Haría lo que fuera.
Si te sientes sola,
seré tu hombro.
O con una caricia
haría que me conocieras tan bien.
Alguien, una vez dijo
que es el alma lo que cuenta.
Pero, ¿Cómo decirlo,
cuando dos corazones juntos funcionan tan bien?
Quizá las paredes se
derrumben.
Quizá el sol se
niegue a brillar.
Pero, cuando te digo:
"Te amo", amor, tienes que saber que es para siempre.
Para siempre.
~
Le
observé como si nos encontráramos solos, como si no existiera nada a nuestro
alrededor, como si mis amigos, sus voces, sus suspires se hubiesen evaporado.
Con la mente en blanco y a la vez, recapitulando enardecida todo lo que él y
yo, juntos, habíamos vivido.
—¿Q-qué...?—Joey
le preguntó conmocionado, como si se ahogara, como si hablar le costase más de
lo humanamente posible.
—Michael...
¿Estás... seguro?—Monica le encaró con los ojos enrojecidos, con el tono
entrecortado.
—Más de lo que nunca he estado en mi
vida—Michael sentenció.
Me miró
entonces, y la vida regresaba a mi cuerpo, la calidez, el amor. Aunque el
sentido aún no estaba recuperado. El dolor físico de mi cuerpo era lo único que
me hacía creer que aquello no era una alucinación. No podía serlo.
—Es
cierto, Rachel. Te amo—murmuró bajito, negando, dejándose vencer. Y le miré
desinhibida, absorta en su rostro, perdiéndome en cada una de sus facciones
cansadas, perfectamente esculpidas.
Michael...
mi Michael se miraba hermoso, lozano. Sus mejillas levemente coloreadas, su cabello
oscuro, hondeado delicadamente, esos labios secos y entreabiertos que siempre
añoraba, mostrando su perfecta dentadura, sus lagunas marrón profundas clavadas
en las mías, curioseando como siempre dentro de mí, más de lo que debía.
—Amo tu
sonrisa—añadió—, amo la forma en la que dices mi nombre, amo cada vez que te
miro a los ojos, con todo y ese brillo especial. Amo tus abrazos, me encanta la
forma en la que me hacen sentir, protegido y seguro. Amo ese momento en que te
veo porque es la mejor parte del día. Amo nuestras largas conversaciones por la
noche, y me encanta que te quedas despierta cuando estoy triste para hacerme
sentir mejor. Me encanta jugar con tu cabello, me encanta sentirme afortunado
porque sé que realmente te importo. Me encanta ser tu amigo pero lo odio
también, quiero ser más que eso, y no como antes incluso, aún más. Quiero que
estemos juntos... toda la vida.
Sentí
entonces las lágrimas escocer. No lo podía creer, tenía que ser el cansancio,
tenía que estar soñando. No podía ser real.
—...Porque
has sido tú. Has sido tú por los últimos catorce años de mi vida. Desde el
momento en que te conocí. Eres tú a las dos de la mañana o a las cuatro de la
tarde. Eres tú cuando estoy durmiendo o trabajando, comiendo, riendo,
respirando, viviendo. Eres todo cuanto miro, lo eres todo, eres mi todo.
—M-michael...—sollocé
petrificada. Ahogada en un inmenso dolor que se incrustó al centro de mi
cuerpo, de mi cabeza, de mi pecho, de todo mi sentir.
—...Cuatro
años me perdí de ti por mis estupideces, pequeña...—susurró, y su voz comenzó
ya a quererse destruir—. Cuatro años en los que me largué al abismo, y que aún
así, me intenté convencer de que estaría bien sin ti. De verdad lo quise
creer... Pero me equivocaba. Estuve bastante jodido sin ti. Ya no creo poder
soportarlo de nuevo...
Calló y
no tomó aire para continuar. Me helé, mi corazón se aceleró y me respiración
pesó al tiempo en que Joey, consternado, a su lado me devolvía a mí su mirada,
cargada de dudas, de pensamientos inciertos.
—Lo haremos, Rachel, si tú quieres...—él musitó—.
Podemos hacerlo aquí, ahora.
Y
lagrimosa, alucinada, le sostuve la mirada ahí, olvidaba cómo respirar ante
ello. Ya sin evitarlo, evoqué con mi alma debilitada, lacerada, aquél momento
en el que dibujé un final a lo nuestro aquella primera vez. Recordé en medio de
un sollozo aquellas lágrimas resbalando sobre sus mejillas pálidas cuando le
prometí antes de marcharme que jamás le dejaría ir, en aquellos años en que
todas esas sombras cargadas de odio, de mentiras, de repulsión casi asesinaban
su luz.
Le
recordaba diciéndome: “No me dejes aquí
sólo...” Pero eso se enterró, se esfumó y no escuché. Y sólo así me
desaparecí. Aquella noche todo terminó, sin saber que estaba equivocada.
Lo
estaba. Mi vida no volvió a ser igual.
—Oh, Dios
mío...—Phoebe respingó a un lado de ambos, con la mirada perdida, sus manos
dirigiéndose a sus labios entreabiertos, asombrados.
Ella ubicaba
sus ojos en la puerta de la habitación, en la persona que arribaba. Todos
miraron y se petrificaron como igual. La mirada de Michael, de mi mundo, se
desvarió. Todo me colapsó dentro.
Mi padre.
Ahí.
—¿Papá...?—emití,
logrando así que cualquier atisbo de mis carentes fuerzas se derribaran.
Con el
labio temblando, con el alma helada, sentí entonces un cosquilleo que viajó
desde mis pies, y ascendía lentamente por mis piernas cobijadas, por el dolor
de mi columna, y hasta llegar a mi cuello para estallar en millones de sensaciones
atestadas de alivio, aunque sí tenía que admitir, de un lívido miedo también.
No reconocía ese rostro en mi padre, no lo recordaba, jamás lo había mirado
así.
—Mi niña.
Perdóname...—pidió cabizbajo, desesperado. Acercándose y abriéndose paso entre
todos, entre Michael, para dejarse caer sollozando sobre mi camilla. Dejaba a
todos perplejos, paralizados.
Lloré,
escondida en una angustia letal. Deshecha, dolida. ¿Cómo es que había
aparecido...? ¿Por qué...?
—Había creído que... tú... no
querías...
—He sido
un imbécil contigo...—con cuidado, tristeza, me cortó. Sus ojos irritados, sus
labios temblaban, se limpiaba el rostro una y otra vez con clara ansiedad, con
evidente dolor.
—...N-no,
papá...
—...Sí. Y sé que también te diste
cuenta de ello.
Y aguardó
ahí, mientras mis dudas se venían abajo junto con el muro de acero que había
construido para apartarlo de mis pensamientos. Mientras las lágrimas no dejaban
de brotar, el dolor de mi garganta se acentuaba. Ardía a cada sollozo más.
—Estaba
atascado en mis pensamientos equívocos, Rachel. Creí que... por intentar
alejarte de todo esto te iba a proteger, pensaba que te estaba manteniendo a
salvo.
Suspiró,
sorbía lágrimas para poder hablar, volvía a quebrarme.
—...Aquellas
noches, en que ibas a mi casa llorando, todo cuanto me decías que ocurrió luego
de que se había terminado esa relación, todo lo que sufriste, Rachel, todo
cuanto atravesaste me dolió, me partió y, con cada día que pasaba y que no
mejorabas, tan sólo me gritaba a mí mismo el pésimo padre que había sido hasta
ese instante. Me convencía de que algo faltó ahí para hacerte más fuerte, de
que algo no era como lo planeé. Mi mente se blindó, no quise ver más allá de la
tragedia, y por eso creí que tenía que alejarte de todo eso. Tiempo después
supe que, ustedes dos volvieron a ser amigos y cuando te descubriste y miré tu
embarazo creí que... todo iba a repetirse. Todo de nuevo...
Calló, y
permeado en llanto, en desesperación, se giró a sus espaldas entonces, ubicando
al hombre por el que mi corazón palpitaba, detrás de él.
—Pero
tenía que haber alguien más, que me dijera que me estaba equivocando de nuevo,
¿No es cierto?—susurró.
—No has
hecho nada malo... por querer protegerme así—y con debilidad, atestada de
lágrimas, de aflicción, hice que girara hacia mí de nuevo.
Poco a
poco iba recobrando la fuerza, ya no me sentía tan agotada, tan adolorida, y el
dolor de aquella anestesia local se iba disipando a lo largo de mi cuerpo. Lo
supe porque podía mover mis piernas un poco más, porque podía moverme sobre la
camilla para poder observar a mi padre mejor. Podía sentir entonces, con más
precisión, cómo es que cada lágrima dejaba su camino húmedo sobre mi cara.
—Porque...
siempre te necesité—susurré. Y una media sonrisa, aunque aún dolorosa, quiso
aparecer en su rostro.
—¿M-me... perdonas, Rachel?
Y
sollocé, con la mirada nublada por las lágrimas al reconocerle débil, ahí,
dentro. Era mi padre, por Dios. Ese que adoré, ese hombre con el que crecí, ese
que regaló a mi infancia momentos impregnados de paz, de amor, aceptación, que me
forjaba cada día a ser quien soy en este instante, que me amoldó a como soy el
día de hoy, ese que me daba coraje de buscar sin cansarme, de investigar más,
anhelar por más, a ser todo lo que, luego de una noche, había destruido sin
más.
A lo largo de los años le conocí tan bien, me
perdí tanto en él que no me fijaba en realidad en cómo aquella personalidad
paternal se iba escondiendo tras ese monstruo estricto que se adueñaba
lentamente de nuestras vidas, que con cada cosa que yo hacía y a él le
disgustaba me alejaba de su corazón, de su alma, que le negaba emerger, y que
le escondió debajo de todas esas capas de desprecio al instante en que yo,
estaba segura, había encontrado al amor. Michael se había topado en mi vida.
Lo que me dijo antes me lastimó, como jamás
había creído lo haría, pero le amaba. Las memorias que tenía antes de que todo
comenzara fueron el salvavidas que usaba para soportarlo, para saber que de
alguna manera, ese hombre, ese que de pronto había aparecido así, frente a mí,
arrepentido, dolido, al que veía ahora como todos esos viejos años, era mi
padre, y lo amaba. Por supuesto, claro que lo perdonaba.
—Q-quiero
a mi bebé...—musité, limpiando una lágrima traicionera con las yemas de mis
dedos. Sin importarme quién me fuera a escuchar—. Quiero que lo traigan ahora.
Monica se
removió, haciéndose paso entre los presentes, sin decir nada más, salió. Y le
agradecí vencida, impregnada de sensaciones de un tibio desespero para mis
adentros. Menos de un minuto después, volvió. Y su rostro ya era otro
diferente, ya brillaba, ya sonreía, pues llevaba en sus brazos, a ese destello
nuevo que, entretanto, de todas las maneras posibles, me había venido a salvar.
Se acercó
hacia mí con cautela y entonces tomé a mi hijo entre mis brazos, suspirando,
debilitada. Su olor a gloria, a dulzura me invadió de inmediato y mis pulmones
agradecidos lo aspiraron todo con profundidad. Era como si, de pronto, pudiese
respirar libremente de nuevo.
—Hija...—y cuando mi padre lo miró ahí, cuando
se acercó a él, sollozó. Negó cerrando los ojos un momento para que las
lágrimas descendieran su cauce—. Es... precioso.
—Es tu nieto, papá...—murmuré con un hilo de
voz, bajando la mirada hasta mi ángel. Y mi padre, hipeando, observó a ese
pequeñísimo ser.
Con los ojos acuosos me perdí de vista en mi
padre, al tiempo en que una lágrima me salía ahí, solitaria resbalando. Él, mi
padre, siempre había sido fuerte, de convicciones férreas y todo aquello que
sentía, lo dejaba salir. Sin embargo ahora estaba aquí, frente a mí, contemplando
a su nieto suspirando, gimoteando, debatiéndose entre abrir sus inmensos ojos
marrones de nuevo, impregnándonos de vida, de felicidad, de esa nueva y pequeña
esencia, haciendo de lado esa fiereza, y esa garra que le lograba caracterizar.
Ese simple ser le cambiaba, y no podía sentirme
más maravillada que eso.
—Quiero que crezca...
junto a su abuelo—y tomé una de sus manos, para colocarla ahí, para que
alcanzara a tocar la piel frágil de ese pequeño.
—Así va a ser, mi
vida... Te prometo que así será—rió entonces, derrochando ternura. Su vista
estaba perdida aún ahí con lágrimas resbalándole por las mejillas y con un
gesto que ahora distaba mucho de asemejar tristeza, al contrario, le
contemplaba con orgullo, como si su nieto fuera la razón que esperaba para
poder despertar—. Se parece... demasiado a él, ¿No es cierto?
—Era justo eso lo que quería—sonreí.
Un leve
sollozo más salió de mi garganta al poder hablar, al poder sentir de nueva vez tan
absolutamente excepcional cómo el rostro del hombre que amaba se había plasmado
en el de mi hijo, de mi Blanket. Cómo este ser que había crecido dentro de mí
por meses ahora nos estaba obsequiando el mejor momento de nuestras vidas, cómo
era más de lo que llegaba a imaginar para mí.
—Es con Michael con quien deberías
estar—de pronto, papá susurró.
—¿Qué...?—y retrocedí
sobre el colchón, olvidándome del dolor por un segundo. Estaba temerosa,
anclada a las sábanas, no daba crédito que lo que dijo fuese real, no podía
creerlo.
—Te ha salvado
tantas veces antes, ¿No es cierto?—sólo así, importándole menos mi asombro,
continuó—. Te ha amado, te ha protegido, te ha dado todo de él, su tiempo, su
vida, su existencia. Incluso... de mejor manera que yo, y ahora... hasta este
angelito que tienes en brazos.
Entonces
viró, miraba a Michael ahora.
—Él... me
ha dado hasta las fuerzas que me faltaban para venir aquí—admitió elevando su
mirada, temblando un poco. Lo miraba, estaba segura, y ya no con odio, con
aberración, sino con dulzura, con franca aprobación—. Para comprender que no,
no imaginaba mi vida si no estaba mi hija conmigo.
De a
poco, se levantó, aproximándose hacia él. Michael, que permanecía a unos metros
de lejanía, brillando como un destello cegador, con la mirada brillosa, se
aproximó de inmediato cuando mi padre lo hizo. Les estudié a ambos, agradecida,
limpiando una lágrima que sin percatarme, volvía a descender.
—Le quieres... ¿No es cierto?—susurró.
—Le amo...—y le intenté corregir.
A Michael
lo quería, lo adoraba, lo amaba y más si podía serme posible. Mis sonrisas,
seguridad y júbilo estaban donde ese hombre de ojos marrones se encontraba. Él
me hacía sentir deseada, valiosa, apreciada, siempre me había contemplado con
admiración cuando nos dejábamos llevar por aquello que adorábamos, y cada vez
que me tocaba, que me acariciaba, lo hacía como si de un delicado manto se tratara.
Se convirtió en medio de las noches de soledad, en medio de las miradas, en
medio de mis tormentos, de mi horror, además de mis amigos, en lo único que
valía la pena de mi vida.
Le quería
en mi mundo, por siempre y eternamente, a mi lado, abrillantando mi existir,
disfrutando de lo que sabía, aún ambos sentíamos, de la magnitud que emanábamos
de sólo estar juntos, de lo que llegábamos a provocar cada que nuestras miradas
se conectaban.
Le
amaba... le amaba... Ya no lo podía negar.
—Entonces,
hagámoslo, princesa. Ahora. En este momento...—susurró, y un sollozo atascado
en mi pecho nació, al tiempo en que Michael emergía del resto, y se aproximaba
entonces a recargar su cuerpo en el lugar que mi padre antes tenía ocupado.
Ahí, en la camilla, tan cerca de mí, de nuestro pequeño, obsequiándome esa
sonrisa que añoré tanto tiempo. Simplemente increíble, inigualable.
Intenté
respirar, no perderme. Y de pronto, muy lentamente, rebuscó algo en el bolsillo
del pantalón sin quitarme los ojos de encima. Parpadeé, sintiendo las mejillas
enardecer, las palmas comenzando a humedecerse bajo el cuerpo de nuestro hijo.
Michael,
sin perder contacto visual, notoriamente nervioso, sonrió, y sacó del bolsillo
algo. Con una mano segura lo acercó hasta ponerlo en medio de nosotros. Los
ruidos, las inspiraciones de los chicos dejaron de escucharse, y sólo asombros
infestaron mi mente. No había nada más. Era un... anillo.
—Michael...—murmuré
atónita, con los ojos bien abiertos, irritados, con el corazón acelerado,
queriéndose salir por mi garganta.
Y sorbí
lágrimas que salieron de nuevo sin detenerse. Mis labios temblaron, y no lograba
pronunciar palabra pues un inmenso nudo en mi garganta me lo estaba impidiendo.
Aquella joya era hermosa, preciosa, de oro, con una increíble piedra al centro.
Elegante, clásico, tan él, tan... nosotros.
—Rachel,
es la verdad. Ya no lo soporto. Quiero amarte siempre, quiero reír contigo, y
quedarme dormido contigo acurrucada en mis brazos. Porque tú no eres alguien
que amé hace tiempo. Eres alguien que ha sido mi mejor amiga, la mejor parte de
mi ser, y no puedo imaginarme olvidándome de eso otra vez. Te di lo mejor de
mí, y lo haría un millón de veces de nuevo. Quiero que cuidemos a nuestros
hijos juntos, quiero ser el último en besarte, quiero que sepas que cuando me
llego a imaginar a mí mismo feliz, es contigo. Porque desde aquella noche en
que te fuiste, ya nada fue igual...
Michael
negó atolondrado sin quitarme los ojos de encima. Aquello sin más me destruyo,
había entrado a mi mente con una asombrosa facilidad y eso... eso me doblegaba.
Me sometía hasta la médula. Alcé una mano entonces, con cuidado de no remover a
nuestro ángel, y absorta la llevé hacia la de él, sintiendo cómo mi alma
brincaba. Aferré su mano cálida, suave, tan prometedora y asentí, mientras veía
que sus labios se abrían para añadir algo más...
—...Quiero que volvamos... a
pertenecernos de nuevo.
Negué...
sopesando todo el llanto que sabía, se avecinaría.
—Es
que... Jamás dejé de ser tuya...—y con nuestras manos aún unidas, palpé con
delicadeza su mejilla áspera a través de su pequeña barba incipiente. Sus ojos
oscuros, abrazadores, clavados en los míos intercambiaban ya algo más que
palabras; el alma, la esperanza, la ilusión de pertenecernos por siempre.
—Te
quiero... conmigo para siempre...
Y con mi
dedo pulgar palpé su labio inferior, él se aproximó a mí, y lo hizo, me probó
entonces con deliberado deleite, dejándome disfrutar de su olor a gloria, de su
sabor a amor, de sus labios carnosos y exquisitos que desde tanto sabía,
parecía que habían sido creados sólo para mí. Le aferré con mi boca y, sin
dudarlo, me impregné de su aliento inigualable.
Aluciné,
cerrando mis ojos, aún sintiéndolo ahí. ¿Cómo podía no pensar las cosas de ese
modo? ¿Cómo podía siquiera intentar describir lo que desde el segundo en que
topé miradas con él, me había hecho sentir?
Era
cierto.
Era suya,
y siempre lo había sido. Desde los restos de cabello que solía dejar en la cama
cuando dormíamos juntos hasta la calidez que él dejaba debajo de mis sábanas.
Era suya, desde la punta de mis dedos hasta la frialdad que tomaban mis labios
cuando atravesaba el invierno a un lado de él. Era suya por la manera en que
reía de sus chistes y el cómo se me coloreaban las mejillas cada que me
coqueteaba. Era suya con cada herida, con cada miedo a las profundidades o a
las alturas. Era suya desde el color con el que pintaba mis uñas hasta la marca
de nacimiento que tenía en mi espalda. Era suya desde cada cavidad de mi
corazón hasta los monstruos y demonios ya bien empolvados, olvidados que tenía
dentro del armario.
Era suya,
y hasta este día, este instante. Sabía que lo era. Tenía que ser así.
—Yo te
quiero...—susurré contra sus labios, alejándome de a poco para recobrar el
aliento, la voluntad—. Con tu lado bueno, malo, bonito, raro, aburrido,
cariñoso, hiriente, superficial, filosófico, inteligente, torpe, amable,
gruñón, cursi, indiferente, triste o alegre... Besaría cada una de tus facetas,
Michael, las tomaría de la mano para irme a caminar.
Y el
sonido más celestial de mi mundo, de nuestro mundo, nació. Nuestro bebé se
removió dejando brotar leves risitas y su padre, a la par, lo hacía igual.
Permeaban toda mi conciencia de alegría.
—¿Puedo
ser yo el padrino, entonces?—con desgarbo, con un bufido inmensamente
indolente, Chandler preguntó.
—¿Y yo la
madrina?—Phoebe le secundó ansiosa. Y Joey asintió con ella, orgulloso, con una
increíble sonrisa que ninguno hizo el intento de controlar.
—¡Phoebe!—Monica,
ahí, bramó—. ¿No crees que la esposa del padrino debería ser la madrina?
—El
oficiante podría escoger a los padrinos—Joey espetó.
—¿No
creen que su más cercano amigo debería ser el padrino?—y Ross intervino,
pretendiendo lucir serio hacia los demás. Luego señaló a Monica y Chandler—.
Además de que, chicos, ustedes están bastante ocupados últimamente. Tratando de
crear bebés y todo eso.
—¿Qué?—Phoebe
inspiró. Y ahí fue, que mis risas se esfumaron como las de ella, todo fue
silencio y un vacío ansioso de una respuesta, se abría en pos de mi pecho.
Ubiqué la expresión de Michael y se mostraba igual, aunque más fascinado, no se
le borraba la sonrisa al verlos.
—¿Lo
están... intentando?—susurré, muerta de ansias estudiándolos a ellos—. ¿Lo
están intentando en verdad?
Y Monica
y Chandler sonrieron entonces, con complicidad.
—Intentaremos ser padres—confesó,
sin poder añadir más.
Entonces
les estrujé, con una lágrima resbalando por mi mejilla. Pasé mi mirada por
ellos, por Joey, por Ross, por Phoebe, por mi padre que, incluso nos miraba
divertido a todos, nos estudiaba como si no pudiese creer lo que ocurría ahí.
Terminé entonces y suspiré, ya impregnada de sueños, de promesas inconclusas,
en ese último par de lagunas esperanzadas que aún permanecían ahí, riendo,
sonriendo para mí.
Me juré,
si la felicidad existía, esa era. Con todos ellos, estaba muy segura de ello.
—Entonces...
¿Qué me dices, mi amor?—Michael preguntó bajito, mostrando el reluciente anillo
que llevaba con él. Con esa vocecilla, esa sonrisa que adoraba, que serenaba mi
alma, que tranquilizaba mis pensamientos, que lograba que todo tuviese sentido
otra vez.
Que todo
volviese a su lugar, desde aquella increíble noche de 1988.
Desde
entonces, ya había escondido un amor por miedo a perderlo todo, y había perdido
a ese amor también. Ya me aseguré en las manos de alguien por miedo. Ya he
sentido tanto miedo, hasta el punto de no poder percibir mis manos. Ya expulsé
a personas que amaba de mi vida, y me fui a arrepentir sin remedio por eso. Ya
pasé noches llorando hasta quedarme dormida. Y también ya me había ido a dormir
tan feliz, hasta el punto de no poder hacer que mis ojos se pudiesen cerrar. Ya
creí en amores perfectos, y lo tuve. Amé también a personas que me
decepcionaron, y también decepcioné a personas que me solían amar.
Ya pasé
horas frente al espejo tratando de descubrir quién era yo para merecer que me
hubiesen escrito una perfecta canción que mostraba nuestra historia. Ya tuve
tanta certeza de mí, hasta el punto de querer desaparecer. Ya caí en los
vicios, en el tabaco. Ya mentí, y me arrepentí después. Dije la verdad y
también me arrepentía. Ya fingí no dar importancia a personas que amaba para
protegerlas, y luego para más tarde llorar en silencio en mi habitación. Ya
sonreí llorando lágrimas de tristeza, y lloré también de tanto reír. Ya creí en
personas que no valían la pena, creí en la infidelidad, y dejé de creer en las
que realmente lo valían. Ya tuve ataques de ira, de desespero. Ya rompí platos,
vasos y jarrones, de rabia. Ya extrañé mucho al amor de mi vida. Ya no lo
quería volver a extrañar jamás.
Ya grité
cuando debía callar, y callé cuando debía gritar. Muchas veces antes dejé de
decir lo que pensaba para agradar a unos, y además hablé de lo que no apoyaba
para lastimar a otros. Ya fingí ser alguien que no era para agradar a unos y
desagradar a otros. Ya conté chistes sin gracia sólo para hacer a mis amigos
felices. Ya me inventé historias con finales felices aunque no las tenía, las
necesitaba. Ya soñé de más, hasta el punto de confundir la realidad. Ya tuve
miedo de lo oscuro, de no volver a coincidir con él, con el único que así había
amado, ya me atemoricé de no haber cruzado mi vida con él.
Porque lo
sabía. Era una de las cosas de las que más me podía asegurar. Si alguien me
hubiese preguntado de qué manera hubiera resultado mi vida si en aquella noche
de primavera catorce años atrás, hubiese asistido a ese concierto y luego
hubiese regresado a mi casa sin más, sin haberlo encontrado, me habría quedado
sin habla para replicar. Aunque, bien comprendía, jamás me había imaginado que
mi vida se inclinaría en pos de un camino lleno de gloria, de luz que no sólo
mejoraría mis días, sino que las convertiría en una travesía, en una aventura
en el paraíso que quería que jamás se pudiera terminar.
Si una, sólo una persona, me hubiese preguntado
de qué forma hubiese deseado que transcurrieran mis momentos desde ese bendito
segundo en que mis ojos se clavaron en un par de lagunas pertenecientes a un
chico de cabellos oscuros rizados, de sonrisa perfecta, de alma inmensa,
probablemente habría contestado que no lo creía, que era por más irreal, que
jamás habría sido merecedora de todo eso. Ni siquiera de una de sus miradas, de
esas que llegan a asesinar la voluntad.
Habría
dado esa respuesta, si era lo suficientemente realista, si existiese en mi yo
de veintitrés años una sola pulgada de mi corazón que no estuviese impregnada
de sueños, de fantasías. Aquella noche entonces, no lo habría mirado y mi
corazón no habría agrandado su tamaño diez veces más. Me habría ido a casa,
dormir, y a seguir mi vida, mis días tal como los conocía. Pero, la verdad era
que en efecto, era así, siempre me habían atraído las aventuras.
¿Qué
hubiese pasado entonces si Michael jamás se hubiera fijado en mí? ¿Y si yo
jamás hubiese caído muerta de amor por él? ¿Si nuestras miradas se hubiesen
encontrado, pero jamás hubieran hecho esa conexión que nos prometió que nada
sería lo mismo jamás? Nuestras vidas hubieran seguido, separadas, nuestra
historia jamás hubiera existido, nuestros caminos habrían seguido por terrenos
muy separados, mundos diferentes que jamás se volverían a encontrar.
Cuando él
y yo nos habíamos separado, cada que tenía la valentía de pensar en ello, más
segura estaba de que mi antigua creencia de destinos presupuestados eran puras
tonterías románticas, unas estupideces alimentadas por amores perfectos que
latían a mi alrededor cuando creí que yo ya lo había perdido todo, cuando me
convencí de que había dejado ir la oportunidad de mis manos y de que,
dolorosamente, Michael y yo, quizá jamás nos íbamos a volver a encontrar.
Porque le
buscaría a pesar de los días, de la vida, de la oscuridad, porque a pesar de
todo, sabía que él no había aparecido en mi vida por puro azar.
No, jamás
la suerte desgraciada que tenía podría ponerme a un ser tan brillante, tan
inigualable como regalo en mi camino. A uno como él, como Michael, para hacerme
creer que sí, que mi existencia tenía un sentido y propósito en esta vida;
proteger su corazón. Era el destino, y sus giros inexplicables. Mi dirección y
sus errores inalcanzables. Mi fe, mi futuro, y esa bendita manía por romperme
cada creencia, por creer que mi ser, venía unido al de otra persona. De que
nuestro amor, podía, debía ser
realidad.
Ya no iba
a poder despedirme de ese hermoso par de ojos marrones de nuevo. No era capaz
de decir otro adiós para siempre, pues aunque estuviésemos unidos, y nuestro
hijo ahora era un lazo imposible de romper, ser su amiga era una sentencia
igual de letal, era tenerle y no tenerle. Era sentirlo, y aún así, dejarlo ir.
Estaba
volviendo a nuestro inicio, otra vez, y otra más sin poder evitarlo. Pues lo cierto
era que con nuestra historia sólo existía inicio y final... sólo eso. No
existía un desarrollo fortuito, o una serie de oportunidades convenientes en
medio de nuestra existencia. No había nada más y, más segura que este instante
no podía haber estado.
Aquél
final era inevitable, y la sombra de nuestro pasado, las pesadillas vividas,
los errores que compartimos, los pensamientos abismales nos iban consumiendo,
desentrañando para convertirnos en las raíces de un nuevo futuro posible, de
una manera distinta de vivir la vida, de enfrentar a un lado de él lo que
pudiera venir. Quería estar segura de lo que haría, de lo que quería, aunque ya
estaba segura no le temería, no después de haber atravesado toda una vida en su
merced.
Había un
vacío, de no aceptar aquella nueva felicidad. Un agujero negro que lo
absorbería todo, y destruiría mi gravedad. Mi sol ya no volvería a brillar
detrás de días nublados, y mis noches ya no tendrían la luminiscencia de esa
luna infinita, la que siempre adoré. Las cosas cambiarían de nuevo, y ya no
sabía... si yo cambiaría con ellas.
Ahora lo
sabía, sabía qué hubiese pasado si yo hubiera apartado la mirada el día en que
le conocí; nada de lo que pensaba, o creía ahora, podría tener cabida ni
siquiera en los más recónditos rincones de mi imaginación. Me habría quedado
sola y quizá, hubiese visto su vida desde lejos crecer, desinteresada, a un
lado de otra mujer. Y yo habría sólo... seguido mi rumbo. Me hubiese
desvanecido en el olvido.
Habría
conocido a otra persona para que me acompañara a mí. ¿Habría seguido al lado de
Ross? No lo sabía. ¿Habría entonces aparecido Emily y lo hubiese alejado de mí
también? Era posible... si algo había aprendido hasta ahora, es que todo lo
era. Y de lo único que estaba segura ahora, era de que mi vida jamás habría
sido tan fantástica en estos últimos catorce años de mi existencia si Michael
no hubiese aparecido, sin más, en mi camino. Cada despertar desde que le había
conocido, no me hubiese parecido tan mágico, tan maravilloso.
Jamás
habría experimentado qué se siente existir por otra persona, latir por otra
persona. No habría conocido jamás la potencia del amor y de la necesidad que en
alguien podrían acompañar, la compañía, el sólo... mirarle respirar a mi lado.
Si lo cierto era que él, mi Michael, me había enseñado el lugar más brillante
de su vida, nos habíamos amado hasta el cansancio en ella, y aquello ya me
bastaba para ponerle una razón real a mi respirar. Sí, había sido feliz en su
vida, y con él en la mía.
Había
vivido, vivido de verdad y quería, necesitaba como una desquiciada, que
siguiese siendo así.
Entonces,
dejé casi de respirar, y me percaté, si no hubiera sido porque tenía que
reaccionar, hubiese entrado en un paro respiratorio. Habría fallecido en el
intento de comprender lo que su simple existencia me producía. El hecho de que
él... siempre había sido mi vida.
Y, ¿Los
miedos, las incertidumbres? ¿Quién las sabía? Nadie me diría que mantener
nuestra nueva vida, nuestro matrimonio en secreto, y bien alejado del ojo
eléctrico, del público, iba a funcionar. Pero, quién sabe, podría funcionar de
maravilla.
Nadie nos
diría que juntos criaríamos a nuestros hijos y les veríamos crecer,
desenvolverse a cada día un poco más como si de una probada diaria de paraíso
se tratara, pero así podría ser. Nadie diría que mi padre se llevaría tres
nietos en lugar de uno, pero también era posible.
Nadie nos
diría que Ross, de nuevo, pensaría en planes de boda al lado de su pareja, pero
lo podría hacer. Ambos podrían hacerlo en verdad.
Nadie nos
diría que Phoebe conocería a un nuevo chico, para variar llamado Mike que, en
poco tiempo se convertiría en su alma gemela, se convertiría todo en demasiado
prometedor como para imaginar un futuro en el que terminarían unidos también,
pero era posible. Ella lo haría, y jamás conocería a una Phoebe más feliz.
Nadie, ni
siquiera Joey pensaría que él pronto encontraría al amor, que sin más creería
que salir con una chica diferente a cada semana tenía que llegar a su
inevitable final. Pero así podría ser, él lo haría, y todos nos encantaríamos
al respecto.
Nadie creería
que Monica y Chandler no sólo serían los padres más perfectos de un solo
pequeño, sino de una hermosa pequeña también. Pero lo harían, y pronto, los
pequeños Jack y Erika se convertirían en los mejores amigos de Prince, Paris y
mi pequeño Blanket.
Nadie nos
avisaría que los problemas volverían, pero podría ser.
Nadie nos
diría que Michael podía volver a confiar de nuevo en las personas equivocadas,
que un hombre indeseable atravesaría las puertas de su hogar, las de su
corazón, buscando no más que esparcirlo de desgracia antes que mostrar la
verdad. Pero así podía ocurrir, y así quizá tendríamos que atravesarlo.
Nadie nos
advertiría que nos toparíamos de nuevo con Tom Sneddon, pero podría ser.
Y nadie
creería que esta vez Michael sí lucharía hasta el final, que aunque cada día
transcurrido, cada corte a la que asistiríamos le lacerara más, él resistiría.
Aunque cada mentira mencionada tomara pequeños trozos de su inmensa alma, de su
perfecto ser, seguiríamos ahí, luchando hasta que evidentemente su inocencia
fuese escrita en el veredicto. Así sería, y por el desgaste, por el llanto, los
sollozos de cada noche, no tendríamos fuerza para celebrarlo, pero sí... podría
suceder.
Nadie nos
juraría que Neverland ya no iba a ser la misma de antes. Pero podía ser. Pues
ya se sentiría corrompida, profanada por el ácido, por el veneno de todas las
serpientes que nos atacaran. Pero huyendo, soñando, amándonos, de alguna manera
sanaríamos. Y aunque por un tiempo podríamos estar lejos de casa, parecería que
había una oportunidad de pensar en que todo volvería a ser igual. Pronto tendría
que serlo.
Pero no
lo fue.
Porque,
sí, el tiempo pasó, nos consumió, y dolorosamente, nadie me dijo que aquello,
mi sueño, sólo duraría poco más de siete
años desde que nació nuestro hijo.
Y pensé,
que alguien me arrancara físicamente el corazón, quizá habría dolido menos.
Sin
embargo, lo más asombroso había sido que no me destruí como lo había
presupuestado. Sí, la Tierra dejó de girar y los días se sentían apocalípticos,
la música dejó de hacerme vibrar, lloré horas enteras con mi cuerpo tumbado en
el suelo pero no fallecí con la tragedia, no me desangré de desamor, no me
ahogué de abandono, y aunque decaí no me desmoroné. Pues lo cierto era que, si
él ya no era el cuerpo que dormía a un lado del mío siempre, de pronto se convertiría
en mis días, en mis noches enteras. En cada una de ellas. Me amaba, me amó, lo
hizo hasta el último suspiro, y estaba segura de ello.
Mi
Michael.
Era
eterno.
Era mi
luz.
Él es la
luna.
Él es la
música.
Él es las
estrellas.
Él es
todo mi amor, mi vida.
Seguía
envolviéndome, y no dejaba de llenar mi corazón. No dejaba de ser la razón por
la que yo respiraba, por la que sus hijos seguían siendo quienes son.
Me
fortalecí y supe, así tenía que ser. Simplemente tenía que serlo, porque así me
lo hubiera rogado él hasta el cansancio. ¿No era eso lo que me enseñó a ser
cuando éramos jóvenes? ¿A ser fuerte, a no dejar que la tragedia me superara?
¿No fue eso por todo lo que luchamos cuando justo nos habíamos llegado a
conocer? Desde el día en que nuestros labios se juntaron por primera vez y
nuestros ojos se conectaron, desde que supe que él no era sólo el amor de mi
vida, sino el amor de mi alma, porque bien, la vida podía terminar pero
nuestras almas unidas podrían hacerlo por siempre.
Sanar.
Amar. Vivir. Vivir en verdad y no llorar. Y de esa manera... desde el mero
principio.
Aferrarme
a la idea de que, desde ese entonces, con nuestra magnitud de amor, no
importaba lo que hiciéramos o rogáramos, lo que atravesáramos y soñáramos, lo
que pensáramos que estaba bien o mal, lo que los demás creyeran, nos teníamos
para amarnos, para vivirnos, para respirarnos, y para nada más. Pues siempre
había sido de esa forma.
Más si
cada que lo recordaba, siempre me revitalizaba el sólo evocar en mi mente
imágenes brillantes, palpables, inmortales de aquél 21 de Febrero de 2002. Ese
día en el que, de nuevo, mi vida daba un giro imprescindible en mis días.
De ese
instante en el que entonces supe, mientras mi mano se acercaba con delicadeza a
esa joya que él sostenía, que aquello que miraba, sentía, vivía, ansiaba,
añoraba, estaba ahí, siempre había estado frente a mí. Que aquello era el
epílogo... el perfecto desenlace de mi tan esperado final.
Esa vez
en que acunaba a nuestro hijo, y tomé ese anillo con mi mano libre para
colocarlo en mi dedo sin demoras, mientras él me sonreía como nunca soñé, antes
de que yo pudiera susurrar:
—Sí,
quiero ser tu esposa...
...Y que ser sólo buenos amigos, ya no fuera una posibilidad.
Fin.
_____________
No hay comentarios:
Publicar un comentario