La fría
pulsación de esas insoportables palabras, el ritmo lento de su voz, la
destrucción que me hizo sentir el paso de una nueva tormenta naciendo en pos de
mí. De pronto la realidad caía entre mis hombros, escuchaba gritos en mi
cabeza, mis ojos escocieron, mi mirada se nubló. Y todo aquello, mientras el
silencio se desliza como cera ardiente en medio de mis respiraciones, de los
sollozos de Rachel y de sus lágrimas nuevas.
Preguntas,
reproches, dudas, martirio, infierno.
—No, no
puede ser...—Horror. Pánico. El abismo de la realidad lacerando, destruyendo mi
voz, despedazando mis venas, obstruyendo en cada uno de mis latidos—. Es
imposible, debe ser un error.
Y parece
que un suspiro es con lo único que puede replicar. Un suspiro, acompañando sus
ojos lastimeros rogándome por una mísera disculpa mientras que, a mi lado, más
y más lágrimas saladas escurren ya sin poder contenerse de los ojos
descolocados de Rachel. Como tratándose de una pesadilla, como si cada sollozo
o quejido me lastimaran a cada nueva vez.
Mis ojos
ardieron, mi debilidad nació. Casi no llegaba aire a mis pulmones, dolía cada
molécula que entraba.
—Michael,
esto... sucede. No deja de ser imposible en todos los casos—su tono es tal,
impregnado de atamiento. Es tan sofocante, tan impensable como las manos de
Rachel cubriendo su rostro entero y obstruyendo cada llanto que aparece. Peor
incluso que la peor de mis pesadillas—. Ustedes son jóvenes, y sanos. Quizá...
en un par de meses podrían intentarlo de nuevo. No sabes cómo lo lamento...
—P-ero tú
has... dicho que todo iba perfecto...—susurro, con voz quebrada. Las lágrimas
acudirían, estaban ya aquí pero sin razón alguna no las puedo hacer aparecer.
—Lo hice,
lo sé...
Lo
escucho al momento, con mi mirada puesta al vacío, apoyada contra la piel
descubierta de ese vientre lastimado, de esa esperanza extinta. Apreté los
puños deseando ya descargar eso que bullía en mi interior. Quería dejar salir
esa marea negra que lo arruinaba todo. Pero con una mierda, sus palabras no
sanaban, no hacían nada, sólo me hicieron perderme todavía más.
—...Y la
razón puede ser cualquiera; pero si jamás encontré malformaciones congénitas
del feto, si ella no había presentado anormalidades dentro de su útero y acaso
te he dado ese diagnóstico antes, no atribuyo el sangrado a ninguna otra causa
que no fuese un... suceso traumático.
No. No,
no podía ser.
Le miro
entonces, y la saliva comienza a corroerme amarga, el pulso se me aceleró. Y me
acerqué aterrado y lascivo hacia ella sin poder controlar mi cuerpo,
comprendiéndolo todo sobremanera. El motivo de todo. Que el inicio del final
tenía causa y que luego de tanto como lo
rogué, no se había tratado de sólo un accidente. Que había sido yo... que
siempre yo lo había consumado.
Me dejo
caer de rodillas al piso, justo al borde de aquella camilla que la sostenía,
apretando los dientes y frotando mi rostro con rabia e impotencia para hacer
las lágrimas y todo aquello que me obstruía la vista desaparecer. Sintiendo el
maldito miedo ya atropellándolo todo.
Ni la
razón, ni la objetividad entraban, tan sólo la verdad de que, así e
infinitamente, la había lastimado. Había dañado al amor de mi vida.
—R-rachel...—un
sollozo se escapó, se combinó con mis lágrimas al cabo de un último intento,
una posibilidad más de poder alcanzar su mano petrificada.
—...No. No me toques...—me evitó.
Sus
propios ojos, irreconociblemente rojos,
me juraron que yo ya estaba más cerca del infierno que de su propia luz.
Por un
momento, creí haber dejado de respirar. Escarbando en mis temores, más lágrimas
ardieron contra mi piel fría. La dejé, simplemente, ahí y aún postrada sobre la
cama. La puerta no fue obstáculo para retenerme un segundo más en esa maldita
habitación. Ni mis pasos desenfrenados, ni los llantos de Rachel supurando y
desgarrando el silencio que aún quedaba, ni Ross rodeándome de forma huraña
para poder ingresar al sitio de nuevo.
No quería
enterarme de la existencia de los chicos apreciándome con el descolocado
semblante, no quería que me viesen así, no quería destruirme ante ellos. Tan
sólo quería... llorar. Largarme de ahí. Correr, así no viera nada, lastimarme
como mi ser lo esperaba sin excusas. Hundirme completamente sólo.
Caminar
entre sombras, sin tener la esperanza de poder salir.
Mis pasos
se habían combinado con mi respiración atrabancándose de forma convulsa, mi
cuerpo pareció dejar de funcionar apenas el frío golpeó, y me había percatado
de que la temperatura del exterior iba bajando.
Me había
dejado caer de rodillas contra el césped humedecido de esa pequeña terraza
apartada de todos y todo lo demás; lo noté cuando la realidad pugnaba ya por
convertirse en un grito ahogado en medio de mi garganta. Me dejo caer, y sólo
por que las tinieblas, las memorias, el maldito dolor, y el más impensable de los
castigos se hiciese presente ante mí. Me presionaba la espalda.
El frío
provocado por su última mirada arde como si me estuviese quemando.
Pensar
que la he puesto en un inminente y casi inevitable peligro me eriza la piel, me
congela el alma. Y ni con mis lágrimas escurriendo, ni con el arrepentimiento,
mis ruegos, aquello paraba de ser verdad. No importa ya si el peso de la
pérdida era real, y si sentir aquella impotencia viajar por mi cuerpo sin freno
era menos de lo que merecía. Porque lo arruiné, otra vez, lo eché todo a la
mierda. Sólo siento dolor, agua corriendo y el mundo terminándose, el
desgarrador ardor de comprender que las cosas para nosotros, una vez más habían
cambiado... para siempre.
Nuestro
bebé, nuestra luz... Ya no estaba. Se marchó. Se me esfumó de las propias
manos.
¿Pero cómo
mierda llegó esto a pasar? ¿Cómo fui a dejar que se me escapara de las manos y
que todo el dolor fuera a parar a ella? ¿Cómo fui a olvidarme de la verdad, de
la certeza de aquella sarta de promesas que le perjuré como imbécil hasta el
cansancio? ¿Cómo es que yo mismo la he enfrascado en este infierno? ¿Cómo he
podido besar... unos labios distintos a los de ella?
Me
aborrezco, me deseo lo peor, me odio como un desquiciado. Me odio y no
comprendí cómo es posible que, si sé que no existe nadie más sobre mí que la
ame como yo lo hago, la he podido amarrar a esta sentencia. La razón por la que
mi propia luz, mi estabilidad, la esperanza y todo aquello que da maravilla y
posibilidad a mi vida se había deshecho de esta forma... y sólo por mí. El cómo
la he hecho sufrir de esta manera.
—No... no
puede ser, mierda...—mascullo contra mí mismo mientras me mordía los labios, y
miraba mis manos raspándose hasta enrojecer contra el césped humedecido.
Cerrando los ojos con fuerza para poder contener el reguero de gotas saladas,
dejándome vencido contra lo que fuese a avecinarse luego—. No, no...
De
pronto, y mirando mis lágrimas estrellándose contra la tierra una sombra se
manifestó ante mí. Luego la carencia de temperatura dejó de importar, se
extinguía con un cuerpo cerca de mí dejándose caer a unos centímetros del mío,
un par de sollozos suaves y contenidos acompañando los míos, un par de brazos
temblorosos envolviendo mi cuerpo erguido, mis sombras, y que me dejan sin otra
posibilidad diferente a no aferrarme hacia sí. Enterrar mi rostro deshecho muy
dentro de su cabello rubio terminado a mitad de sus hombros.
—Michael...
Esa
magnitud con la que estrujo el cuerpo de Phoebe contra el mío se dispara hacia
los cielos. Mis sollozos se han unido a los de ella luego de la mención de mi
nombre. La ciño dejando de respirar, escarbando en mi memoria, en miles de
momentos donde ella, junto con el resto me habían mostrado infinidad de veces
que no habría sangre de por medio para tratarse de una familia, de un soporte
incondicional, o de un bálsamo que sé lo curaría todo.
Sólo
quería que alguien más supiese que me duele, me mata tanto como a Rachel ahí
dentro.
—Lo perdí, Phoebe...
Sin decir
nada aún, sólo presiona mi cuerpo un poco más. Yo quería llorar, lo anhelaba
como nunca antes, gritar, maldecir mil veces. Dejar bullir ese caos vuelto
veneno entre mi sangre para que ya se escapase de mi cuerpo. Que las lágrimas
me lastimaran apenas y como sé que lo merecía, que el maldito infierno fuese
aún más infinito que mi mismo dolor, y el vacío en medio de mi pecho no dejara
de destruir mi vida entera.
—Rachel...—continúo
por sentir su silencio—. Ella ha perdido a nuestro bebé por mi culpa...
—No,
no...—con cuidado, se incorporó. Estaba haciendo que por primera vez nuestras miradas se encontraran—. Michael,
¿Cómo es que...?
—...Un
suceso traumático—musito, citando con mi voz ardiendo aquellas palabras
mortecinas. Ella sólo me miró negando, me penetró de tal modo que sentí una vez
más cómo mi corazón embravecido se detenía—. El mismo doctor lo ha dicho.
Sus ojos
estaban igual o casi tan irritados como los míos, como los de Rachel, como los
de Ross al tiempo en que me había esfumado de aquél lugar. Más sollozos querían
escaparse, pero ella los detenía a tiempo. Su aliento se entrecortaba, su
rostro se petrificaba, su silencio se hacía más y más letal.
—Lo que
ocasionó ese maldito sangrado ha sido una gran impresión—mi voz, entonces
volvía a ser la de antes; afligida, dolida, colapsada y culpable—. Rachel...
ella... nos ha visto, Phoebe. Me ha visto... besando a Lisa.
Conforme
las lágrimas de nuevo acudían un nuevo retortijón de asco nació al centro de mi
estómago. Se me revuelve inevitablemente, y hace mi cuerpo entero erguirse pese
a la manera en que sus brazos sostienen mi cuerpo. Parece increíble pensarlo
siquiera. Aquello no suena a mí, mierda. A mi persona, a algo que tendría
cabida dentro de mi sistema, o dentro de todas esas promesas que le había
obsequiado a Rachel, desde siempre.
Un
suspiro brotó, agotado, impregnado de lástima, y al tiempo que sólo con una
mano ella seca con furia las pocas lágrimas que alcanzaban a tocar sus
mejillas, la otra ya alcanzaba mi rostro entumecido, haciéndome perder el
juicio de todo cuanto nos rodeaba a los dos. Sólo existen sus ojos de pronto.
—Ella te
necesita, Michael... Ahora—musita llorosa—. Está ahí, sola, y... por Dios,
tienes que estar con ella.
Sólo
puedo quedarme pasmado, horrorizado. Comprendiendo de alguna forma existencial
que quizá ya era tarde para eso, que ya sería incluso... demasiado. Porque no
la lastimaría de nuevo, no lo podría hacer aunque, con un demonio... Lo
deseaba, anhelaba, aún con sus súplicas de alejarse, el poder estar cerca de
ella, o la mísera oportunidad de estar en su misma habitación. Con la pérdida
consumiéndonos a ambos, pero luchando hasta lo indecible por permanecer al lado
de ella.
Algo de
pronto se enciende en mi interior, como una posibilidad, una luz que sin más se
vuelve tan potente que me obliga a usar las yemas de mis dedos para despejarme
de las lágrimas y de la vista nublada, de incorporarme entre esos brazos que me
rodeaban, y precipitarme absorto y de nuevo hacia esa habitación. Si mi luz
estaba lacerada, si sus últimas fuerzas habían sido arrancadas de sus manos con
tal magnitud, yo tenía que estar para ella, sufrir con ella.
—No... Lo siento.
Una mano,
petrificada a la altura de mi pecho me detiene a unos metros de esa misma
puerta cerrada. No doy más, no avanzo pese a mi persistencia. Y al izar mi
mirada me percato de que se trata de la misma enfermera que nos ha atendido
antes.
—¿Qué...?—al
encararla aún, hago otro intento por alcanzar el picaporte y entrar, pero ella
continuaba impidiéndolo. Sentía cómo mi corazón se hundía cada vez más entre mi
pecho, y la forma en que la impotencia lo invadió todo, absolutamente todo.
—La
señorita...—susurra, dejando su mano suelta al tiempo en que retrocedí un paso
ante ella—. Ella me ha pedido que no le permitiera pasar. Me ha pedido que no
pudiese estar con ella.
—Pero,
¿De qué demonios estás hablando?—siento más viva la contención, la frustración,
aquella necesidad de descargar hacia ella la furia y desconcierto, mi
impotencia. ¡Cómo se atreve, maldita sea!—. Por supuesto que tengo que estar
ahí... No pienso quedarme aquí fuera sabiendo que ella...
—...Ella no está sola.
Entonces
giré. Encuentro sin más a Chandler ahí a mis espaldas, Joey está a su lado y
perdiéndome en ese mismo atisbo de desazón contaminando sus ojos, a duras penas
me doy cuenta de que Phoebe me ha alcanzado luego de todo también. Apenas
escuché cómo aquella puerta se abría y cerraba, y la enfermera había
desaparecido de nuevo de entre nuestra vista. No me quedan ni fuerzas para
procesar lo que ven mis ojos, lo que escuché, la lógica que carecía el momento.
—¿Pero, qué...?
—Ross...—musita, con una terrible
paz forzada—. Él está ahí dentro con ella.
—¿Ross?
¿Por qué él? ¿Qué es lo que...?—contengo el aliento frente a ambos, desesperado
y sin dejar de negar aún mientras mi mente luchaba ya contra el cansancio y la
pronta demencia que desprendía de cada maldito segundo que me separaba de ella.
Cada momento en que yo, aún no estaba ahí, y Ross sí.
—No
sabemos—se encoge de hombros al hablar, negando entre titubeos nerviosos.
Mirando a Joey a su lado dentro de intervalos irregulares como buscando refugio—.
Rachel sólo ha permitido que él estuviese con ella.
Un
retortijón súbito apareció.
Estaba
aturdido, de pronto fuera de mí otra vez. Cierro los ojos y busco asiento en
uno de los sofás próximos resoplando convulso al tiempo en que negaba con una
mano sobre mis labios, horrorizado, inaplacablemente consternado.
Ahí,
sentado y con mi cabeza presionada entre mis manos, una lágrima de impotencia y
rabia salió. Y dentro de mi mente sólo supuraba la incógnita, el motivo por el
que él es quien está con ella y, no yo. Necesitaba saber por qué, cómo es que
así lo había decidido y al mismo tiempo, no quería ni pensarlo, no imaginarlo
siquiera.
Un par de
pasos distraídos cerca de mí me sacan entonces de mi cavilar.
—Nosotros...
sabemos lo que pasó—la voz de Chandler al instante capta mi atención. Me hace
izar la mirada y observarle, pero no puedo dejar que aquél aire de desprecio
pueda parar—. Quizá deberías... darle su espacio, Michael. Por unos momentos.
—S-sí, Michael... Pienso lo mismo—sólo
así, Joey se le unió.
Pero en
lugar de calmarme, no logran más que convencerme de mirarles con un deje que se
vuelve más fulminante a cada maldito segundo que pasa. Y los odié por sólo un
segundo, aquél en el que me habían orillado a ello aún cuando jamás pensé que
iba a llegar el momento en que les dirigiera una mirada tal. En mi intento por
buscar un respiro, otra oportunidad, me topo con Phoebe, y el cómo una de sus
manos sella sus labios para ocultar su impresión.
—Lo
siento tanto...—escucho su tierna voz estrellándose contra sus propias manos.
Así, la
oscuridad no sólo provino de sus miradas, sino de la forma en que la esperanza,
y el razonamiento me abandonaban a cada paso más.
—No...
Una risa
casi inexistente y lastimera sale de mis labios. La uso como para maquillar el
dolor, para ridiculizarme a mí o al casi irreal desprecio que me obligan a
sentir por ellos. Sólo mirando esa puerta cerrada, imaginándome a Ross, más
allá, sujetando una preciosa mano que yo tendría que estar tomando con fuerza
en estos momentos.
—...Ni siquiera ustedes pueden
sentirlo tanto como yo lo hago.
Entretanto,
y consumido por la debilidad, me incorporo para alejarme de una sóla vez de
ahí. Haciéndome a la idea de que esos nuevos murmullos que lanzan no existen, y
que el aspire de Phoebe no ha sido tan doloroso como sonó.
—Michael...—ella
espeta, pero no ocurre nada más. No me giro hacia ellos, no me detengo. No
intento nada.
—Olvídenlo...
Una sala
de espera escojo para resguardarme tan sólo un puñado de segundos después, y
dejo caer mi cuerpo en el sofá más grande entre sensaciones de que mis propios
huesos ya han sido amordazados por el tiempo y la angustia, el dolor. Mirando
la puerta entreabierta de forma aprehensiva, amenazante pues, sabía que como
mirara un rostro indeseable de nuevo, explotaría. Todo volvería a perder el
sentido de nuevo.
No puedo
soportar una decepción más, no cuando mi mente ya está impregnada incluso de
las mías. No cuando no dejo de sentir más que el desprecio en la mirada de los
demás cuando me voltean a ver, cuando ya pensé que quizá también los había
perdido a ellos. Mi paz, mi felicidad, el bienestar de tenerlos cerca se había
esfumado completamente, se había marchado ya, junto con la esperanza de que las
cosas pudiesen solucionarse. Junto con esa sarta de ideas y posibilidades de
cosas que me quedaban por hacer.
Todo cada
vez se volvía más y más oscuro, y de nuevo. Mientras las horas mueren, pasan y
duelen sin ella.
Entre mi
dormitar y la decepción, una realidad naciente, mi silencio es interrumpido por
mis propios llantos quebrados. Y se destruye aún más con el repiqueteo vago de
unos pasos estrellándose contra la moqueta de la pequeña estancia. Son pasos
lentos, pero calculados que me hacen abrir los ojos por fin, y que conforme las
sombras se vuelven vista de nuevo se detienen muy cerca de mí, y obligándome a
volver a la realidad. Haciendo que el viejo miedo volviera, el mismo temor.
Y la
sangre me hiela, al advertir cómo es que es Karen, quien se posiciona de
cuclillas frente a mí, mostrándome un semblante de compasión como si yo
estuviese a nada de destruirme de nuevo.
—Hola...—susurra, apenas perceptible.
Sonriéndome evidentemente desganada.
—Karen...—me
incorporo a la par, ubicando tendiendo de su fina muñeca su reloj preferido.
Son casi las cinco de la tarde del día siguiente—. No creí que me quedaría
dormido... lo siento.
—No te disculpes.
Otra
pausa ataja su voz. Disculparme, pienso para mí. Como si aquello pudiese servir
a estas alturas, o que cualquier maldita excusa que yo dé pudiese sanar.
—Rachel...—susurra,
con sus labios titiritando con el nombre. Segura de que la mención me heló—. Ella
ya ha sido dada de alta.
Mi mirada
se petrificó con la de ella en el mismo momento. Contengo el aliento sin
siquiera atreverme a respirar fuerte por miedo de parar de escuchar. Le
interrogo entonces con la mirada, rogándole sólo así que me explicara más, que
me dijera qué estaba ocurriendo, qué sucedería ahora, por qué no me he enterado
antes para ser yo el primero que la ayudara a despojarse de entre esa cama y
esas ropas de hospital.
Pero ni
ella, ni sus ojos decían ya nada.
Me
incorporé entonces para ponerme de pie, ya atorándose entre mi garganta la
única tarea de olvidarme de esos ojos cansados e inexpresivos que Karen tenía
al habérmelo dicho. Carentes de significado, de fuerza, como si no concordaran
con las palabras musitadas.
—Michael,
no...—bisbisea con prisa, mientras una de sus manos se ha ido propiamente a
detener mi cuerpo a medio intento por ponerme de pie.
—Karen,
tengo que verla...—hablar hace nacer un nudo nuevo, el escozor a mis ojos
vuelve de pronto—. No puedo esperar aún más...
—Es que,
Michael...—mira mis ojos uno a la vez, aguarda como si midiera mi reacción—. Ella
ya va camino a Neverland.
Tragué
saliva, atónito. Sintiendo un zumbido interno fulminando cada uno de mis
sentidos, a nada de colapsar aunque, lo asombroso había sido que, esta vez, ni
una sola lágrima se había desprendido. Rachel va a casa por fin, regresa a
nuestro hogar y aquello no podía lastimarme más de lo que ya estaba herido.
Porque ya
no había tiempo de ello. Ya no tenían cabida los intentos fallidos y las ideas
ciegas y frágiles. Una idea apareció.
—Bill...—la
observo con el rostro petrificado en una mueca seria—. Quiero saber dónde está.
—Está en
el vestíbulo. Acompañó a los chicos, le ha ayudado a ella a llegar al automóvil.
No me lo
pienso más, no me espero un solo segundo. De a zancadas atrabancadas, salgo de
la pequeña estancia privada y viro a la esquina, para dirigirme al primer
elevador que se topa entre mi camino.
—Michael—Karen
formula mi nombre entre respiraciones agitadas luego de alcanzarme en el mismo
lugar—, ¿Qué estás...?
—Me voy a
casa—zanjo sin mirarla, accionando el botón para llamar al elevador. Cuanto más
tiempo pasaba entonces, más ansioso me sentía, más perturbable. Rachel, dentro
o fuera de su voluntad se alejaba más y más a cada maldito instante que pasaba
y, por mucho que deseaba, ninguna acción podía hacer que me aproximara a ella,
no hasta ahora—. Tengo que verla, maldición. No soporto un maldito momento más.
—No
puedes, no tenemos seguridad en un piso diferente, Michael. Todas esas
personas...
—Saldré
por detrás—el par de puertas de metal se abrieron. Sin mirar atrás, entré, y
sentir su calor cerca de mi cuerpo me convenció de que ella había ingresado
conmigo. Las puertas se volvieron a cerrar al tiempo en que ella presionaba un
botón de la barra de controles, y un turbio suspiro brotó de sus labios—. Llama
a Bill. Dile que le espero en el vehículo en el menor tiempo posible.
—S-sí...
Para
cuando alcanzamos el piso subterráneo, ya me sentía fuera de mi órbita. Y
hubiese sido millones de veces peor, si Bill no hubiera estado ya ahí,
aguardando por nosotros y a la orden de escoltarnos directo al vehículo en el
que casi un día antes habíamos arribado. Todo el papeleo sería enviado pronto a
Neverland; diagnósticos, estudios, todo lo concerniente a la emergencia e
intervención que había tenido Rachel ya estaba acordado. Ahora sólo quedaba
marcharme de ahí, de aquél infierno que como ni uno otro, me había hecho
ahogarme en llanto como nunca antes.
Mirarla
otra vez, apreciarla y no dejar de nuevo que sus ojos me intimiden a tal
magnitud en que sentía la misma culpa quemándome la piel. Que el cielo nublado
cayendo al centro de Los Angeles no significara nada dentro de mis pensamientos
también nublosos y retorcidos, que la lluvia no me perturbara más. Tan sólo
llegar, mierda, tocarla, sanarla. Velar y llorar con ella hasta poder quedarnos
dormidos.
Serpenteamos
la ciudad, una leve brisa caía contra las ventanillas y el asfalto. Me había percatado,
mientras el reloj pareció transcurrir a cada segundo más lento y menos certero,
de que en verdad poco importa ahora si antes ella no me ha querido tocar, mirar
o sentir cerca.
Porque
éramos ella y yo. Se trata de nosotros, y si una mirada ha sido lo que comenzó
en medio de nosotros para hacernos amar, una nueva mirada sería lo que pondría
fin a esta separación. Le di su espacio, y un solo roce bastaría entonces...
todo ya cobraría sentido. Todo tiene que ser perfecto otra vez. Todo abismo o
infierno era merecedor de atravesar si tan sólo era ella quien lo hiciera
conmigo. No será la primera vez que lloraré sobre su regazo, ni tampoco en la
que ella recargaría su rostro lastimado contra mí para que un beso sellara todo
sollozo. Todo estaba presupuestado, así tenía que ser.
Rachel
hace que cada penumbra sea pensable, que cada dolor fuese soportable. Y si era
sólo un dolor que sufríamos juntos, su magnitud entonces ya no laceraba. Ni
entre la furia, ni la impotencia, tampoco el infinito de lágrimas que han sido
ya derramadas. Estando heridos, dañados o incompletos, pero juntos todo tenía
una solución, una perfecta. Podría empujarme al vacío junto con sus desprecios
y yo me imaginaría a mí mismo sonriendo como un masoquista pues, nuestro amor
desde el mismo principio, con o sin resquicios de sufrimiento, era más de lo
que ya hubiera necesitado. Es amor perfecto, es entrega.
Niego
entonces, con mis dedos aferrados al asiento de piel. No, pero nada ya parecía
bien, nada tenía sentido o estaba completo. ¿Y si nuestras vidas ya estaban tan
destruidas que sólo quedó el rehacerlas de nuevo? ¿Y si... tenía que permitir
que ella sintiese más, que supiera que hay aún un lazo entre ambos, que hay
esperanza? Asumirlo, sostenerla y no dejar que lo haga por ella misma, curar
sus heridas, sanar su alma fracturada y seguir… más juntos que nunca antes.
Compromiso.
Un
compromiso, mierda. Eso es... Eso ha sido todo el tiempo.
—Bill, detente aquí un momento.
Me
incorporo como puedo entre el asiento, ubicando más allá de la ventanilla
escurriendo y vaporizada aquella tienda que tantas veces advertí antes. Tantas
veces que la miré sólo dentro de un vehículo, que mis ojos se quedaron
atrapados entre cada uno de los escaparates y que aún así, jamás me di el lujo
de atreverme a entrar.
—¿Qué?—a
pesar de la urgencia en mi voz, Bill no viró, y sin embargo si había descendido
la velocidad al instante.
—Por
favor—espeto casi ahogándome, con la urgencia entrecortando mi voz—. Ahora.
Obedece
al final, aparcamos en sólo un momento. Karen me mira a mí alternando su mirada
junto con la vista nublada y mojada de fuera. Su semblante cambia entonces al
ubicar la pequeña tienda a sólo unos metros de donde nos habíamos detenido.
Lo
comprende sin añadir más que sus ojos descolocados sobre los míos.
—¿Una
joyería...?—ella inquiere al tiempo en que desato mi cinturón de seguridad de
mi cintura, cuando siento a cada mísero segundo más la impotencia obstruyendo
mi pecho al tomar la manija de la puerta para halar de ella.
Sonrío,
como tengo las fuerzas de hacerlo.
—Una tienda de anillos de
compromiso.
Salgo,
sin dar lugar a que ni uno de los dos pudiese seguirme detrás. El agua cayendo
sobre mi cuerpo no me lo impide, no me lo pienso o lo dudo, no me concentro
hasta mirar más que a una arreglada dependienta ubicándome a la entrada del
lugar, con la mirada petrificada y una mano temblorosa disparándose hacia sus
labios completamente abiertos.
—Hola...—trato
de saludar. Espero a que la urgencia no suene tan evidente en mi voz y como me
es posible, de que aquella reacción que he provocado no me haga perder incluso
más tiempo del que sé ya no tengo.
—Ah... h-hola...—la
oigo más allá, y ubico al instante las estanterías principales delante de ella—.
¿En qué...?
Uno de
esos momentos en que me gustaría no ser yo en realidad, uno en que me gustaría
que el reloj no se moviera, que me atendiera de prisa y que todo saliese como
lo tengo planeado. Pero, tampoco tengo tanta suerte.
—Me
gustaría mirar algunos de sus anillos de compromiso más valiosos—musito aún sin
mirarla, mis ojos ya se paseaban por toda clase de sortijas que ahí tenían. De
oro, de plata, con diamantes enormes y otros más con perfectas y continuas
incrustaciones alrededor. No puedo decidirme—. Los más caros que tenga. Quiero
comprar uno.
—S-sí.
Por supuesto—al hablar, supe que ya estaba analizando la misma estantería en la
que yo estaba buscando. Entre mis intentos por ubicar uno también, obstruye mi
vista al tomar algún puñado de anillos con delicadeza de no dañarlos al
mostrarlos frente a mí en el recibidor.
Le di una
media sonrisa como agradecimiento y, al analizar de vuelta la sortija con el
diamante al centro más grande de todos, la puerta de entrada había emitido un
leve sonido dulce. Me giré apenas. Era Karen, empapada, y con una mirada
sumamente fulminante hacia mí.
No me
importó.
—Michael,
maldición...—se despegaba algunos cabellos que se habían adherido a su rostro
luego de haberse mojado. Al acercarse lo suficiente hacia mí, noté cómo sus
ojos se habían atorado en nada más que los cinco anillos diferentes que estaban
postrados frente a mí—. ¿Qué es lo que haces?
La chica,
no se atreve siquiera a añadir nada más. Ni Karen a mi lado lo hace. Tal parece
que la pregunta se ha contestado sola, o que miles y miles más se han formulado
dentro de su cabeza al no parar de observar aquellas joyas. Preguntas más
amenas como ¿Cuál será perfecto? ¿Cuál podrá hacerle justicia a ella? ¿Cuál
tendrá la piedra más grande como para hacer sus ojos grises centellar cuando
tenga que ofrecérselo entonces?
Tantas
cuestiones, puntos sin retorno, y tan poco tiempo. Los segundos me estaban ya
consumiendo, la ansiedad me carcome, la incertidumbre junto con el sonido de
las gotas de lluvia pesadas chocando contra el cristal exterior sólo lo
empeoraba. La imagen de Rachel, de mi Rachel perdida entre sombras, atorada
dentro de un infierno que aún no termino.
—Es obvio, ¿No es así?
Mi voz la
desconcentró. Deja de mirar el conjunto de sortijas para volver a dirigir su
mirada confundida hacia la mía.
—Es sólo
otro obstáculo, Karen—repongo, con mi vista volviendo de vuelta a la estantería—.
Uno que atravesaremos juntos. Otra pesadilla idéntica a la anterior. Y si hemos
soportado aquello, sé que si cuido de ella y nos juramos olvidar, entonces esto
será otro sueño del que habremos despertado.
Un anillo
más, que la dependienta aún no me había mostrado capta mi atención ahí, en
medio de mi silencio repentino, de los labios entreabiertos de Karen al mirarlo
también. De aquél brillo infinito, inquebrantable, tanto como sus ojos lo
fueron la vez que la conocí, o como la vez en que la encontré en su cumpleaños
cuando ella creyó que nada de ello o lo nuestro tendría sentido.
Una luz,
mi amor, mi deseo por ella. Era ella,
siempre.
Lo señalo
con mi índice tembloroso, la chica comprende y me lo tiende a la par para
ponerlo en mi mano abierta y anhelante. Lo había encontrado, y no podía
despegar mi vista desvariada de él.
—Entonces... podría ya ser para
siempre.
No tardan
mis ojos en escocer de nuevo. Miro a Karen, y es su mano petrificada en pos de
sus labios que me da a gritos una aprobación imperiosa.
—Oh, por
Dios...—el susurro brota leve de sus labios. Una sonrisa de los míos, y
acompañada, una pequeña risa satisfactoria. Luego de tanto.
—Este mismo... me lo llevaré.
La misma
chica tarda más en asentir, y darme a escoger una pequeña cajita acorde, de lo
que yo me demoro en mostrar una tarjeta de crédito para pagar. Aquella sería
una vez que, para variar, plasmar mi firma en una hoja de papel no me traería
incertidumbres o miedos por acordar con alguien a ciegas. Estaba firmando esta
vez, por ella, por mi futuro, por el compromiso que implicaba, y que ya no
soportaba por la oportunidad de hacerlo oficial.
—Vamos...—murmuro
a Karen, al devolver pronto el lujoso bolígrafo de la dependienta—. Vamos,
vamos.
Al salir,
Bill aguarda por nosotros en el mismo lugar. Emprendemos la marcha, y entre
cientos o miles de sus preguntas, lloriqueos o emociones de Karen, la velocidad
aumenta, y la interestatal al exterior de Los Angeles luego nos abre paso para
dirigirnos a casa.
A duras
penas puedo advertir las tantas cosas que Bill me decía. La verdad era ya que
estaba cayendo en una nueva batalla conmigo mismo, estaba desplomándome al
centro de mil millas de distancia de esta ansiedad interna y de esta mente
atestada de dudas y emociones, mientras que una realidad más grande incluso que
mi amor por ella y mis ideales gradualmente venía a encontrarse conmigo y a
hacer que el trayecto se me hiciese más corto, como si fuese una red
impenetrable que nacía desde la debilidad de mis pensamientos para hacer de mi
caída un golpe menos poderoso.
Supe que,
al llegar y acercarnos a la mansión para advertir aparcado a sólo unos metros
el mismo vehículo que había transportado a los chicos antes, y percatarme de
ciertas siluetas disipándose a través de ese cristal, sería como un pedestal en
el que sé que podría apoyarme. Quizá justo llegaron o quizá, si tenía ya
demasiada suerte, ella misma estaría ya dentro de nuestro hogar.
Unas
gotas finas cayeron encima de mí al salir de nuestro automóvil, me acerco
ansioso hacia la puerta principal y, con una mano a nada de alcanzar el pomo de
metal, ésta cedió, y con ello, Monica había relucido desde el interior de mi
hogar.
Algo
ocurrió en ese mismo instante.
Siento mi
respiración detenerse de golpe. Mis pulsaciones se aceleran bajo la repentina
falta de oxígeno... y cada cosa que miré, además de sus ojos azules humedecidos
y penetrantes, parecía no tener el mínimo sentido. Su respiración se
entrecortó, sus labios se entreabrieron al verme, un respingo la lastimó, y de
su mano tendía una de las tantas valijas de Rachel, inconfundiblemente. No...
lo comprendí.
—Michael...—susurra,
como si le costara intentarlo. O a mí escucharla y poder mirar esa sola lágrima
que se le escapa al mismo tiempo.
Un nudo
me obstruye el habla entonces, me hace arder la idea de replicar, de accionar
siquiera. Ella sabía, que yo estaba mirando nada más que esa enorme valija, aún
sostenida entre sus manos.
—L-lo siento tanto...
La
escuché, pero no pareció real. Clavé una vez más mi mirada en esa valija
completamente intrigado, sintiendo cómo mi corazón estaba a nada de colapsarse
fuera de mi pecho.
Y lo
puedo comprender, al tiempo en que ella me rodea sin decir nada más, y que puedo
entrar finalmente. Observando el vacío, observándoles a ellos juntos, mirando
cómo el brazo de Ross rodea la cintura de Rachel conforme mi figura aparecía
ante ellos, conforme los ojos de ella comenzaban a brillar. Lo entendí, como si
cada una de mis preguntas comenzaran a tomar su propia respuesta frente a mis
ojos. Pareciéndome inimaginable, impensable el cómo le había llegado a doler a
ella el mirarme de aquella forma con Lisa, si yo... me sentí en merced del
infierno con sólo haberlos encontrado, así.
No...
—¿Q-qué
es esto...?—mi frente se arrugaba al mirar cómo ella terminó pronto de guardar
algunas cosas dentro de su bolso de siempre.
Algo
dentro de mí comienza a supurar, me hace sentir las palmas de las manos
cosquillear, tanto que abría y cerraba los puños más rápido.
—¿Que qué
es esto?—Ross fue quien me miró, en su lugar, ella continuaba calibrando con
movimientos torpes de sus manos luchando para cerrar el bolso. Un inmenso
temblor apareció en los labios de él, como si contuviera furia o llanto,
resoplaba con urgencia en mi mirada, se acercó brusco hacia mí—. ¿¡Cómo diablos
te atreves a...!?
—...Ross—ella musita, deteniéndolo en
seco con sólo su voz. Ross y yo la miramos; él con impotencia, y yo con un
abismo nuevo a punto de explotar—. Aguarda por mí afuera, por favor...
Un
suspiro brota de los labios de Ross. De pronto es como si yo no existiera, sólo
vira hacia ella, y puedo observar su mandíbula estremecer al haberse topado con
ella de nuevo.
—¿Estás... segura?
—S-sí—ese
leve susurro me hace estremecer, mis ojos la miran lascivos y sin comprender
medio segundo que ahí transcurría, o sin creer que Ross había sólo asentido, se
había alejado de ella para andar evadiéndome a mí y salir sin mirar atrás por
la puerta por la que yo había ingresado—. Ya salgo...
Él había
desaparecido, luego de cerrar la puerta detrás. Rachel, frente a mí me obliga a
no poder esconder mi reacción, inhalando con fuerza, irguiéndome.
—¿Ya
sales? ¿Qué quieres decir, qué se supone que eso significa?—le pregunté. Mi
voz sonaba como si me hubiera atragantado, como si me estuviera asfixiando.
Me miró,
por primera vez lo hizo.
—Q-que me
voy...
Su voz se
destruye entre sus labios titiritando, entre un arrebato de desesperación que
desesperaron a mi corazón ante la falta de oxígeno, ante la turbia imagen de
las lágrimas apareciendo a sus ojos. El llanto, sollozos más amargos a cada
momento.
Había hablado,
pero lo que de su boca salió sólo funcionó para hundirme más en ese pozo en el
que me siento. Caía junto a ella. Y no, mierda, ni en mil años lo iba a
permitir.
—Me voy
de aquí, Michael... —musita tomando aquél mismo bolso, mientras luchaba de
nuevo y a cada maldito instante contra las lágrimas apareciendo ya en sus
mejillas. Se limpiaba su piel utilizando las yemas de sus dedos con tal fuerza,
tal falta de cuidado que creí se lastimaría, creí que sería todo para mí antes
de lanzarme en pos de ella para detener sus movimientos—. Volveré a Nueva York.
—Por
supuesto que no—la saliva me sabe rancia al sentenciar, y el estremecimiento de
lo que veo ocurriendo me noquea sin permitirme pensar o concentrar con claridad—.
No puedes irte, tú... Tú vives aquí, no puedes dejar Neverland, no puedes
marcharte, amor...
—Por favor... No me llames así. No
quiero oirlo...
Sabía que
estaba a nada de llorar, de perder el juicio.
Casi al
mero tope de mi paciencia. No, no, no. Y si no podía hacer gala de mi mundo
colapsando alrededor, tampoco podía ser pensable la idea de ella alejándose de
mí. De ella durmiendo en una cama diferente a la mía, de ella fuera de mi
alcance.
Sintiéndome
frustrado, demasiado molesto conmigo, con ella, con sus palabras, perdido. El
día entero sin mencionarlo había sido ya una maldita pesadilla, y ya no podía
guardar más las emociones, no al ver que más lágrimas salieron de sus ojos.
—¿Sólo...
por un beso...?—quise saber, con mis ojos adheridos a su rostro de nuevo, a ese
que se estaba irritando y destruyendo como lo recordé en el hospital. El mismo
que pensé y evoqué a cada maldito segundo que no la tuve cerca, y que por él
daría la vida sin pensármelo un instante. La intensidad del dolor que su llanto
me provocaba me estaba aniquilando, rasgando el pecho sin poder evitarlo.
Y más, me
estaba obligando a arrepentirme como un maldito desquiciado de aquella
pregunta, por el simple hecho de volver a revivir aquella imagen que tanto me
quise arrancar del ser. Todo imaginaría, menos esto. Ella no puede hablar en
serio. No puede ser.
—Porque
por ello lo he perdido todo...—un sollozo, una aspiración y bisbiseos se
escaparon sin más—. Porque he sufrido un aborto, porque en un segundo tengo
algo dentro de mí creciendo, tengo felicidad, tengo amor, y a ti conmigo... Y
al otro, ya no tenía más nada. Lo había perdido todo... todo junto contigo.
—Rachel,
yo...—mi pecho duele ya hasta la altura de mi garganta, me estaba
obstaculizando incluso el poder respirar—. No sé qué diablos ha sucedido
conmigo. No sé si tengo explicación, no sé si puedo arreglarlo. Pero, aquél al
que viste... no era yo.
El frío
rodeándome entonces me golpeó, se acentuó con una lágrima que corrió por mi
piel sin avisarme. Mis palabras nos paralizaron a ambos, me dolieron tanto que
me hicieron soltar un gemido ahogado de incredulidad. Más lágrimas acuden
entonces, las siento ya desbordándose, luego de tanto que me había obligado a
mantenerlas enjauladas, bien encerradas.
—No pude haber sido yo...
—Sé que
no... Que mi Michael no lo hubiera hecho, pero tú sí. Te vi, maldición, te vi
yo misma besándola a ella, sin intención de detenerte si yo no hubiera
aparecido, Michael. La besabas... como sueles besarme a mí.
Tuve ahí,
y sin dejar de mirarla la sensación de que mi pecho estallaba en miles de
partículas insignificantes que laceraban mi cuerpo entero de forma
escalofriante. Y me acerqué tembloroso, lleno de miedo, impregnado, pero ella
había retrocedido con una máscara de repulsión que me desvarío de inmediato.
—...Y si
no fue mi Michael, si él no está aquí, yo tampoco quiero estarlo... —en su
lugar, sólo intenta acercarse a la puerta. Me rodea sin encontrar mis ojos.
—No,
no...—bramo al avanzar tres pasos hacia su lugar, tambaleante, desconcertado y
con el llanto lastimando cada uno de mis sentidos, pero no me lo permite. Me
detiene con un certero gesto sólo centímetros antes de que mi mano había tocado
su brazo.
—No, no
me toques...—me rogó, extendiendo esa misma mano entre los dos—. No me toques.
Aquello
me asesinó, me dejó pasmado ahí, paralizado con mis ojos puestos en ella.
—Bien,
entonces hazlo—mascullo, descendiendo mi mirada ante la casi nula visión pese a
mis lágrimas, ante el mareo penetrante que me invade después—. Pero dime que ya
no me amas, Rachel.
Silencio,
nada más. El leve destello de pánico y terror centellando en el contorno de sus
infinitas lagunas grises y humedecidas.
—...Dímelo a los ojos.
Pero ella
no habló. Y sin embargo yo continuaba sumergiéndome en el mismo maldito abismo
de desesperanza. Si el hecho de sentirme tan absurdo y abandonado por ella en
ese momento empezaba a generar una ola de ardor creciente, como si mi
estabilidad misma estuviera a un paso de desintegrarse sobre mí. No incluso
luego de no ser capaz de negar que me ama, que he logrado lo que esperé. Nada
funciona, nada iba a funcionar si esto avanzaba.
Me estaba
muriendo por dentro.
—Por favor...—susurró—. Ya no me lastimes
más.
—Entonces
dime qué debo hacer, ¿Debo hincarme? ¿Debo rogarte? Si no puedes decirme que ya
no me amas dime qué hacer para tenerte aquí. Porque no puedes irte... no puedes
dejarme, no sé estar sin ti. No me lo imagino, Rachel. No conozco otra vida.
¡No podría...!
¡Mierda!
Si esto se termina, sólo así ¿Qué demonios sería de mí? No lo soportaría, me
quedaría sin ninguna certeza, sin mi seguridad, mi apoyo, mi mismo motivo de
seguir, mi luz.
La idea
de lo que sucedería luego de ella no existía para mí, es impensable. Nadie lo
sabía ni quería que lo supiera. Ella es mía, somos del otro y no podía ser de
otra maldita manera. Deseaba que ella se quedase conmigo... una eternidad. Me
daba paz, tranquilidad y ha sido, luego de tanto tiempo, esa luz en la
oscuridad que había sido mi vida desde siempre.
Un nuevo
sollozo imperturbable me arrancó el alma, lo pude sentir con sus ojos
destruyéndose ante mí de nuevo. Su llanto es como veneno para mi ser, para mis
pies puestos sobre el suelo. No... no soporto mirarla así, no quiero. No puedo.
—Michael... por favor... Me están
esperando...
Intentó
tomar el picaporte, sin más. Yo entonces dejé de respirar, con los ojos bien
abiertos, perplejo, negando una y otra vez frente a la puerta. No, no, no.
—Se acabó...
—...No.
—M-michael...
—...Cuando
las personas tienen problemas... lo hablan entre ellas. Se soluciona. Si se
trata de nosotros, ¡Si nos amamos, Rachel!, ¡Te amo!—tomé una de sus manos sin
pensarlo más. Una furia ciega se adueña de mi corazón y movimientos, tras la
sensación mortecina de mis lágrimas estrellándose en cada latido, en cada
intento por poder volver a respirar—. ¡Prometiste que sería para siempre, que nunca
te irías!
—¡Sólo déjame, maldita sea...!—con sus
palabras furiosas, la realidad explotaba dentro de mí, así hubiesen sonado como
una súplica lacerante y amenazadora.
Aquello
último simplemente me alertó, me hizo abrir los ojos rabioso, impotente a pesar
de la neblina que mis lágrimas producían. Una corriente me sacudió desde el
centro paralizando mis facciones desconcertadas, y por dentro evocaba sólo una
luz de temor, de pérdida. Muerte.
Sus
labios se entreabrieron. Mi llanto no paró, mis lágrimas ya alcanzaban el
cuello de mi camisa.
—...Tú... prometiste que jamás
volvería a sufrir por esto...
Me miró, dejando salir un sollozo ahogado, con
una mano sobre su boca y los ojos bien abiertos. Sería la primera vez, luego de
tanto tiempo que miro a la razón de mi vida, a la luz de mi oscuridad abismal
así de hundida, verdaderamente acabada, tal y como aquél neblinoso momento en
que nos habíamos besado por primera vez, y que creí que habíamos cometido el
error más inmenso de nuestras vidas.
—Que jamás me lastimarías...
Negué. Y
por Dios que jamás lo haría. No de nuevo.
La miro
suspirar, y entre mis demonios quise comprender que ese no debía ser el último
de todos. Esta vez no puede ser la última que la podría apreciar a ella, sus
manos, sus ojos, nariz, labios, cuerpo, brazos, pecho, su sola respiración. No,
no puede ser que ya no me ama, ¿No? Por supuesto que no. No, no, no. Y ésta no
puede ser mi última oportunidad.
Así,
hurgo mi bolsillo sin más, como un completo lunático, como un vagabundo o un
náufrago que anhela por el último resquicio de esperanza para zafarse de la
tormenta, de la muerte. Sintiendo que los latidos de mi corazón martillean con
cada segundo que atravieso junto a sus ojos lascivos, esas miradas inciertas,
ese estremecer. Dentro de una sensación abismal, que me sofoca la garganta y
que, de a poco, pero sin duda, me va dejando sin la más pequeña salida.
Busco,
escarbo entre mis bolsillos y no encuentro nada. No hay anillo, no hay vida, no
hay luz. No hay nada salvo yo mismo con mis miedos, mis lágrimas y mi garganta
quemando. La oscuridad. Nada más que ella frente a mí, con esas lágrimas
desbordándose, y su mano tambaleante tendida hacia mí. Abierta y mostrándome
algo, acercándolo entre sollozos infinitos hacia mí.
Y es el
camafeo. Mi vida entre sus manos y, si aquello fue una vez el inicio de nuestro
amor, esto no... Este no podía ser el final.
No...
—Tenía que ser bastante bueno para
sucederle a alguien como yo...
Se alejó,
andando con el llanto detenido entre sus mano hacia la puerta y sin dejar de
mirarme aún. Su piel erizada, su labio inferior moviéndose titiritando. Se
abrazó a sí misma observando su alrededor.
—Rachel... Mi amor...
—A-adiós...
Ardió,
quemó, me lastimó y volvía ya mi oscuridad a tomar su lugar de antes, la
desesperante potencia con la que ya me hacía daño.
Y yo me
quedé, inmóvil y sólo mirando la puerta abriéndose con ella acercándose al
exterior, con un sonido provocado por aquél cerrojo más letal de lo que jamás
pude imaginar. Más fulminante que mirar marchar a lo más maravilloso que me
ocurrió en la vida, imaginando su llanto quebrado otra vez, el sonido casi inexistente
de la última vez que había pronunciado mi nombre.
Mi amor.
Mi
integridad.
Mi vida
esfumándose con ella.
Y aún
así, se marchó... ella no había aguardado más.
—No... te vayas...
Este comentario ha sido eliminado por un administrador del blog.
ResponderEliminarEste comentario ha sido eliminado por un administrador del blog.
ResponderEliminar