticuatro. Y no sabíamos nada, pensar que yo no tenía idea de que ni en
casi siete años después volvería a pisar este lugar.
Y de la
misma manera, pues su mano tomó la mía otra vez para entrar, y que una bonita
recepcionista nos ayudara a encontrar la mesa adecuada. De nuevo, como aquella
vez, sonó Tony Bennett. Sonó el turbio martilleo de mi corazón en medio de mis
pensamientos mientras estos siente años de ausencia de pronto... desaparecían.
Se iban,
se remplazaban por la música, la leve iluminación y nuestra mesa adornada,
nuestro par de langostas, y la lujosa botella de vino tinto Loire que vertió en nuestras copas. El
cómo alzaba la suya orgulloso mientras se despejaba la garganta para hablar,
para no dejar de mirarme con sus ojos marrones e iluminados.
—Esto...
es por ti, Rach—vocifera sonriente, con la copa tendida muy alto y entre
nosotros. Dejándome a no más que mirarle sin moverme, sosteniendo su mirada a
pesar de la timidez atropellada que sentía—. Por que sepas que te quiero mucho,
que todos lo hacemos, que aunque convencerte de que aceptaras acompañarme a
cenar me ha costado más de lo que creí, estoy sumamente agradecido. Pues tu
presencia es de por sí bastante especial para mí, y sé, estoy seguro de que
podré lograr que esta noche valga la pena. Sé que... cuando estés recostada en
tu cama, tendrás una inmensa sonrisa en tu rostro justo antes de dormir. Feliz
cumpleaños.
Nuestras
copas produjeron un leve tintineo al tocarse, y tuve entonces la sensación de
que mi corazón duplicaba su tamaño, de que la pesadez se marchaba de pronto
junto a todo lo demás.
—Ross...
Muchas gracias.
Y me
quedé estática, mientras le miré dar un leve sorbo más, sintiendo mi pulso ya
atestándose detrás del peso de mi propio sonrojo.
—¿Lo
habías escrito desde antes?—inquiero, observando mi plato ya casi vacío de
nuevo. Tomé un bocado pequeño y agradecí en mi fuero interno el que ya quedara
muy poco para terminar.
—¡No,
Dios!—espeta irritado, o aparentando estar indignado al instante en que le
volví a estudiar—. ¿Cómo puedes creerlo?
—¡Lo siento! Es sólo que... ha
sido...
—Ha sido bastante bueno, ¿No? Lo sé,
te encantó.
Mordisqueaba
un trozo más cuando una pequeña risa se asomó de mis labios. Aunque más, cuando
me dio una mueca torcida, no pude más, tragué como pude el bocado y luché por
despejar mi garganta con un gran trago de vino otra vez, debatiéndome entre
lastimarme hasta pasarlo todo o dejarme ir y escupírselo todo en la cara.
—La
verdad es que lo que sí me he escrito es la lista de favores que tendré que
hacer a los chicos para que aceptaran no venir—repone entretanto, utilizando su
pequeña servilleta para limpiar la comisura de sus labios—. Luché más por
convencerles a ellos que a ti hace un rato, de verdad querían venir.
—¿En
serio?—le miré, en medio de un retortijón que apareció en el centro de mi
pecho.
Mierda,
los chicos. ¡Monica! ¡Le he dicho que le vería en Central Perk! ¿Es que no
puedo hacer nada bien? ¿No puedo quedar bien con nadie?
—Claro...—continúa,
junto a un par de risas sinceras—. Pero me han tenido que disculpar. Bueno,
ellos, tus padres...
—¿Mis padres?
—Estuvieron
llamando durante la tarde para felicitarte, ambos—termina de decir y esta vez
con un aire más formal, con un tono de voz bajo, decadente y que no reflejaba lo
que sus ojos quisieron decirme esta vez.
Comprendí
lo serio que se estaba poniendo, y me estremecí.
—¿Qué?
¿Qué ocurre?—solté mi tenedor para pasar una mano fugaz por su brazo y llamar
su atención, luchando por no sonar muy alarmada.
Pero sólo
suspiró. Cierra los ojos como si buscara tranquilizarse y en lugar de volver a
mirarme, al abrirlos, tan sólo se queda detenido en pleno vacío, en un punto
que no significa nada para mí. El cambio de semblante, la luz que perdió su voz
había hecho que mi ansiedad creciera más de lo que hubiera deseado.
Intento
de nuevo al remover su brazo con mayor fuerza. Había funcionado.
—También
han llamado... Karen, y Janet—susurró, más serio aún, mientras yo bien podía
estar helándome por dentro. Sintiendo un latido abrupto golpeando mi cavidad
como si deseara saber que se ha equivocado en lo que ha dicho, que he oído mal—.
Intentaron encontrarte varias veces, pero no habías llegado aún.
Negué,
negué y por más que cerré mis ojos con fuerza no me pude despejar. No dejé de
sentirme abatida, no dejaba de sentir que lo que acababa de escuchar era una
broma simplemente, o una alucinación. Que bien, esperaba que lo fuese, que se
tratara sólo de un muro de agonía que mi mente de pronto quiso dibujar.
No podía
ser más que eso.
—La
última vez que contesté, había sido Karen—añade, apenas dejándome comprender
que había continuado, luego de mi trance—. Me pidió que te lo hiciera saber y,
te prometo, te juro que pensé hasta el cansancio el habértelo dicho pero...
Sabes lo que sucedió aquella vez en que no quise darte los mensajes
telefónicos.
Asiento
ahí, dejándole en claro y sin palabras que bien sabía a lo que su comentario
refería. No sabía qué más decir, qué añadir. Enmudecí sin más, me sentí
avispada, petrificada. Perturbada al ver que mi silencio le destruía el gesto
otra vez.
No ha
sucedido nada, no hay más nada, me repito. Logrando así, concentrarme en su
gesto preocupado, prepararme para contestar cualquier cosa que pudiese decirme
ahora.
—¿He... hecho mal en decírtelo?
—...N-no,
no—titubeé, y aunque sabía que mi reacción aún no le marchitaba, si seguía
aniquilaría su bienestar, toda nuestra cena, habrá valido para nada—. Por
supuesto que no, es sólo que... no creí que llamarían.
—Lo hicieron. Y sólo te desean lo mejor.
Tomé otro
sorbo de vino sin aguantar. Mientras me impregnaba de aquellos rizos dorados y
rebeldes y de aquellos ojos marrones dulces y familiares que tanto extrañaba.
Karen y Janet, la falta que me hicieron desde el primer bendito segundo en que
todo lo dejé. Las explicaciones que no les pude dar a ellas, las tantas
llamadas que en un principio les negué. El abandono, la sentencia que dejé en
ellas sin que hubiesen sido merecedoras.
Las
extrañaba, las extrañaba como las penumbras de mi mirada no me dejó
comprenderlo nunca y las necesité también. Lo hice hace meses, lo hago en este
instante, lo haría siempre.
Y el nudo
se abre. Nace, aparece y lacera mi garganta sin darme oportunidad de percatarme
de ello. De nada más que una nueva posibilidad, una pregunta que me carcomería
el alma si no la dejaba salir ahora.
—Y no... No ha... llamado alguien
más, ¿Verdad?
Me había
quedado sin aire, no supe cómo lo pude preguntar.
Entonces
sentí el calor de una mano tibia y ligera acunando la mía que aún estaba puesta
e inerte sobre la mesa. Aferró mi muñeca con suavidad, la tentó y aguardó a que
no hubiera una turbia reacción de mi parte como si deseara tomarme desde un
nuevo abismo en el que ya estaba, tan oscuro y desolado.
Su mirada
fue la que me dijo que no. Me pedía disculpas con esa fina línea de
preocupación que forman sus cejas. Me cortó ilusiones con esos labios
entreabiertos que no dijeron nada más. Me hizo abrir los ojos... sólo así.
—Dios, lo
siento...—intenté tallar mis ojos con fuerza para poder centrarme en algo más,
quizá en la molestia que los tallones generaban, o en la mano que dejé
abandonada ahí, en lo que fuese diferente a ello—. Seguro no me has sacado a
cenar para que hablemos de esto ahora. No he querido...
—No, por
favor... No ha sido nada, tranquila—me cortó, tomando una de mis manos que aún
se encontraba adherida a mi rostro, y se lo agradecí inconscientemente pues la
irritación ya comenzaba a supurar. Seguro ya se notaba—. Está bien si quieres
hablarlo, y si no, también lo va a estar. Créeme que... callarlo, como yo lo he
hecho, no es tampoco lo mejor que se puede hacer al final.
Le miré,
frunciendo mi ceño pese a la confusión. Negué y rogué por que continuara
explicándome a qué se había referido.
Nada.
—No... te
entiendo, Ross—murmuro, al momento en que ya estaba perdiendo su mirada de
nuevo—. ¿Que te has callado algo? ¿Cómo...?
Froté su
mano puesta sobre la superficie para poder llamar su atención y tras los mismos
momentos de silencio miré su rostro despabilado aterrada, negando con
frustración. Me miró, sin más, y entreabrió sus labios para musitar algo.
—...El coraje, la decepción, el
desprecio, la incredulidad.
Sellé con
una mano mis labios y sólo aguardé, negaba como desquiciada, no lo podía
evitar. No entendí, y no me apeteció divagar pues, sabía, sería otro camino
hacia mis lágrimas interminables, comprendí que tenía que oír, más no escuchar.
Rogar por no hacerlo.
Hablaba...
de...
—Lo odié,
Rachel... Lo hice... sobremanera—soltó, después de largos segundos en los que
ya no pudo continuar aguardando, que pareció ya no soportarlo más.
Sabía que
se vendría una confesión dolorosa de por sí, lacerante, fulminante para ambos.
Sabía que aunque él no lo deseara, tenía también el poder para hacerme supurar
las lágrimas casi inexistentes que aún me quedaban dentro. Sabía que ni uno de
los dos comprendería la magnitud de lo que se venía. Callé, suspiré y en medio
del nudo ardiente supliqué que continuase, que terminara de una vez.
—...En
aquél instante... en que nos había llegado la noticia de tu accidente no hice
más que quedarme en blanco, y preguntarme qué diablos había pasado para que
sucediese... algo así. Callé, y traté de hacerme el fuerte. Supe que tenía que
pretender creer que se solucionaría en el instante en que Monica se había
bloqueado y comenzaron a salir lágrimas de sus ojos, mientras aún estaba en
medio de esa llamada telefónica que llegó.
El abismo
se abría bajo mis pies otra vez.
Mi
garganta arde, pero no puedo sollozar. Mis ojos escosen y no sale nada más de
ellos, no aún. Y sin embargo la sensación de vértigo volvió a apoderarse de mí y
comprendí que el agujero en mi pecho había aumentado su tamaño. Mi garganta
dolía, mis pulmones se congestionaron.
—Había
sido Karen y...—aguardó, como si le fuese impensable el seguir así—. Cuando
estuve seguro de que Monica no podía continuar escuchando, arrebaté el teléfono
de entre sus manos para que yo pudiese seguir.
Las
imágenes volvieron, dentro de mis pensamientos parecían superponerse unas con
otras. Los colores se fundían y se fusionaban unos con otros. Las sensaciones,
los momentos, las manos que me tocaban, que me sostenían. Las voces y ruidos
que se habían enmudecido de pronto y que no me dejaban dar después un orden
concreto a las cosas. El cómo me dormí, sólo así, con luz en mi vientre, y
desperté entonces, ya sintiendo nada.
No... no
quería saber de ello ahora. No lo quería revivir otra vez...
—Recuerdo...
recuerdo que la voz de Karen temblaba, se destruía y ya estaba quebrada,
entonces fue como si todo hubiera dejado de tener sentido. Ella dijo... que
habías sufrido un accidente, un sangrado, y sólo mientras trataba de procesarlo
de pronto me encontré más concentrado en la voz de Michael apareciendo
detrás...
Entre un
suspiro, o la mera mención de su nombre, una lágrima se me escapó. Salió y rodó
por mi mejilla sin que me preocupara el hecho de limpiarla de inmediato. El
nudo en la garganta me impedía articular, me dolía demasiado como para pensar
en cubrir mis ojos de nuevo. Me ardía y, sin embargo sólo me quedó pensar que
quizá las lágrimas eran el único indicio que tenía de que aún estaba viva, de
que estaba todavía aquí.
—Él...
estaba gritando, lloraba—su voz estaba rota ahora, destrozada. Se desplomaba
junto con mi mera voluntad. No sollozaba pero escuchar ese tono de voz serio
volviéndose débil y penetrable fue más de lo que pude contener, mucho más de lo
que pude pensar—. Estaba... tratando de reanimarte. Gritaba tu nombre como
jamás lo creí, Rachel. Rogaba por que despertaras, por que contestaras, por que
dieras alguna señal, y yo...—me llevé una mano a los labios, mientras una
lágrima más se deslizó, y el dolor de mi garganta taladraba mis sentidos, mi
llanto ya demandaba salir—. ¿Tienes idea de lo que creí en ese momento? ¿Tienes
alguna pista, una imagen, la remota señal de cómo estábamos aquí?
Brotó un
gemido ya, no pude contenerlo.
Alcé una
mano ahí, pero antes de que las yemas de mis dedos pudiesen llegar al borde de
mis ojos, sentí sin más una mano más tomando su lugar, unas caricias delicadas
sobre mi piel humedecida que secaba las próximas lágrimas que salieron de mis
ojos cerrados.
Su tacto
me buscó, no se despegó de mí hasta no haber cometido y pasó como última
alternativa una mano a través de mi cabello para hacerme tranquilizar, para
sanarme como si supiera que mi mente era, ya desde hace meses, no más que un
reguero incesante de recuerdos y tragedias que tanto me desgasté en borrar.
Eliminarlas, y que se marchasen con ellas incluso las imágenes hermosas y
brillantes que había vivido en los últimos años.
No
buscaba quedarme ya con nada.
—Y lo
odié entonces... al segundo en que él mismo nos había confesado aquella razón,
el por qué de todo lo que había ocurrido ese día—susurró. Se tranquilizaba, su
voz ya no temblaba, no obstante su gesto no se relajó—. Dios mío, lo aborrecí,
lo detesté tanto, que de no ser porque habías dicho mi nombre, le hubiese
partido el rostro ahí mismo... Cuando se atrevió a preguntarte qué hacías
cuando guardabas tus cosas antes de irnos de ahí.
Me
obligué entonces a reaccionar, pues sabía que si aquella escena de pronto
llegaba a mi mente sería la maldita perdición para mí otra vez. Revivir mis
últimos momentos en ese lugar sería el detonante de más de esa sal escapándose
de mis ojos. Sería la razón por la que mis manos volverían a frotar con fuerza
mis ojos cansados, por la que mi piel volvería a doler. Me percaté de que,
tomar de su mentón, y hacer que volviese a mirarme de nuevo sería, en este
instante, menos doloroso que las sensación de gruesas lágrimas brotando de mis
ojos a un ritmo abrumador, inevitable. Le tomé, le llamé y me miró. Pero ya
había sido tarde, ya todo se había vuelto borroso otra vez.
—Ross...
—Es que... no podía creer que él
había roto nuestra promesa... sólo así...
Suspiré
entonces, como si no me atreviera a intentar nada más, como si no pudiese ya
hacer nada. Y sin embargo, sus ojos aparentaron avivarse alrededor de medio
segundo al haberse topado conmigo. Sentí en ese momento que le debía algo más,
que luego de haber permitido que esto pasara, que hablara de esto sin haberle
detenido por el bien de ambos, tenía que reponerme, sanarnos de alguna forma.
Quizá hablar, quizá decir tanto, o tan poco que no me he atrevido a decir a
nadie antes.
Porque,
si tantas lágrimas se escapan de mí, ¿Cómo es que no es igual con las palabras?
¿Cómo no podía intentar siquiera hablar, para ver si así ya se escapaba todo el
abismo del centro de mi pecho, que se fuese esa promesa que no pudo ser?
—Yo... aún tengo días en los que no
puedo creer todo lo que pasó.
Lancé
aquellos susurros imperceptibles, quedándome perdida mirando nuestras copas de
vino a medio terminar. Pensando en cómo nos habíamos olvidado de que estaban
aún entre nosotros, cómo todo alrededor sólo desapareció hasta que, su mano
había tomado la mía de nuevo, y todo regresó a la normalidad.
—...Incluso—repuse,
traté ahí de poder encararle segura de nuevo—, los últimos meses había llegado
a creer que quizá la culpa fue mía, por quererle más de lo que siempre debí. Le
amé más de lo que jamás estuve dispuesta a aceptar.
Antes que
replicar, sólo negó. Frunció el ceño como si no lo hubiese advertido, como si
no fuera capaz de comprender el lenguaje en el que musité. Lució un gesto que
bien pudo pertenecer al hombre más molesto del universo.
Aún así, decido
continuar.
—Llegaba
a pensar que... que alguna vez debí hacérselo saber, ¿Sabes?. Aunque
estuviésemos bien, aunque pensara que todo sería seguro.
—¿El qué?—infirió,
como recobrando los sentidos por fin. Aunque aún su mirada delatara el tamaño
de la confusión que lo aprisionaba.
Le
aprecié, casi de reojo, casi como si no lo pudiese contener. Sintiendo un
atisbo de vergüenza extendiéndose por lo largo de mi cuerpo.
—Decirle... que tenía miedo.
—¿Miedo? ¿Miedo de qué?
—De que
él... encontrara a alguien mejor que yo—susurré, mi mirada ya se encontraba
decayendo lenta y mecánicamente de nuevo. No lo pude evitar, pues de pronto
comenzaba a sentirme demasiado expuesta de nuevo—. Quizá no se lo dije lo
suficiente.
—¿Alguien
mejor que tú? Por favor...—espetó furioso, contenido y resoplando más de una
vez, sin embargo buscando tranquilizarse al segundo siguiente, al notar que yo
me paralizaba con él—. ¿Cómo podría siquiera intentarlo, con un demonio? ¿Cómo podría
pensar en encontrar a alguien mejor? Si se amaban, y estaba seguro de ello. Si
la única razón por la que me he convencido de aceptar su relación fue porque
sabía que él te amó... que te amaría incluso más de lo que yo...
Pero se
detuvo, se obligó a callar. Y su mirada se esfumaba también de la mía al tiempo
en que una de sus manos temblorosas se apoyaba insegura contra su frente
arrugada. Sus palabras, aunque inconclusas me golpearon también, me hicieron
sentir ese vacío penetrante naciendo de nuevo en pos de mi pecho y sin embargo
no busqué refugiarme de él.
Me
lastimaba más, el comprender que a él le había dolido más expresarlo de lo que
me ardió a mí escucharlo sin más.
—L-lo
siento...—susurró cuando recobró cierto deje de seguridad en su mirar.
Pero
sabía que aún no se encontraba bien. Se aclaraba la garganta, suspiraba y
cerraba sus ojos a la par como quien busca de alguna forma paz, alivio dentro
de un castigo.
Sentir,
aún y con sus silencios el cómo se debatió hasta lo indecible para sus adentros,
me destrozó. Me fulminó el pensamiento de cómo se habría arrepentido de decir
todo aquello, de cómo quizá él también sólo quería... olvidar.
—No te
disculpes—susurré, no tuve las fuerzas suficientes pero traté, luché hasta lo
indecible por no dejar que volviese ese maldito nudo de nuevo.
No dijo
más, pero sí me miró. Me había dado la sensación de que la salida se me había
extraviado de nuevo, giré a todos los ángulos, a todas las direcciones posibles
y ni una posibilidad más tomaba sentido en el sitio que nos tenía.
Él
suspiró, y yo con él. Rogué, por que aquello significase lo que ya había
deseado antes.
—Quieres...
¿Quieres irte?—bisbisea como si no se atreviera a más. Salvo mirarme, y
aguardar por mí, a esperar cualquier reacción o respuesta coherente de mi
parte.
Agradecerle
con la mirada, fue lo más cercano al paraíso que se me ocurrió gesticular.
—S-sí...
No se
necesitó nada más, para que se incorporara y pusiese de pie, dejando ya sobre
la mesa el dinero por una cena que ni ambos fuimos capaces de terminar. No sin
su ayuda me paro también de mi silla, y al tiempo en que él ya avanzaba algunos
pasos más allá observé despectiva nuestros platillos sin terminar, las copas de
vino a medias y esa vela pequeña que se encontraba al centro de nuestra mesa a
nada de ya haberse consumido también.
Él
aguardaba por mí. Y aún con las piernas temblorosas, y asombrada por lo
infinitamente revitalizador que su presencia podía tornarse a mi lado, por el
cómo las palabras brotaron de mí sin ninguna manera de dificultad, le seguí
hacia el exterior.
Y no paré
de mirarlo al salir, pues sabía que aún quedaba una plena infinidad de cosas
por agradecerle y tratar de hacerle justicia. Hacer el mísero intento de ello.
Por
primera vez, ni uno de los dos musita una sola palabra al otro en todo el
trayecto, pero está bien. Le agradecí para mis adentros el dejarme meditar, el
permitirme cavilar sin el mínimo ruido todo aquello que quizá ya debí haber
comprendido y no quise aceptar, todo cuanto ya debía estar bien sujeto, bien
atestado a mis pensamientos.
Porque
bien, ya no conocía otro mundo, así de doloroso, así de sencillo. Tenía que
dejar de percibir o pensar en aquellas realidades en las que él no estaba más. Si la verdad es que,
me sentía sola, pero en realidad no es que estuviese así; lo perdí todo, pero
olvidaba lo que aún había permanecido conmigo. Debía comenzar a comprender que
la magnitud que lleva una promesa no la convierte en inquebrantable, sino que
mientras más infinitas, más fáciles se vuelven de romper, más dolorosa es la
caída.
Aquello
que tanto nos juramos, más de una vez; estar juntos, juntos para siempre, como
si pensarnos de otra manera sería como vivir incompletos y no más, suspirando,
y existiendo sólo con la mitad de un corazón. Pero estábamos equivocados. No lo
había querido entender.
¡Cómo me
hubiese gustado haber tenido los ojos abiertos desde antes! Tal vez ahora la
realidad no me hubiese parecido tan dolorosa como es ahora. No sentiría ese
olvido que le di a quienes aún permanecen conmigo latir en cada vena, no
sentiría esas noches en que los aparté mientras yo me largaba a llorar
doliendo, y arañando en cada nervio y latido desesperado y destruido. Tanto que
he intentado sobrevivir con media alma, medio corazón, y sin comprender lo
arriesgado e imposible de ese intento, fui a olvidar que mis amigos... que Ross
aún estaba aquí.
El reloj
marcaba apenas las diez y treinta de la noche, mientras la cafetera había
repiqueteado desde nuestra cocina y Ross nos había servido un par de tazas de
café que, como una se fue directo a sus labios, la otra la deslizaba lento y
titubeante sobre el comedor hasta hacérmela llegar, hasta sacarme de mis
pensamientos al tiempo en que una de sus manos se apoyaba ya sobre la mía. No
nos habíamos dicho una sóla palabra en tanto.
Le miré.
—¿Sabes que esto va a pasar, verdad?
Me atreví
a darle un mínimo intento de sonrisa. Sin hablar siquiera, sabía que mi desgane
ya estaba presente de por sí, y no había mucho qué intentar para solucionarlo.
No me importó.
—Ya, claro...
—No, es
verdad...—la forma en que su mano reganaba fuerzas tomando la mía me hizo
virar. Me percataba de cómo sus ojos ya se habían dulcificado y se habían
abrillantado sin darme el lujo de poderlo creer—. Que esto algún día tendrá que
dejar de importarte como ahora, que todo va a cambiar, se va a solucionar cuando
alguien más llegue. Si él ha seguido con su vida, ¿Por qué tú no?
Negué,
sentía que me estaba aguantando el dolor de una daga atravesando mi pecho y
nadie se ocupa por hacerla salir. ¿Y si era cierto? ¿Y si él ha seguido con su
vida sólo así? ¿Si esto... ya habría terminado para él?
—...Es que... ya no creo que sea
así, Ross.
Me
estremecí, mi mirada se desplomaba hacia el vapor desprendiéndose lentamente de
mi pequeña taza de café. Comprendí que ya me encontraba débil, que quizá no
podría hacer nada más, que mi sonrisa no podría mentirle lo suficiente, no lo
creería.
—...Porque
me sería impensable acostumbrarme a alguien de nuevo—musité—. Sé que al final
siempre se irán de mi vida, como todos los demás...
No
aguardó a que el silencio nos tomara de nuevo y rozó sin más mi mentón. Había sido
un momento en el que sin duda me hubiese apartado por lo vulnerable que me
sentí, lo apenada, lo miserable que podía ser a su lado, pero no cuando él
buscaba una salida más, no si él intentaba ayudarme.
—Ey...—susurró, ni una alternativa más se
me presentó que juntar mi mirada a la suya otra vez—. Yo sigo aquí, ¿No me ves?
Tuve ahí,
con mi rostro petrificado, con su mano dulce sosteniéndome fuerte, la pronta
sensación de que se acercaba, de que sus ojos dejaron de mirar los míos en el
segundo en que descendieron un poco más.
Sus
cejas, la forma en que se fruncían, la forma en que sus ojos temblaron para
mirar los míos uno a la vez, su nariz recta, sus pequeños labios ásperos y
entreabiertos. Lo estaba mirando, nos estábamos mirando y no pensé en nada más.
Ni una cosa diferente que no se tratase de nosotros parecía tener cabida.
Era como
al principio.
—Te veo... —le susurré, con un débil
hilo de voz.
¿Por qué
no era capaz de alzar la voz ahora? ¿Por qué me parecía esta cercanía como un movimiento
implacable e insoportable que, sin embargo, no era capaz de evitar?
Le
observé, tragando saliva, revitalizando sus labios luego del paso de su lengua
ante la sensación de que estábamos ya tan cerca, tan peligrosamente próximos
que sabía nuestras narices pronto se tocarían.
—Voy... a estarlo siempre...
Advertí,
tan pronto como mi boca se secaba, que mis labios ya se entreabrían también, mi
mano ascendía sin siquiera haberlo pensado hacia la piel de su mejilla. Me
agradó recordar aquella sensación áspera, esa barba incipiente, esa superficie
cálida. Ese deseo fortuito que no, no ansiaba dejarlo salir. Y sin embargo el
calor que irradiaba su piel pronto me golpeó, su aliento chocó contra mis
sentidos, mi vista se nubló, mis pestañas se encontraron con las suyas y luego
miré todo negro de nuevo.
Mis ojos
se habían cerrado, en el instante en que mi boca le rozó.
Me besó y
sin mover sus labios pude sentir esa misma pesadilla hallándome al encontrarle,
con ese roce, sin haberlo pensado me trajo un algo oscuro, una sombra, desdicha
martilleando en mi supuesta felicidad. No sentía alivio, no sentía la victoria,
sino rencor, el regocijo de un dolor ajeno.
Su piel me tentó, nuestras grietas encajaron
justas y sólo logré tambalearme al ritmo de su respiración y de mis latidos
partidos. No me reconocí, no lo comprendí, no me imaginé desapareciendo entre
otros caminos, absorbiéndome en otro par de labios así.
Besar a
Ross, tocarle, me hizo entender que no era capaz de sentir algo ya, pues mis
vanos intentos de amar a alguien, por fin habían logrado aniquilarme. Era un
beso sin amor, uno vacío, tan lacero y deseoso como la nicotina que puse en mi
cuerpo hoy; no lo necesité en realidad, no deseaba tenerlo, pero un impulso
salvaje, un deseo descontrolado, me había exigido obtenerlo. Quizá al final,
sólo me volvería una adicta sin remedio, que busca bienestar donde no lo hay. Y
me pregunté entonces, si será más fácil dejar los cigarrillos, a abandonar mi
necesidad de encontrar sus besos en otros labios.
Sentí sus
labios desprenderse, su rostro inclinarse, su intención de volver a tomarme y
como me fue posible, me aparté sin intentar nada más... estaba perdida.
Enclaustrada en el hecho de que de nada me servía besar otros labios, si seguía
llevando el sabor de aquellos que me encantaba besar.
Tuve que
ponerme de pie y le dejé ahí, sentado y con la mirada perdida, pues sabía que
tanto él como yo, necesitaríamos de un suspiro más.
—¿S-sabes algo...?
Llevé
ambas manos a mi pecho para percibir el turbio ritmo en que mi respiración se
desprendía, me faltaba el aire, me faltaron las agallas para volverlo a mirar.
Resopló
entonces, fue lo único que pude advertir ahí.
—No... y
no creo que quiera saber qué es—su voz por fin me hizo voltear, estaba
cabizbajo. Sus ojos se cerraban con fuerza y negaba como si estuviese molesto.
—No puedo hacer esto...
Lo
aprecié, mordiendo sus propios labios y asintiendo con desgane a la par
mientras mis ojos se clavaban en torno a mis manos anudadas junto a mi abdomen.
Una punzada de debilidad infernal me había invadido y no tenía idea de cómo
reaccionaría luego de lo que tenía para decir.
—La única
razón por la que estaría haciendo esto... sería por despecho hacia él, y no es
lo correcto—me atreví a alzar mi mirar, a percatarme de que en ningún momento
él había parado de mirarme tampoco—. No es justo para ti...
Entonces
entendí, que mientras me ocupaba de tomar asiento de nuevo que ni con sus
labios estando entreabiertos tenía por añadir algo más. Me acerqué, supe que
debía terminarlo.
—Siento tanto... todo esto—susurré.
—...Yo no.
Le miré,
terriblemente ofuscada. Sólo sonrió.
—...Porque
yo siempre estaré ahí para ti, intentando reparar tu corazón roto... así haga
falta quebrar el mío para lograrlo.
—Ross...—susurré, obsequiándole una
de mis más sinceras miradas.
Amaba el
cómo le tomaba no más de dos segundos para reponer su lugar, para recobrar
nuestra pequeña atmósfera liviana y hacer que las sonrisas recobraran su sitio
de nuevo. Él hacía, sin duda, todo más llevadero, jamás dejó de ser así. Y
busqué su mano, quise tocarla aún descansando en la mesa pero no lo logré
concretar.
El sonido
incipiente de alguien llamando a la puerta nos había desconcentrado a ambos,
nos hizo virar, y a él, en menos de un segundo, pararse y acercarse a tomar del
picaporte y atender. Miré el reloj; eran casi las once. Seguro sería Monica,
ella y los chicos con ella detrás.
Cada vez
me parecía más lejana la hora en la que podría irme a dormir, terminar ya con
este día.
Ross
abrió.
—Buenas noches—Ross murmura casi a
la par.
Me daba
la espalda y no conocí su expresión, me obstruía el mirar y no podía mirar
quién había sido al final, pero su tono, la forma en la que se interpuso firme
en el umbral de la puerta me habían arrancado todas las ideas que se dibujaron
en mi mente antes. Mi pulso se había acelerado, y me aproximé un poco más.
Y mis
manos cubrieron mis labios, mi aliento se esfumó, y traté de rogar por que
aquello sólo fuese una pesadilla. No... no podía ser... no podía ser real. Esos
ojos claros, ese monstruo no podía estar aquí, justo frente a mí.
Tom
Sneddon.
—Buenas
noches... mi nombre es Tom Sneddon. Estoy buscando a Rachel Green. Necesito
realizarle algunas...—al ubicarme más allá, sonrió con malicia, sin una pizca
de temor—. Vaya, excelente.
Ross
viró, me encontró y pude notar su rostro consternado. No podía soportar el
hecho de que aquél hombre estuviese aquí, de que incluso se encontrara tan
cerca de una de las personas que más me importaban. Esa presencia, esa imagen
me helaron la piel, me daban una asombrosa repugnancia que jamás comprendería.
—¿Le
conoces, Rachel?—Ross quiso saber, dándole a ese sujeto la espalda, cerrando un
poco la puerta ante él para que se me facilitara el ponerle atención.
Pero no
lograba hacer nada, no lograba hablar. No pensaba en hacer nada salvo negar,
intentar tragar saliva para que las respuestas, más no sollozos, salieran a
flote.
—E-es... el fiscal—titubeé—,
encargado de las acusaciones de Michael.
—Y por
supuesto que me conoce—aún y con la puerta obstruyendo, Sneddon se había
abierto el paso suficiente para poder entrar. Ross tan sólo terminó
fulminándole con la mirada, frunciendo el ceño como si no lo pudiese creer,
como si aquél fuese un maldito chiste que no comprendía—. Sólo que aquella
primera vez que la vi, curiosamente su nombre había sido Karen Faye.
Ross nos
vislumbra a ambos entonces, confundido, pasando esa oscura mirada desde los
ojos claros de Sneddon hacia mí.
Los
latidos de mi pecho son cada vez mas rápido, es cada vez más letal esa extraña
sensación de temor, mi pecho se mueve y martillea más rápido de lo que puedo
darme cuenta.
Aquello...
lo había olvidado. Lo había bloqueado, junto con toda esa sarta de recuerdos
abismales que tanto odié y, si quería ocuparme de ello iba a tener que hacerlo
yo sola, pues un problema más para él, otro sufrir que yo ponga es sus hombros,
sería impensable, imposible.
—Ross…
por favor—susurré, perdiéndome en no más que su mirar, mientras intentaba
omitir a la otra figura que se postraba a su lado—. Espera un poco afuera.
—Pero, Rach, ¿Segura de...?
—...S-sí—le corté—. Por favor.
—Y si
eres inteligente, muchacho...—Sneddon interfirió hacia él, justo deteniendo sus
pasos entrecortados, su mirada perdida, desilusionada—. Créeme que no
intentarás entrar, o algo malo podría ocurrirle a ella, a ambos.
Ross
negó, insoportablemente abatido, vencido con todo lo demás, intentando ya
rodear al hombre para poder acercarse a la puerta y poder salir por fin.
Saberme ahí, sola, en presencia de ese repulsivo hombre alzando su mentón de
manera satisfactoria y mirándome con indiferencia de arriba a abajo, era más de
lo que pude pensar.
Y estaba
gritando, estaba llorando y maldiciendo en mi interior, pero nadie me podía
escuchar.
Me abracé
a mí misma, me sentía indefensa hasta lo indecible.
—Es un
lindo apartamento—anuncia con sus ojos pasmados en cada sitio, aquél tono
críptico y burlón me hizo asquearme más—. Incluso creo que...
—...Al punto—zanjé, ocasionando que, al
callar, me fulminara con ese par de hielos horribles que tenía como ojos—. Me repugna el simple hecho de estar
aquí, encerrada con usted. No quiero que esté mucho tiempo en mi casa.
—Señorita
Green, no debería de ser grosera con un Fiscal de Distrito...—se acercó,
apretando los dientes—. Y mucho menos, si él tiene el poder de arrestarla por
falsificación de identidad.
Callé,
ante tremenda cercanía.
Lo
odiaba, mierda. Lo odiaba y aborrecía como jamás llegué a creer que sentiría
eso por alguien. Tan repulsivamente vestido en su traje impoluto, tan orgulloso
y malvado, tan mísero y corrupto. Una miseria más, dentro de todo ese abismo
que tanto nos había lastimado antes.
—¿Comenzamos?—sonrió
ante mi mutismo.
Y
mientras que una de sus manos sostenía un portafolios lustroso, con la otra, me
mostraba la dirección para tomar asiento con él en nuestro comedor. Negué, como
pude, ni un millón de años tomaría asiento con esa escoria, no estaría segura
si al tenerle cerca, sólo maldiciones, llanto, y sufrimiento se deslizaban por
mi mente.
Encogiéndose
de hombros, él se dignó en tomar una de las sillas de ahí. Se removió, y postró
el maletín encima de la mesa. No tenía ni un momento grabado en mi mente en el
que había tenido la oportunidad de analizar bien su mirar pero, sin duda, sus
ojos son de aquellos que eran penetrantes, que a cualquiera congelan, que sin
duda, a mí me destruirían sin más.
Entrelazó
sus dedos, me miró.
—Ha sido
una tremenda rapidez... esa con la que Jackson ha sido reivindicado de todos
los cargos, ¿No lo cree así?; o tal vez debería decir, una forma muy
inteligente de habernos cubierto los malditos ojos a todos.
—No... jamás
se trató de eso—negué, ansiosa. Mi pulso se elevó, mi voz temblaba.
Quería
gritar pero sabía no debía, quería maldecir pero sabía no sería lo mejor.
¿Acaso importaba algo que yo dijera o intentara argumentar? ¿Haría algún
cambio? Total, ya todo se había hecho. Total todo pasó, todo era diferente
ahora.
No... no
debo llorar, no debo alterarme. No.
—¿Ah, no?
—Por
supuesto que no—sentencié, buscando y tratando como podía el ubicar sus ojos—.
Michael es inocente, siempre lo ha sido. Estoy completamente segura de ello.
Ése hombre, Evan Chandler tan sólo iba detrás de su dinero. Es por eso que la
suma puso fin a todo lo demás.
—No digo
que usted debería sentirse insegura al respecto—se encogió de hombros
indolente, burlándose y abriendo de a movimientos lentos aquél pulcro maletín—.
Claro, hasta podría constarle... Si es que usted estuvo al lado del señor
Jackson durante todo el proceso.
Mi
corazón dejó de palpitar, el miedo me atenazó, una descarga espeluznante
recorrió mi cuerpo de pies a cabeza. Él no lo sabría, ¿No? No le podía constar.
No tendría cómo estar seguro de mi presencia ahí, aquella vez... No podía ser
cierto. No, Sneddon no tenía por qué saberlo.
—Éramos
amigos...—abrí los labios, y sólo podía titubear. Luchaba por sonar segura, por
zafarme de aquella cuestión de una vez—. Resultó que estuve de visita con él
por aquellos días.
—¿Está
segura?—enarcó una ceja al preguntar. Serio pero sonriente, lascivo,
repugnante.
Pasé
saliva, intenté encararlo sin estar segura de poder.
—S-sí...
En ese
momento abrió el portafolio y sacó de él un tomo de folios bien acomodados y
sosteniéndolos firmes entre sus manos. Se movía de manera impecable y nada
titubeante, acomodándose el nudo de la corbata al comenzar a ojear cada hoja de
papel.
No sabía
si mi respuesta había funcionado, si él lo había comprendido y dejaría ya todo
ir. No sabía si seguíamos en lo mismo, si diría algo más, si intentaría algo.
No comprendía nada.
—Porque
si busca usted una lógica—se detuvo finalmente a la mitad de las hojas que
observó, miraba ahora un documento que, sin más, le había hecho brillar sus
ojos—, una visita de ‘unos días’ no es lo mismo que aquellos tres meses en que
la empresa en la que trabaja la había transferido hacia allá. Eso, sin contar
todas las compras hechas con tarjeta de crédito dentro del estado de
California.
Una
punzada de hielo me ataja el interior, me deja sin habla. Sentía esa sensación
de vértigo asesino invadiendo mi cuerpo. Del miedo, del temor, de mi cuerpo que
no puede dejar de temblar ni por un segundo.
—Como he
dicho...—vacilé, que más bien mi voz se pudo combinar con un gemido. Ya no
sabía qué más hacer, qué más intentar—. S-sólo se ha tratado de una...
—...Veinte
de noviembre del año 1993—me cortó, leía de ese documento con una voz inherente,
con un tono implacable que apenas me dejó percatarme de las palabras que dijo—;
Rachel Karen Green ingresa al país luego de aterrizar en el aeropuerto LAX de Los Angeles, acompañada de ni más
ni menos que Michael Jackson.
Millones
de demonios hirientes, recuerdos, imágenes sangrantes avanzaban dentro de mi
mente a la vez, arrasando con todo a su paso. Montañas de hielo desmoronándose
y yo... yo impotente, sintiendo que lo que por tanto tiempo había temido,
sucedería y no quería nada más.
Mis músculos
se tensan, las lágrimas, una de ellas no tarda en salir, sus palabras no pueden
ser más claras y no puedo estar peor.
¡No, no
podía estar pasando eso, no!
—¿Qué…? No, yo...
—...Nueve
de Enero de 1994, Rachel Karen Green es transferida dentro de la compañía Ralph Lauren del Estado de Nueva York al
Estado de California. Con nuevo domicilio en Los Olivos, 5200 Figueroa Mountain
Road, o como le dicen, Neverland...
Me
aproximé absorta, vaga, mientras él rebuscaba algo más.
No podía creer que lo pronunciado doliera tanto, y de
pronto todo en mi pequeño, frágil y patético mundo se empieza a derrumbar, todo
el peso cae sobre mis hombros mientras él sonreía con un desdén repugnante. La
ansiedad se hace presente, más fuerte que nunca, el agua salada llega hacia mis
labios sin más, las manos no me dejan de temblar, la lengua no deja de ser
mordida, aquellos miedos ya no susurran, siquiera hablan ahora están gritando.
Gritan con este hombre frente a mí.
—...Entre
sus últimas compras—repone—. Se encuentran el cobro de una cita en un spa del
Centro de Los Angeles a nombre de Michael Jackson, una prueba de embarazo, y
artículos personales y de maternidad que curiosamente...
—¡No, basta!
Grité sin
dejar de mirar, sintiendo esa extraña y horrible sensación, como si quisiera
desgarrarme el corazón, meter mis uñas y rascarme, como si necesitara meter mi
mano a través de mi pecho y sacar eso que tenía atorado.
Quería
que parara, que se detuviera, que se largara, maldición. Que pare... ya.
—Me has
obligado, Rachel—espetó, con ese tono bravío y contenido que tenía, ese que en
realidad reflejaba lo que es, la escoria de la que se trataba—. Quisiste
mentirme en el rostro de nuevo.
—¿Cómo es
que sabe... todo eso?—sollocé, me dolía el hablar, el nudo sólo me impedía lo
que ya sabía no podría lograr, las lágrimas me nublaban la vista, me era
insoportable saberle cerca siquiera—. ¿¡Cómo obtuvo toda esa información!?
Pero una
risa brotó, antes que una respuesta, un resople, un odioso y lacerante bufido
que me sacó de mi órbita también, me hacía bullir la sangre.
—Porque
soy el fiscal en turno del condado de Santa Barbara, mierda—con lentitud se
pone de pie, y rodea la mesa hasta encontrarse a sólo unos centímetros del
sitio en el que me encontraba. Los suficientes para asquearme hasta lo
indecible, para hacerme sollozar—. ¿Tienes la mínima idea de los datos e
información a los que tengo acceso? ¿Te lo puedes siquiera imaginar?
El tipo,
sin perder más tiempo se aproximaba más, se burlaba de mis llantos, de mis
lágrimas. Invadía mi lugar con su piógena presencia mientras mi estómago se
removía ante la sensación de que vomitaría. Lloré, sollocé con gemidos
entrecortados, la garganta me ardió, me dolió respirar su esencia.
Un par de
palabras más que iba a musitar, pero parecieron aguardar un segundo en el que,
ambos, advertíamos un par de voces furiosas conteniéndose detrás de la puerta
principal. Pero nacieron y se volvieron a borrar, todo parecía una pesadilla,
un maldito abismo del que quería escapar.
—No eran
amigos...—sentenció, con su voz en pos de un hilo, pero tan claro como para
mantener presa mi atención—. Has sido su pareja, ¿No? Escondida... mientras
todo el proceso legal era llevado a cabo. Te escondiste detrás de su sombra y
luego cuando te embarazaste de él...
—¡Eso no
es cierto, maldita sea!—grité, gemí tan fuerte que pensé que el aire me
abandonaría. El miedo, la ansiedad, la piel erizada, las náuseas desesperantes,
mis manos abrazando mi cuerpo, la impotencia—. ¿¡Es que mira a algún bebé
aquí!? ¿¡Ha visto que él tenga uno!?
—Algo que no había sido deseado, seguro...
Mis
manos, mis palmas ardían, mi sangre bullía, el nudo se remplazaba aún con
lágrimas por esa bilis ácida perforando mi ser. Con una mierda, ¡Lo detestaba,
lo aborrecía! Lo repugnaba y sabía que pronto acabaría, que me haría acopio de
una fuerza sobrenatural si sus malditas palabras no se detenían.
Pero no
sucedió. Se acercó, gritó y se burló. Su aliento supurante chocaba ya contra
mí.
—Tal
vez... igual que a aquél chico, a ti también te pagó para que abortaras y te
libraras del problema. ¡Seguro no era más que el turno de que fueras su
ramera...!
—¡Cállate...!
Mi voz se
rasgó y una bofetada lo acalló. Mi mano ardió y comprendí en medio de las
penumbras lo que había cometido. Se pasmó, llevó una mano a su mentón y me
miraba desorbitando rabia de su rostro, entonces se quejó, y al descender su
mano lo pude ver. Había silencio, había irritación en su piel. Hubo miedo,
terror, desmoronamiento.
—Eres... una estúpida...
Apenas le
oí, pues soltaba el aire y el aliento de forma estrepitosa, hiperventilada. Las
lágrimas pararon pero sabía que nuevas no tardarían en salir. Temblaba y sentí
que el miedo me asesinaba, el pánico, la realidad.
—Te
juro... te aseguro que haré que su maldito soborno no le saque de esto... Que
Michael Jackson un día va a caer. Y tarde o temprano, tú junto con él... de eso
que no te quepa...
La
puerta, entonces se abrió. Cedió de cabo a cabo y no pude percatarme de más que
del augurio de antes muriendo con todo ello. De mi perspectiva asesinándome, la
visión que sopesé, humedeciendo fuertemente mis mejillas de nuevo,
lacerándolas.
Esos
ojos, aquellos ojos, débiles, acabados, afligidos, heridos, observando a
Sneddon con el odio esculpido en cada facción. Viré y adolorida, con el alma
consumida, con el corazón hecho añicos, supe que ya estaba soñando, que el
sentido de todo se perdía y por más que intentaba, no podría encontrar alguna
razón.
—...Sneddon, tus malditos problemas
los tratas conmigo... No con ella.
Michael...
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