lunes, 27 de junio de 2016

Capítulo 54: "Alma Rota"


Trozos rotos de una historia,
en la que apenas se puede respirar.
Una en la que una vez ha habido amor,
y que ahora solamente estoy yo... y la soledad.
~

Aparcamos a justo un costado de aquella misma acera que recordaba.

Aún y con el sol escondiéndose más allá de ese edificio, la claridad con la que vislumbré mi viejo apartamento fue tal, que sentí cómo se estrujaba mi pecho cuando mi vista salía de la ventanilla del automóvil para mirar. Agradecí la carencia de nervios por supuesto, el silencio que se impregnó cuando el motor se detuvo sin más, la tranquilidad, la misma apariencia que me llevé conmigo hace más de seis años... pero la nostalgia, ahí se quedó. Consumiéndome el aliento.

Había sido, sin duda, más raro de lo que alguna vez imaginé.

            —Gracias...

La palabra se me escapa aún con mi vista clavada sobre el viejo edificio. Wayne, a mi lado, deja un leve suspiro brotar que me hace virar hacia él y al encontrarle, me percato de que su mirada se encuentra tan atolondrada como la mía, apreciando el exterior.

Me río para mis adentros. Creo que él jamás había visitado este sitio.

—No ha sido nada, lo sabes—musita, devolviéndome el gesto, y mientras tanto, removiéndose más sobre su asiento hacia mi ventanilla como si intentara obtener una imagen mejor—. Aunque, no lo entiendo, ¿Sabes? Pudiste enviar a alguien más a esta ciudad para que buscara el resto de tus cosas. Y sólo así, has decidido tomar un vuelo de seis horas a Nueva York para poder hacerlo tú mismo.
—Ha tenido que ser así...—replico, removiendo mi cinturón de seguridad, intentando sonar lo más amable posible. Un poco desinteresado, quizá—. No sé cómo explicarlo, sólo… tenía ganas de visitar el lugar. Hace ya tanto tiempo desde que no lo había pisado y, tú sabes, Lisa ha salido de viaje con los pequeños y su madre durante la semana así que... yo no tenía mucho que hacer en casa.
            —Sí, supongo... tienes razón.

Le di una sonrisa débil, y un pequeño golpe al borde de su hombro mientras lo miraba desperezarse para quitar también su cinturón de seguridad. Asintió, me dio uno de esos gestos informales que tanto me tranquilizaban.

            —Vamos, te ayudo a tomar tu equipaje del maletero.
—Gracias—replico casi a la par, justo antes de que ambos saliéramos ya del auto.

Al salir, Wayne rodea el vehículo con su vista puesta en todos lados salvo por el asfalto que pisaba. Miró a todas partes, más allá del viejo edificio del estudio en el que solía trabajar, cada una de las esquinas visibles, la acera de enfrente, la inexistente concurrencia del lugar. Me ha hecho recordar que este sitio me gusta precisamente porque al salir de casa, no esperaba ser embestido por cientos de personas aguardando por mí. Era bastante tranquilo.

Me tiende mi pequeña valija por fin, y por el ruido que ocasiona al volver a cerrar el maletero me doy cuenta de la mirada despectiva y de burla que le da a mi diligente equipaje.

—Tu equipaje de dos días...—masculla entregándome la valija, seguramente aguantándose algunas risas por lo bajo—. ¿Hay algo más que necesites? ¿Quieres que venga en la noche por ti? ¿Necesitas que me quede?
—Oh, no, descuida—musité, batiendo una mano al aire para restar importancia al asunto—. La verdad es que me gustaría merodear el sitio por mi cuenta, aunque sea por esta vez. Y no te preocupes, en dado caso de que necesite transporte, hay un coche allí dentro aparcado que no ha sido conducido por nadie en una eternidad. Lo usaré sin duda, si lo necesito.

Sonríe y asiente sin contestar, me da un par de palmadas ligeras al hombro, tal y como las que le receté momentos atrás y un suspiro de alivio brotó de sus labios.

—Ten cuidado, Michael—espetó, reluciendo seriedad. Mirarle hacer una seña en torno al garaje del edificio me puso en claro que se había referido a las últimas palabras que le solté. ¿Bill le había contado algo al respecto?
            —Claro que sí—admití, resoplando para fingir enfado.

Ni una palabra más, ni otra seña. Sólo viró y anduvo hasta abrir de nuevo la puerta del conductor.

—Y va en serio, llámame si necesitas algo—me lo dice ya con medio cuerpo dentro del automóvil, usando sus gafas oscuras de nuevo—. Lo que sea.
            —Lo haré, Wayne. Gracias.

Y me volvió a sonreír. De una, ya había subido la ventanilla del coche y escuché el motor comenzando a andar. Pude observar aún y a través de los cristales polarizados el cómo utilizaba pronto su cinturón de seguridad y accionaba alguno de los interruptores del tablero del auto. Un rugido brotó, y mientras él ya emprendía marcha para desaparecer en torno a la primera esquina de la cuadra, yo ya me dirigía hacia la entrada del lugar. Con el corazón martilleándome imposiblemente, mis piernas debilitándose, un nudo de incertidumbre atajando mi pecho y mi mano derecha temblando al introducir la pequeña llave dentro del pomo de la puerta impoluta.

Agradecí para mis adentros el que la despedida hubiera sido rápida. Me alivié, un peso había desaparecido de encima al instante en que él decidió no inundarme con una pregunta más pues, sabía que no tendría las respuestas suficientes. Sabía que no habría más que le pudiera explicar, no existirían las palabras para describir lo que ni siquiera sabría me esperaría dentro. Mi reacción, el aire, los recuerdos, los muebles viejos... no sabía si lo iba a soportar. No al menos, con la compañía de alguien.

Así que aguardé, uno, dos, tres o diez segundos luego de que él desapareciera para decidirme a entrar. Y supe, sólo así, al obtener el primer resquicio de vista de mi estancia, que necesitaría más de la soledad que de valor para sentirme lo suficientemente fuerte.

Quizá cerrar los ojos y no mirar. Quizá... dirigirme hacia la vieja licorería, y servirme pronto un trago de amargura que me ayude a no pensar.

            —Por Dios...

Pero no puedo hacerlo. Y sin embargo, preso, y derrotado, lo primero que hago es rozar todas y cada una de las cosas que ella solía tocar, como si estuviese sediento por buscar cada eco que habría dejado su tacto.

¿Es normal que todo me sepa aún a ella? ¿Que todo me continúe lastimando así?

La soledad que emanaba cada atisbo de mi departamento es peor de lo que alguna vez habría imaginado. Más hiriente, más letal que el propio veneno de mis resentimientos... ardiendo, y naciendo del dolor conforme pasaron los segundos, las horas, los momentos en los que me pasé por cada habitación del lugar, cada parpadeo que perdí buscando por alguna otra pista de ella, cada suspiro que brotó de mí al apreciar, con un detenimiento asesino nuestra vieja habitación. Esa cama... esa cama amplia e imperturbable en la que le había hecho mía tantas veces antes. Los jadeos, los besos, las caricias que dejamos ahí.

Me dolieron entonces lo últimos ‘te amo’ que no le di, los besos que no recibió de mí, las caricias que no le dejé y el amor que no le pude entregar al último. Me dolieron, me hirieron los kilómetros, los meses, la fecha del día de hoy, me dolió el hecho de saber que era su cumpleaños, dolió eso y más; me dolía ella.

Y aún así, metido dentro del infierno cataclísmico sabía perfectamente que tenía ya que resignarme a ella. Concretar lo que he venido a hacer, sin más, reunir los últimos restos de orgullo que aún pudiesen quedarme y sobrellevar la tragedia.

Porque era ya 5 de Mayo, es su cumpleaños y apenas habían transcurrido algunos meses desde que todo terminó, desde que Rachel pasó de ser mi presente y mi futuro a convertirse en sólo mis recuerdos.  En un... concentrado de recuerdos, dolor, infierno, y planes que se esfumaron de mis manos.

¿Recordará ella nuestros planes, lo que yo quería para nosotros? ¿Lo tendrá en su mente de vez en vez siquiera? Porque el refundirme en el armario en que ambos compartimos, el mirar algunas de las prendas de ropa que olvidó aquí, y el mismo baúl en el que guardábamos cada recuerdo, me sabe a eso, nada más. Indiferencia.

Me saben a nuestras tantas noches de aniversario, y que seguramente ya no le significan nada más, me sabe a impotencia, a amor no correspondido. Cada habitación, cada rincón, cada mueble que Rachel tocó una vez me saben a todas esas personas que alguna vez me dijeron que ella no era para mí, que no duraría, que tarde o temprano todo acabaría, y ya. Me saben a esos días en que mis tres comidas fueron whisky, bourbon o ron. Me saben a la misma maldita rutina desde que me había dejado, el mismo abismo, el mismo suplicio.

Aún dolía.

Todas esas cartas que me dio, que yo le llegué a enviar desde el otro lado del mundo, esos mensajes con ‘hubiera’ escritos, con ‘podríamos’ y otros más con tantos ‘quizás’. Nuestra música, nuestras fotografías juntos, nuestros días, nuestro tiempo infinito. Todo dolía, aunque ya no estuviese aquí.

Inclusive el puñado de correo que jamás dejó de llegar, así nadie estuviese presente en el lugar. Unos más viejos que otros, unos personales, algunos que eran para mí y otros que habían sido sólo para ella. Viejos correos de la empresa en la que trabajó, cartas de mi familia, de Karen, de sus padres, de los chicos incluso, otros más de mí, de cualquier día que fuese en que no pude tenerle cerca. Todos sellados, polveados, olvidados. Pero luego, hubo uno más, que se diferenciaba no sólo por el polvo, sino por la fecha actual, y el emblema que llevaba en él.

Un sobre más grande que todos los que había inspeccionado, y que de no ser por el par de copas de brandy que ya llevaba encima, el emblema de la corte de Santa Barbara no me habría causado una punzada de terror atajándome dentro.

El nombre de Tom Sneddon, el nombre de ella a un lado, y su dirección, acompañada de la misma fecha del día de hoy no me hubiesen helado la sangre al instante en que lo comprendí. Porque aquello, en medio de mi aliento petrificándose, del agujero que en mi pecho nació, parecía un maldito citatorio, una orden judicial.

No, mierda.

            —John, hola, soy Michael...

Mis dedos dolieron por la fuerza con la que sostenía el aparato apoyado contra mi oído. Mi voz tembló, la saliva que aliviaba la sequedad de mis labios se había marchado también y ni el mísero sabor a licor había permanecido dentro. Tener la fortuna de que la maldita línea estuviese funcionando luego de tanto tiempo, me había no hecho perder sin más los estribos. Pero aún no estaba bien, tenía miedo, la desesperación nació y no se compadecía de mi cuerpo ni por el mínimo error.

¿Michael, pero qué...?—sonó como si se hubiese incorporado de pronto, como si el peso de mi voz fuese más de lo que pudiera pensar—. ¿De dónde me estás...?
—Luego te explico, escucha... Necesito tu ayuda. Ahora. Necesito de una explicación.
¿Por qué? ¿Qué ocurre?—inquirió, más ansioso, sin duda más atento que antes. Preocupado, ante mi tono de voz.
—Estoy... en Nueva York—me tomaba el puente de mi nariz con fuerza, cerré mis ojos para no pensar en el terror, concentrarme en su voz y no en la sarta de pensamientos desembocados que comenzaban a pintarme escenarios impensables en medio de mi mente—. S-sé que me pediste no hacerlo, sé que me lo dijiste hasta el cansancio pero no lo pude soportar. Lo que ocurre es que... en el viejo departamento junto al estudio encontré todo tipo de correos que continuaron llegando aquí, que nadie había recibido hasta ahora. He encontrado uno... con el nombre de Tom Sneddon en él, incluida la dirección del edificio de Rachel y Monica, y... también... la fecha del día de hoy.

Suspiré, con el miedo al notar que él no respondía, que su voz pareció más lejana de lo que quise creer.

—C-creo que es una maldita orden de registro, John...—le solté, intentaba permanecer tan cuerdo como el debilitamiento me lo permitía—. No quiero ni pensar que...
...No. Por supuesto que no—me cortó—. Yo me he encargado de ello. Todo pasó, terminó. No puede haber órdenes de este tipo con tanto tiempo de retraso, maldita sea. Lo sé.
            —¿Estás seguro?

No contestó. Y mientras el tiempo se hacía más y más insostenible, las ansias me devoraban, el ardor, el abismo abriéndose ya en medio de mis pies entumecidos. La coherencia, el sentido, la gravedad abandonaban la habitación.

—John, te lo ruego...—susurré, lento, ansioso por que él escuchara cada palabra que pudiese salir—. Ha sido esto lo que no has querido mostrarme en Neverland, ¿No es así? ¿Estás seguro de que ya lo arreglaste, de que él no puede hacer nada? ¿Estás... completamente seguro de ello?
            —Ah, mierda... Michael... yo...

No...

—Si esto se trata de lo que creo que es... Si a caso él llegara a tocarla...—le corté, pese a los murmullos entrecortados que me lanzaba. Era claro que no estaba solucionado, que él no sabía de ello, que todo se estaba yendo al demonio, que yo quizá estaba perdiendo ya tiempo valioso.
...D-déjame consultarlo, por favor—alcanzó a pronunciar, su voz sorpresivamente apareció de forma más balsámica, sonó más cuerdo, y al mismo tiempo más sumiso conforme un par de quejidos más sonaron—. Te llamaré tan pronto como me sea posible, tendré una respuesta segura para ti. Espera, por favor... No puede ser nada, no si a caso el bastardo recién lo ha programado.
            —Llámame por favor... tan pronto como puedas.
            —Lo haré.

Y la llamada terminó. Tonos continuos aparecieron y se esfumaron al azotar el aparato contra su base y mis manos, ya desocupadas, sólo se dedicaron a presionar con una fuerza indecible mi rostro para intentar siquiera en no pensar en todo lo demás.

Minutos pasaron, instantes en que la ansiedad me devoró, en que mis pensamientos ya suponían que quizá debía tomar un par de analgésicos para calmarme más rápido, segundos en los que maldije, en que me perdí, en que todo se ponía blanco, todo era silencioso, y sólo el segundero del mismo reloj polveado se dignó en sonar.

Y sin embargo, al dejarme caer de pronto sobre el mismo colchón, la llamada aberrante apareció. La tomé, y era él, John de nuevo, y apenas se le escuchaba.

            —Sí...—susurré. Era como si mi voz ya me hubiera abandonado.

John hablaba en susurros, en palabras trémulas que aunque no percibí, dejaban más que claro el mensaje. Me estremecí, sabía que todo pronto terminaría.

            —Michael, lo siento tanto, mierda...
            —¿Qué? ¿¡Qué ocurre!?
Es... correcto—sentenció, algunos ruidos se disiparon junto a él, como papeles y documentos volando entre su escritorio de siempre, maldiciones, soplidos vagos—. Es hoy y... con un demonio, seguro él ya va hacia allá.

Me quebré, no pude respirar, no sabía cómo articular. Nada se dibujó en mi mente, salvo cada una de mis escasas posibilidades. No podía ser.

Escucha, tienes qué...—le advertí apenas, y nada más. Colgué y bramé, aguardé a que el aliento volviese a llenarme, a que me pudiera mover.

Corrí, y corrí como hacía mucho no lo había hecho. Lo hice, y arranqué el viejo automóvil aparcado en el garaje con mis estribos tendiendo de un hilo, con el recorrido al hogar de ella más vivo en mis pensamientos de lo que alguna vez podía imaginar. Mi debilidad, mi cuerpo descontrolado no me permitían hacer nada.

Maldecía una y otra vez, en cada luz roja, en cada segundo que transcurrió y que aún no llegaba con ella. ¡Y mierda! ¡No lo podía creer! ¡La vería de nuevo, estaría en la misma habitación que ella otra vez! Y sin embargo, aceleraba, y se incrementaba la inseguridad de no saber con qué me encontraría, no sabía qué mierda iba a pasar de sólo mirarla de nuevo.

No sabía si tenía que esperarme todo, si tenía que esperar nada, si aquella parte de mí que ardió por pensar que mi ausencia le había hecho algún daño aún seguía viva por dentro. Si a caso había una posibilidad de que ella también había experimentado esas malditas noches sin descanso por el simple hecho de comenzar a pensar en mí, si tal vez aún... significo algo mísero para ella. Y sin más, todo dejó de importar, al mismo tiempo en que ya me encontraba trepando de a dos o más escalones los diferentes pisos de su mismo viejo edificio. Se sentía como a casa, como a miedo, como a un error, como a una pesadilla de la que no quería escaparme.

La atmósfera en esa opulencia se volvió aplastante, erizante. El ambiente se hizo denso, el olor a temor, a vacío. De sólo obligarme a creer que lo que miré no era simplemente su puerta cerrada frente a mi rostro, sino que él estaba ahí también, aguardando, y gesticulando odio, odio más que impresión marcando en cada una de sus facciones cuando me había encontrado.

El aliento me abandonó.

—Ross...—susurré, apenas apreciable.

Mi ritmo cardiaco se desaceleró, esa mirada de desprecio que me dio me heló, destruyó cada una de mis defensas.

—¿Tú...?—la presión creció de magnitud al tiempo en que entrecerraba sus ojos con suma aberración al mirarme. La puerta, a su lado, aún estaba cerrada, yo ansiaba entrar, y aún así, no podía moverme—. ¿Por qué has vuelto? ¿Qué intentas...?
—No, tranquilo... yo...—alcé ambos brazos en torno a él, pero más que lograr el cometido, Ross sólo se había alterado. Unos ojos bañados en incredulidad ardieron en su rostro.
            —No, no me pidas que me tranquilice, maldición.

Sentí el corazón atorándose en mi garganta, las manos sudorosas, ahí, de pronto combinándose con lo irreal que sonó aquél tono de voz dirigiéndose a mí. No podía ser cierto, no él, no es verdad.

—¿Por qué si ya fuiste capaz de hacer basura a una persona, no tienes la consideración de no volver a toparte con ella?—bramó con ahínco, como si mi existencia lacerara cada uno de sus sentidos. Me dolió, me ardió pensar que me odiara de esa manera, que me despreciara así—. ¿Es que no te cansas de buscarla, de dañarla?
            —No se trata de ello, Ross. Si me dejaras explicar...
—...Yo le quiero, Michael. ¿Me escuchas? Le quiero bastante, me importa como no tienes una maldita idea...—me cortó, y sus ojos por única vez, se mostraban imposiblemente sinceros.

Algo dentro de mí se quebró, ardió, me juraba que aquello podría serlo todo. La sangre se me detuvo de sólo pensar en que aquellos sentimientos podrían haber vuelto sin más, que él... podría quererle... a ella. No, imposible... ¿Y si ella también le quería a él? ¿Estaban juntos ahora? No, no, ¡No!

—...Y si por tu culpa, ese hombre le hace algo, si acaso la dañara, más de lo que ella ya ha podido soportar, te juro que eso lo será todo... para ti y para mí. Se habrá acabado.
—¿¡Qué...!? ¿¡De qué me...!?—mi voz brotó entre bramidos, despectivos, hirientes.
—¡Él está ahí ahora!—zanjó, señalando con osadía esa puerta aún cerrada, impregnándome de su turbia voz, del odio que emanó de cada letra—. ¡Está ahí dentro con ella y me ha amenazado para no entrar!

Una maldita ráfaga de temor me fulminó.

Me sentí perdido, asustado, embravecido, y desesperadamente preocupado al creer que era todo verdad, que todo cuanto John me dijo, o cuanto Ross acabó de reclamar era cierto. Que todo se desplomó a mis lados, todo se combinaba junto con un grito que nació del interior, y que supe había provenido de su frágil garganta.

Y mi sangre hirvió, sentí mi interior bullir en medio del caos en el que se había convertido mi mente. Entre el tremendo azoteo que Ross hizo nacer cuando ingresó al departamento de frente sin la mínima idea de mirar atrás.

            —Ése hijo de puta...

Sin más, entré. Me importaba una mierda lo que encontraría ya ahí dentro.

            —Sneddon, tus malditos problemas los tratas conmigo. No con ella...

Y de inmediato algo se activó, pues aunque la sabía ahí, no podía mirarla a ella, no aún. Mi luz, mi vida entera, parecía estar siendo opacada por la presencia fétida de ese hombre ahí, varado a un lado de ella. Mi mirada, la de él, intercambiándonos odio, la clara rivalidad animal reflejada en cada gesticulación. Noté entonces que se sobaba el mentón, que... lucía desaliñado. El pavor me atenazó y un sentimiento de rabia mezclada con furia me carcomió.

Ella... Rachel se petrificó en ese momento. Más si era posible, sollozando, ahogando una y otra inspiración más, hiperventilándose... llorando. La encontré, y tan hermosa como la había esperado, tan perfecta, tan irreal, era suficiente para destrozar cada uno de mis nervios, aterrorizarme por lo que estaba seguro, ella había vivido.

—Tengo una orden de registro, maldita sea...—Sneddon me miró decidido, pero tenso al mismo tiempo, su rostro desencajado me juró que el verme, ahí, en ese instante, le arruinaría todo, su maldito circo terminaría—. Una orden judicial para Rachel Karen Green por cambio de...
            —...Me importa una mierda. Se acabó.

Aspiré, buscaba aislarme, pues era consciente del vértigo asesino que corrió por todo mi cuerpo cuando le miré de nuevo, con un vago intento de acercarse a ella mucho más, de posar siquiera su presencia a sólo unos centímetros de su piel humedecida, de su semblante destruido. La rabia bulló, no podía soportar a ese imbécil más cerca. Imposible.

            —¿Es que no me has oído?—bramé—. ¡Lárgate!

Él reunió lo que parecían sus pertenencias de la mesa del comedor, resopló, me infestó no más de una vez con su mirada gris abismal y tan pronto como lo había ansiado, salió ya por la puerta. Tan pronto como temblé, como deseé que todo se detuviera en torno a la existencia, Ross no apareció luego de él, no estaba, no hubo seña de él incluso luego del portazo que Sneddon dejó. No me lo expliqué, y tampoco quise comprenderlo.

Porque la miré. Estábamos solos, ella y yo, de nuevo. De inmediato su delgada mano se pasa por sus mejillas, temblando al punto de estar aún hiperventilándose por el llanto. Y maldije el silencio que se propagó en el lugar, sentí el pecho oprimido, escaso de aire. Sabía que ya era demasiado tarde si ahora lo único que me importó fue su bienestar y, rogar por tener las agallas de acercarme un poco más, de... recuperarla.

Pero simplemente no podía.

—N-no sabes... cómo lo lamento, Rachel...—susurré, sin poder mirarla más. Su imagen, su persona, sus ojos destruyéndose me asesinaban. Era como si todo se hiciese irreal, como si los últimos cuatro meses no hubiesen transcurrido ni dentro de nuestras peores pesadillas.

Pero no dijo nada, y al igual que yo, me percaté de que no viró, de que evitaba mirarme. Icé entonces mi vista y miré otro par de lágrimas escurriendo por su piel sin poder mantenerlas quietas.

—...Perdona—y me giré otra vez, le di la espalda para fijar mi vista en el pomo de la puerta.

Ya estaba, terminó. Quizá marcharme le vendría bien, quizá, así me estuviese aniquilando por dentro, desaparecer de su vista lo solucionaría todo, y ya. Y sin embargo un gemido de dolor me detuvo de pronto, y me giré.

            —...Michael.

Ella... mi amor, tan hermosa, tan fuera de sí... me estaba mirando. Y no, no pude soportarlo más. Pues sin darme cuenta, ya me había lanzado hacia ella, mis brazos ya la enterraban contra mi cuerpo entumecido.

Más sollozos nacieron de sus labios, nuevas lágrimas se escaparon de mi ser. La palpé, apretujé su figura delgada mientras sentía sus manos trémulas viajando por la totalidad de mi espalda de arriba a abajo, mientras mis labios se pasearon por cada parte de su cabello. Estaba loco, desquiciado, sediento de ella, de recuperar al único ser que sabía curaría mi alma rota.

Nos abrazamos como si de verdad nos encontráramos solos en el mundo, como si no existiera nada alrededor, como si el bullicio, lo que apenas ocurrió no hubiese estado nunca ahí. Mierda, estaba tan hermosa, lozana. Tan perfectamente irreal que fue completamente impensable para mí que tentarla así de cerca, volvería a ocurrirme alguna vez en mi vida. Y sin embargo, en medio de nuestros sollozos, del dolor, algo brotó.

Sentí, al comprender que se abría de nuevo el pozo en el que ambos caíamos que el sólo tocarla me comenzaba a quemar. Mis brazos la sostenían, y en mi mente se dibujó el instante de su último adiós, el segundo en el que mis brazos entonces no la habían detenido. Recordé entre suspiros aquella noche, aquella pérdida en el hospital, aquella carencia de explicaciones, y un olor que había reemplazado ya al suyo, al que me tenía tan acostumbrado. Un olor que bien podía ser característico de Frank, una fragancia a muerte, a ceniza... a miles de cigarrillos. Por toda su ropa, su piel, su cabello.

Sentí mi sangre bullir mientras el olor me provocaba más de una arcada en el estómago. Un agujero se propagó en mi pecho a pesar de desear el sólo soltarla para poder aferrar su rostro entre mis manos y besarla, besarla por completo y recordarle que aún estaba yo ahí. Y sin embargo la rabia me ganó, me embaucó al recordar cómo ella se iba, se marchó, me abandonó y pareciendo tan despreocupada, cómo... Ross me decía esas palabras un segundo atrás, como la idea de que ellos ahora estaban juntos me asesinaba por dentro y ¡Con una mierda! ¿Sería así? Me abrazaría, sin decir más nada, ¿Y esperando que no me enterara siquiera?

No. No mientras la sangre me ardiera, de sólo tocarla.

—No... no puedo hacerlo...—la dejé ir, me obligué a asegurarme de que sus manos se esfumaran pronto de mi cintura, de que su tacto no me provocara aún más—. Lo siento, yo...
            —¿Q-qué...?
—...Es que ya ni siquiera puedo tocarte—presiono con fuerza el puente de mi nariz, casi lastimándome, buscando una excusa para obstruir mi vista y no mirarla—. Lo hago y todo vuelve. El llanto, el miedo, el ardor de ese día... De sólo verte, todo regresa a mi cabeza, maldita sea. No...

Sin más, me alejé. Esta vez sería definitiva, sería la búsqueda urgente por una salida que sabía  no iba a existir jamás, pero aún así debía intentarlo. Me aparté como pude pues, más que mirarla, que sentirla, me lastimaba el hecho de respirar cerca de ella, sabiendo que ya no estaba para mí. Que ya la sentía tan llena de otras voces, de otros ecos, de otras manos, de otras huellas.

Pero no me dejó, me aferró por el brazo y me ardió hasta lo indecible el hecho de que, si ella misma aquella noche en Neverland no me permitió siquiera tocarla, ella se había sentido con el suficiente derecho de hacerlo ahora conmigo. Algo se desembocó.

—¡Porque renunciaste a mí, así, sin más!—bramé sin poder evitarlo, sin intentarlo siquiera. Que entrara oxígeno costaba trabajo para mí, ardía. Mis dientes castañearon, mi mundo se desmoronó entre un bramido y aquello que quise superar en los últimos cuatro meses parecía retroceder al presente—. Dime, ¿Cuánto tiempo tardaste en decidirlo? ¿Un sólo segundo? ¿Te habías detenido a pensarlo? ¿¡Te importó siquiera!?

Ella, Rachel dejó de respirar, de mirarme como antes lo hizo. Mantenía los ojos bien abiertos, perpleja, negando una y otra vez frente a mí. Contenida.

—¿En verdad crees... que me he marchado porque no me has importado?—su llanto contenido se esfumó. Cada palabra que salió de sus labios brotó lenta y fulminante. Letal, más clara que la anterior.
            —Tú dímelo—le solté—. Es lo que ha parecido.

Alzó entonces su mirada de nuevo hacia mí, esta vez no con temor o deseo, sino que sus lagunas claras me observaban ahora llenos de furia, de dolor, de infinito desazón, carentes de brillo. Estaban razados, expectantes. Supe bien, por todo el tiempo en que estuve a su lado la furia que bullía dentro de ella, la ira que estaba intentando guardar. Se acercó, mirándome fijamente.

—No... puedo creer... que luego de seis años conmigo no sepas una maldita cosa sobre mí—rugió, embravecida, enfatizando cada sílaba que pronunció, reluciendo cada una de las nuevas lágrimas ardientes que supuraron de sus ojos.
—¿Entonces por qué lo hiciste? ¿Por qué me dejaste sin explicaciones?
            —¡...Porque mierda, me costó demasiado, Michael!

Calló, me dejó ahí, paralizado. Llevó una mano a su garganta y supe entonces que tendría más para decir, y que lo siguiente que saldría no vendría dentro de un bramido, sino dentro de palabras atropelladas, miedo, tristeza robando su voz.

—...Me es impensable siquiera el comenzar a explicarte el infierno que he atravesado extrañándote...—más llanto incipiente apareció, su labio inferior moviéndose, titiritando. Negaba con incredulidad mientras sus ojos aniquilados incrustaban los míos con desespero—. Cuando me detenía a pensar en esos días en que sabía no te volvería a ver me inundaban las ganas de destruir mi orgullo, tomar un maldito avión e ir por ti de nuevo... Pero tenía que sanar. No salí, no dormí, no paré de llorar, no paré de pensarte, de vivir a medias, tenía que pensar en que mi partida sólo te haría bien mientras yo trataba de recuperarme de ese maldito legrado...

Dejó salir un sollozo al final, ahogado, con una mano sobre su boca y los ojos bien abiertos. Hundida, verdaderamente acabada. Y mi pecho dolió casi a la altura de mi garganta mientras la ansiedad no me dejaba decirle lo que mis ojos le gritan, o peor, por tener que evitar verle porque estaba seguro de que ella ya conocía todas mis miradas.

Por que ella supiese que la forma en que cubría sus labios me lanzaba de lleno al infierno, me condenaba y al mismo tiempo me llenaba de salvación pues sabía que mirarlos un par de segundos más, un solo momento, sería suficiente para decidirme por besarla, mientras mis pensamientos ya le hacen el amor.

Mierda, ¿Por qué estas ganas intensas de besarla? ¿Es porque ya está prohibida, porque ya no es mía?

—...Así que si crees que me he marchado porque no me importaste un demonio, ¡Estás mal! Es porque no podía imaginar una maldita vida sin ti...

Me señaló, presionaba mi pecho con su dedo índice turbio mientras marcaba cada una de las palabras que sentenció. Y si supiera que bien podría tomarla, aferrarla y devorarla entre cualquiera de esos sentimientos, si sólo comprendiera cómo arden mis labios por besarla otra vez.

Se lo pensaría dos veces antes de volver a tocarme.

—...Entonces ¡Toma! —rugió, furiosa. De pronto limpiándose las lágrimas que atestaban su rostro—, ¡Ahí tienes tu maldita explicación!

Y se dio la vuelta, se alejó. No, no, ¡No!

—¡Rachel, tú no...!—le grité, como pude. Como mis labios ardiendo me permitieron gesticular.
—¡¿Qué...?!—se giró hacia mí, desafiante. Sus ojos derrocharon odio en cada lágrima que soltó.
            —¡No! ¡No puedes...!
            —¡¿Qué?!

Y la besé, acallándola.

Con desquicio, con ansia, con deseo de más, sin que ni yo, o ni siquiera ella, pudiese contenerse. Era... como siempre. El gemido que ella soltó al sentirme así, arrebatado, sólo logró que me adentrase más, que nuestros alientos se mezclaran de manera imposible, que nuestros dientes incluso chocaran por la fuerza con la que le había embestido.

No comprendí lo que sucedió conmigo, con nosotros, pues lo cierto era que deseaba probarla y nada más. Sentir que sus manos aferrando con fuerza mi cuello eran reales, así fuese por un momento, que sus labios devoraban los míos como lo recordaba, que se entrelazaban, se quemaban, nuestras lenguas se encontraban en la cavidad del otro y que su esencia me impregnara ya todo de nuevo y así de una maldita vez dejaran de acosarme estas ganas de volver a vivir el paraíso que una vez había tenido. El sueño del que una vez desperté.

Y sin embargo no duró. El brillo, mi oxigenó terminó al tiempo en que ella se estremecía trémula aún entre mis últimos alientos, entre sus lágrimas adhiriéndose al borde de mi piel.

Me hizo comprender que nada era ya lo que yo creía, que aquellos cuatro meses de suplicio sí que estaban ahí, consumiéndonos, separándonos. Me hizo comprender que el infierno sí existe, que era justo el momento en el que ella separaba sus labios de los míos... que limpiaba con sus manos trémulas el roce que yo había dejado ahí, y que no me pudo dejar contenerlo.

            —Lo siento...

Apenas y pude susurrar, mientras me tentaba los labios, el cómo me ardían, me punzaban, mi respiración se entrecortaba porque mi aliento aún no volvía a la normalidad. Mi mente, aún se sintió malsana por repetir como un maldito augurio la forma tan ansiosa en la que ella trataba de limpiar sus labios.

            —N-no quiero que me vuelvas a besar... —susurró.

Mi sangre se heló, mis ojos congelaban la imagen y no podía parar de mirarla.

—...No quiero que pienses en excusarte, o siquiera intentar reclamarme...—añadió, en voz baja pero clara. Se hiperventilaba, tanto como yo—. No quiero que me digas Lo siento con la misma mirada que usaste cuando me habías dicho 'Jamás sería capaz de hacerte daño'.
—Yo... ya te lo he...—traté de absorber el llanto que sabía se avecinaría, rogué por el nudo de mi garganta me permitiera continuar, pero se había vuelto ya tan letal, tan imposible, que ni una palabra brotó sin sonar atropellada.
—...Te lo había dicho antes—me cortó, abrupta. Obligándome a sentir un profundo dolor en el centro de mi ser—. Te lo recalqué, te lo confesé. Te dije que todos me habían hecho lo mismo... y tú no fuiste la diferencia. Como todos, me pusiste sal en la herida, era... Era como si te estuvieras... burlando de mí.

Aquella sentencia, ése silencio que nos impregnó, me hizo sentir mi propio corazón como algo molesto, como si todo volviese a lacerarme incluso físicamente. Me aseguré, ya nada podía ir peor, nada. Caería, y sería abominable, sufriría otra vez, pero quería creer que una vez en el suelo no había nada que lastimase aún más.

Todavía... quería intentarlo.

—Rachel, lo que sucedió con Lisa... no había sido nada—susurré, mirándola limpiarse la humedad de sus mejillas, sintiendo cómo mis ojos comenzaron a escocer—. En absoluto. No lo significó, yo...
            —...Sí, tienes razón—zanjó.

La observé entonces, paciente como podía, confundido, mientras aquella misma cicatriz de mi pecho comenzaba a despertar de su letargo como si alguien hubiese derramado alcohol en ella.

—...No había sido nada—continuó—. Nada comparado con lo que en verdad pudo suceder, si yo no hubiera aparecido.
            —No...

Negué, con mis ojos doliendo, cristalizándose, con mis pensamientos comenzando a arder mientras ella sollozó. Era imposible, increíble y absurdo que ella creyese lo que sus palabras me dieron a entender, era impensable que lo sostuviera, que lo insinuara siquiera.

—No puedes creer que yo hubiera llegado a engañarte... de esa forma—musité. Deseé que cada murmullo entrase bien a su mente y supe que con esfuerzo, lo pude lograr—. Yo no, maldita sea, no...
—...Pero lo hiciste. Lo lograste, la besaste y nos destruiste, todo en el mismo segundo—sentenció, y así, algo dentro de mí se quebró. La razón, el juicio estaba siendo esfumado por aquello que escuchaba.
—Y aún así creíste que tú habías sido la única que llegó a perder ése bebé...—le solté, con una sensación que hacía mucho no experimentaba, todo volvió a la par, el resentimiento supuró en cada una de mis palabras—. Me echaste la culpa con sólo mirarme. Se te olvidó que ese niño no era sólo tuyo, que era nuestro, maldición, era nuestro... Y no te detuviste ni por un segundo a pensar que yo también le perdí.

Nada, silencio. Y la garganta me punzó, el nudo se agrandaba y supe que la inconfundible furia ya no cesaría, que el llanto que volvió a brotar de ella no me doblaba o me preocupaba, tan sólo me provocaba más.

—Sí, te engañé. Como dices...—solté, sin detenerme, sin desear sentir ya—. Y mientras, tú vuelves con la persona que te engañó en primer lugar.
            —¿Qué?
—...Ross—sentencié, certero. ¿Ahora lo negaría? ¿Lo iba a intentar siquiera cuando sabe sin dudar que me lo he topado antes de venir?—. Me lo ha dicho. Ya están juntos de nuevo, ¿No es así? Como antes. Como si yo no me hubiera aparecido ni por un maldito error.

Entonces me miró, se tomó un puñado de infernales segundos en los que deseé que ella se inmutara en negar cada palabra que le había dicho, que me dijera que no era cierto, que me asegurara lo equivocado que soné, que ella no podía llegar a amar de nuevo a la persona que tomó mi lugar antes que yo, que era una mentira, pero no. Y más que silencio, sollozó, sólo asintió, odiándome. Estaba seguro de ello.

—¿Y qué si estoy con él?—la oscuridad me vaticinó al mirarla bramar, saberla detestarme de aquella manera me hizo colapsar—. ¿Qué si hemos vuelto? No te tiene por qué importar. He dejado de ser problema tuyo desde hace tiempo... y tú de ser el mío. No te metas en esto.

Me aproximé peligrosamente a ella, sus labios ya no me hacían distraer, sus ojos no me significaban nada. No tuve ni la maldita idea de cómo me atreví, salvo de mi mísera y abominable realidad.

            —Yo tan sólo he besado a Lisa... y él se acostó sin más con otra mujer.
—¿Qué...? ¿Pero, cómo te atreves a...?—negaba, se hiperventilaba.

Nuevas lágrimas aparecían y conforme su mirada rogó mayor incredulidad, yo juré con la seguridad de mis palabras el no arrepentirme de ello. Ardía como no lo imaginé, y sin embargo me encantaba, me provocó el saber que tenía razón.

—...Por un maldito beso me dejaste—añadí, casi temblando, buscando toparme con su mirada empedernida—, me abandonaste a mi propia suerte y no me dejaste a mí explicar. Él duerme con alguien diferente y al poco tiempo le levantas el castigo como si nada malo hubiera ocurrido. De la nada, es tu luz, es tu todo, apestas a cigarrillo y no te puedo reconocer... ¿Entonces tan pronto como terminas conmigo buscas regresar a sus brazos de nuevo? ¿Actúas como si yo no hubiera luchado por ti?
—¡Entonces, ve a saber quién me ha dolido más, maldición!—rugió, con el rostro transformado en rabia pura, en aberración. Sus lágrimas llegaron feroces a sus labios y aún así no pareció parar—. Sí, fumé. ¿Está bien? Porque tenía una vida antes de ti, y luego de ti la seguiré teniendo. Él me ayuda a sentirme mejor, me ayuda a sanar, a distraerme, me ayuda a olvidar. Así que... cállate, Michael...

Y selló sus ojos con fuerza, usando ambas manos posadas ahí. Algo dentro de mí se activó, supe era la ansiedad que desembocaron aquellas palabras inconclusas, esas explicaciones dolorosas a medio concretar. Lloró, su voz volvió a colapsarse.

—...Cállate, cállate, por favor...—reponía, con su voz tendiendo de un hilo débil, su mirada enclaustrada para que yo no pudiese encontrarle aún—. Porque ya te has vuelto en todo lo contrario... y... me haces... querer...
            —¿Qué? ¿Te hago querer qué?

Esos llantos, su rostro cubierto, su voz, la lejanía que sentí. Todo en conjunto estaba haciéndome supurar una sarta de ansiedad y desesperaciones que me laceraron por dentro, me obligaron a lanzarme en torno a ella, a tomar de sus muñecas, rogar porque sus ojos volvieran a mirarme otra vez.

Sus labios se entreabrieron, se paralizó, pero al final cedió.

            —...Me haces querer... olvidarme ya de todo...

Ni siquiera se preocupó por limpiar esas lágrimas nuevas que desembocaron por todo su rostro, ni siquiera lo advertí, no me percaté de la lágrima que de mis ojos salía. Tan sólo sus palabras ya me mantenían ahí, impávido, en medio de la vida y la muerte, entre suposiciones que no quise reales y pesadillas volviendo a perseguirme como antes.

Otra lágrima más salió de mí, y otra.

            —¿Qué...?—pregunté, débil, ya fuera de mí.
            —Sí... quiero... quiero olvidarte...

Un dolor implacable renació detrás de mi pecho, en la misma cicatriz, se llevaba de golpe toda esa sensación imperiosa que sentí sobre ella y me devolvió sólo un cúmulo interminable de ardor, de ansiedad, de abandono. Todo de vuelta. Me arrojaba de lleno al mismo abismo nuevamente.

No, no... me susurré. Que las lágrimas no vuelvan así, que no me quemen, que no sean tan ácidas y lacerantes al recorrer mis mejillas. Y sin embargo ahí estaban, supurando sin más. No podía soportarlo.

            —Ojalá... ojalá no hubiese existido... la primera vez que te besé...
            —No...—negué, destruido—. No es verdad...

Pero no me miró, y tan sólo la supe con su semblante de nuevo deshecho, descolocado. Sólo sentí cómo todo en mi alrededor, se volvía a desmoronar.

—No, no, no, no... No puedes decirlo en serio. No es cierto. Rachel, Rachel mi amor, mírame...—le tomé, busqué su mentón mientras mis lágrimas ya me decían que mi orgullo se había destruido, nublaban mi vista de manera letal, que no encontraba la fuerza suficiente para hacerla ceder—. Por favor...
            —No...

Entre aquél sollozo buscó alejarse sin más. Dejándome paralizado y postrado aún ahí, indefenso, lastimado, con mis manos petrificadas en su dirección.

            —No puedo creerte...—susurré.

Y ni aquello, la hizo contestar. No reaccionó, no se movió, no me miró, no nada. Pero algo sí que cambiaba en mi mundo, todo comenzaba a arder. Todo cuanto dijo, cuanto soltó sólo así, estaban haciendo de las suyas ahora, y estaba segura de que ella lo había deseado así.

Jamás me sentí así de ofuscado frente a ella, tan contenido, sumamente contrariado.

            —Es imposible que seas... tan desagradecida...

Me aproximé, ansioso y asegurándome de que mi aliento pudiera chocar contra la piel de sus labios, de que lo próximo  que dijera quedase enterrado y bien marcado en cada uno de los sentidos cuerdos que le quedaban.

—Entonces, olvídame—sollocé, mientras más lágrimas caían de sus ojos y de los míos. Mi voz se destruía, nuestros gemidos de dolor se combinaban entre sí—. Hazlo y regálate un favor creyendo que estoy muerto si quieres. Pero no te confundas, que yo también te puedo olvidar. Puedo llegar a enamorarme de otra persona... incluso mejor que tú.

Y me aparté, sin poder respirar siquiera por el maldito nudo, por el llanto. No obstante disfrutando como un lunático de aquél sollozo desgarrador que se le escapó.

            —Te... odio...

Sus ojos se cerraron con fuerza, sus dientes temblaron, su rostro se terminaba de consumir, de destruirse, mientras el leve bisbiseo se repetía miles de veces en mi cabeza con ese tono mísero que le salió.

—¿Ah, sí?—la vislumbré, acérrimo, y dispuesto a replicar.

Ya ni siquiera me importó.

            —...Yo también te amé.

Y me giré, de nuevo, dispuesto a marcharme de una maldita vez. Deseando dejar de sentir esa impotencia endemoniada que generaba el comprender que ella bien no me quería más a su lado, que ambos dejamos de querer lo mismo, que quizá así había sido desde hace más de cuatro meses.

Rachel me estaba mandando al infierno y ya podía percibir la manera letal en que la lava de estar varado en ese departamento y siendo impregnado de aquellos aromas, de aquellas sensaciones, recuerdos, ya quemaban las plantas de mis pies. Pero un turbio gemido de dolor me detuvo con el pomo sostenido en medio de mi mano. Supe me dolería quedarme para más, comprendía que me ardería el escucharle, y aún así... aguardé.

            —...Y si vas a elegirla a ella, al menos que te ame más que yo.

Asentí, dándole la espalda. Sólo así

Pues bien, ya debía haberlo comprendido desde mucho antes. Era un estúpido, un imbécil al que le gustaba que lo lastimasen sin ninguna razón, era un idiota que nada más no quería comprender que en esta relación, que en este intento de lo que permanecía de nosotros, lo único que quedaba, era yo.

Así que también me fui.

Conduje, y aceleré. No me interesó nada, no me importaba el hecho de que las luces, el ruido, el aire golpeándome lastimaran mi alma vacía. No apreciaba cómo el tiempo volvía a perder su significado, cómo las calles parecieron serpentearse sólas mientras mi mente viajaba de nuevo hacia escenas que parecieron sacadas de mis más hermosos cuentos de hadas...

Rachel y yo, perdidos, besándonos en los jardines infinitos de Neverland.
Rachel tomando mi mano, jurándome amor, sonriéndome, abrillantando mi mundo.
Rachel salvándome del abismo una y otra vez más, muriendo conmigo, durmiendo conmigo.
Rachel amándome, maldita sea, amándome.

Y mierda, ¿En qué momento se fue a perder toda esa felicidad? ¿Qué diablos iba a ser de mí ahora que ella bien había escrito su destino tan aparte del mío?

            —Mierda, mierda, mierda... ¡Mierda!

Ingresé a mi habitación azotando la puerta de par en par, roto, contenido, rabioso, mientras me repetía una y otra vez que el fin era este, era inevitable aunque hubiese creído que con ella sería diferente. Pero maldición, todo terminaba siempre, al menos para mí, y era un maldito idiota por creer que para mí, podría ser distinto.

Y si ella quería olvidarme, yo también quería olvidarla a ella, olvidarlo todo de ser posible.

No recordar ni siquiera el sabor de sus labios, rogué entonces, mientras cerraba los ojos para poder controlar el llanto. Olvidar que había conocido la dicha absoluta pendiendo de su boca. Borrar de mis propios recuerdos el latido constante de su respiración chocando contra mis propios labios, en el milagro de esa danza ancestral de nuestros mutuos corazones.

¡Olvidarlo todo! ¡No quedarme con nada! Marcharme vacío, completamente vacío, para sentir que nuestra hermosa historia no había tenido lugar jamás. Zafarme de todo, borrarlo todo, y pensar en que la soledad sí que me importaba. Que vivir sin ella, hacerme a la idea... sería como estar en el maldito inframundo.

Vivir al lado de nadie, sería abominable.

            —Contesta... contesta, por favor...

Tonos aparecían y tonos cesaban. Aferraba el maldito teléfono tan cerca de mi oído como el dolor me lo permitió, como el aliento me dejaba sentir la realidad al tiempo en que todo se calmó, el silencio reinó, pues alguien ya había contestado.

            —¿Michael? ¿Michael, eres tú? ¿Qué ocurre...?

Su voz... su voz apareció preocupada, anhelante, quebrada ante mi mutismo. Algunos suspiros que salieron del otro lado de la línea me tentaron a hablar, a decir algo y sin embargo sólo lograba que saliera mi respiración abrupta rompiéndolo todo.

            —Me estás... preocupando, Michael. Por favor, sólo...
—...Ya lo he... pensado—espeté con desquicio, con urgencia que me consumía—. Ya lo pensé.
            —¿Qué? ¿De qué hablas?

Y traté de aferrarme a cualquier detalle que mi realidad sostenía. Me quise amarrar como un condenado a muerte ante cualquier otra alternativa que sabía se me abriría a la par. Lo intentaría todo, lo olvidaría todo y buscaría otros caminos desesperadamente. Todo por no sentir que el infierno reanudara su sentencia letal sobre mí, que no me dejara estancado ante el paso efervescente de mi agonía.

Aferrarme a la idea de que Rachel ya no me quiere. Que quizá sí, me quiso alguna vez, pero ya no. Ya fue, ya fui, ya fuimos, y ahora ella es con alguien más. Sigue adelante, y yo tenía que avanzar. Igual y el mundo sigue, y yo no podía quedarme atrás.

Porque  si alguien ya le hace sentir lo que mis caricias le hacían, si alguien puede humedecerle solo con un beso o hasta menos, si alguna respiración acelera su ritmo cardiaco al sentirla sobre sus muslos, si alguna voz logra hacer retumbar sus adentros y hacerle sentir vacíos en el abdomen,  si alguien puede hacerle el amor de la manera en que la hice yo, si alguien puede llegar a entregarse tanto como lo hice yo por ella,  debía prometerme a mí mismo que olvidarle no será una opción...

No... Será una maldita meta.

            —Lisa, si... Si te pidiera matrimonio, ¿Aceptarías?
~
Y es que ha tomado tanto tiempo
para ser capaz de sentirme sólo bien,
recordé cómo iluminar de nuevo mis ojos;
ojalá pudiera borrar la primera vez que te besé
porque rompiste todas tus promesas. Y ahora vuelves...

Ya no puedes tenerme de vuelta.

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