viernes, 15 de julio de 2016

Capítulo 57: "Extrañar"


Era ya la sexta estación que ella tenía conmigo.

Nuestros inviernos eran cuestión de abrazarnos, de perdernos el frío. Mañanas perfectas, días en los que desplegaba una hoja más de nuestro almanaque al mirar la cantidad de bolas de nieve que conformaban nuestras más preciadas batallas. Luces, música, chocolate caliente, frazadas cálidas, y ni una sola señal de amargura colándose en nuestras noches, pues todo bastaba con conversar hasta quedarnos dormidos. A veces despertaba, y ella se levantaba también. Lisa podía mantenerse despierta por el tiempo en que mis pesadillas podían hacer inevitable que mis ojos intentaran cerrarse.

Si era verano nos desvestíamos, jugábamos, y la energía aparentaba no parar. ¡Cuántas veces había sido testigo de eso nuestro dormitorio! Y aún así parecía que un montón de paredes no eran capaces de detenernos, pues viajábamos y nos perdíamos sin más. Quizá en más de una ocasión yo lo hice antes que ella, me aislaba cuando era más desastre que persona, y que no mecanizaba bien, me purgaba en lo más recóndito de mi mundo y sin pensarlo, ella aparecía ahí de pronto, y nada más. Para quererme, abrirme los ojos, sanarme, iluminarme... salvarme de mí mismo. Era una bendición infinita el comprender que con ella conocía el mundo, y el mundo nos conoció a nosotros igual.

Otoños de salir, y recoger las hojas cafés de nuestros jardines. Primaveras de abrazarle, regalarle flores. Practicar la nueva manera que inventamos de besarnos, encontrar el modo de encajar en el abrazo del otro, saber adelantarnos a todos los relojes que amenazaban nuestro camino. Escapar... mientras me daba el espacio suficiente de escribir canciones sobre lo cabreado que alguna vez me sentí, sobre rabia que aún no conocía la luz de mi música, sobre la realidad, cuestiones que nadie más se animaría a comentar. Sólo canciones, sólo letras, sólo mi otra parte de la vida. Momentos en que, al escuchar una buena pieza de piano, de arpa, algunas palabras que aún supuraban en mi alma ya querían ser arrancadas de nuevo. Revivían. Me sacaban de la fantasía, me regresaban a la realidad.

Palabras que quizá debí decir en el momento en que ella se marchó, y que no supe cómo construirlas. Me resignaba a que el dolor jamás se iba a marchar.

Aún me perdía.

Recuerdo que solía visitarla, sin que ella o Lisa lo supiesen siquiera, sin que nadie se enterara. Me escapaba de la realidad para pasar horas enteras refundido en la parte trasera de un automóvil blindado al pie de la acera de su edificio para mirar el momento en que ella salía de casa, cuándo llegaba, con quién. Recuerdo que fueron treinta las veces seguidas en que la miré volviendo luego del trabajo con una sonrisa impecable en su rostro, y cómo aquello significaba el paraíso para mí. Por un instante, sólo por uno pequeño, la lluvia recurrente no importaba, y dolía menos el mirarla con un cigarrillo aferrado a sus manos perfectas, dolía un poco menos la distancia, o la situación. Aunque el sólo mirarla me lastimara de por sí, saberla tan cerca y tan lejos a la vez, verla y no tenerla, no poderla tocar. Imposiblemente, dolió sólo un poco menos el saber que sonreía, y que ese gesto no lo había provocado yo.

Pues volvía a casa... y la miraba siempre con la misma persona tomando su mano. No lo conocía, no aferraba ninguna mención respecto a él, su rostro no me sonaba, y aún así, seguro de su felicidad, de comprender que ella y su vida han avanzado, aún no podía creer que todo se secaría dentro de un parpadeo irreal. Trataba de olvidar, y al mismo tiempo de volver a lastimarme, de volver a vivir aquello.

Un rimero de burla al comprender que ella tardó sólo un segundo en decirme 'adiós', y que yo tardaría... más de un año en entenderlo.

—Aquí tienes—Karen se había oído entre mis pensamientos, me sacaba del trance. Se detuvo un instante aún de pie para tender hacia mí el protector solar y un momento luego se tiraba sobre la pequeña colina de césped para sentarse a mi lado.

Me remuevo un segundo, sólo para cambiar de mano la sombrilla que sostenía, y recibí el pequeño recipiente antes de darle un leve gesto de agradecimiento al final.

            —Gracias—susurro.

Me sonríe tranquila, acomodándose sobre su lugar, mientras yo unto un poco de protector sobre mi rostro y le doy una mirada despectiva por la posición que toma ante el sol que le baña. Un suspiro de gusto se le escapa, y un resople de desgane se me sale a mí. Jamás dejará de darme envidia, sabía que jamás dejaría de molestarme, maldición.

Y trataba de ignorar aquello, concentrarme en sentir el alivio instantáneo sobre mi piel.

—Te ha estado molestando mucho últimamente. El sol...—tuerzo la boca virando hacia ella para ver el sentido de su afirmación. Su mirada se ha convertido irremediablemente en una más preocupada.
—Un... poco—me encojo de hombros. Con ella nunca sabría lo que se venía. Sonrío—. Los doctores nos han dicho que sería progresivo, suma eso al hecho de que ahora mi cuello y mi frente están más descubiertos.
—Ey, me encanta tu corte de pelo—protesta con dulzura, mesando mi cabello entre su mano traviesa—. Te hace lucir un poco mayor y, bueno, se te ha alaciado también un poco pero está lindo. Todo lo que te hago yo me gusta bastante—se rió—. Ha pasado casi un año desde que lo corto así, ¿Aún no te has acostumbrado?
—Oh, me he acostumbrado—admito, frunciendo el ceño hacia un punto perdido y lejano, por allá entre el par de estatuillas de niños que parecían jugar sobre el lago más inmenso de mi hogar. Era mi favorita, desde siempre—. Sólo que… a veces, no lo sé, lo extraño largo. Creo que me daba un poco más de personalidad.
            —Has sido tú quien me pidió que te lo cortara en primer lugar.
            —Ha sido Lisa quien lo ha decidido.

Al virar, me doy cuenta de que su rostro se ha tornado pensativo. Asiente, pero con un aire más serio aprisionando su gesto. Supe, a partir de su expresión, que me había entendido, y aún así ahí estaban las ganas de continuar.

—Como una salida de nuestros problemas—añadí—, o... una manera de curarme de recuerdos en los que ya no debo pensar.

El puñado de pinos, las florecillas silvestres, aves que iban y venían, se detenían en una pequeña fuente. Con el tiempo había comprendido que estudiar la belleza de ciertos detalles me ayudaba a olvidarme de otros. Encontraba una salida, así me encontrara sólo dentro de Neverland, así me perdiera en el paisaje otra, y otra vez, en la luz. Con desgane, intento cubrir mi cuerpo con más cuidado usando la sombrilla y Karen, distrayéndome, roza mi dedo anular apuntando no otra cosa que mi anillo de compromiso.

—Recuerdo que... te miré hace unas semanas en esa premiación de Honor de VH1—musita, pasándose luego de mi mano a juguetear con el césped que no pisaba entre sus piernas—. Lisa no iba contigo.
—No...—susurré, aunque se escucha más mi suspiro saliendo que mi propia voz.

Entonces decido aguardar sólo un momento. Espero a que no me amenace ningún atisbo de debilidad.

—Lisa y yo... habíamos discutido la noche anterior—le dije, asegurándome de que, como una pequeña salida, ya no miraba sus ojos marrones y desilusionados—. Ya sabes, por lo mismo. Aunque claro, nada se ha comparado como el fiasco que Diane Sawyer nos hizo atravesar.
—Michael, quizá... Quizá ella no pueda evitar sentirse así. Insegura—musita, torciendo un poco el gesto. De reojo puedo ver cómo se lleva un mechón dorado detrás de su oreja luego de que el viento lo ha desacomodado—. Estás seguro de todo cuanto ella ha atravesado por ti, sabes que pasó por un turbio divorcio. Tanto como ella está segura de que tú has tenido esta... infinita historia al lado de Rachel. Lo que quiero decir es que... tal vez todo esto jamás le podrá ser indiferente.
—Jamás he creído lo contrario—viro de una, encarándola—. Sé lo que Lisa ha hecho por mí, Karen. Sé que ella me ha acompañado hasta el fin del mundo, que me ha ayudado a no llorar, a sobrellevarme a mí mismo, estoy consciente incluso que por poco... le he puesto en la misma situación que ha vivido de pequeña... con su padre.

Lo soltaba sin darme cuenta, me estremecía sin advertirlo. Y luego lo recordaba, y como me era posible me intentaba alejar. Sus ojos se entrecerraron como si lo analizara de pronto, y asiente cabizbaja entendiéndolo también.

—Entonces pronto estará—musita más segura—. Quizá aún no te has dado cuenta, pero ya has llegado a quererla tanto como has llegado a querer a Rachel.

“Tanto como he llegado a querer a Rachel” me repetí, dejando un resople exasperado salir.

¿Es que era obvio? Aunque no fuera verdad, aunque no lo pretendiera, ¿Se notaba? ¿Aún había quien pensara que no quería a mi mujer de una manera tal? De todas las personas, Karen. Y antes, Janet lo hizo también, John, Bill, mi familia. Mierda. Todos oían, y aún así no se paraban a escuchar. Estaba seguro de que sabían que Rachel me había salvado de un infierno, pero no comprendieron que Lisa ya me ha salvado de otro. Si Rachel me salvó de aquellas personas que me quisieron lastimar, de todos quienes me desearon aniquilado en el piso, destrozado y perdiendo la fe en todo cuanto creí, entonces Lisa me había ya salvado de mí mismo. Así de simple, y aún así, tan incomprensible, al parecer.

La única cuestión que aún permanecía, y que era cierta, más de lo que soportara siquiera, era la de saber si sería posible amar a dos personas con una infinita magnitud. Dos personas completamente diferentes, e igualmente perfectas, dentro de una sola vida.

No lo sabía.

—Le has...—bisbisea, con esa vocecilla delatando un poco de pena—. ¿Le has dicho que la amas?
—Por supuesto que sí. Incontables veces—espeto, sin querer endureciendo mi rostro. Un poco indignado, tal vez—. ¿Crees que no amaría a mi propia esposa? ¿Que estaría a su lado sin sentir algo apasionante por ella?
—No, claro que no, sólo... Tranquilo, Michael. Sólo creí; un hombre no tiene que estar obligado a amar a una mujer por el simple hecho de ser su esposa.

Y aguardó, mientras sus manos dejaban de interponerse como una barrera tranquilizante entre nosotros. Callaba y suspiraba, creí, como si estuviera celebrando su cometido, y mientras tanto dentro de mí todo corría ya en otra dirección.

Mis mejillas ardieron, una pequeña punzada de molestia me tomó.

—Lamento... si te he molestado—susurra, dejando su mirada caer por un par de segundos.
—No, no. Yo...—niego, llevo una mano a mi frente, gruño. ¿Por qué me molestaba de todo? ¿Por qué luego de una pregunta, todo volvía? Sólo así sentía que todas las puertas se cerraban, y que un cúmulo de preguntas sin respuestas me cegaban para buscar—. Es sólo que, ¿Cómo puedo olvidar, Karen? ¡Dime! Dime, ¿Cómo puedo pasar por alto, siquiera tratar de ignorar a Rachel, o cualquier pista de que ella existió si es Lisa quien continúa mencionándola? Si la razón siempre es la misma, siempre... Todos nuestros problemas, nuestras discusiones, mi razón para dormir en una habitación diferente, para que ella se marche un fin de semana a casa de su madre... Es Rachel. Y no... no sé qué hacer.

Resoplaba, más ofuscado, irritado como no lo pensé, mientras cubría con fuerza mis ojos ante la fuerte incredulidad que sentí. La burla que significó haberle soltado todo aquello sin pensarlo tan pesado, creyendo que me sentiría desahogado pero olvidándome de lo incorrecto que sería después. Maldita sea.

—Michael, un matrimonio jamás es fácil—abrazó sus rodillas flexionadas, negando con tranquilidad—. No hay ningún momento en el que el compromiso debe morir, ¿Sabes?
—Sí, ¡Sí! Eso es precisamente lo que Lisa me dice...—suspiré, en una expresión de suplicio, de pena combinada con temor—. Lo que ocurre es que... no creí que ese compromiso sería tan complicado.
—¿Crees que es por eso que casi nunca habías pensado en pedirle matrimonio a Rachel?—inquiere, sus ojos se cerraban cada vez más por cómo el sol encandilaba su rostro—. Quizá pensabas que... eventualmente, se les dificultaría también.
—Seguro, creí que las habría. Siempre—admití, mientras mi mirada se desplomaba contra mi regazo de nuevo. Era tan extraño, de pronto pensar en la raíz de la que se originaban mis problemas, en que quizá desde un principio había sido sólo yo, mis miedos, pensarme las cosas demasiado. Al final, negué—. Pero, la cosa es que... Con ella, jamás lo imaginé... tan difícil.

Y callé, sintiéndome ya expuesto hasta lo indecible. Patético, recién confesado, y la lista de pecados sólo se alargaba más y más.

—¿Sabes?—la miré, sus ojos jamás se habían despegado de mi rostro—. El otro día... El otro día decidí cerrar de una vez por todas la habitación de Rachel bajo llave. Creí que, si nadie entraba, si yo mismo no me lastimaba tratando de colarme ahí, los problemas que tengo con Lisa ahora, terminarían. Así... así de desesperado he estado por buscar una solución.
            —¿Ha funcionado?
            —Aún... no lo sé.

Sus labios entonces se entreabrieron un poco más, después de un puñado de segundos en los que no había añadido nada. Sólo una sílaba entrecortada apareció y luego calló pese a una tonada clásica que apareció desde los parlantes en forma de roca que rodeaban el campo. Era la música que marcaba las seis de la tarde, el atardecer, me fijé, se formaba más allá, el reloj de la estación del tren me lo comprobaba y la manera en que ella se ponía de pie sin esperar un momento más me desconcertó.

—Será mejor que entres, Michael—tendiéndome una mano firme me ayuda a ponerme de pie también—. Hará frío, no quiero que te resfríes.
—¿Tú no vendrás?—le estudié, extrañado, mientras sacudía sus manos por la tierra que se le había quedado.

Tan sólo sonrió.

—Me temo que no, yo... Vamos, pediré que venga alguien por mí. Tú deberías estar ahí dentro, con tu familia a solas. Escuché que Lisa irá a Graceland por unos días esta semana, ¿No es así?
—Sí. Bueno, estaré con ella lo que me quede de tiempo—admití, esta vez renegando por dentro. Darme cuenta de que ella utilizaba la chaqueta de nuestra última gira me lo había recordado—. He estado ensayando para la premiación de MTV de este año. Adivina dónde será el evento.
            —Nueva York—soltó, y su mirada insegura se cambiaba por una dolida.
            —Ni más... ni menos—susurré.

Y mientras me mecía de la punta de mis pies hasta mis talones, me di cuenta de que su sonrisa se agrandaba todavía más. Me contagia el gesto, y sin más, colisiona sobre mí como un balde de agua helado cayéndome en la cabeza. Sin dudar, me sentía un poco mejor. No sólo físicamente, no sólo mi piel se lo agradeció, sino que, el nudo de inseguridad dentro de mi garganta que tuve al salir de casa ya no estaba de pronto. Se eliminó luego de nuestra pequeña conversación.

            —Gracias, Karen—musito, encajando cada letra en su mirada brillante.
            —Vamos... sólo dame un abrazo y me iré de aquí.

Cerré la sombrilla, y obedecí. Se abalanzó contra mis brazos abiertos y me embistió al mismo tiempo en que el césped dejó de tener sentido por un momento bajo mis pies. Pude advertir que nuestra respiración, unida, se relajaba, supe que este abrazo, más que yo, ella lo necesitaba también.

Luego de todo, era ella mi otro escape secreto. Mi otro podio de confesión. Que Karen estuviera cerca era una clave clara de que mi mente aún no hubiese colapsado de pronto, de que una que otra solución llegara a mi merced, pues aunque me ayudara, me celebrara, también me abría los ojos cuando no lo quería hacer. Destacaba mis errores no para reprenderme, sino para asegurarse de que no los volvería a cometer. Una especia de guía que, ciertamente, agradecía hasta lo indecible tener cerca. Más hoy mismo, o desde hace tiempo también, que otras cinco personas ya no estaban ahí para oír mis pesares, ya no más.

Se removió, y sin alejarse aún, pude sentir un deje cálido acercándose al lóbulo de mi oído. Se acercaba para susurrar;

            —Monica me ha dicho que... ella... ha intentado dejar de fumar.

Y guiñó el ojo al alejarse, me dio una mueca de suma confianza que me paralizó. Se me heló el interior y el aliento dejó de entrar a mi cuerpo de pronto. Sin haberlo notado.

Se marchaba, y un peso inmenso que aferraba mi espalda se iba con ella. Una sonrisa nacía, un brillo tentador, una felicidad infinita. Maravilla, seguridad, un zumbido que se aferró a mí, jurándome que estaba en un paraíso instantáneo, así me estuviera ya dirigiendo hacia mi casa. Todo de pronto se volvió... perfecto.

Todo estaba silencioso al entrar. Los rayos del sol que originaba el atardecer golpeaban a través de cada uno de los ventanales los muebles del comedor y ni un solo movimiento me era advertido. Entonces, la botella del vino tinto favorito de Lisa relucía ahí. Decidí servirme una copa.

Aunque un trago simplemente lograra tomar; la pequeña Riley apareció desde la estancia, y sin detenerse tomaba asiento también, justo frente a donde yo me encontraba. Mi corazón se agrandó, lucía en verdad dulce.

—Hola, linda—musité, saboreando la última sensación de licor que me quedaba.
—Hola... —la pequeña susurró. Apenas y había llamado su atención y aún así parecía estar concentrada a juguetear con algo que pareció estar entre sus manos diminutas. No me dejaba estudiarle bien.

Inmediatamente alejé la copa de mi propio alcance; no hacía mucho que Lisa y yo habíamos acordado no dejar que los niños nos miraran bebiendo, aunque pareciera que a Riley esta vez, le tuviera sin ningún cuidado. Su actitud no me dejó de intrigar.

Por fin, un destello nació de entre sus dedos anudados, su sonrisa se agrandó. El camafeo que le había obsequiado a Rachel hace años relució en sus manos y mi aliento, sin más me abandonó. Me obligó a ponerme de pie sin pensarlo, sin creer la velocidad que tomé, logrando sólo que la pequeña se sobresaltara.

No, no, no, no... ¿Por qué lo tenía? ¿De dónde...?

            —Ah, linda, linda, Riley... ¿Qué...?

Sin intentarlo, lo había tomado ya de entre sus manos. En su mirada despojó una expresión de timidez en un segundo, y al siguiente, en mí se propagó una punzada turbia de urgencia, de temor que crecía más... y más.

—¿Q-qué haces jugando con esto?—sonaron titubeos con mi voz, palabras apenas apreciables que no me ocupé de formular por mirar el camafeo ahora entre mis manos temblando—. ¿De dónde... lo has sacado?
—Mi mamá me lo dio para que jugara... Me dijo que... estaría bien—me dice, con una vocecita dulce que rayaba un indecible encogimiento.
            —Oh, no, no. Verás, Riley, esta joya es muy, muy importante para mí, yo...

Sin embargo paré, sus ojos centellaban y sin más ya me faltaban las palabras. Maldición, y las puertas se me cerraban de a una por una, las salidas desaparecían en cuestión de segundos. Si una lágrima salía, estaba condenado, si la pequeña lloraba todo se iría al demonio, sin pasaje de vuelta.

No, no, no, no, ¡Vamos!

—Te propongo un trato—musite, helándome de temor por dentro. Aquello, pareció captar más su atención—. Si tú me prestas este camafeo, yo te obsequiaré uno de mis broches de oro. Son más brillantes, y tienen más formas que te gustarán. Tengo uno de Mickey Mouse, ¿Lo quieres?

La pequeña asintió, ya una diminuta sonrisa extendía las comisuras de sus labios brillantes. Un infinito suspiro de alivio se me escapó. Perfecto.

            —Lo tengo por aquí.

La dejé un momento, apretujando entre mis dedos el camafeo mientras me dirigía hacia la cajita que estaba puesta sobre la chimenea del salón. Me debatí entre el broche que más reluciera entre los cinco que estaban ahí y sin pensármelo un momento más, sin siquiera dolerme, tomé entonces uno de Peter Pan que usé, muy seguramente, en uno de los eventos que se organizaban con regularidad en mi hogar. Amaba ese broche con locura, era evidentemente uno de mis favoritos, no obstante el camafeo de Rachel tenía un valor superior al de los demás. Emocional. Infinito.

—Es tuyo, cielo—susurré, volviéndome a sólo medio camino, pues ella ya había caminado un puñado de pasos detrás de mí.

Se hizo el trato, sin complicaciones. Su sonrisa más grande volvió, y mi mano resguardaba celosamente el camafeo como anhelando porque fuese real, porque no se desvaneciera como un sueño en el aire.

—¡Gracias!—Riley musita alegre, con sólo mirar el nuevo broche que le obsequié. Aquél era por mucho más merecedor de una pequeña niña. Celebré con ella en el interior.

La observé alejarse un poco más, dirigiéndose por la dirección a la que había llegado. En mi mano, abierta, trémula, y marcada con los bordes finos que la joya dejó ahí, una nueva ráfaga de molestia se comenzó a generar. Pensar en que Lisa se lo había dado, así, como si no fuese nada, me atestó con malestar, desazón. ¿Era verdad? Y si lo era, ¿Por qué lo había hecho? ¿Tenía idea de lo que pudo haber pasado si yo no me hubiese dado cuenta de ello? ¿Si Riley lo hubiese perdido? ¿Sabía ella lo que ocurriría después?

Mi último aferro al pasado, desvaneciéndose.

—Ah, ¿Riley?—la llamé, aún con mi mirada desplomada hacia la palma abierta de mi mano. Ella se detuvo al instante y sus ojos avellana y grandes relucieron por sí solos la inquietud.

Viró, sosteniendo con fuerza el broche que recién le había dado. Un adorable gesto que me embruteció, o me hizo debatir un poco más lo que había pensado.

—Cuando encuentres a tu mamá—musité—, dile... Dile que es muy importante que hable con ella... en cuanto antes.
—Sí...—asintió sin demorar más. Retomó su camino entre saltitos y pasos alegres, y me dejó ahí, de cuclillas y el aliento debilitado.

Y un pesar se desembocó de mis labios, al mirar otra vez el camafeo de Rachel, resguardado entre mis manos. No lo podía creer.

Subí de a dos escalones a la vez, con la respiración entrecortada, y aún así cuidando de no hacer tanto alboroto al trepar. La casa estaba bastante silenciosa y, no haber visto a Lisa desde esta tarde sólo me daba a pensar que quizá se ocupaba de dormir al pequeño Ben por algunas horas. Anoche no durmió, ella tampoco, y entre paseos de nuestra habitación a la de los niños, me fue inevitable quedarme despierto a mí también. Ahora no me supuso una locura que de pronto estuviese alucinando, o que ideas equívocas y furiosas se formaran en mi mente sólo así. Quise, en lo más profundo de mi ser, atribuirlo al cansancio, a las molestias que me daba el sol, a la noticia de Karen, pero luego de todo, de otra cosa se trató;

La habitación de Rachel estaba completamente abierta.

Cerré la puerta después de que yo pudiese entrar, con tal cuidado, con tal suavidad, que aún me pareció impensable la manera en que evitaba mirar el primer cajón del viejo tocador abierto de par en par. Me daba miedo admitirlo, me dio terror imaginar a Lisa, a mi propia esposa, mi primer confidente, mi hombro para llorar, profanando el mueble, así, nada más. Tomando el camafeo, y dejándoselo a la pequeña Riley para que jugara. De sólo tener el más pequeño atisbo de idea de lo que pudo haber pasado por su mente en ese momento, me hacía temblar. Me convencía de que ese tocador, ese sitio en el que Rachel tantas veces lo había guardado ahí, ya no era seguro para devolverlo. En absoluto. No sé si volver a confiar.

Y recurro al armario, pues si buscaba evitarme el mínimo riesgo, las repisas, el cuarto de baño, el vestidor, las mesas de noche, los alhajeros, quedaban descartados. Aparté algunas cajas de zapatos polvorientas que se hallaban en la parte superior del mueble de roble y una caja más allá relució. No demasiado pequeña para resultar ser una caja vieja de calzado ni muy grande para guardar miles de cosas ahí. Mediana, exacta para mantener ahí, anidado y junto al polvo un montón de fotografías fuera de sus sobres de revelado, cinta adhesiva decorada, y un álbum de fotos a medio terminar. Una escena que de pronto me golpeó en la cabeza, no de amor, no de sonrisas, sino de tempestad. Aquella vez en que supe, ella quería armar este álbum para nosotros, y todo salió mal.

Aquella primera vez que le grité. Aquella pelea. Aquella vez en que decidí salir con Lisa a cenar.

¿Era posible? Pensé, dejándome caer contra la moqueta, ayudándome de una de las manijas del armario y con esa caja bien aferrada a mí. ¿Había pasado ya tanto tiempo de ello, tantos nuevos sucesos, tantas vidas diferentes? Y sin embargo mi mente embargaba cúmulos de recuerdos cruzados, imágenes borrosas con la manera en que ella había azotado la puerta esa vez, como si hubiese sido sólo ayer, o hace unas horas siquiera. Yo había creído entonces que se había encerrado en mi habitación cuando lo cierto era que se había encerrado en esta. Pues como ella había dicho, no podía dormir en una cama tan grande, en la que yo no estuviera también.

Momentos como este en que me daba cuenta de lo imbécil que fui. De que después de todo, así como deseaba que llegara el día en que pudiera ignorarla tan bien, tan dolorosamente bien que no recordara que existe, y sentir ya el comienzo de nuestro esperado final, me engañaba también... porque así... la extrañaba. Y luego de resguardar el camafeo dentro de la caja, miraba las fotos que había ahí, adheridas al álbum, mientras me fijaba también en cada hueco, cada espacio en blanco en las que metería cada una de las que aún se encontraban sueltas.

Sabía que este álbum no pasaría una noche más sin estar terminado.

Más de veinte fotos de la primera vez que ellos estuvieron aquí, la primer llovizna que pasaron, una de los chicos con sus ropas empapadas y otra más que ni conocimiento tenía de que existía de Rachel tomando mi mano mientras corríamos a la casa para no empaparnos de más. Recordé, con una sonrisa inmediata, que aquella había sido la primera vez que había tomado mi mano de esa manera, la vez que sentí que el diluvio no me importó pues mi cielo estaba lleno de rayos de sol, belleza, y luminiscencia que no parecía real.

Había fotos de la primera vez que la había conocido, una que recordé, Joey me tomó sin haberlo notado, y que dejaba relucir la tremenda sonrisa congelada que se me formó al topármelos ahí, pues sin idea, desde ese día todo iba a cambiar para siempre. Desde ese día, al verla a ella, me había dado cuenta de que había vivido con el corazón y las manos vacías. Desde ese día, Rachel le dio luz a mi oscuridad.

Otra más, de la primera noche que pasé en su apartamento, y sólo luego me encuentro un pequeño recorte de periódico con una fotografía que muy seguramente un paparazzi nos tomó a ambos, y de encabezado llevaba la leyenda ‘Michael, y su amante misteriosa’. Una risa brotó, y sin reprimir el júbilo, por fin me puse a ello, comprendiendo que no sólo se me escaparía una risa, o una sonrisa, sino decenas y decenas de gestos más.

Fotografías de Ross y Joey tratando de lanzar al pobre Chandler a la piscina helada de Neverland, de aquél invierno en que me prepararon esa hermosa fiesta de Navidad. Una de la que fue la famosa pijamada de las chicas aquí, cuando yo había salido a una entrega de premiación de aquél año, cerca de 1990, recordé. En otra, Phoebe se paseaba por el estudio de grabación. Ross, y yo con mi mano repleta de globos de agua, planeando nuestra venganza implacable contra las chicas. Y de California a Nueva York, donde en otra más aparecíamos Rachel y yo saliendo de casa pasada la una de la madrugada para tomar un paseo por Central Park.

Rachel con mis hermanos, con Janet. Otra de Karen abrazándola por detrás. Rachel tras bambalinas en uno de mis conciertos en Europa. Rachel durmiendo en la enorme cama de nuestro departamento en Nueva York. Rachel recién despierta, con una bandeja reluciente de desayuno que me había llevado a la cama. Rachel jugando con Mac, jugando conmigo. Rachel junto a mí haciendo gestos malévolos a la cámara, Rachel tomando mi mano, Rachel riendo conmigo, Rachel abrazándome, Rachel... besándome. Una y otra, y otra más.

Recuerdos, que durante tanto tiempo me ocupé de tirarlos al precipicio, y que en tardes cálidas como esta, me daba cuenta de que ellos también tenían alas para volar.

Partes de mi vida. Instantes importantes, que lo eran todo. Porque en un instante ella estaba, y al otro ya no. Instantes que me rogaban ya no querer recordarla de la peor forma, con canciones tristes, con agonía, y tragos que llevaban su nombre. Sino de sólo aceptar que la extrañaba, quizá no porque la quiera de vuelta, pero la extrañaba de verdad. Como un maldito lunático. Imágenes así me comprobaban que extrañaba su voz, su risa, su sonrisa, sus palabras, sus frases, sus tonterías, y esa boba, pero hermosa manera que tenía de hacerme feliz.

Instantes que me obligaron, sin darme cuenta, a plasmar un puñado de líneas escritas justo al lado de la fotografía final. Y aunque no fuesen palabras vacías, aunque supiese que la confesión ella jamás la vería, y que sería no más que una oportunidad gastada y nada más, brotaron, y se deslizaron desde lo más profundo de mis pesares hasta la punta del bolígrafo. Y sólo me dejé llevar.

Nadie me había advertido que extrañar sería el costo de tan hermosos momentos.
            —¿Qué estás haciendo...?

Esa voz grave resonó, inconfundible, y combinándose con la puerta cediendo tras un paso más. El rostro de Lisa no estaba tranquilo, su mirada regurgitó temor, ansiedad. Lo noté, a medio segundo luego de que ocuparme de ponerme de pie y resguardar la caja con el álbum ya terminado hasta el fondo del armario pareció la tarea primordial.

No me movía bien, y mis piernas debilitadas apenas respondían. Ya me pensaba si podría sostener su mirada enfurecida.

—Nada...—titubeé, ansioso, incorporándome luego de cerrar con fuerza la pequeña puerta alta del mueble frente a mí—. No hago nada.
—Michael, te he...—me señaló, el armario, y a mí uno a la vez. Advertí entonces que llevaba algo más en su otra mano—. Estabas hurgando sus cosas de nuevo, ¿Ahora qué? ¿Qué razón tienes?
—Lisa... ninguna razón—me aproximé, con mis manos en alto, tal como si se tratase de un bandido ocultando su crimen—. No pasa nada.

Ah, mierda. ¿Y para qué lo intentaba? ¡Me ha visto, maldición! Me miró y estaba seguro, ni la más elaborada excusa serviría. Estaba condenado mentía o decía la verdad. Ella suspiró, y mientras procesaba el gesto agotado que tenía sin darme cuenta una prenda aterrizó ante mis manos abiertas. Suave, tersa, color beige y de tela chifón, dolorosamente inconfundible; un vestido que ella, Rachel, alguna vez usó, de los primeros momentos en los que ella, ya estaba... embarazada.

La sangre se me heló.

—¿D-de dónde... has sacado esto?—no reconocí mi propia voz. No me percataba del temor que había brotado de mis labios, pues aún miraba el bonito vestido que detenía ahí. El hielo se propagaba por mis venas y debajo de mi piel ya sentía lo turbio que se había vuelto mi torrente sanguíneo.
—De nuestro closet, la parte de atrás—sentenció, se cruzó de brazos y, a diferencia de mí, miraba la prenda delicada con desprecio incrustado en cada facción—. Lo has puesto tú mismo ahí, ¿o es que no tenías ni idea?

Pero sorprendiéndome, pese a mi pronta debilidad, una risa salió. Ya no de miedo, sino de incredulidad. Un vestido no nos haría discutir y, estaba seguro, no ocuparía más de un ‘Lo siento’ para solucionarlo todo. ¿O no?

No podía creer que había más cosas de Rachel en la casa de las que ya conocía.

—Lisa, ¿Tienes idea de cuánto tiempo estuvo Rachel concurriendo esta casa?—inquirí, dejando con cuidado el frágil vestido en la puerta más cercana del armario que tenía. Al girarme, noté su pronta incredulidad. Esa ceja perfecta y alzada no decía otra cosa—. Ella ha estado aquí, más de cinco años, y luego en menos de una hora se marchó, es común que...
—Pero estoy yo ahora—espetó. Y aunque se quejaba, de pronto se escuchó un poco más tranquila—. Me es incómodo, ¿No lo ves? Una cosa es mantener sus cosas aquí en su habitación, y lo respeto. Respeto tu sensibilidad, pero otra muy distinta es encontrarlas en nuestra alcoba escondidas.

Sonaba a confesión. ¿Inseguridad? ¿Celos? ¿Lisa sentía aquello? ¡No era verdad!

—Escúchate... —musité, encogiéndome de hombros—. ¿Cómo puedes discutir sobre esto? ¿Cómo te pones celosa por...?
—...No estoy celosa, maldición—zanjó. Buscaba cubrir sus ojos con ambas manos como buscando la calma que perdía. En un segundo, entendí que quizá no sería tan fácil esta vez. Negaba, descendía su mirada y posicionaba ambas manos en pos de su cadera también. Todos signos de una furia naciendo—. No me... preguntes cosas que no van. A menos claro, que quieras recordar cómo sueles ponerte cuando hablo de Danny contigo.

Me estremecí. Apreté mis dientes, conteniéndome. La mención de ese hombre, así como solía respetarlo, podía también causar estragos y que mi estabilidad se desplomase en cuestión de segundos. No lo comprendí.

            —Espera, ¿Qué con él?—le solté—. ¿Qué tiene que ver tu ex esposo en esto?
—Exactamente lo mismo que tiene que ver Rachel aquí, ahora, en nuestro matrimonio.

Y aguardó, mientras sus ojos miraban los míos con cuidado, despacio y alternadamente. Asegurándose, más que nada, de que se me pudiese quedar grabado, lo que fuese que estaba a punto de decir.

            —...Nada.

La rabia, el cólera, la sensación de que mi garganta se anudaba y evitaba que el ácido llegara hasta mi boca. La ira todo lo permeó.

—Lisa, ella... ella alguna vez lo fue... todo para mí—sentencié, con firmeza. Sin pensar que para este segundo, ya estaba mirándola con furia.
—Y Danny es el padre de mis hijos—prosiguió, retadora—. Es muy claro que ambos fueron importantes alguna vez. Y aún así no parece que yo esté cada tercer día trayendo las pertenencias de él a esta casa.
—Yo... no sé qué es lo que quieres...—el pavor me atenazó, ansiedad vertiginosa y amedrentada me carcomía al percatarme de que soltó aquello sin titubear, sin retractarse siquiera—.  He cambiado por ti, saqué personas de mi vida por ti, he cambiado mis hábitos, mi hogar, mi persona, mis planes para que esto funcione, y tú sólo...
¡Yo he estado ahí para ti! Cuando desapareciste de la faz de la Tierra... ¿Lo recuerdas? Estuve ahí cuando te recuperabas, cuando quedaste incompleto, cuando te lastimabas sin darte cuenta, cuando pensabas que ya no quedaba nadie más... yo estaba ahí. A pesar de todo lo que... he pasado.
—¿Entonces qué quieres de mí, Lisa?—llevé las manos a su dirección, como rogando, destruyéndome en medio de suplicios en busca de una maldita solución. Una salida, olvido, cura. ¡Lo que fuese!—. ¿Qué es lo que quieres que haga para probarte mi lealtad, mi amor por ti? ¿Por qué en lugar de ayudarme me atacas de pronto? Hoy le has dado el camafeo de Rachel a la niña, ¡Por Dios! ¿Por qué diablos lo hiciste?
—¡Porque quiero que entiendas, maldita sea! Que comprendas que ese camafeo, esas fotos, esa ropa, pertenencias, este cuarto, son sólo eso. Son cosas. No son recuerdos, no son memorias. Y si son algo, son cadenas que no te dejan ir en paz... No están dejando que funcione lo nuestro. No te permiten comprender que yo soy tu esposa, y no un mueble que puedes abandonar cada que desapareces de aquí.

Llevé mis manos absortas a la cabeza, pasmado, desorbitado. Mis ojos ya no se colocaban en un punto fijo pues todo ya me traía dolor. La habitación perdía sentido y más que gravedad, aliento, la furia era lo que más se palpaba. ¡No podía ser lo que acabé de escuchar! ¡No podía ser! No ella, no Lisa, no de nuevo. No otra discusión, maldita sea. No era posible que, de todas las veces que esto había ocurrido, no había una que terminase diferente, y que no terminara siendo culpa mía. No podía ser que el del error siempre hubiese sido yo, el del problema.

—Así que es culpa mía, ¿No?—inquirí, con fría firmeza. Observándola a ella y a su expresión impenetrable un resople de rabia e impotencia salió—. Por ser un aferrado con todo esto.
—No lo es. Pero lo será, si no te deshaces de todo esto. Porque mientras todo esto esté aquí, tú y yo no podremos estar en paz.
—Pues hazlo, si quieres—sentencié, desatando ya lo que explotaría dentro de mí si no salía. Confesando la salida que ella veía obvia sin relucir mi temor, el odio que llevaba acumulando a cada maldita vez que lo mencionaba—. ¿Quieres deshacerte de todo cuanto fue de ella? ¿Todo cuanto tocó, o respiró? Bien. Pero no me pidas que yo lo haga. Porque eres tú... tú eres quien lo quiere así. No pienso ser parte de esto.

Y le rodeé, dirigiéndome a la puerta entreabierta del cuarto. Que entrara oxígeno a mi cuerpo laceraba, que todo tuviese el sentido mínimo para que lo pudiese comprender ya era imposible. Soportar su mirada furiosa, sus ideas descabelladas, sus celos, discusiones, me tenían harto.

Creer que me detuvo apenas, halando de mi brazo antes de poder salir, me pareció impensable.

—Y si lo hago...—me dijo, sólo así. Le daba la espalda y aún sin verla, su mero tono de voz confesaba lo contrariada que se podía encontrar—. ¿Serás capaz de entender que lo hago por nosotros?

Pero era suficiente, no lo soporté más.

            —Como gustes, Lisa.

Entonces me fui. Hecho un desastre, una persona no hecha de sangre, y carne, sino de furia, ácido y cólera arruinando todo mi ser. Y sin embargo, lastimado. Deseando que ese maldito portazo que dejé después de que le había abandonado... no hubiese sido real.

Que nada de esto lo hubiese sido. Nada.
****

—¿Nadie ha atendido la llamada?—bramé, mientras salía de mi habitación para recoger las últimas prendas de ropa que aún me quedaban puestas sobre el sofá más grande de nuestra estancia.

No me había percatado de que apenas el teléfono resonó, pero estaba segura de que había algo raro, si al segundo tono nadie había contestado. Se notaba a creces que Monica no estaba en casa, pues a medio intento, ella no hubiese perdido una sola llamada, ni por error. A veces odiaba la situación que envolvía junto a su misterioso novio.

Phoebe me miró confundida, acercándome el resto de ropa limpia que me quedaba por tomar, y sin embargo, a Joey sólo le embargaba una sutil expresión de desinterés. El teléfono estaba a su lado.

—No...—Phoebe musitó, dándome los últimos pares de pantalones que quedaban.
—Sólo sonó un par de veces y cuando la quise tomar el tono había parado. No sé...—Joey añadió a su lado, bien acomodado sobre el sofá individual y dibujando un leve gesto pensativo en su rostro.
            —¿Habrá sido Monica?—Phoebe inquirió, junto a mí.
            —Salió desde esta mañana—musité—, no creo que necesite nada.

Ella asintió, como si lo recordara. Me ayudó a doblar algunos pares de calcetines más que quedaban ahí y lo puso encima de la pila que yo cargaba.

            —¿Entonces?—quiso saber.
—Mira el identificador de llamadas—murmuré apenas, la pila de ropa limpia pesaba y aún así tuve fuerza de encogerme de hombros para restar interés—. Ve si reconoces el número.

Les dejé entonces, con una última instancia de Joey tomando el teléfono a su lado otra vez. Dejé mi ropa interior, vestidos, pantalones, blusas y atuendos de trabajo en su sitio correspondiente y, con el mutismo viniendo desde la estancia ansiándome de pronto, salí de una vez.

Joey estaba ahí, manteniendo el aparato en su mano. Comprendí que mis pasos habían dejado de funcionar cuando vislumbré atenta su rostro, junto con el de Phoebe enteramente paralizados, la expresión helada, y la mirada clavada a la máquina contestadora.

Tragó saliva, y entreabrió los labios para hablar. Ni siquiera había hecho falta hacer la pregunta.

            —E-es de... Neverland—susurró.
            —¿Qué...?

La piel se me erizó. Los sentidos se detuvieron y mis manos cubrieron abruptas mis labios sin más. De Neverland. ¿Era...? No, no, no, no. Imposible. No hay razón, no hay motivo luego de tanto tiempo. Luego de que por fin, estaba en paz. O lo creí.

Por varios segundos no supe qué hacer, qué decir. Mi sangre no corría, no caminaba por mi cuerpo y mis músculos no respondieron ya. Entreabría mis labios para intentar decir algo pero ni un sonido audible logró formularse.

Joey, entonces, me miró.

            —El número... Rach...

Ese tintineo, el sonido crudo, casi hecho un eco dentro de mí. El teléfono volvía a sonar. La turbia expresión en el rostro de Joey me lo confirmaba y Phoebe mirándome con los ojos bien abiertos y penetrantes me lo restregó en los sentidos.

—¿Qué hago?—Joey preguntó, ardiendo, mirándonos a ambas con una urgencia rayando lo enfermizo.
            —Mi Dios—Phoebe reponía, apenas. Él la miró—, no sé, no...
            —¿Contesto?
            —...No—le corté, a ambos.

Y sin saber de dónde obtuve las fuerzas, tomé el teléfono de sus manos temblorosas. Verificaba el número de procedencia en la pequeña pantalla y entre latidos débiles, me obligué a nada más que aceptar.

El miedo ya me estaba aniquilando por dentro, la pronta agonía, todo cuanto había logrado hasta ahora desapareciendo junto con mis propios sentidos ayudándome a elegir. Mi juicio se volvió débil, las posibilidades infinitas. El temor, tentación, combinándose en mi propio ser.

Sin más, presioné el botón para contestar. Cerraba los ojos y ya sin ponerme a ello mis pasos atropellados ya me conducían al exterior, a través de nuestro pequeño balcón decorado.

¡Rachel...!—se oyó a Phoebe bramar, entonces hubo viento. Sonidos de la ciudad.

Escuché, y en el auricular no aparecía más nada. No estaba su voz, no había señas de nada. Sólo estaba mi desastre, mi carente aliento y el hecho de que aferrarme a la barda no me ayudaba siquiera. Perderme en las alturas, en la circulación de las personas más allá, del tráfico, sólo lo empeoró.

El tormento sólo me carcomía.

—¿H-hola...?—susurré apenas. Dolía incluso que mi voz apareciese así, pues sólo me daba la sensación de que me estampaba contra el muro de orgullo que tanto tiempo tardé en haber construido.

Y nada aún. Silencio. Ausencia que quemó. Si era él, ¿Por qué no hablaba? ¿Por qué no decía nada? Apreté mis dientes, sabiéndome vencida, y presioné mis manos más contra el cemento de la barda para no perder el último resquicio de equilibrio que me quedó.

No lo contuve más.

            —M... ¿Michael...?

Entonces, un leve suspiro apareció, y nada. Ni una esperanza más, una idea de que el motivo de mi vida no estaba... hablándome del otro lado.

            —No, Rachel... soy Lisa.

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