jueves, 16 de junio de 2016

Capítulo 53: "En un Sueño"



—...N-no. Por supuesto que no, Ross, yo...—reí, mientras unos suspiros ya farfullaban por lo bajo. ¡Y, maldición! ¿Esto habrá tenido que ver con Monica? ¡Sabía que la había dejado molesta esta mañana!

De pronto se burla indolente, odioso, y despreocupado completamente.

—¿Y, por qué no?—me dice, encogiéndose de hombros sin titubear—. Es tu cumpleaños, no pienso dejar que este día termine de esta forma.
—Porque he... quedado con Monica—le miré, o intentaba hacerlo entonces, mientras aún trataba de dar cabida a la súbita mentira que le lancé—. He quedado con ella para ir al cine esta noche, no puedo quedar mal.

¿Al cine? ¿Me imaginaba siquiera pasando las últimas horas de mi cumpleaños en una sala de cine? Si con un demonio, ahora no esperaba ni que él me creyese siquiera. No si ya se cruzó de brazos de esa forma que le conozco de siempre. Maldición.

—Ya has quedado, con mi hermana...—susurra despectivo. Entrecierra sus ojos al mirarme como si tratara de llegar más allá de mi mirada.
            —S-sí...
            —¿Estás segura?
            —Claro—repuse, rogando sonar envalentonada.

Gruñó. No, no funcionaba. ¡No, no!

—Con mi hermana, Monica...—sentencia. Sus brazos cruzados, su mirada incrédula, cada parte de mí que rogó que mis ojos no gritasen la verdad. Estaba perdida—. La misma chica que me ha dicho justo esta mañana que tú le suplicaste no festejar nada con nadie, no celebrar tu cumpleaños en absoluto.

Calla, y me enmudezco también. Me deja sintiendo un tremendo retortijón atorándose en mi pecho, mi pulso martilleando como lunático. Vencida, resignada y, sin poder imaginar a mi mejor amiga contándole la sarta de oraciones tristes que le arrojé esta mañana.

—Te lo contó...—bisbiseo apenas audible, con mi mirar mecánicamente desplomándose por los suelos.
—Así es, me lo contó—espetó, y sin darme cuenta siquiera ya me estaba tomando del brazo para hacerme ceder—. Así que no hay mucho que puedas hacer. Y si queremos llegar pronto, tenemos que...
—...No, Ross—le corté, al erguirme a su lado, no me había percatado de lo paralizada que me encontraba—. En... verdad. Es que... no tengo ganas de salir ahora.

Entonces un suspiro brotó, con su mano disminuyendo la fuerza con la que me tomaba.

            —¿Y qué planeabas hacer, si yo no hubiera aparecido entonces, Rach?
            —Yo... no lo sé. Dormir, quizá.

Llorar, gritar, luchar por olvidar este día y desentenderme del mundo por un rato, maldecir mi suerte toda la noche, o al menos hasta comprender que ya no valía la pena, para variar.

—...Y yo también creí que haría sólo eso, en el cumpleaños de una de mis mejores amigas—musitó—. Hasta que se me había ocurrido sorprenderte con esto.

Aquello me hace izar la vista de nuevo hacia él, y al mirar, me percataba de cómo se encontraba vislumbrando hacia abajo también. Algo dentro de mí se quebró, se esfumó y lo hizo junto con su leve sonrisa. Y quizá es ese último resople de desgane, o esa expresión doliente que me da, la forma en la que arquea sus cejas con resignación o el silencio que nos rodea.

Ah, maldición.

            —Sólo... ¿Seremos nosotros dos?

Sólo de reojo me miró. Parecía no creer que he sido yo quien ha vuelto a formular algún sonido.

—Sólo nosotros—musita, recobrando luz en sus ojos cansados—. Ha sido parte del plan.

Lo miré, tan esperanzado y anhelante, mientras me regañaba para mis adentros por caer siempre en lo mismo, en la misma maldita rutina de pensarme las cosas cientos de veces más. ¿Y sería tan insoportable entonces concederle sólo esto? ¿Sería tan... sofocante como lo imaginaba? Después de todo, era una cena, una cena... por mi cumpleaños. No más. Quizá, sólo exageraba. Y quizá no tenía que subestimarlo demasiado.

Suspiré.

—Está bien...—fingí una media sonrisa al hablar, no estaba completamente segura aún, pero me desconcertaba más lo que mi reacción negativa le haría—. Pero sólo por un par de horas, ¿Sí? Tengo que levantarme mañana temprano para ir a trabajar.

Para ir a dar un par de explicaciones también, tal vez. Por Dios, ¿Qué rayos le iba a decir al señor Zelner?

—Lo tienes—su sonrisa renació, su mano volvió a su lugar a tomar de la mía ya haciéndonos andar escaleras abajo a través de uno de los viejos pasillos de mi edificio—. Tan sólo quiero llevarte a cenar, Rach. Quiero que notes la diferencia del día de tu cumpleaños a un día completamente normal.

Asintiendo en silencio, comencé a seguirlo igual. Llevé un mechón de cabello que obstruía mi vista detrás de mi oído, y froté una vez más mis pestañas ya endurecidas por algunas de las lágrimas que me ocupé en limpiar.

Quería o no, tenía razón. Había pasado ya tiempo desde que creí que este cumpleaños sería de hecho diferente a los años pasados, que sería miserable y simplemente indeseable de pensar. Aquellas ideas me habían hecho olvidarme de que aquí había quién podría cambiarlo todo.

Entonces se me escapó una pequeña sonrisa.

            —Créeme que... eso ya lo había estado sintiendo.

El frío ni siquiera se siente al salir. Es una noche cálida, y tal vez una de las pocas razones por las que agradecía que mi cumpleaños fuese en pleno Mayo. Sin duda, no era el calor agobiante de esta tarde, sino que, se sentía bien. La sensación ayudaría a hacerlo todo más llevadero, si tenía suerte.

De la cabina telefónica que se sitúa antes de doblar la esquina, Ross solicitó un taxi que demoró no más de cinco minutos en arribar. Al ingresar, él y nuestro conductor sólo intercambiaron un par de miradas amistosas al tiempo en que él le musitaba nuestro destino, con una odiosa intensión de que yo no me percatase de ello aún. Sin aguardar, el señor asintió, inició el taxímetro y emprendimos marcha mientras yo le quitaba importancia al asunto, tan pronto como algunos comentarios y preguntas ocurrentes de Ross comenzaron a brotar también de sus labios.

No hay demasiado tráfico, y no parece que llevemos prisa tampoco. Serpenteamos Manhattan como si de una ocasión que antecede la cita se tratase. Mirar las luces centellar más allá de algún modo me hizo tranquilizar, los minutos transcurrían y comprendía que yo podía contestar sus preguntas acerca de mi trabajo, o de los últimos días con más fluidez. Hablaba más, me soltaba más. Él me obsequiaba sonrisas para luego mirar cómo yo le replicaba con una, cómo nos sentía a ambos más relajados... hasta que eventualmente, la velocidad disminuyó, y miré el nombre del lugar.

Me estremecí, me tensé, me callé y erguí, sin que él lo notara siquiera. Él pagaba por el viaje mientras yo salía a trastabillas del vehículo para notar resplandeciente la marquesina del restaurante “Interlude” brillando justo frente a nosotros. Pensando en no otra cosa más que en el tiempo que transcurrió desde que había pisado ese lugar, o en la última vez. En cómo había sido posible que el último momento en el que me bebí una copa aquí había sido tomando la mano de Ross. Había sido la última cita que ambos tuvimos... en ese entonces aún éramos pareja. Teníamos veintidós y veinticuatro. Y no sabíamos nada, pensar que yo no tenía idea de que ni en casi siete años después volvería a pisar este lugar.

Y de la misma manera, pues su mano tomó la mía otra vez para entrar, y que una bonita recepcionista nos ayudara a encontrar la mesa adecuada. De nuevo, como aquella vez, sonó Tony Bennett. Sonó el turbio martilleo de mi corazón en medio de mis pensamientos mientras estos siente años de ausencia de pronto... desaparecían.

Se iban, se remplazaban por la música, la leve iluminación y nuestra mesa adornada, nuestro par de langostas, y la lujosa botella de vino tinto Loire que vertió en nuestras copas. El cómo alzaba la suya orgulloso mientras se despejaba la garganta para hablar, para no dejar de mirarme con sus ojos marrones e iluminados.

—Esto... es por ti, Rach—vocifera sonriente, con la copa tendida muy alto y entre nosotros. Dejándome a no más que mirarle sin moverme, sosteniendo su mirada a pesar de la timidez atropellada que sentía—. Por que sepas que te quiero mucho, que todos lo hacemos, que aunque convencerte de que aceptaras acompañarme a cenar me ha costado más de lo que creí, estoy sumamente agradecido. Pues tu presencia es de por sí bastante especial para mí, y sé, estoy seguro de que podré lograr que esta noche valga la pena. Sé que... cuando estés recostada en tu cama, tendrás una inmensa sonrisa en tu rostro justo antes de dormir. Feliz cumpleaños.

Nuestras copas produjeron un leve tintineo al tocarse, y tuve entonces la sensación de que mi corazón duplicaba su tamaño, de que la pesadez se marchaba de pronto junto a todo lo demás.

—Ross... Muchas gracias.

Y me quedé estática, mientras le miré dar un leve sorbo más, sintiendo mi pulso ya atestándose detrás del peso de mi propio sonrojo.

—¿Lo habías escrito desde antes?—inquiero, observando mi plato ya casi vacío de nuevo. Tomé un bocado pequeño y agradecí en mi fuero interno el que ya quedara muy poco para terminar.
—¡No, Dios!—espeta irritado, o aparentando estar indignado al instante en que le volví a estudiar—. ¿Cómo puedes creerlo?
            —¡Lo siento! Es sólo que... ha sido...
            —Ha sido bastante bueno, ¿No? Lo sé, te encantó.

Mordisqueaba un trozo más cuando una pequeña risa se asomó de mis labios. Aunque más, cuando me dio una mueca torcida, no pude más, tragué como pude el bocado y luché por despejar mi garganta con un gran trago de vino otra vez, debatiéndome entre lastimarme hasta pasarlo todo o dejarme ir y escupírselo todo en la cara.

—La verdad es que lo que sí me he escrito es la lista de favores que tendré que hacer a los chicos para que aceptaran no venir—repone entretanto, utilizando su pequeña servilleta para limpiar la comisura de sus labios—. Luché más por convencerles a ellos que a ti hace un rato, de verdad querían venir.
—¿En serio?—le miré, en medio de un retortijón que apareció en el centro de mi pecho.

Mierda, los chicos. ¡Monica! ¡Le he dicho que le vería en Central Perk! ¿Es que no puedo hacer nada bien? ¿No puedo quedar bien con nadie?

—Claro...—continúa, junto a un par de risas sinceras—. Pero me han tenido que disculpar. Bueno, ellos, tus padres...
            —¿Mis padres?
—Estuvieron llamando durante la tarde para felicitarte, ambos—termina de decir y esta vez con un aire más formal, con un tono de voz bajo, decadente y que no reflejaba lo que sus ojos quisieron decirme esta vez.

Comprendí lo serio que se estaba poniendo, y me estremecí.

—¿Qué? ¿Qué ocurre?—solté mi tenedor para pasar una mano fugaz por su brazo y llamar su atención, luchando por no sonar muy alarmada.

Pero sólo suspiró. Cierra los ojos como si buscara tranquilizarse y en lugar de volver a mirarme, al abrirlos, tan sólo se queda detenido en pleno vacío, en un punto que no significa nada para mí. El cambio de semblante, la luz que perdió su voz había hecho que mi ansiedad creciera más de lo que hubiera deseado.

Intento de nuevo al remover su brazo con mayor fuerza. Había funcionado.

—También han llamado... Karen, y Janet—susurró, más serio aún, mientras yo bien podía estar helándome por dentro. Sintiendo un latido abrupto golpeando mi cavidad como si deseara saber que se ha equivocado en lo que ha dicho, que he oído mal—. Intentaron encontrarte varias veces, pero no habías llegado aún.

Negué, negué y por más que cerré mis ojos con fuerza no me pude despejar. No dejé de sentirme abatida, no dejaba de sentir que lo que acababa de escuchar era una broma simplemente, o una alucinación. Que bien, esperaba que lo fuese, que se tratara sólo de un muro de agonía que mi mente de pronto quiso dibujar.

No podía ser más que eso.

—La última vez que contesté, había sido Karen—añade, apenas dejándome comprender que había continuado, luego de mi trance—. Me pidió que te lo hiciera saber y, te prometo, te juro que pensé hasta el cansancio el habértelo dicho pero... Sabes lo que sucedió aquella vez en que no quise darte los mensajes telefónicos.

Asiento ahí, dejándole en claro y sin palabras que bien sabía a lo que su comentario refería. No sabía qué más decir, qué añadir. Enmudecí sin más, me sentí avispada, petrificada. Perturbada al ver que mi silencio le destruía el gesto otra vez.

No ha sucedido nada, no hay más nada, me repito. Logrando así, concentrarme en su gesto preocupado, prepararme para contestar cualquier cosa que pudiese decirme ahora.

            —¿He... hecho mal en decírtelo?
—...N-no, no—titubeé, y aunque sabía que mi reacción aún no le marchitaba, si seguía aniquilaría su bienestar, toda nuestra cena, habrá valido para nada—. Por supuesto que no, es sólo que... no creí que llamarían.
            —Lo hicieron. Y sólo te desean lo mejor.

Tomé otro sorbo de vino sin aguantar. Mientras me impregnaba de aquellos rizos dorados y rebeldes y de aquellos ojos marrones dulces y familiares que tanto extrañaba. Karen y Janet, la falta que me hicieron desde el primer bendito segundo en que todo lo dejé. Las explicaciones que no les pude dar a ellas, las tantas llamadas que en un principio les negué. El abandono, la sentencia que dejé en ellas sin que hubiesen sido merecedoras.

Las extrañaba, las extrañaba como las penumbras de mi mirada no me dejó comprenderlo nunca y las necesité también. Lo hice hace meses, lo hago en este instante, lo haría siempre.

Y el nudo se abre. Nace, aparece y lacera mi garganta sin darme oportunidad de percatarme de ello. De nada más que una nueva posibilidad, una pregunta que me carcomería el alma si no la dejaba salir ahora.

            —Y no... No ha... llamado alguien más, ¿Verdad?

Me había quedado sin aire, no supe cómo lo pude preguntar.

Entonces sentí el calor de una mano tibia y ligera acunando la mía que aún estaba puesta e inerte sobre la mesa. Aferró mi muñeca con suavidad, la tentó y aguardó a que no hubiera una turbia reacción de mi parte como si deseara tomarme desde un nuevo abismo en el que ya estaba, tan oscuro y desolado.

Su mirada fue la que me dijo que no. Me pedía disculpas con esa fina línea de preocupación que forman sus cejas. Me cortó ilusiones con esos labios entreabiertos que no dijeron nada más. Me hizo abrir los ojos... sólo así.

—Dios, lo siento...—intenté tallar mis ojos con fuerza para poder centrarme en algo más, quizá en la molestia que los tallones generaban, o en la mano que dejé abandonada ahí, en lo que fuese diferente a ello—. Seguro no me has sacado a cenar para que hablemos de esto ahora. No he querido...
—No, por favor... No ha sido nada, tranquila—me cortó, tomando una de mis manos que aún se encontraba adherida a mi rostro, y se lo agradecí inconscientemente pues la irritación ya comenzaba a supurar. Seguro ya se notaba—. Está bien si quieres hablarlo, y si no, también lo va a estar. Créeme que... callarlo, como yo lo he hecho, no es tampoco lo mejor que se puede hacer al final.

Le miré, frunciendo mi ceño pese a la confusión. Negué y rogué por que continuara explicándome a qué se había referido.

Nada.

—No... te entiendo, Ross—murmuro, al momento en que ya estaba perdiendo su mirada de nuevo—. ¿Que te has callado algo? ¿Cómo...?

Froté su mano puesta sobre la superficie para poder llamar su atención y tras los mismos momentos de silencio miré su rostro despabilado aterrada, negando con frustración. Me miró, sin más, y entreabrió sus labios para musitar algo.

            —...El coraje, la decepción, el desprecio, la incredulidad.

Sellé con una mano mis labios y sólo aguardé, negaba como desquiciada, no lo podía evitar. No entendí, y no me apeteció divagar pues, sabía, sería otro camino hacia mis lágrimas interminables, comprendí que tenía que oír, más no escuchar. Rogar por no hacerlo.

Hablaba... de...

—Lo odié, Rachel... Lo hice... sobremanera—soltó, después de largos segundos en los que ya no pudo continuar aguardando, que pareció ya no soportarlo más.

Sabía que se vendría una confesión dolorosa de por sí, lacerante, fulminante para ambos. Sabía que aunque él no lo deseara, tenía también el poder para hacerme supurar las lágrimas casi inexistentes que aún me quedaban dentro. Sabía que ni uno de los dos comprendería la magnitud de lo que se venía. Callé, suspiré y en medio del nudo ardiente supliqué que continuase, que terminara de una vez.

—...En aquél instante... en que nos había llegado la noticia de tu accidente no hice más que quedarme en blanco, y preguntarme qué diablos había pasado para que sucediese... algo así. Callé, y traté de hacerme el fuerte. Supe que tenía que pretender creer que se solucionaría en el instante en que Monica se había bloqueado y comenzaron a salir lágrimas de sus ojos, mientras aún estaba en medio de esa llamada telefónica que llegó.

El abismo se abría bajo mis pies otra vez.

Mi garganta arde, pero no puedo sollozar. Mis ojos escosen y no sale nada más de ellos, no aún. Y sin embargo la sensación de vértigo volvió a apoderarse de mí y comprendí que el agujero en mi pecho había aumentado su tamaño. Mi garganta dolía, mis pulmones se congestionaron.

—Había sido Karen y...—aguardó, como si le fuese impensable el seguir así—. Cuando estuve seguro de que Monica no podía continuar escuchando, arrebaté el teléfono de entre sus manos para que yo pudiese seguir.

Las imágenes volvieron, dentro de mis pensamientos parecían superponerse unas con otras. Los colores se fundían y se fusionaban unos con otros. Las sensaciones, los momentos, las manos que me tocaban, que me sostenían. Las voces y ruidos que se habían enmudecido de pronto y que no me dejaban dar después un orden concreto a las cosas. El cómo me dormí, sólo así, con luz en mi vientre, y desperté entonces, ya sintiendo nada.

No... no quería saber de ello ahora. No lo quería revivir otra vez...

—Recuerdo... recuerdo que la voz de Karen temblaba, se destruía y ya estaba quebrada, entonces fue como si todo hubiera dejado de tener sentido. Ella dijo... que habías sufrido un accidente, un sangrado, y sólo mientras trataba de procesarlo de pronto me encontré más concentrado en la voz de Michael apareciendo detrás...

Entre un suspiro, o la mera mención de su nombre, una lágrima se me escapó. Salió y rodó por mi mejilla sin que me preocupara el hecho de limpiarla de inmediato. El nudo en la garganta me impedía articular, me dolía demasiado como para pensar en cubrir mis ojos de nuevo. Me ardía y, sin embargo sólo me quedó pensar que quizá las lágrimas eran el único indicio que tenía de que aún estaba viva, de que estaba todavía aquí.

—Él... estaba gritando, lloraba—su voz estaba rota ahora, destrozada. Se desplomaba junto con mi mera voluntad. No sollozaba pero escuchar ese tono de voz serio volviéndose débil y penetrable fue más de lo que pude contener, mucho más de lo que pude pensar—. Estaba... tratando de reanimarte. Gritaba tu nombre como jamás lo creí, Rachel. Rogaba por que despertaras, por que contestaras, por que dieras alguna señal, y yo...—me llevé una mano a los labios, mientras una lágrima más se deslizó, y el dolor de mi garganta taladraba mis sentidos, mi llanto ya demandaba salir—. ¿Tienes idea de lo que creí en ese momento? ¿Tienes alguna pista, una imagen, la remota señal de cómo estábamos aquí?

Brotó un gemido ya, no pude contenerlo.

Alcé una mano ahí, pero antes de que las yemas de mis dedos pudiesen llegar al borde de mis ojos, sentí sin más una mano más tomando su lugar, unas caricias delicadas sobre mi piel humedecida que secaba las próximas lágrimas que salieron de mis ojos cerrados.

Su tacto me buscó, no se despegó de mí hasta no haber cometido y pasó como última alternativa una mano a través de mi cabello para hacerme tranquilizar, para sanarme como si supiera que mi mente era, ya desde hace meses, no más que un reguero incesante de recuerdos y tragedias que tanto me desgasté en borrar. Eliminarlas, y que se marchasen con ellas incluso las imágenes hermosas y brillantes que había vivido en los últimos años.

No buscaba quedarme ya con nada.

—Y lo odié entonces... al segundo en que él mismo nos había confesado aquella razón, el por qué de todo lo que había ocurrido ese día—susurró. Se tranquilizaba, su voz ya no temblaba, no obstante su gesto no se relajó—. Dios mío, lo aborrecí, lo detesté tanto, que de no ser porque habías dicho mi nombre, le hubiese partido el rostro ahí mismo... Cuando se atrevió a preguntarte qué hacías cuando guardabas tus cosas antes de irnos de ahí.

Me obligué entonces a reaccionar, pues sabía que si aquella escena de pronto llegaba a mi mente sería la maldita perdición para mí otra vez. Revivir mis últimos momentos en ese lugar sería el detonante de más de esa sal escapándose de mis ojos. Sería la razón por la que mis manos volverían a frotar con fuerza mis ojos cansados, por la que mi piel volvería a doler. Me percaté de que, tomar de su mentón, y hacer que volviese a mirarme de nuevo sería, en este instante, menos doloroso que las sensación de gruesas lágrimas brotando de mis ojos a un ritmo abrumador, inevitable. Le tomé, le llamé y me miró. Pero ya había sido tarde, ya todo se había vuelto borroso otra vez.
           
            —Ross...
            —Es que... no podía creer que él había roto nuestra promesa... sólo así...

Suspiré entonces, como si no me atreviera a intentar nada más, como si no pudiese ya hacer nada. Y sin embargo, sus ojos aparentaron avivarse alrededor de medio segundo al haberse topado conmigo. Sentí en ese momento que le debía algo más, que luego de haber permitido que esto pasara, que hablara de esto sin haberle detenido por el bien de ambos, tenía que reponerme, sanarnos de alguna forma. Quizá hablar, quizá decir tanto, o tan poco que no me he atrevido a decir a nadie antes.

Porque, si tantas lágrimas se escapan de mí, ¿Cómo es que no es igual con las palabras? ¿Cómo no podía intentar siquiera hablar, para ver si así ya se escapaba todo el abismo del centro de mi pecho, que se fuese esa promesa que no pudo ser?

            —Yo... aún tengo días en los que no puedo creer todo lo que pasó.

Lancé aquellos susurros imperceptibles, quedándome perdida mirando nuestras copas de vino a medio terminar. Pensando en cómo nos habíamos olvidado de que estaban aún entre nosotros, cómo todo alrededor sólo desapareció hasta que, su mano había tomado la mía de nuevo, y todo regresó a la normalidad.

—...Incluso—repuse, traté ahí de poder encararle segura de nuevo—, los últimos meses había llegado a creer que quizá la culpa fue mía, por quererle más de lo que siempre debí. Le amé más de lo que jamás estuve dispuesta a aceptar.

Antes que replicar, sólo negó. Frunció el ceño como si no lo hubiese advertido, como si no fuera capaz de comprender el lenguaje en el que musité. Lució un gesto que bien pudo pertenecer al hombre más molesto del universo.

Aún así, decido continuar.

—Llegaba a pensar que... que alguna vez debí hacérselo saber, ¿Sabes?. Aunque estuviésemos bien, aunque pensara que todo sería seguro.
—¿El qué?—infirió, como recobrando los sentidos por fin. Aunque aún su mirada delatara el tamaño de la confusión que lo aprisionaba.

Le aprecié, casi de reojo, casi como si no lo pudiese contener. Sintiendo un atisbo de vergüenza extendiéndose por lo largo de mi cuerpo.

            —Decirle... que tenía miedo.
            —¿Miedo? ¿Miedo de qué?
—De que él... encontrara a alguien mejor que yo—susurré, mi mirada ya se encontraba decayendo lenta y mecánicamente de nuevo. No lo pude evitar, pues de pronto comenzaba a sentirme demasiado expuesta de nuevo—. Quizá no se lo dije lo suficiente.
—¿Alguien mejor que tú? Por favor...—espetó furioso, contenido y resoplando más de una vez, sin embargo buscando tranquilizarse al segundo siguiente, al notar que yo me paralizaba con él—. ¿Cómo podría siquiera intentarlo, con un demonio? ¿Cómo podría pensar en encontrar a alguien mejor? Si se amaban, y estaba seguro de ello. Si la única razón por la que me he convencido de aceptar su relación fue porque sabía que él te amó... que te amaría incluso más de lo que yo...

Pero se detuvo, se obligó a callar. Y su mirada se esfumaba también de la mía al tiempo en que una de sus manos temblorosas se apoyaba insegura contra su frente arrugada. Sus palabras, aunque inconclusas me golpearon también, me hicieron sentir ese vacío penetrante naciendo de nuevo en pos de mi pecho y sin embargo no busqué refugiarme de él.

Me lastimaba más, el comprender que a él le había dolido más expresarlo de lo que me ardió a mí escucharlo sin más.

—L-lo siento...—susurró cuando recobró cierto deje de seguridad en su mirar.

Pero sabía que aún no se encontraba bien. Se aclaraba la garganta, suspiraba y cerraba sus ojos a la par como quien busca de alguna forma paz, alivio dentro de un castigo.

Sentir, aún y con sus silencios el cómo se debatió hasta lo indecible para sus adentros, me destrozó. Me fulminó el pensamiento de cómo se habría arrepentido de decir todo aquello, de cómo quizá él también sólo quería... olvidar.

—No te disculpes—susurré, no tuve las fuerzas suficientes pero traté, luché hasta lo indecible por no dejar que volviese ese maldito nudo de nuevo.

No dijo más, pero sí me miró. Me había dado la sensación de que la salida se me había extraviado de nuevo, giré a todos los ángulos, a todas las direcciones posibles y ni una posibilidad más tomaba sentido en el sitio que nos tenía.

Él suspiró, y yo con él. Rogué, por que aquello significase lo que ya había deseado antes.

—Quieres... ¿Quieres irte?—bisbisea como si no se atreviera a más. Salvo mirarme, y aguardar por mí, a esperar cualquier reacción o respuesta coherente de mi parte.

Agradecerle con la mirada, fue lo más cercano al paraíso que se me ocurrió gesticular.

            —S-sí...

No se necesitó nada más, para que se incorporara y pusiese de pie, dejando ya sobre la mesa el dinero por una cena que ni ambos fuimos capaces de terminar. No sin su ayuda me paro también de mi silla, y al tiempo en que él ya avanzaba algunos pasos más allá observé despectiva nuestros platillos sin terminar, las copas de vino a medias y esa vela pequeña que se encontraba al centro de nuestra mesa a nada de ya haberse consumido también.

Él aguardaba por mí. Y aún con las piernas temblorosas, y asombrada por lo infinitamente revitalizador que su presencia podía tornarse a mi lado, por el cómo las palabras brotaron de mí sin ninguna manera de dificultad, le seguí hacia el exterior.

Y no paré de mirarlo al salir, pues sabía que aún quedaba una plena infinidad de cosas por agradecerle y tratar de hacerle justicia. Hacer el mísero intento de ello.

Por primera vez, ni uno de los dos musita una sola palabra al otro en todo el trayecto, pero está bien. Le agradecí para mis adentros el dejarme meditar, el permitirme cavilar sin el mínimo ruido todo aquello que quizá ya debí haber comprendido y no quise aceptar, todo cuanto ya debía estar bien sujeto, bien atestado a mis pensamientos.

Porque bien, ya no conocía otro mundo, así de doloroso, así de sencillo. Tenía que dejar de percibir o pensar en aquellas realidades en las que él no estaba más. Si la verdad es que, me sentía sola, pero en realidad no es que estuviese así; lo perdí todo, pero olvidaba lo que aún había permanecido conmigo. Debía comenzar a comprender que la magnitud que lleva una promesa no la convierte en inquebrantable, sino que mientras más infinitas, más fáciles se vuelven de romper, más dolorosa es la caída.

Aquello que tanto nos juramos, más de una vez; estar juntos, juntos para siempre, como si pensarnos de otra manera sería como vivir incompletos y no más, suspirando, y existiendo sólo con la mitad de un corazón. Pero estábamos equivocados. No lo había querido entender.

¡Cómo me hubiese gustado haber tenido los ojos abiertos desde antes! Tal vez ahora la realidad no me hubiese parecido tan dolorosa como es ahora. No sentiría ese olvido que le di a quienes aún permanecen conmigo latir en cada vena, no sentiría esas noches en que los aparté mientras yo me largaba a llorar doliendo, y arañando en cada nervio y latido desesperado y destruido. Tanto que he intentado sobrevivir con media alma, medio corazón, y sin comprender lo arriesgado e imposible de ese intento, fui a olvidar que mis amigos... que Ross aún estaba aquí.

El reloj marcaba apenas las diez y treinta de la noche, mientras la cafetera había repiqueteado desde nuestra cocina y Ross nos había servido un par de tazas de café que, como una se fue directo a sus labios, la otra la deslizaba lento y titubeante sobre el comedor hasta hacérmela llegar, hasta sacarme de mis pensamientos al tiempo en que una de sus manos se apoyaba ya sobre la mía. No nos habíamos dicho una sóla palabra en tanto.

Le miré.

            —¿Sabes que esto va a pasar, verdad?

Me atreví a darle un mínimo intento de sonrisa. Sin hablar siquiera, sabía que mi desgane ya estaba presente de por sí, y no había mucho qué intentar para solucionarlo. No me importó.

            —Ya, claro...
—No, es verdad...—la forma en que su mano reganaba fuerzas tomando la mía me hizo virar. Me percataba de cómo sus ojos ya se habían dulcificado y se habían abrillantado sin darme el lujo de poderlo creer—. Que esto algún día tendrá que dejar de importarte como ahora, que todo va a cambiar, se va a solucionar cuando alguien más llegue. Si él ha seguido con su vida, ¿Por qué tú no?

Negué, sentía que me estaba aguantando el dolor de una daga atravesando mi pecho y nadie se ocupa por hacerla salir. ¿Y si era cierto? ¿Y si él ha seguido con su vida sólo así? ¿Si esto... ya habría terminado para él?

            —...Es que... ya no creo que sea así, Ross.

Me estremecí, mi mirada se desplomaba hacia el vapor desprendiéndose lentamente de mi pequeña taza de café. Comprendí que ya me encontraba débil, que quizá no podría hacer nada más, que mi sonrisa no podría mentirle lo suficiente, no lo creería.

—...Porque me sería impensable acostumbrarme a alguien de nuevo—musité—. Sé que al final siempre se irán de mi vida, como todos los demás...

No aguardó a que el silencio nos tomara de nuevo y rozó sin más mi mentón. Había sido un momento en el que sin duda me hubiese apartado por lo vulnerable que me sentí, lo apenada, lo miserable que podía ser a su lado, pero no cuando él buscaba una salida más, no si él intentaba ayudarme.

Ey...—susurró, ni una alternativa más se me presentó que juntar mi mirada a la suya otra vez—. Yo sigo aquí, ¿No me ves?

Tuve ahí, con mi rostro petrificado, con su mano dulce sosteniéndome fuerte, la pronta sensación de que se acercaba, de que sus ojos dejaron de mirar los míos en el segundo en que descendieron un poco más.

Sus cejas, la forma en que se fruncían, la forma en que sus ojos temblaron para mirar los míos uno a la vez, su nariz recta, sus pequeños labios ásperos y entreabiertos. Lo estaba mirando, nos estábamos mirando y no pensé en nada más. Ni una cosa diferente que no se tratase de nosotros parecía tener cabida.

Era como al principio.

            —Te veo... —le susurré, con un débil hilo de voz.

¿Por qué no era capaz de alzar la voz ahora? ¿Por qué me parecía esta cercanía como un movimiento implacable e insoportable que, sin embargo, no era capaz de evitar?

Le observé, tragando saliva, revitalizando sus labios luego del paso de su lengua ante la sensación de que estábamos ya tan cerca, tan peligrosamente próximos que sabía nuestras narices pronto se tocarían.

            —Voy... a estarlo siempre...

Advertí, tan pronto como mi boca se secaba, que mis labios ya se entreabrían también, mi mano ascendía sin siquiera haberlo pensado hacia la piel de su mejilla. Me agradó recordar aquella sensación áspera, esa barba incipiente, esa superficie cálida. Ese deseo fortuito que no, no ansiaba dejarlo salir. Y sin embargo el calor que irradiaba su piel pronto me golpeó, su aliento chocó contra mis sentidos, mi vista se nubló, mis pestañas se encontraron con las suyas y luego miré todo negro de nuevo.

Mis ojos se habían cerrado, en el instante en que mi boca le rozó.

Me besó y sin mover sus labios pude sentir esa misma pesadilla hallándome al encontrarle, con ese roce, sin haberlo pensado me trajo un algo oscuro, una sombra, desdicha martilleando en mi supuesta felicidad. No sentía alivio, no sentía la victoria, sino rencor, el regocijo de un dolor ajeno.

 Su piel me tentó, nuestras grietas encajaron justas y sólo logré tambalearme al ritmo de su respiración y de mis latidos partidos. No me reconocí, no lo comprendí, no me imaginé desapareciendo entre otros caminos, absorbiéndome en otro par de labios así.

Besar a Ross, tocarle, me hizo entender que no era capaz de sentir algo ya, pues mis vanos intentos de amar a alguien, por fin habían logrado aniquilarme. Era un beso sin amor, uno vacío, tan lacero y deseoso como la nicotina que puse en mi cuerpo hoy; no lo necesité en realidad, no deseaba tenerlo, pero un impulso salvaje, un deseo descontrolado, me había exigido obtenerlo. Quizá al final, sólo me volvería una adicta sin remedio, que busca bienestar donde no lo hay. Y me pregunté entonces, si será más fácil dejar los cigarrillos, a abandonar mi necesidad de encontrar sus besos en otros labios.

Sentí sus labios desprenderse, su rostro inclinarse, su intención de volver a tomarme y como me fue posible, me aparté sin intentar nada más... estaba perdida. Enclaustrada en el hecho de que de nada me servía besar otros labios, si seguía llevando el sabor de aquellos que me encantaba besar.

Tuve que ponerme de pie y le dejé ahí, sentado y con la mirada perdida, pues sabía que tanto él como yo, necesitaríamos de un suspiro más.

            —¿S-sabes algo...?

Llevé ambas manos a mi pecho para percibir el turbio ritmo en que mi respiración se desprendía, me faltaba el aire, me faltaron las agallas para volverlo a mirar.

Resopló entonces, fue lo único que pude advertir ahí.

—No... y no creo que quiera saber qué es—su voz por fin me hizo voltear, estaba cabizbajo. Sus ojos se cerraban con fuerza y negaba como si estuviese molesto.
            —No puedo hacer esto...

Lo aprecié, mordiendo sus propios labios y asintiendo con desgane a la par mientras mis ojos se clavaban en torno a mis manos anudadas junto a mi abdomen. Una punzada de debilidad infernal me había invadido y no tenía idea de cómo reaccionaría luego de lo que tenía para decir.

—La única razón por la que estaría haciendo esto... sería por despecho hacia él, y no es lo correcto—me atreví a alzar mi mirar, a percatarme de que en ningún momento él había parado de mirarme tampoco—. No es justo para ti...

Entonces entendí, que mientras me ocupaba de tomar asiento de nuevo que ni con sus labios estando entreabiertos tenía por añadir algo más. Me acerqué, supe que debía terminarlo.

            —Siento tanto... todo esto—susurré.
            —...Yo no.

Le miré, terriblemente ofuscada. Sólo sonrió.

—...Porque yo siempre estaré ahí para ti, intentando reparar tu corazón roto... así haga falta quebrar el mío para lograrlo.
            —Ross...—susurré, obsequiándole una de mis más sinceras miradas.

Amaba el cómo le tomaba no más de dos segundos para reponer su lugar, para recobrar nuestra pequeña atmósfera liviana y hacer que las sonrisas recobraran su sitio de nuevo. Él hacía, sin duda, todo más llevadero, jamás dejó de ser así. Y busqué su mano, quise tocarla aún descansando en la mesa pero no lo logré concretar.

El sonido incipiente de alguien llamando a la puerta nos había desconcentrado a ambos, nos hizo virar, y a él, en menos de un segundo, pararse y acercarse a tomar del picaporte y atender. Miré el reloj; eran casi las once. Seguro sería Monica, ella y los chicos con ella detrás.

Cada vez me parecía más lejana la hora en la que podría irme a dormir, terminar ya con este día.

Ross abrió.

            —Buenas noches—Ross murmura casi a la par.

Me daba la espalda y no conocí su expresión, me obstruía el mirar y no podía mirar quién había sido al final, pero su tono, la forma en la que se interpuso firme en el umbral de la puerta me habían arrancado todas las ideas que se dibujaron en mi mente antes. Mi pulso se había acelerado, y me aproximé un poco más.

Y mis manos cubrieron mis labios, mi aliento se esfumó, y traté de rogar por que aquello sólo fuese una pesadilla. No... no podía ser... no podía ser real. Esos ojos claros, ese monstruo no podía estar aquí, justo frente a mí.

Tom Sneddon.

—Buenas noches... mi nombre es Tom Sneddon. Estoy buscando a Rachel Green. Necesito realizarle algunas...—al ubicarme más allá, sonrió con malicia, sin una pizca de temor—. Vaya, excelente.

Ross viró, me encontró y pude notar su rostro consternado. No podía soportar el hecho de que aquél hombre estuviese aquí, de que incluso se encontrara tan cerca de una de las personas que más me importaban. Esa presencia, esa imagen me helaron la piel, me daban una asombrosa repugnancia que jamás comprendería.

—¿Le conoces, Rachel?—Ross quiso saber, dándole a ese sujeto la espalda, cerrando un poco la puerta ante él para que se me facilitara el ponerle atención.

Pero no lograba hacer nada, no lograba hablar. No pensaba en hacer nada salvo negar, intentar tragar saliva para que las respuestas, más no sollozos, salieran a flote.

            —E-es... el fiscal—titubeé—, encargado de las acusaciones de Michael.
—Y por supuesto que me conoce—aún y con la puerta obstruyendo, Sneddon se había abierto el paso suficiente para poder entrar. Ross tan sólo terminó fulminándole con la mirada, frunciendo el ceño como si no lo pudiese creer, como si aquél fuese un maldito chiste que no comprendía—. Sólo que aquella primera vez que la vi, curiosamente su nombre había sido Karen Faye.

Ross nos vislumbra a ambos entonces, confundido, pasando esa oscura mirada desde los ojos claros de Sneddon hacia mí.

Los latidos de mi pecho son cada vez mas rápido, es cada vez más letal esa extraña sensación de temor, mi pecho se mueve y martillea más rápido de lo que puedo darme cuenta.

Aquello... lo había olvidado. Lo había bloqueado, junto con toda esa sarta de recuerdos abismales que tanto odié y, si quería ocuparme de ello iba a tener que hacerlo yo sola, pues un problema más para él, otro sufrir que yo ponga es sus hombros, sería impensable, imposible.

—Ross… por favor—susurré, perdiéndome en no más que su mirar, mientras intentaba omitir a la otra figura que se postraba a su lado—. Espera un poco afuera.
            —Pero, Rach, ¿Segura de...?
            —...S-sí—le corté—. Por favor.
—Y si eres inteligente, muchacho...—Sneddon interfirió hacia él, justo deteniendo sus pasos entrecortados, su mirada perdida, desilusionada—. Créeme que no intentarás entrar, o algo malo podría ocurrirle a ella, a ambos.

Ross negó, insoportablemente abatido, vencido con todo lo demás, intentando ya rodear al hombre para poder acercarse a la puerta y poder salir por fin. Saberme ahí, sola, en presencia de ese repulsivo hombre alzando su mentón de manera satisfactoria y mirándome con indiferencia de arriba a abajo, era más de lo que pude pensar.

Y estaba gritando, estaba llorando y maldiciendo en mi interior, pero nadie me podía escuchar.

Me abracé a mí misma, me sentía indefensa hasta lo indecible.

—Es un lindo apartamento—anuncia con sus ojos pasmados en cada sitio, aquél tono críptico y burlón me hizo asquearme más—. Incluso creo que...
...Al punto—zanjé, ocasionando que, al callar, me fulminara con ese par de hielos horribles que tenía como ojos—. Me repugna el simple hecho de estar aquí, encerrada con usted. No quiero que esté mucho tiempo en mi casa.
—Señorita Green, no debería de ser grosera con un Fiscal de Distrito...—se acercó, apretando los dientes—. Y mucho menos, si él tiene el poder de arrestarla por falsificación de identidad.

Callé, ante tremenda cercanía.

Lo odiaba, mierda. Lo odiaba y aborrecía como jamás llegué a creer que sentiría eso por alguien. Tan repulsivamente vestido en su traje impoluto, tan orgulloso y malvado, tan mísero y corrupto. Una miseria más, dentro de todo ese abismo que tanto nos había lastimado antes.

—¿Comenzamos?—sonrió ante mi mutismo.

Y mientras que una de sus manos sostenía un portafolios lustroso, con la otra, me mostraba la dirección para tomar asiento con él en nuestro comedor. Negué, como pude, ni un millón de años tomaría asiento con esa escoria, no estaría segura si al tenerle cerca, sólo maldiciones, llanto, y sufrimiento se deslizaban por mi mente.

Encogiéndose de hombros, él se dignó en tomar una de las sillas de ahí. Se removió, y postró el maletín encima de la mesa. No tenía ni un momento grabado en mi mente en el que había tenido la oportunidad de analizar bien su mirar pero, sin duda, sus ojos son de aquellos que eran penetrantes, que a cualquiera congelan, que sin duda, a mí me destruirían sin más.

Entrelazó sus dedos, me miró.

—Ha sido una tremenda rapidez... esa con la que Jackson ha sido reivindicado de todos los cargos, ¿No lo cree así?; o tal vez debería decir, una forma muy inteligente de habernos cubierto los malditos ojos a todos.
—No... jamás se trató de eso—negué, ansiosa. Mi pulso se elevó, mi voz temblaba.

Quería gritar pero sabía no debía, quería maldecir pero sabía no sería lo mejor. ¿Acaso importaba algo que yo dijera o intentara argumentar? ¿Haría algún cambio? Total, ya todo se había hecho. Total todo pasó, todo era diferente ahora.

No... no debo llorar, no debo alterarme. No.

            —¿Ah, no?
—Por supuesto que no—sentencié, buscando y tratando como podía el ubicar sus ojos—. Michael es inocente, siempre lo ha sido. Estoy completamente segura de ello. Ése hombre, Evan Chandler tan sólo iba detrás de su dinero. Es por eso que la suma puso fin a todo lo demás.
—No digo que usted debería sentirse insegura al respecto—se encogió de hombros indolente, burlándose y abriendo de a movimientos lentos aquél pulcro maletín—. Claro, hasta podría constarle... Si es que usted estuvo al lado del señor Jackson durante todo el proceso.

Mi corazón dejó de palpitar, el miedo me atenazó, una descarga espeluznante recorrió mi cuerpo de pies a cabeza. Él no lo sabría, ¿No? No le podía constar. No tendría cómo estar seguro de mi presencia ahí, aquella vez... No podía ser cierto. No, Sneddon no tenía por qué saberlo.

—Éramos amigos...—abrí los labios, y sólo podía titubear. Luchaba por sonar segura, por zafarme de aquella cuestión de una vez—. Resultó que estuve de visita con él por aquellos días.
—¿Está segura?—enarcó una ceja al preguntar. Serio pero sonriente, lascivo, repugnante.

Pasé saliva, intenté encararlo sin estar segura de poder.

            —S-sí...

En ese momento abrió el portafolio y sacó de él un tomo de folios bien acomodados y sosteniéndolos firmes entre sus manos. Se movía de manera impecable y nada titubeante, acomodándose el nudo de la corbata al comenzar a ojear cada hoja de papel.

No sabía si mi respuesta había funcionado, si él lo había comprendido y dejaría ya todo ir. No sabía si seguíamos en lo mismo, si diría algo más, si intentaría algo. No comprendía nada.

—Porque si busca usted una lógica—se detuvo finalmente a la mitad de las hojas que observó, miraba ahora un documento que, sin más, le había hecho brillar sus ojos—, una visita de ‘unos días’ no es lo mismo que aquellos tres meses en que la empresa en la que trabaja la había transferido hacia allá. Eso, sin contar todas las compras hechas con tarjeta de crédito dentro del estado de California.

Una punzada de hielo me ataja el interior, me deja sin habla. Sentía esa sensación de vértigo asesino invadiendo mi cuerpo. Del miedo, del temor, de mi cuerpo que no puede dejar de temblar ni por un segundo.

—Como he dicho...—vacilé, que más bien mi voz se pudo combinar con un gemido. Ya no sabía qué más hacer, qué más intentar—. S-sólo se ha tratado de una...
—...Veinte de noviembre del año 1993—me cortó, leía de ese documento con una voz inherente, con un tono implacable que apenas me dejó percatarme de las palabras que dijo—; Rachel Karen Green ingresa al país luego de aterrizar en el aeropuerto LAX de Los Angeles, acompañada de ni más ni menos que Michael Jackson.

Millones de demonios hirientes, recuerdos, imágenes sangrantes avanzaban dentro de mi mente a la vez, arrasando con todo a su paso. Montañas de hielo desmoronándose y yo... yo impotente, sintiendo que lo que por tanto tiempo había temido, sucedería y no quería nada más.

Mis músculos se tensan, las lágrimas, una de ellas no tarda en salir, sus palabras no pueden ser más claras y no puedo estar peor.

¡No, no podía estar pasando eso, no!

            —¿Qué…? No, yo...
—...Nueve de Enero de 1994, Rachel Karen Green es transferida dentro de la compañía Ralph Lauren del Estado de Nueva York al Estado de California. Con nuevo domicilio en Los Olivos, 5200 Figueroa Mountain Road, o como le dicen, Neverland...

Me aproximé absorta, vaga, mientras él rebuscaba algo más.

No podía creer que lo pronunciado doliera tanto, y de pronto todo en mi pequeño, frágil y patético mundo se empieza a derrumbar, todo el peso cae sobre mis hombros mientras él sonreía con un desdén repugnante. La ansiedad se hace presente, más fuerte que nunca, el agua salada llega hacia mis labios sin más, las manos no me dejan de temblar, la lengua no deja de ser mordida, aquellos miedos ya no susurran, siquiera hablan ahora están gritando. Gritan con este hombre frente a mí.

—...Entre sus últimas compras—repone—. Se encuentran el cobro de una cita en un spa del Centro de Los Angeles a nombre de Michael Jackson, una prueba de embarazo, y artículos personales y de maternidad que curiosamente...
            —¡No, basta!

Grité sin dejar de mirar, sintiendo esa extraña y horrible sensación, como si quisiera desgarrarme el corazón, meter mis uñas y rascarme, como si necesitara meter mi mano a través de mi pecho y sacar eso que tenía atorado.

Quería que parara, que se detuviera, que se largara, maldición. Que pare... ya.

—Me has obligado, Rachel—espetó, con ese tono bravío y contenido que tenía, ese que en realidad reflejaba lo que es, la escoria de la que se trataba—. Quisiste mentirme en el rostro de nuevo.
—¿Cómo es que sabe... todo eso?—sollocé, me dolía el hablar, el nudo sólo me impedía lo que ya sabía no podría lograr, las lágrimas me nublaban la vista, me era insoportable saberle cerca siquiera—. ¿¡Cómo obtuvo toda esa información!?

Pero una risa brotó, antes que una respuesta, un resople, un odioso y lacerante bufido que me sacó de mi órbita también, me hacía bullir la sangre.

—Porque soy el fiscal en turno del condado de Santa Barbara, mierda—con lentitud se pone de pie, y rodea la mesa hasta encontrarse a sólo unos centímetros del sitio en el que me encontraba. Los suficientes para asquearme hasta lo indecible, para hacerme sollozar—. ¿Tienes la mínima idea de los datos e información a los que tengo acceso? ¿Te lo puedes siquiera imaginar?

El tipo, sin perder más tiempo se aproximaba más, se burlaba de mis llantos, de mis lágrimas. Invadía mi lugar con su piógena presencia mientras mi estómago se removía ante la sensación de que vomitaría. Lloré, sollocé con gemidos entrecortados, la garganta me ardió, me dolió respirar su esencia.

Un par de palabras más que iba a musitar, pero parecieron aguardar un segundo en el que, ambos, advertíamos un par de voces furiosas conteniéndose detrás de la puerta principal. Pero nacieron y se volvieron a borrar, todo parecía una pesadilla, un maldito abismo del que quería escapar.

—No eran amigos...—sentenció, con su voz en pos de un hilo, pero tan claro como para mantener presa mi atención—. Has sido su pareja, ¿No? Escondida... mientras todo el proceso legal era llevado a cabo. Te escondiste detrás de su sombra y luego cuando te embarazaste de él...
—¡Eso no es cierto, maldita sea!—grité, gemí tan fuerte que pensé que el aire me abandonaría. El miedo, la ansiedad, la piel erizada, las náuseas desesperantes, mis manos abrazando mi cuerpo, la impotencia—. ¿¡Es que mira a algún bebé aquí!? ¿¡Ha visto que él tenga uno!?
            —Algo que no había sido deseado, seguro...

Mis manos, mis palmas ardían, mi sangre bullía, el nudo se remplazaba aún con lágrimas por esa bilis ácida perforando mi ser. Con una mierda, ¡Lo detestaba, lo aborrecía! Lo repugnaba y sabía que pronto acabaría, que me haría acopio de una fuerza sobrenatural si sus malditas palabras no se detenían.

Pero no sucedió. Se acercó, gritó y se burló. Su aliento supurante chocaba ya contra mí.

—Tal vez... igual que a aquél chico, a ti también te pagó para que abortaras y te libraras del problema. ¡Seguro no era más que el turno de que fueras su ramera...!
            —¡Cállate...!

Mi voz se rasgó y una bofetada lo acalló. Mi mano ardió y comprendí en medio de las penumbras lo que había cometido. Se pasmó, llevó una mano a su mentón y me miraba desorbitando rabia de su rostro, entonces se quejó, y al descender su mano lo pude ver. Había silencio, había irritación en su piel. Hubo miedo, terror, desmoronamiento.

            —Eres... una estúpida...

Apenas le oí, pues soltaba el aire y el aliento de forma estrepitosa, hiperventilada. Las lágrimas pararon pero sabía que nuevas no tardarían en salir. Temblaba y sentí que el miedo me asesinaba, el pánico, la realidad.

—Te juro... te aseguro que haré que su maldito soborno no le saque de esto... Que Michael Jackson un día va a caer. Y tarde o temprano, tú junto con él... de eso que no te quepa...

La puerta, entonces se abrió. Cedió de cabo a cabo y no pude percatarme de más que del augurio de antes muriendo con todo ello. De mi perspectiva asesinándome, la visión que sopesé, humedeciendo fuertemente mis mejillas de nuevo, lacerándolas.

Esos ojos, aquellos ojos, débiles, acabados, afligidos, heridos, observando a Sneddon con el odio esculpido en cada facción. Viré y adolorida, con el alma consumida, con el corazón hecho añicos, supe que ya estaba soñando, que el sentido de todo se perdía y por más que intentaba, no podría encontrar alguna razón.

            —...Sneddon, tus malditos problemas los tratas conmigo... No con ella.

Michael...

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