Era ya la
sexta estación que ella tenía conmigo.
Nuestros
inviernos eran cuestión de abrazarnos, de perdernos el frío. Mañanas perfectas,
días en los que desplegaba una hoja más de nuestro almanaque al mirar la
cantidad de bolas de nieve que conformaban nuestras más preciadas batallas.
Luces, música, chocolate caliente, frazadas cálidas, y ni una sola señal de
amargura colándose en nuestras noches, pues todo bastaba con conversar hasta
quedarnos dormidos. A veces despertaba, y ella se levantaba también. Lisa podía
mantenerse despierta por el tiempo en que mis pesadillas podían hacer
inevitable que mis ojos intentaran cerrarse.
Si era
verano nos desvestíamos, jugábamos, y la energía aparentaba no parar. ¡Cuántas
veces había sido testigo de eso nuestro dormitorio! Y aún así parecía que un
montón de paredes no eran capaces de detenernos, pues viajábamos y nos
perdíamos sin más. Quizá en más de una ocasión yo lo hice antes que ella, me
aislaba cuando era más desastre que persona, y que no mecanizaba bien, me
purgaba en lo más recóndito de mi mundo y sin pensarlo, ella aparecía ahí de
pronto, y nada más. Para quererme, abrirme los ojos, sanarme, iluminarme...
salvarme de mí mismo. Era una bendición infinita el comprender que con ella
conocía el mundo, y el mundo nos conoció a nosotros igual.
Otoños de
salir, y recoger las hojas cafés de nuestros jardines. Primaveras de abrazarle,
regalarle flores. Practicar la nueva manera que inventamos de besarnos,
encontrar el modo de encajar en el abrazo del otro, saber adelantarnos a todos
los relojes que amenazaban nuestro camino. Escapar... mientras me daba el
espacio suficiente de escribir canciones sobre lo cabreado que alguna vez me
sentí, sobre rabia que aún no conocía la luz de mi música, sobre la realidad,
cuestiones que nadie más se animaría a comentar. Sólo canciones, sólo letras,
sólo mi otra parte de la vida. Momentos en que, al escuchar una buena pieza de
piano, de arpa, algunas palabras que aún supuraban en mi alma ya querían ser
arrancadas de nuevo. Revivían. Me sacaban de la fantasía, me regresaban a la
realidad.
Palabras
que quizá debí decir en el momento en que ella se marchó, y que no supe cómo
construirlas. Me resignaba a que el dolor jamás se iba a marchar.
Aún me
perdía.
Recuerdo
que solía visitarla, sin que ella o Lisa lo supiesen siquiera, sin que nadie se
enterara. Me escapaba de la realidad para pasar horas enteras refundido en la
parte trasera de un automóvil blindado al pie de la acera de su edificio para
mirar el momento en que ella salía de casa, cuándo llegaba, con quién. Recuerdo
que fueron treinta las veces seguidas en que la miré volviendo luego del
trabajo con una sonrisa impecable en su rostro, y cómo aquello significaba el
paraíso para mí. Por un instante, sólo por uno pequeño, la lluvia recurrente no
importaba, y dolía menos el mirarla con un cigarrillo aferrado a sus manos
perfectas, dolía un poco menos la distancia, o la situación. Aunque el sólo
mirarla me lastimara de por sí, saberla tan cerca y tan lejos a la vez, verla y
no tenerla, no poderla tocar. Imposiblemente, dolió sólo un poco menos el saber
que sonreía, y que ese gesto no lo había provocado yo.
Pues
volvía a casa... y la miraba siempre con la misma persona tomando su mano. No
lo conocía, no aferraba ninguna mención respecto a él, su rostro no me sonaba,
y aún así, seguro de su felicidad, de comprender que ella y su vida han
avanzado, aún no podía creer que todo se secaría dentro de un parpadeo irreal.
Trataba de olvidar, y al mismo tiempo de volver a lastimarme, de volver a vivir
aquello.
Un rimero
de burla al comprender que ella tardó sólo un segundo en decirme 'adiós', y que
yo tardaría... más de un año en entenderlo.
—Aquí
tienes—Karen se había oído entre mis pensamientos, me sacaba del trance. Se
detuvo un instante aún de pie para tender hacia mí el protector solar y un
momento luego se tiraba sobre la pequeña colina de césped para sentarse a mi
lado.
Me
remuevo un segundo, sólo para cambiar de mano la sombrilla que sostenía, y
recibí el pequeño recipiente antes de darle un leve gesto de agradecimiento al
final.
—Gracias—susurro.
Me sonríe
tranquila, acomodándose sobre su lugar, mientras yo unto un poco de protector
sobre mi rostro y le doy una mirada despectiva por la posición que toma ante el
sol que le baña. Un suspiro de gusto se le escapa, y un resople de desgane se
me sale a mí. Jamás dejará de darme envidia, sabía que jamás dejaría de
molestarme, maldición.
Y trataba
de ignorar aquello, concentrarme en sentir el alivio instantáneo sobre mi piel.
—Te ha
estado molestando mucho últimamente. El sol...—tuerzo la boca virando hacia
ella para ver el sentido de su afirmación. Su mirada se ha convertido
irremediablemente en una más preocupada.
—Un...
poco—me encojo de hombros. Con ella nunca sabría lo que se venía. Sonrío—. Los
doctores nos han dicho que sería progresivo, suma eso al hecho de que ahora mi
cuello y mi frente están más descubiertos.
—Ey, me
encanta tu corte de pelo—protesta con dulzura, mesando mi cabello entre su mano
traviesa—. Te hace lucir un poco mayor y, bueno, se te ha alaciado también un
poco pero está lindo. Todo lo que te hago yo me gusta bastante—se rió—. Ha
pasado casi un año desde que lo corto así, ¿Aún no te has acostumbrado?
—Oh, me
he acostumbrado—admito, frunciendo el ceño hacia un punto perdido y lejano, por
allá entre el par de estatuillas de niños que parecían jugar sobre el lago más
inmenso de mi hogar. Era mi favorita, desde siempre—. Sólo que… a veces, no lo
sé, lo extraño largo. Creo que me daba un poco más de personalidad.
—Has sido tú quien me pidió que te
lo cortara en primer lugar.
—Ha sido Lisa quien lo ha decidido.
Al virar,
me doy cuenta de que su rostro se ha tornado pensativo. Asiente, pero con un
aire más serio aprisionando su gesto. Supe, a partir de su expresión, que me
había entendido, y aún así ahí estaban las ganas de continuar.
—Como una
salida de nuestros problemas—añadí—, o... una manera de curarme de recuerdos en
los que ya no debo pensar.
El puñado
de pinos, las florecillas silvestres, aves que iban y venían, se detenían en
una pequeña fuente. Con el tiempo había comprendido que estudiar la belleza de
ciertos detalles me ayudaba a olvidarme de otros. Encontraba una salida, así me
encontrara sólo dentro de Neverland, así me perdiera en el paisaje otra, y otra
vez, en la luz. Con desgane, intento cubrir mi cuerpo con más cuidado usando la
sombrilla y Karen, distrayéndome, roza mi dedo anular apuntando no otra cosa
que mi anillo de compromiso.
—Recuerdo
que... te miré hace unas semanas en esa premiación de Honor de VH1—musita, pasándose luego de mi mano a
juguetear con el césped que no pisaba entre sus piernas—. Lisa no iba contigo.
—No...—susurré, aunque se escucha más mi
suspiro saliendo que mi propia voz.
Entonces
decido aguardar sólo un momento. Espero a que no me amenace ningún atisbo de
debilidad.
—Lisa y
yo... habíamos discutido la noche anterior—le dije, asegurándome de que, como
una pequeña salida, ya no miraba sus ojos marrones y desilusionados—. Ya sabes,
por lo mismo. Aunque claro, nada se ha comparado como el fiasco que Diane
Sawyer nos hizo atravesar.
—Michael,
quizá... Quizá ella no pueda evitar sentirse así. Insegura—musita, torciendo un
poco el gesto. De reojo puedo ver cómo se lleva un mechón dorado detrás de su
oreja luego de que el viento lo ha desacomodado—. Estás seguro de todo cuanto
ella ha atravesado por ti, sabes que pasó por un turbio divorcio. Tanto como
ella está segura de que tú has tenido esta... infinita historia al lado de
Rachel. Lo que quiero decir es que... tal vez todo esto jamás le podrá ser
indiferente.
—Jamás he
creído lo contrario—viro de una, encarándola—. Sé lo que Lisa ha hecho por mí,
Karen. Sé que ella me ha acompañado hasta el fin del mundo, que me ha ayudado a
no llorar, a sobrellevarme a mí mismo, estoy consciente incluso que por poco...
le he puesto en la misma situación que ha vivido de pequeña... con su padre.
Lo
soltaba sin darme cuenta, me estremecía sin advertirlo. Y luego lo recordaba, y
como me era posible me intentaba alejar. Sus ojos se entrecerraron como si lo
analizara de pronto, y asiente cabizbaja entendiéndolo también.
—Entonces
pronto estará—musita más segura—. Quizá aún no te has dado cuenta, pero ya has
llegado a quererla tanto como has llegado a querer a Rachel.
“Tanto
como he llegado a querer a Rachel” me repetí, dejando un resople exasperado
salir.
¿Es que
era obvio? Aunque no fuera verdad, aunque no lo pretendiera, ¿Se notaba? ¿Aún
había quien pensara que no quería a mi mujer de una manera tal? De todas las
personas, Karen. Y antes, Janet lo hizo también, John, Bill, mi familia.
Mierda. Todos oían, y aún así no se paraban a escuchar. Estaba seguro de que
sabían que Rachel me había salvado de un infierno, pero no comprendieron que
Lisa ya me ha salvado de otro. Si Rachel me salvó de aquellas personas que me
quisieron lastimar, de todos quienes me desearon aniquilado en el piso,
destrozado y perdiendo la fe en todo cuanto creí, entonces Lisa me había ya
salvado de mí mismo. Así de simple, y aún así, tan incomprensible, al parecer.
La única
cuestión que aún permanecía, y que era cierta, más de lo que soportara
siquiera, era la de saber si sería posible amar a dos personas con una infinita
magnitud. Dos personas completamente diferentes, e igualmente perfectas, dentro
de una sola vida.
No lo
sabía.
—Le
has...—bisbisea, con esa vocecilla delatando un poco de pena—. ¿Le has dicho
que la amas?
—Por
supuesto que sí. Incontables veces—espeto, sin querer endureciendo mi rostro.
Un poco indignado, tal vez—. ¿Crees que no amaría a mi propia esposa? ¿Que
estaría a su lado sin sentir algo apasionante por ella?
—No,
claro que no, sólo... Tranquilo, Michael. Sólo creí; un hombre no tiene que
estar obligado a amar a una mujer por el simple hecho de ser su esposa.
Y
aguardó, mientras sus manos dejaban de interponerse como una barrera
tranquilizante entre nosotros. Callaba y suspiraba, creí, como si estuviera
celebrando su cometido, y mientras tanto dentro de mí todo corría ya en otra
dirección.
Mis
mejillas ardieron, una pequeña punzada de molestia me tomó.
—Lamento...
si te he molestado—susurra, dejando su mirada caer por un par de segundos.
—No, no.
Yo...—niego, llevo una mano a mi frente, gruño. ¿Por qué me molestaba de todo?
¿Por qué luego de una pregunta, todo volvía? Sólo así sentía que todas las
puertas se cerraban, y que un cúmulo de preguntas sin respuestas me cegaban
para buscar—. Es sólo que, ¿Cómo puedo olvidar, Karen? ¡Dime! Dime, ¿Cómo puedo
pasar por alto, siquiera tratar de ignorar a Rachel, o cualquier pista de que
ella existió si es Lisa quien continúa mencionándola? Si la razón siempre es la
misma, siempre... Todos nuestros problemas, nuestras discusiones, mi razón para
dormir en una habitación diferente, para que ella se marche un fin de semana a
casa de su madre... Es Rachel. Y no... no sé qué hacer.
Resoplaba,
más ofuscado, irritado como no lo pensé, mientras cubría con fuerza mis ojos
ante la fuerte incredulidad que sentí. La burla que significó haberle soltado
todo aquello sin pensarlo tan pesado, creyendo que me sentiría desahogado pero
olvidándome de lo incorrecto que sería después. Maldita sea.
—Michael,
un matrimonio jamás es fácil—abrazó sus rodillas flexionadas, negando con
tranquilidad—. No hay ningún momento en el que el compromiso debe morir,
¿Sabes?
—Sí, ¡Sí!
Eso es precisamente lo que Lisa me dice...—suspiré, en una expresión de
suplicio, de pena combinada con temor—. Lo que ocurre es que... no creí que ese
compromiso sería tan complicado.
—¿Crees
que es por eso que casi nunca habías pensado en pedirle matrimonio a Rachel?—inquiere,
sus ojos se cerraban cada vez más por cómo el sol encandilaba su rostro—. Quizá
pensabas que... eventualmente, se les dificultaría también.
—Seguro,
creí que las habría. Siempre—admití, mientras mi mirada se desplomaba contra mi
regazo de nuevo. Era tan extraño, de pronto pensar en la raíz de la que se
originaban mis problemas, en que quizá desde un principio había sido sólo yo,
mis miedos, pensarme las cosas demasiado. Al final, negué—. Pero, la cosa es
que... Con ella, jamás lo imaginé... tan difícil.
Y callé,
sintiéndome ya expuesto hasta lo indecible. Patético, recién confesado, y la
lista de pecados sólo se alargaba más y más.
—¿Sabes?—la
miré, sus ojos jamás se habían despegado de mi rostro—. El otro día... El otro
día decidí cerrar de una vez por todas la habitación de Rachel bajo llave. Creí
que, si nadie entraba, si yo mismo no me lastimaba tratando de colarme ahí, los
problemas que tengo con Lisa ahora, terminarían. Así... así de desesperado he estado por buscar una solución.
—¿Ha funcionado?
—Aún... no lo sé.
Sus
labios entonces se entreabrieron un poco más, después de un puñado de segundos
en los que no había añadido nada. Sólo una sílaba entrecortada apareció y luego
calló pese a una tonada clásica que apareció desde los parlantes en forma de
roca que rodeaban el campo. Era la música que marcaba las seis de la tarde, el
atardecer, me fijé, se formaba más allá, el reloj de la estación del tren me lo
comprobaba y la manera en que ella se ponía de pie sin esperar un momento más
me desconcertó.
—Será
mejor que entres, Michael—tendiéndome una mano firme me ayuda a ponerme de pie
también—. Hará frío, no quiero que te resfríes.
—¿Tú no
vendrás?—le estudié, extrañado, mientras sacudía sus manos por la tierra que se
le había quedado.
Tan sólo
sonrió.
—Me temo
que no, yo... Vamos, pediré que venga alguien por mí. Tú deberías estar ahí
dentro, con tu familia a solas. Escuché que Lisa irá a Graceland por unos días
esta semana, ¿No es así?
—Sí.
Bueno, estaré con ella lo que me quede de tiempo—admití, esta vez renegando por
dentro. Darme cuenta de que ella utilizaba la chaqueta de nuestra última gira
me lo había recordado—. He estado ensayando para la premiación de MTV de este año. Adivina dónde será el
evento.
—Nueva York—soltó, y su mirada
insegura se cambiaba por una dolida.
—Ni más... ni menos—susurré.
Y
mientras me mecía de la punta de mis pies hasta mis talones, me di cuenta de
que su sonrisa se agrandaba todavía más. Me contagia el gesto, y sin más,
colisiona sobre mí como un balde de agua helado cayéndome en la cabeza. Sin
dudar, me sentía un poco mejor. No sólo físicamente, no sólo mi piel se lo
agradeció, sino que, el nudo de inseguridad dentro de mi garganta que tuve al
salir de casa ya no estaba de pronto. Se eliminó luego de nuestra pequeña
conversación.
—Gracias, Karen—musito, encajando
cada letra en su mirada brillante.
—Vamos... sólo dame un abrazo y me
iré de aquí.
Cerré la
sombrilla, y obedecí. Se abalanzó contra mis brazos abiertos y me embistió al
mismo tiempo en que el césped dejó de tener sentido por un momento bajo mis pies.
Pude advertir que nuestra respiración, unida, se relajaba, supe que este abrazo,
más que yo, ella lo necesitaba también.
Luego de
todo, era ella mi otro escape secreto. Mi otro podio de confesión. Que Karen
estuviera cerca era una clave clara de que mi mente aún no hubiese colapsado de
pronto, de que una que otra solución llegara a mi merced, pues aunque me
ayudara, me celebrara, también me abría los ojos cuando no lo quería hacer.
Destacaba mis errores no para reprenderme, sino para asegurarse de que no los
volvería a cometer. Una especia de guía que, ciertamente, agradecía hasta lo
indecible tener cerca. Más hoy mismo, o desde hace tiempo también, que otras
cinco personas ya no estaban ahí para oír mis pesares, ya no más.
Se
removió, y sin alejarse aún, pude sentir un deje cálido acercándose al lóbulo
de mi oído. Se acercaba para susurrar;
—Monica me ha dicho que... ella... ha intentado dejar de fumar.
Y guiñó
el ojo al alejarse, me dio una mueca de suma confianza que me paralizó. Se me
heló el interior y el aliento dejó de entrar a mi cuerpo de pronto. Sin haberlo
notado.
Se marchaba,
y un peso inmenso que aferraba mi espalda se iba con ella. Una sonrisa nacía,
un brillo tentador, una felicidad infinita. Maravilla, seguridad, un zumbido
que se aferró a mí, jurándome que estaba en un paraíso instantáneo, así me
estuviera ya dirigiendo hacia mi casa. Todo de pronto se volvió... perfecto.
Todo
estaba silencioso al entrar. Los rayos del sol que originaba el atardecer
golpeaban a través de cada uno de los ventanales los muebles del comedor y ni
un solo movimiento me era advertido. Entonces, la botella del vino tinto
favorito de Lisa relucía ahí. Decidí servirme una copa.
Aunque un
trago simplemente lograra tomar; la pequeña Riley apareció desde la estancia, y
sin detenerse tomaba asiento también, justo frente a donde yo me encontraba. Mi
corazón se agrandó, lucía en verdad dulce.
—Hola, linda—musité, saboreando la última
sensación de licor que me quedaba.
—Hola... —la
pequeña susurró. Apenas y había llamado su atención y aún así parecía estar
concentrada a juguetear con algo que pareció estar entre sus manos diminutas.
No me dejaba estudiarle bien.
Inmediatamente
alejé la copa de mi propio alcance; no hacía mucho que Lisa y yo habíamos
acordado no dejar que los niños nos miraran bebiendo, aunque pareciera que a
Riley esta vez, le tuviera sin ningún cuidado. Su actitud no me dejó de
intrigar.
Por fin,
un destello nació de entre sus dedos anudados, su sonrisa se agrandó. El
camafeo que le había obsequiado a Rachel hace años relució en sus manos y mi
aliento, sin más me abandonó. Me obligó a ponerme de pie sin pensarlo, sin
creer la velocidad que tomé, logrando sólo que la pequeña se sobresaltara.
No, no,
no, no... ¿Por qué lo tenía? ¿De dónde...?
—Ah, linda, linda, Riley... ¿Qué...?
Sin
intentarlo, lo había tomado ya de entre sus manos. En su mirada despojó una
expresión de timidez en un segundo, y al siguiente, en mí se propagó una
punzada turbia de urgencia, de temor que crecía más... y más.
—¿Q-qué
haces jugando con esto?—sonaron titubeos con mi voz, palabras apenas apreciables
que no me ocupé de formular por mirar el camafeo ahora entre mis manos
temblando—. ¿De dónde... lo has sacado?
—Mi mamá
me lo dio para que jugara... Me dijo que... estaría bien—me dice, con una
vocecita dulce que rayaba un indecible encogimiento.
—Oh, no, no. Verás, Riley, esta joya
es muy, muy importante para mí, yo...
Sin
embargo paré, sus ojos centellaban y sin más ya me faltaban las palabras.
Maldición, y las puertas se me cerraban de a una por una, las salidas
desaparecían en cuestión de segundos. Si una lágrima salía, estaba condenado,
si la pequeña lloraba todo se iría al demonio, sin pasaje de vuelta.
No, no,
no, no, ¡Vamos!
—Te
propongo un trato—musite, helándome de temor por dentro. Aquello, pareció
captar más su atención—. Si tú me prestas este camafeo, yo te obsequiaré uno de
mis broches de oro. Son más brillantes, y tienen más formas que te gustarán.
Tengo uno de Mickey Mouse, ¿Lo quieres?
La
pequeña asintió, ya una diminuta sonrisa extendía las comisuras de sus labios
brillantes. Un infinito suspiro de alivio se me escapó. Perfecto.
—Lo tengo por aquí.
La dejé
un momento, apretujando entre mis dedos el camafeo mientras me dirigía hacia la
cajita que estaba puesta sobre la chimenea del salón. Me debatí entre el broche
que más reluciera entre los cinco que estaban ahí y sin pensármelo un momento
más, sin siquiera dolerme, tomé entonces uno de Peter Pan que usé, muy
seguramente, en uno de los eventos que se organizaban con regularidad en mi
hogar. Amaba ese broche con locura, era evidentemente uno de mis favoritos, no
obstante el camafeo de Rachel tenía un valor superior al de los demás.
Emocional. Infinito.
—Es tuyo,
cielo—susurré, volviéndome a sólo medio camino, pues ella ya había caminado un
puñado de pasos detrás de mí.
Se hizo
el trato, sin complicaciones. Su sonrisa más grande volvió, y mi mano
resguardaba celosamente el camafeo como anhelando porque fuese real, porque no
se desvaneciera como un sueño en el aire.
—¡Gracias!—Riley
musita alegre, con sólo mirar el nuevo broche que le obsequié. Aquél era por
mucho más merecedor de una pequeña niña. Celebré con ella en el interior.
La
observé alejarse un poco más, dirigiéndose por la dirección a la que había
llegado. En mi mano, abierta, trémula, y marcada con los bordes finos que la
joya dejó ahí, una nueva ráfaga de molestia se comenzó a generar. Pensar en que
Lisa se lo había dado, así, como si no fuese nada, me atestó con malestar,
desazón. ¿Era verdad? Y si lo era, ¿Por qué lo había hecho? ¿Tenía idea de lo
que pudo haber pasado si yo no me hubiese dado cuenta de ello? ¿Si Riley lo
hubiese perdido? ¿Sabía ella lo que ocurriría después?
Mi último
aferro al pasado, desvaneciéndose.
—Ah,
¿Riley?—la llamé, aún con mi mirada desplomada hacia la palma abierta de mi
mano. Ella se detuvo al instante y sus ojos avellana y grandes relucieron por
sí solos la inquietud.
Viró,
sosteniendo con fuerza el broche que recién le había dado. Un adorable gesto
que me embruteció, o me hizo debatir un poco más lo que había pensado.
—Cuando
encuentres a tu mamá—musité—, dile... Dile que es muy importante que hable con
ella... en cuanto antes.
—Sí...—asintió
sin demorar más. Retomó su camino entre saltitos y pasos alegres, y me dejó
ahí, de cuclillas y el aliento debilitado.
Y un
pesar se desembocó de mis labios, al mirar otra vez el camafeo de Rachel,
resguardado entre mis manos. No lo podía creer.
Subí de a
dos escalones a la vez, con la respiración entrecortada, y aún así cuidando de
no hacer tanto alboroto al trepar. La casa estaba bastante silenciosa y, no
haber visto a Lisa desde esta tarde sólo me daba a pensar que quizá se ocupaba
de dormir al pequeño Ben por algunas horas. Anoche no durmió, ella tampoco, y
entre paseos de nuestra habitación a la de los niños, me fue inevitable
quedarme despierto a mí también. Ahora no me supuso una locura que de pronto
estuviese alucinando, o que ideas equívocas y furiosas se formaran en mi mente
sólo así. Quise, en lo más profundo de mi ser, atribuirlo al cansancio, a las
molestias que me daba el sol, a la noticia de Karen, pero luego de todo, de
otra cosa se trató;
La
habitación de Rachel estaba completamente abierta.
Cerré la
puerta después de que yo pudiese entrar, con tal cuidado, con tal suavidad, que
aún me pareció impensable la manera en que evitaba mirar el primer cajón del
viejo tocador abierto de par en par. Me daba miedo admitirlo, me dio terror
imaginar a Lisa, a mi propia esposa, mi primer confidente, mi hombro para
llorar, profanando el mueble, así, nada más. Tomando el camafeo, y dejándoselo
a la pequeña Riley para que jugara. De sólo tener el más pequeño atisbo de idea
de lo que pudo haber pasado por su mente en ese momento, me hacía temblar. Me
convencía de que ese tocador, ese sitio en el que Rachel tantas veces lo había
guardado ahí, ya no era seguro para devolverlo. En absoluto. No sé si volver a
confiar.
Y recurro
al armario, pues si buscaba evitarme el mínimo riesgo, las repisas, el cuarto
de baño, el vestidor, las mesas de noche, los alhajeros, quedaban descartados.
Aparté algunas cajas de zapatos polvorientas que se hallaban en la parte
superior del mueble de roble y una caja más allá relució. No demasiado pequeña
para resultar ser una caja vieja de calzado ni muy grande para guardar miles de
cosas ahí. Mediana, exacta para mantener ahí, anidado y junto al polvo un
montón de fotografías fuera de sus sobres de revelado, cinta adhesiva decorada,
y un álbum de fotos a medio terminar. Una escena que de pronto me golpeó en la
cabeza, no de amor, no de sonrisas, sino de tempestad. Aquella vez en que supe,
ella quería armar este álbum para nosotros, y todo salió mal.
Aquella
primera vez que le grité. Aquella pelea. Aquella vez en que decidí salir con
Lisa a cenar.
¿Era
posible? Pensé, dejándome caer contra la moqueta, ayudándome de una de las manijas
del armario y con esa caja bien aferrada a mí. ¿Había pasado ya tanto tiempo de
ello, tantos nuevos sucesos, tantas vidas diferentes? Y sin embargo mi mente
embargaba cúmulos de recuerdos cruzados, imágenes borrosas con la manera en que
ella había azotado la puerta esa vez, como si hubiese sido sólo ayer, o hace
unas horas siquiera. Yo había creído entonces que se había encerrado en mi
habitación cuando lo cierto era que se había encerrado en esta. Pues como ella
había dicho, no podía dormir en una cama tan grande, en la que yo no estuviera
también.
Momentos
como este en que me daba cuenta de lo imbécil que fui. De que después de todo,
así como deseaba que llegara el día en que pudiera ignorarla tan bien, tan
dolorosamente bien que no recordara que existe, y sentir ya el comienzo de
nuestro esperado final, me engañaba también... porque así... la extrañaba. Y
luego de resguardar el camafeo dentro de la caja, miraba las fotos que había
ahí, adheridas al álbum, mientras me fijaba también en cada hueco, cada espacio
en blanco en las que metería cada una de las que aún se encontraban sueltas.
Sabía que
este álbum no pasaría una noche más sin estar terminado.
Más de
veinte fotos de la primera vez que ellos estuvieron aquí, la primer llovizna
que pasaron, una de los chicos con sus ropas empapadas y otra más que ni conocimiento
tenía de que existía de Rachel tomando mi mano mientras corríamos a la casa
para no empaparnos de más. Recordé, con una sonrisa inmediata, que aquella
había sido la primera vez que había tomado mi mano de esa manera, la vez que
sentí que el diluvio no me importó pues mi cielo estaba lleno de rayos de sol,
belleza, y luminiscencia que no parecía real.
Había
fotos de la primera vez que la había conocido, una que recordé, Joey me tomó sin
haberlo notado, y que dejaba relucir la tremenda sonrisa congelada que se me
formó al topármelos ahí, pues sin idea, desde ese día todo iba a cambiar para
siempre. Desde ese día, al verla a ella, me había dado cuenta de que había
vivido con el corazón y las manos vacías. Desde ese día, Rachel le dio luz a mi
oscuridad.
Otra más,
de la primera noche que pasé en su apartamento, y sólo luego me encuentro un
pequeño recorte de periódico con una fotografía que muy seguramente un
paparazzi nos tomó a ambos, y de encabezado llevaba la leyenda ‘Michael, y su amante misteriosa’. Una
risa brotó, y sin reprimir el júbilo, por fin me puse a ello, comprendiendo que
no sólo se me escaparía una risa, o una sonrisa, sino decenas y decenas de
gestos más.
Fotografías
de Ross y Joey tratando de lanzar al pobre Chandler a la piscina helada de
Neverland, de aquél invierno en que me prepararon esa hermosa fiesta de
Navidad. Una de la que fue la famosa pijamada de las chicas aquí, cuando yo
había salido a una entrega de premiación de aquél año, cerca de 1990, recordé.
En otra, Phoebe se paseaba por el estudio de grabación. Ross, y yo con mi mano
repleta de globos de agua, planeando nuestra venganza implacable contra las
chicas. Y de California a Nueva York, donde en otra más aparecíamos Rachel y yo
saliendo de casa pasada la una de la madrugada para tomar un paseo por Central
Park.
Rachel
con mis hermanos, con Janet. Otra de Karen abrazándola por detrás. Rachel tras
bambalinas en uno de mis conciertos en Europa. Rachel durmiendo en la enorme
cama de nuestro departamento en Nueva York. Rachel recién despierta, con una
bandeja reluciente de desayuno que me había llevado a la cama. Rachel jugando
con Mac, jugando conmigo. Rachel junto a mí haciendo gestos malévolos a la
cámara, Rachel tomando mi mano, Rachel riendo conmigo, Rachel abrazándome,
Rachel... besándome. Una y otra, y otra más.
Recuerdos,
que durante tanto tiempo me ocupé de tirarlos al precipicio, y que en tardes
cálidas como esta, me daba cuenta de que ellos también tenían alas para volar.
Partes de
mi vida. Instantes importantes, que lo eran todo. Porque en un instante ella
estaba, y al otro ya no. Instantes que me rogaban ya no querer recordarla de la
peor forma, con canciones tristes, con agonía, y tragos que llevaban su nombre.
Sino de sólo aceptar que la extrañaba, quizá no porque la quiera de vuelta,
pero la extrañaba de verdad. Como un maldito lunático. Imágenes así me
comprobaban que extrañaba su voz, su risa, su sonrisa, sus palabras, sus
frases, sus tonterías, y esa boba, pero hermosa manera que tenía de hacerme
feliz.
Instantes
que me obligaron, sin darme cuenta, a plasmar un puñado de líneas escritas
justo al lado de la fotografía final. Y aunque no fuesen palabras vacías,
aunque supiese que la confesión ella jamás la vería, y que sería no más que una
oportunidad gastada y nada más, brotaron, y se deslizaron desde lo más profundo
de mis pesares hasta la punta del bolígrafo. Y sólo me dejé llevar.
Nadie me
había advertido que extrañar sería el costo de tan hermosos momentos.
—¿Qué estás haciendo...?
Esa voz
grave resonó, inconfundible, y combinándose con la puerta cediendo tras un paso
más. El rostro de Lisa no estaba tranquilo, su mirada regurgitó temor,
ansiedad. Lo noté, a medio segundo luego de que ocuparme de ponerme de pie y
resguardar la caja con el álbum ya terminado hasta el fondo del armario pareció
la tarea primordial.
No me
movía bien, y mis piernas debilitadas apenas respondían. Ya me pensaba si
podría sostener su mirada enfurecida.
—Nada...—titubeé,
ansioso, incorporándome luego de cerrar con fuerza la pequeña puerta alta del
mueble frente a mí—. No hago nada.
—Michael,
te he...—me señaló, el armario, y a mí uno a la vez. Advertí entonces que
llevaba algo más en su otra mano—. Estabas hurgando sus cosas de nuevo, ¿Ahora
qué? ¿Qué razón tienes?
—Lisa...
ninguna razón—me aproximé, con mis manos en alto, tal como si se tratase de un
bandido ocultando su crimen—. No pasa nada.
Ah,
mierda. ¿Y para qué lo intentaba? ¡Me ha visto, maldición! Me miró y estaba
seguro, ni la más elaborada excusa serviría. Estaba condenado mentía o decía la
verdad. Ella suspiró, y mientras procesaba el gesto agotado que tenía sin darme
cuenta una prenda aterrizó ante mis manos abiertas. Suave, tersa, color beige y
de tela chifón, dolorosamente inconfundible; un vestido que ella, Rachel,
alguna vez usó, de los primeros momentos en los que ella, ya estaba...
embarazada.
La sangre
se me heló.
—¿D-de
dónde... has sacado esto?—no reconocí mi propia voz. No me percataba del temor
que había brotado de mis labios, pues aún miraba el bonito vestido que detenía
ahí. El hielo se propagaba por mis venas y debajo de mi piel ya sentía lo
turbio que se había vuelto mi torrente sanguíneo.
—De
nuestro closet, la parte de atrás—sentenció, se cruzó de brazos y, a diferencia
de mí, miraba la prenda delicada con desprecio incrustado en cada facción—. Lo
has puesto tú mismo ahí, ¿o es que no tenías ni idea?
Pero
sorprendiéndome, pese a mi pronta debilidad, una risa salió. Ya no de miedo,
sino de incredulidad. Un vestido no nos haría discutir y, estaba seguro, no
ocuparía más de un ‘Lo siento’ para solucionarlo todo. ¿O no?
No podía
creer que había más cosas de Rachel en la casa de las que ya conocía.
—Lisa,
¿Tienes idea de cuánto tiempo estuvo Rachel concurriendo esta casa?—inquirí,
dejando con cuidado el frágil vestido en la puerta más cercana del armario que
tenía. Al girarme, noté su pronta incredulidad. Esa ceja perfecta y alzada no
decía otra cosa—. Ella ha estado aquí, más de cinco años, y luego en menos de
una hora se marchó, es común que...
—Pero
estoy yo ahora—espetó. Y aunque se quejaba, de pronto se escuchó un poco más
tranquila—. Me es incómodo, ¿No lo ves? Una cosa es mantener sus cosas aquí en
su habitación, y lo respeto. Respeto tu sensibilidad, pero otra muy distinta es
encontrarlas en nuestra alcoba escondidas.
Sonaba a
confesión. ¿Inseguridad? ¿Celos? ¿Lisa sentía aquello? ¡No era verdad!
—Escúchate... —musité, encogiéndome de hombros—.
¿Cómo puedes discutir sobre esto? ¿Cómo te pones celosa por...?
—...No
estoy celosa, maldición—zanjó. Buscaba cubrir sus ojos con ambas manos como
buscando la calma que perdía. En un segundo, entendí que quizá no sería tan
fácil esta vez. Negaba, descendía su mirada y posicionaba ambas manos en pos de
su cadera también. Todos signos de una furia naciendo—. No me... preguntes
cosas que no van. A menos claro, que quieras recordar cómo sueles ponerte
cuando hablo de Danny contigo.
Me
estremecí. Apreté mis dientes, conteniéndome. La mención de ese hombre, así
como solía respetarlo, podía también causar estragos y que mi estabilidad se
desplomase en cuestión de segundos. No lo comprendí.
—Espera, ¿Qué con él?—le solté—.
¿Qué tiene que ver tu ex esposo en esto?
—Exactamente
lo mismo que tiene que ver Rachel aquí, ahora, en nuestro matrimonio.
Y
aguardó, mientras sus ojos miraban los míos con cuidado, despacio y
alternadamente. Asegurándose, más que nada, de que se me pudiese quedar
grabado, lo que fuese que estaba a punto de decir.
—...Nada.
La rabia,
el cólera, la sensación de que mi garganta se anudaba y evitaba que el ácido
llegara hasta mi boca. La ira todo lo permeó.
—Lisa,
ella... ella alguna vez lo fue... todo para mí—sentencié, con firmeza. Sin
pensar que para este segundo, ya estaba mirándola con furia.
—Y Danny
es el padre de mis hijos—prosiguió, retadora—. Es muy claro que ambos fueron
importantes alguna vez. Y aún así no parece que yo esté cada tercer día
trayendo las pertenencias de él a esta casa.
—Yo... no
sé qué es lo que quieres...—el pavor me atenazó, ansiedad vertiginosa y
amedrentada me carcomía al percatarme de que soltó aquello sin titubear, sin
retractarse siquiera—. He cambiado por
ti, saqué personas de mi vida por ti, he cambiado mis hábitos, mi hogar, mi
persona, mis planes para que esto funcione, y tú sólo...
—¡Yo he estado ahí para ti! Cuando
desapareciste de la faz de la Tierra... ¿Lo recuerdas? Estuve ahí cuando te
recuperabas, cuando quedaste incompleto, cuando te lastimabas sin darte cuenta,
cuando pensabas que ya no quedaba nadie más... yo estaba ahí. A pesar de todo
lo que... he pasado.
—¿Entonces
qué quieres de mí, Lisa?—llevé las manos a su dirección, como rogando,
destruyéndome en medio de suplicios en busca de una maldita solución. Una
salida, olvido, cura. ¡Lo que fuese!—. ¿Qué es lo que quieres que haga para
probarte mi lealtad, mi amor por ti? ¿Por qué en lugar de ayudarme me atacas de
pronto? Hoy le has dado el camafeo de Rachel a la niña, ¡Por Dios! ¿Por qué
diablos lo hiciste?
—¡Porque
quiero que entiendas, maldita sea! Que comprendas que ese camafeo, esas fotos,
esa ropa, pertenencias, este cuarto, son sólo eso. Son cosas. No son recuerdos,
no son memorias. Y si son algo, son cadenas que no te dejan ir en paz... No
están dejando que funcione lo nuestro. No te permiten comprender que yo soy tu
esposa, y no un mueble que puedes abandonar cada que desapareces de aquí.
Llevé mis
manos absortas a la cabeza, pasmado, desorbitado. Mis ojos ya no se colocaban
en un punto fijo pues todo ya me traía dolor. La habitación perdía sentido y
más que gravedad, aliento, la furia era lo que más se palpaba. ¡No podía ser lo
que acabé de escuchar! ¡No podía ser! No ella, no Lisa, no de nuevo. No otra
discusión, maldita sea. No era posible que, de todas las veces que esto había
ocurrido, no había una que terminase diferente, y que no terminara siendo culpa
mía. No podía ser que el del error siempre hubiese sido yo, el del problema.
—Así que
es culpa mía, ¿No?—inquirí, con fría firmeza. Observándola a ella y a su
expresión impenetrable un resople de rabia e impotencia salió—. Por ser un
aferrado con todo esto.
—No lo
es. Pero lo será, si no te deshaces de todo esto. Porque mientras todo esto
esté aquí, tú y yo no podremos estar en paz.
—Pues
hazlo, si quieres—sentencié, desatando ya lo que explotaría dentro de mí si no
salía. Confesando la salida que ella veía obvia sin relucir mi temor, el odio
que llevaba acumulando a cada maldita vez que lo mencionaba—. ¿Quieres
deshacerte de todo cuanto fue de ella? ¿Todo cuanto tocó, o respiró? Bien. Pero
no me pidas que yo lo haga. Porque eres tú... tú eres quien lo quiere así. No
pienso ser parte de esto.
Y le
rodeé, dirigiéndome a la puerta entreabierta del cuarto. Que entrara oxígeno a
mi cuerpo laceraba, que todo tuviese el sentido mínimo para que lo pudiese
comprender ya era imposible. Soportar su mirada furiosa, sus ideas
descabelladas, sus celos, discusiones, me tenían harto.
Creer que
me detuvo apenas, halando de mi brazo antes de poder salir, me pareció
impensable.
—Y si lo
hago...—me dijo, sólo así. Le daba la espalda y aún sin verla, su mero tono de
voz confesaba lo contrariada que se podía encontrar—. ¿Serás capaz de entender
que lo hago por nosotros?
Pero era
suficiente, no lo soporté más.
—Como gustes, Lisa.
Entonces
me fui. Hecho un desastre, una persona no hecha de sangre, y carne, sino de
furia, ácido y cólera arruinando todo mi ser. Y sin embargo, lastimado.
Deseando que ese maldito portazo que dejé después de que le había abandonado...
no hubiese sido real.
Que nada
de esto lo hubiese sido. Nada.
****
—¿Nadie
ha atendido la llamada?—bramé, mientras salía de mi habitación para recoger las
últimas prendas de ropa que aún me quedaban puestas sobre el sofá más grande de
nuestra estancia.
No me
había percatado de que apenas el teléfono resonó, pero estaba segura de que
había algo raro, si al segundo tono nadie había contestado. Se notaba a creces
que Monica no estaba en casa, pues a medio intento, ella no hubiese perdido una
sola llamada, ni por error. A veces odiaba la situación que envolvía junto a su
misterioso novio.
Phoebe me
miró confundida, acercándome el resto de ropa limpia que me quedaba por tomar,
y sin embargo, a Joey sólo le embargaba una sutil expresión de desinterés. El
teléfono estaba a su lado.
—No...—Phoebe musitó, dándome los últimos pares
de pantalones que quedaban.
—Sólo
sonó un par de veces y cuando la quise tomar el tono había parado. No sé...—Joey
añadió a su lado, bien acomodado sobre el sofá individual y dibujando un leve
gesto pensativo en su rostro.
—¿Habrá sido Monica?—Phoebe
inquirió, junto a mí.
—Salió desde esta mañana—musité—, no
creo que necesite nada.
Ella
asintió, como si lo recordara. Me ayudó a doblar algunos pares de calcetines
más que quedaban ahí y lo puso encima de la pila que yo cargaba.
—¿Entonces?—quiso saber.
—Mira el
identificador de llamadas—murmuré apenas, la pila de ropa limpia pesaba y aún
así tuve fuerza de encogerme de hombros para restar interés—. Ve si reconoces
el número.
Les dejé
entonces, con una última instancia de Joey tomando el teléfono a su lado otra
vez. Dejé mi ropa interior, vestidos, pantalones, blusas y atuendos de trabajo
en su sitio correspondiente y, con el mutismo viniendo desde la estancia
ansiándome de pronto, salí de una vez.
Joey
estaba ahí, manteniendo el aparato en su mano. Comprendí que mis pasos habían
dejado de funcionar cuando vislumbré atenta su rostro, junto con el de Phoebe
enteramente paralizados, la expresión helada, y la mirada clavada a la máquina
contestadora.
Tragó
saliva, y entreabrió los labios para hablar. Ni siquiera había hecho falta
hacer la pregunta.
—E-es de... Neverland—susurró.
—¿Qué...?
La piel
se me erizó. Los sentidos se detuvieron y mis manos cubrieron abruptas mis
labios sin más. De Neverland. ¿Era...? No, no, no, no. Imposible. No hay razón,
no hay motivo luego de tanto tiempo. Luego de que por fin, estaba en paz. O lo
creí.
Por
varios segundos no supe qué hacer, qué decir. Mi sangre no corría, no caminaba
por mi cuerpo y mis músculos no respondieron ya. Entreabría mis labios para
intentar decir algo pero ni un sonido audible logró formularse.
Joey,
entonces, me miró.
—El número... Rach...
Ese
tintineo, el sonido crudo, casi hecho un eco dentro de mí. El teléfono volvía a
sonar. La turbia expresión en el rostro de Joey me lo confirmaba y Phoebe
mirándome con los ojos bien abiertos y penetrantes me lo restregó en los
sentidos.
—¿Qué
hago?—Joey preguntó, ardiendo, mirándonos a ambas con una urgencia rayando lo
enfermizo.
—Mi Dios—Phoebe reponía, apenas. Él
la miró—, no sé, no...
—¿Contesto?
—...No—le corté, a ambos.
Y sin
saber de dónde obtuve las fuerzas, tomé el teléfono de sus manos temblorosas.
Verificaba el número de procedencia en la pequeña pantalla y entre latidos
débiles, me obligué a nada más que aceptar.
El miedo
ya me estaba aniquilando por dentro, la pronta agonía, todo cuanto había
logrado hasta ahora desapareciendo junto con mis propios sentidos ayudándome a
elegir. Mi juicio se volvió débil, las posibilidades infinitas. El temor,
tentación, combinándose en mi propio ser.
Sin más,
presioné el botón para contestar. Cerraba los ojos y ya sin ponerme a ello mis
pasos atropellados ya me conducían al exterior, a través de nuestro pequeño
balcón decorado.
—¡Rachel...!—se
oyó a Phoebe bramar, entonces hubo viento. Sonidos de la ciudad.
Escuché,
y en el auricular no aparecía más nada. No estaba su voz, no había señas de
nada. Sólo estaba mi desastre, mi carente aliento y el hecho de que aferrarme a
la barda no me ayudaba siquiera. Perderme en las alturas, en la circulación de
las personas más allá, del tráfico, sólo lo empeoró.
El
tormento sólo me carcomía.
—¿H-hola...?—susurré
apenas. Dolía incluso que mi voz apareciese así, pues sólo me daba la sensación
de que me estampaba contra el muro de orgullo que tanto tiempo tardé en haber
construido.
Y nada
aún. Silencio. Ausencia que quemó. Si era él, ¿Por qué no hablaba? ¿Por qué no
decía nada? Apreté mis dientes, sabiéndome vencida, y presioné mis manos más
contra el cemento de la barda para no perder el último resquicio de equilibrio
que me quedó.
No lo
contuve más.
—M... ¿Michael...?
Entonces,
un leve suspiro apareció, y nada. Ni una esperanza más, una idea de que el
motivo de mi vida no estaba... hablándome del otro lado.
—No,
Rachel... soy Lisa.
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