jueves, 28 de julio de 2016

Capítulo 59: "Vacío"

Desperté un poco sobresaltado, titubeante, y jadeante conforme mi habitación comenzaba a tomar forma a mi alrededor. La luz del atardecer se filtraba por los ventanales aún entre el cielo nublado que cubría Neverland, la atmósfera era gris, y aún así, ese haz de luz cálido me aseguró que había confundido ese mortecino sonido con el de un reloj despertador.

El teléfono no paraba de sonar.

¿Está todo bien?—la voz de Wayne del otro lado a duras penas y pasaba apercibida entre trozos de pensamientos que recuperaba, restos de mi sueño, pesadez en mis párpados.
—S-sí, sí...—intenté reponer al incorporarme rápidamente entre el enorme colchón,  aferrando aún más el aparato que restregaba hacia mi oído. No escuchaba bien, aún—. Estaba sólo...
Ah, diablos...—me cortó. Percibí su leve gesto de desaprobación—. No me digas que te desperté.

Me tallé los ojos un poco, antes de replicar. ¿Era demasiado obvio? ¿Mi voz sonaba así de ida? Estiré mis brazos y piernas en la última oportunidad y vislumbré que sobre la cama aún tendían algunas prendas de ropa que Lisa había dejado ahí el día anterior. Algunos vestidos, blusas, accesorios que decidió no llevar en su viaje con ella en el último segundo, antes de marcharse de aquí. En Neverland, se estaba volviendo un gran hábito que ropa de mujer descansara por toda la casa.

Decidí incorporarme, girándome hacia la mesita de noche para encender una de las pequeñas lámparas.

—No, sólo...—susurré mientras luchaba por mantenerme recto—. ¿Qué ocurre?

Suspiró entonces, dejando un poco de desgane salir. Comprendí que ni por poco le haría cambiar de parecer. Jugueteé con el cable que conectaba el teléfono a la toma de corriente y sin pensarlo, sin siquiera imaginarlo, ubiqué más allá de la pequeña lámpara un trozo de papel arrugado que relucía entre el polvo que habitaba ahí.

Lo tomé, y consciente de que Wayne murmuraba algo más que ni por poco alcanzaba a percibir, al desdoblarlo pude mirar ahí escrito un número telefónico que, quisiera o no, llamó mi atención; el número telefónico de Monica, no podía ser ninguno otro.

En medio de un titubeo de extrañez, Wayne insistió.

            —¿Entonces?
—Wayne, lo siento... No te he... escuchado—tomé el pequeño papel entre mis dedos anudados, aún sin comprender realmente lo que él había llegado a decirme, o siquiera lo que yo terminé de decir. ¿Qué hacía ahí ese número escrito? ¿O es que a caso importaba? Negué—. ¿Qué es lo que...?

Wayne sólo se rió.

Que tienes visita, Michael—musitó, haciéndome dejar por un momento aquél papel en el mismo sitio para aferrarme con fuerza de la cama.
            —¿Visita?—pregunté, intrigado.

Cavilé, girándome y mirando cada esquina de la habitación entera mientras un recuento de las posibles personas que podrían visitarme aparecía ahí, en mis pensamientos atolondrados. No esperaba a nadie para este fin de semana, no había invitado a nadie además. Nadie además de John o Wayne saben que Lisa saldría este par de días y la presencia de alguien ajeno no tendría sentido alguno.

Nadie venía desde hace tanto tiempo, que... una ‘visita’ a Neverland, se convertía en un espectáculo nada coloquial.

Así es—me dijo, certero—. Un viejo amigo, si es que mi memoria no me falla ahora.

“Un viejo amigo...” me repetí, chasqueando la lengua extrañado, con la mirada enteramente perdida. ¿Sería... posible?

            —Wayne, yo...
—...Desde siempre que nos habías pedido que él entrara a Neverland sin autorización y... sólo quería verificar que estuvieses dispuesto—había dicho aquello con tal tranquilidad, que creí me ensordecería.

Pese a la facilidad con la que habló, mi cuerpo sólo resultó más tenso, mi mente se heló, y calculaba pronto los segundos que tardaría en recomponerme luego de ello. Busqué, entre todo el silencio, entre la soledad, una sola razón para creer factible el poder estabilizarme pero no funcionó. Ansiedad, impaciencia fue lo que encontré más.

Y me imaginé a Wayne poniendo esa sonrisa enigmática que siempre me daba.

            —...Va ahora, Michael, hacia la mansión.

Maldición, no. Turbado era poco, contenido, suponiendo el poco tiempo que me quedaba ahí refugiado en esa habitación oscura y vacía fue lo que resaltó. ¿Había dejado pasar a alguien y sin avisarme?

—N-no, es que...—balbuceé, poniéndome de pie, ubicando con urgencia uno de mis sombreros de fieltro negros para tomarlo ya. ¿El barbijo? ¡No, por Dios! ¿Hasta en mi propia casa?—. Aguarda, antes quiero que...

No obstante, tonos titubeantes y cortos me impidieron hablar. Wayne ya lo había dejado.

Observé el teléfono enfundado entre mis manos, despectivo, mientras una pequeña ráfaga de furia se propagaba a la par. Lo devolví a su base ubicando a un lado el pequeño trozo de papel que había tomado segundos atrás antes de alejarme de ahí y a sólo un instante de decidir mantenerlo en el primero de los cajones el mismo número relució, y sin embargo, ahí, apareció algo que comprendí me extrañaría de inmediato. Reconocí el dato, desde el principio al fin, más no la caligrafía con la que estaba escrito.

Los números fueron escritos de forma más delicada, el trazo era más limpio, más fino, a diferencia de los míos. Una pregunta surgió, los nervios iban horadando ya un agujero al centro de mi pecho cuando el timbre desde abajo sonó. Y todo dejaba de tener sentido.

            —Maldición...

Tomé mis zapatos, aliñaba mi camisa, y ordené mi cabello antes de usar el sombrero de fieltro mientras ya lo reinaba todo una tempestad. Los tintineos proviniendo de la planta baja no cesaban y al volverse más continuos y el último más insistente que el anterior me sorprendió incluso que no me cayera de bruces al descender con descoloque escaleras abajo.

El alma estaba a punto de escaparse de mis labios y la puerta principal de pronto se acomodó frente a mí. La casa estaba tan silenciosa sin el personal, sin Lisa, sin los pequeños jugueteando por ahí que todo atisbo cuanto mirara lo arruinaba todo aún más, cada golpe que sufría mi puerta se estampaba contra los titubeos que producía mi corazón palpitando. Golpecillos tan fríos, tan secos, y dudablemente provenientes de un... viejo amigo. Decidí, entre mi respiración escasa, abrir por fin.

Ya al verle, me había quedado sin aliento.

—Ross...—susurré, incapaz de procesar una cosa más que su figura postrada ahí, pestañeando descolocado, como si no fuese real. Pensar que seguía durmiendo pareció de pronto una posibilidad más adherida a la realidad.

No habló, y si lo había hecho ni siquiera lo noté. Advertí al próximo segundo que de su mano tendía una enorme valija que bien podría estar vacía, por el nulo esfuerzo que le tomaba llevarla con él. Me concentré entonces en el silencio que aparecía antes que toparme con sus ojos decepcionados, cargados de atisbos del pasado y, sin duda, de aquella última discusión que tuvo sitio la última vez que le miré.

—...P-pero...—titubeé penoso, ardiendo al comprender que mi voz no recuperaba su seguridad.

Y sin más, el no verle reaccionar me desconcertó. No hizo nada más que cerrar sus ojos, pareció de pronto que tanto como yo, él ansiaba por encontrar un poco de tranquilidad.

—Hola...—terminé de decir con mis labios temblando, rogué por esconder lo que su actitud provocaba en el centro de mi ser.

Una media sonrisa se le escapó, indiferente, sin duda, haciendo que el gesto que tanto había rogado por mantener se destruyese a la par. Aún me dolía cómo habían cambiado las cosas entre nosotros. Ese desprecio sutil, viejo, aún podía arruinarlo todo, podía arder como si hubiese sido hace unos cuantos días. Todo amenazaba con regresar.

—Ross, yo... lo siento—susurré, mi mirada se desplomaba ante el suelo como una señal de mi pronta debilidad—. No te esperaba. ¿Por qué has viajado hasta acá? Tú... ¿Has... venido sólo?

Entonces, resopló. El quejido que brotó me hizo buscar de nuevo sus ojos.

—Sólo yo—el ácido de su voz me hizo helar—. Tenía una reunión de trabajo aquí en California.

Asentí sin más, pensativo. Era obvio que no llegaría sólo a saludar. El desprecio en su mirada sólo se acentuaba. Su gesto oscurecido se alarmó, como si hubiese comprendido mi escepticismo, como si incluso lo compartiera conmigo.

—Escucha, yo...—murmuró, en ese mismo instante comprendí que no dejaba de observarme de forma detenida, cada que sus ojos oscuros se pasaban ante mí un suspiro más se me atoraba al filo de mi garganta precipitada, me carraspeaba el interior—. No he venido a platicar.

Le cuestioné en silencio, sólo mirándolo y nada más. Entretanto, él perdió su mirada de entre la mía para perderse en un punto vacío entre los dos, comprendí que buscaba por las palabras correctas.

—He venido a Neverland por poco tiempo—espetó—. Necesitaba tomar el resto de las cosas que Rachel olvidó aquí el día en que nos hemos ido, y... no tengo mucho tiempo para quedarme.
            —¿Qué?—me rompí, mi voz destruida sin darme cuenta me lastimó.

Mi corazón se detuvo en el mísero segundo en que pareció que un puñado de piedras eran lanzadas hacia mí, ahí en medio, oprimiéndome todo, impidiéndome pensar, o imaginarme siquiera que lo que había oído era una maldita pesadilla.

No, no era cierto.

—N-no lo... entiendo, yo...—intenté hablar, resanar mis leves titubeos, encontrar el sentido, no dejarme caer. Nada. No salía nada más, y su figura recta sólo se aproximaba de forma amenazante a la mía.
            —¿Puedo pasar?

Con aquél maldito nudo en la garganta asentí, perplejo. Le había dejado pasar y me sostenía con fuerza del pomo de la puerta al cerrar tras su paso para no dejarme vencer ante el tambaleo que mis piernas sufrieron ahí. Ya no podía mirarle siquiera.

Ya no me parecía siquiera real que él, como si de pronto lo hubiese olvidado todo, como si los seis años pasados no hubiesen existido jamás, atravesaba mi estancia, sin más. Se apresuraba escaleras arriba mientras mis pasos le seguían como un maldito espíritu que estaba a punto de llorar su pena infinita. El lazo que aún me ataba al sentido casi carente de mi realidad por poco se rompió.

—Es increíble...—él musitó de pronto, en el momento exacto en que miré una fugaz e irreal sonrisa aparecer. Lo miraba todo de arriba hacia abajo, de un  lado a otro. Los cuadros que decoraban las escaleras al subir, la alfombra, tomaba con sumo cuidado del pasamanos como si fuese una simple ilusión lejana—. El tiempo que pasó sin que hubiese pisado este lugar.

Mi inevitable tormento se disparó hasta los cielos, la incertidumbre me privaba de conocer lo que vendría después. Sonreí, asintiendo, mientras mi respiración se ralentizaba detrás suyo pues, no quería un problema más con él y, pensar que la razón por la que ha aparecido había sido por unos ojos tristes y grises esperándole en casa me destruía a cada paso que daba más allá.

La razón me abandonaba, y aún así una ráfaga de ideas venenosas se originaba de pronto, todas anudadas en mi cabeza.

            —S-sí... Lo sé...

Le dejé pasar a la habitación de Rachel delante de mí, pues no quería que notase el llanto que traté de ocultar con esa fría indiferencia. Sollozos penetraban en mi garganta, me hería demasiado el hecho de adelantarme sólo a abrir aquél armario repleto frente a él y ni siquiera percatarme de lo que estaba a punto de suceder ahí dentro, frente a mí, y el cómo me obligaba a comprender que todo con llanto terminaría.

Abrí ambas puertas, las de la parte alta también, le mostré abiertos cajones del tocador, le señalé ambas mesitas de noche que rodeaban la cama, el cuarto de baño, el gabinete, e incluso pequeñas repisas que, aunque no soportaban más que libros que me pertenecían a mí, recordaba vívidamente que a ella le fascinaban, que se habían convertido en suyos desde el primer instante en que los había tomado. Todos aquellos sitios estaban expuestos ahora, sólo así, asesinándome lento, le mostré cada esquina en la que decidí resguardar sus cosas desde que los problemas con Lisa ya habían comenzado. Y sólo restó dejarle proceder.

Me alejé, observándolo todo, hasta apoyarme contra el umbral, ofuscado. Harto. Cansado.

Lo miré interferir sin más, comenzando a tomar todas aquellas cosas para apretujarlas entre ese maleta. Terminaba con el tocador de una sola vez y se aproximaba al armario para comenzar a hurgarlo todo, para recordarme una vez más que no importaban las intenciones que tenían, o los deseos que nacían dentro de mí, aún en medio de tanta oscuridad. Nada de lo que hacía o quería sería para siempre.

Y al mirarle, sin siquiera rogarle, pese a la ansiedad que por comprenderlo me consumía, una lágrima traicionera salió, rodó por mi mejilla sólo un segundo antes de limpiarla e intentar llenar mis pulmones con el aire vacío que apareció ahí, al tiempo en que él... no dejaba de buscar.     

Gritaba en silencio, con cada pequeña cosa que él movía de lugar, y añadiéndolo todo a mi pesadilla tempestuosa, no lo movía para regresarlo, sino para resguardarlo ya todo en esa maldita valija que llevaba con él. Gritaba, lloraba para mí y Dios sabía que era real. Que aunque, apenas y pudiese contenerlo, no salía nada, pues el orgullo, el miedo, el nudo profundo atorado en mi garganta me impedía dejarlo salir.

Lloraba, maldecía mi falta de paz, mi pronta y ridícula necesidad de quererla a ella, de sentirme suyo un sólo segundo más sabiéndole tan ajena a mí a la vez. Lloré para mí el exceso de amor que siento por ella, y mi falta de amor propio también. Maldecía la rabia, el rencor, los fallidos intentos por alejarme, por odiarle siquiera, por sacarle de mí, sabiendo que resguardaba todas sus cosas para calmar el dolor.

Su ausencia, esa que no se iba ni teniendo cada parte de sus recuerdos aquí, porque ya no estaba, Ross lo tomaba para llevárselo y nunca lo volvería a estar. Porque los recuerdos, sonrisas, memorias y besos plasmados en cada fotografía vacía no me llenarían el alma, pues, si Lisa tenía razón, por el contrario me herirían más, me lastimarían, me matarían, junto con lo que dejamos atrás.

Mierda... ¿Por qué no podía creer que sería todo, que luego de esto, ella ya no permanecería más en mi vida? No estará en el dormitorio, en mis murmullos soñolientos que brotan con cada noche, no estará en mis recuerdos, en las sonrisas dulces que miraba en cada fotografía, en sus prendas de ropa favoritas que dejó aquí. Ross lo tomaba todo sin pena, sin mostrarme su rostro serio y me sentenciaba que ya no estaría ella, jamás, ni siquiera en mis sueños, siquiera acaso en el último susurro que se me escapó la noche en que me dejó aquí.

¿Todo había sido en vano?

Me reí entonces, por lo bajo, ridiculizándome, riñéndome, y limpiando con urgencia una  lágrima más que había derramado ahí. Porque traté de mantener sus cosas el mayor tiempo que pude aquí, por ella, por nosotros, por lo que alguna vez quedó. Nunca permití que el resto de su esencia se viese perturbada aún cuando discusiones con Lisa estaban de por medio y aún así todo terminaba así. Lo ordenaba, y ni ella, sino alguien más venía a borrarlo todo en su lugar. ¿Por qué ella sí decidió abandonarme? ¿Por qué Rachel quería dañarme de nuevo así, arrancándome el último resquicio de prueba viviente que tenía de ella?

Estaba convencido, sentía como si ella decidiese abandonarme otra vez, me rechazaba de nuevo, me despreciaba y se aprovechaba sin más del amor que aún podía dar. Me quitaba, junto con cada cosa que las manos de Ross profanaban la última capacidad que tenía de confiar. Se lo llevaba todo.

Y quizá ella lo sabía, quizá tenía razón. Sería esta la forma definitiva de dejarle ir, aún incluso cuando mi esperanza jamás había muerto cuando ella misma había decidido irse. Volver a sentir que ya no se siente... nada.

—¿Necesitas ayuda con algo?—dejé brotar, con mi voz apenas perceptible en la habitación. Hundido ya estaba, y que él lo supiese no importaba más.
—...No—replicó sin tardar, sin siquiera virar. Aún intentaba meter las últimas prendas de ropa a la valija.

Eran las últimas prendas que ella utilizó aquí, aquellas que irremediablemente sembraban en mi mente todas esas tardes de pereza que alguna vez pasé con ella. De peleas de almohadas, pijamas que jamás utilizó por preferir dormir en una de mis camisas, besos de media noche, magia. Terminó y viró para tomar un cepillo más, broches con los que ella solía recoger su cabello, libros que miré, souvenirs. No iba a dejar nada.

Ross se detuvo por un instante más, observándolo todo de nuevo. Cada esquina y grieta del vacío lugar lo verificó y sólo pude ser capaz de mirarle en silencio mientras la irritación aún escocía en mis ojos humedecidos.

            —Me pregunto si... ya será todo—susurró.

Yo no quería mirar alrededor, quería olvidarlo todo, si fuese posible dejar de pensar en la razón por la que él había estado aquí y conversar simplemente como si ni una pesadilla hubiese sucedido, como si todo fuese igual. Y sin embargo, lo solícita que apareció su voz me hizo sentir alerta y recordando algo, el estado de tristeza y debilidad desapareció un solo instante para percatarme de algo más.

—Aguarda...—susurré, mientras me apresuraba hacia el mismo armario de nuevo. Con ayuda de una silla que se encontraba próxima me ayudé para alcanzar la parte más alta del mueble y por la dificultad que tomó me aseguraba de que él no había llegado hasta ahí.

Aquella caja mediana que había resguardado antes ahí ni por poco se acercó a la percepción de todo cuanto Ross buscaba. Mucho menos, ése álbum de fotos que tomé había dado alguna señal de encontrarse ahí. Esperando a ser encontrado, a que fuese devuelto a la dueña de cada memoria que aún habitaba ahí.

Me incorporé frente a él, y aferrando bien el álbum a mis manos él se acercó lentamente y con cuidado de no mirar nada más. Estaba seguro de que él notaba cómo yo temblaba.

—¿Un libro?—Ross me preguntó, mirando aquello que llevaba en mis manos y luego pasando sus ojos por los míos una vez más.

Lo acerqué a él sin pensarlo, él lo tomó dejando por un momento de lado la valija repleta que cargaba con él. Sus ojos, su rostro, todo él, se iluminaba al mero instante en que intentaba abrirlo. Dentro, también estaba él, estaban todos, estaba la prueba de que todo cuanto había ocurrido en el pasado, era real. La evidencia de que ninguno de nosotros había sólo vivido un largo sueño.

—...Un álbum de fotos—musité en un lamento envalentonado a pesar de la tristeza que corría por mi cuerpo, por cada extremidad.

Y sin embargo pareció que no me hubiese oído siquiera, pues sus ojos seguían paseándose por cada hoja y aunque fuese de forma fugaz, sonreía, centellaba como si no pudiese creerlo todavía.

—Esto... está lleno, Michael—musitó, respirando entrecortado, dejando salir diminutas carcajadas que se le asomaban—. ¿Tú lo terminaste?

Me cegué, sólo pude asentir.

            —Esperaba que le guste tenerlo con ella también—susurré.

Me sonrió, sin más. Me contemplaba durante infinitos segundos en silencio y lo único que logró fue obsequiarme la sensación de que mi corazón aumentaba su tamaño, entre aquella penumbra, o la existencia de mi inevitable destrucción. Por un instante era el Ross que reconocía, que tanto extrañé.

Reacciona de golpe, y sin perder un momento más su mirada se pasea por el reloj que tiende de su muñeca. ¿Era el mismo que yo le había obsequiado en uno de sus cumpleaños?

—Quizá... debería irme de aquí—pasó una mano lánguida a través de su cabello, se tornó exasperante de pronto—. Mi vuelo sale en tres horas y no quiero perderlo.
—Claro—asentí ansioso, obligándome a reaccionar. Ya miraba la forma en la que batallaba por cargar la inmensa bolsa entre sus manos de nuevo.

Anduvo sin titubeos por las escaleras y casi sin aguardar hasta detenerse frente a mí debajo del umbral de la puerta principal. La valija sí que estaba llena, y aún así no había batallado un segundo en hacerla cerrar. Jamás hubiera imaginado que todas las cosas de Rachel pudiesen caber ahí.

De nuevo, el silencio nos atajó. Él no era el mismo que arribó un par de horas atrás y yo no tenía el mismo rostro de miedo, de desgane y desazón que se me pintó al vislumbrar el odio que derrochó su mirada. Era de nuevo... él, éramos de nuevo ambos, como solía ser, y el peso de una despedida nacía entre los dos. Un quejido me lo comprobó, su mirada doliente hablaba por sí sola. Éramos casi igual, y así de rápido nos consumíamos por los recuerdos.

—Puedo pedir que te lleven, si quieres—le estudié impasible, recalcando al señalar más allá lo pronto que el cielo se había oscurecido.
—Oh, no—se apuró a decir—. Me he alquilado un coche ayer. No te preocupes.
            —Ah... Bien.

Asentí para mí, de forma vaga, como fuera de mí. Suspiré y, rogando, luchando hasta rayar lo enfermizo por olvidar la razón primordial de su visita alcé mi rostro hacia él aparentando un nuevo deje de fuerza que sabía no aparecería. Y que por supuesto se destruyó; ni cuenta me había dado de que no me había quitado los ojos de encima.

Titubeé un poco, negando, sin comprender, y a un par de pasos que dio hacia el exterior retomó aquél gesto abrazador que obsequió al haber observado el álbum de fotos regresaba de pronto.

—Escucha, Michael... —musitó, con dolor marcado en cada facción.

Ese tono de voz, esa mirada preocupada. No logré respirar sin dificultad y la forma en que su cuerpo se erguía me recordó a la primera charla cercana que había tenido a solas con él. Me miraba igual en ese entonces, el nerviosismo era igual... se preparaba para decirme que aceptaba la relación que estaba a punto de emprender al lado de Rachel.

—Sé que eres un gran hombre—aquél comentario desvariado, esa mirada oportuna me hace aferrar al pomo de la pesada puerta para no perder la fuerza, para que la falta de equilibrio no delate mi sorpresa—. Y no sabes lo mucho que me duele tener que hacer todo esto. Invadir tu hogar, tomar todo esto, cosas de ella, cuando sé que también te pertenecen a ti... de alguna forma.

Negué apenas, sentí que ni cuenta me alcancé a dar. Si así lo había querido ella, si ella creía que sería lo mejor recuperar cada parte que dejó abandonada aquí, y buscar sanar a partir de ello, lo respetaría. Así me doliera, así me obstruyera la garganta y me hiciera desear poder largarme a llorar. No podía caer ya más bajo y quizá sólo así podría probarme a mí mismo que, a partir de ello, sólo quedaría subir. Dejar ser.

No tenía ya las fuerzas para contestar, para pensar. Sólo lo contemplé, luché por dejar de ocultarle hasta la más raquítica sonrisa que podía gesticularle ahora.

            —¿Sabes algo?—preguntó, su tono sólo se había dulcificado.

Negué atolondrado, mientras él miraba hacia los techos con una sonrisa que nació sin más, como si de pronto un haz de luz brillante le hubiese iluminado.

—Cuando un día normal llega a su fin, lo que hago todas las noches es visitar a mis amigos, tomar un par de cervezas, reír con ellos, ver alguna película...

Reí ante la imagen que de pronto apareció, y aunque casi sin demostrarlo, la sensación de que mi corazón latía con más fuerza ya estaba presente. Era como despertar, como si esperase que, luego de que él tomaba el resto de mis recuerdos, dejara otros diferentes para ayudarme a sanar.

Pero al terminar de hablar no leí en su mirada una emoción más, todo se había desmoronado.

            —¿Sabes lo que hace Rachel?—preguntó, con un leve hilo de voz, impasible.

Le miré intrigado, negando con el corazón entre mis manos, con la amenaza de que, al pensarla, al imaginarla siquiera, los estribos podrían abandonarme en un parpadeo, y nada más.

¿Lo que me imagino que ella hace? Siendo hermosa, pensé. Indudablemente perfecta, gozando de esa infinita capacidad que tiene para hacer sentir dioses a las personas que ama. Siendo ella, simplemente, así de sencillo. Mejor... sin mí.

Mis ojos escocieron mientras a Ross, frente a mí, una amplia sonrisa le atestaba el rostro de pronto. Aquél gesto me destanteó tanto que casi me acerco a su lado a rogar que continuara.

            —Ella... no para de hablarnos de ti—admitió, abrillantando el gesto aún más.

Y la gloria, un sabor celestial se manifestaba en pos de mis pensamientos destruidos. Un suspiro de ansiedad, de deseo y felicidad contenidos, de momentos tan impensablemente perfectos permeados de brillo, caricias, besos, sonrisas, vida. No lo... podía creer.

—Nos cuenta historias de cuando solía vivir aquí—añade indolente, sus ojos centellearon con una emoción desbordante—. Cada noche ella tiene una historia nueva para contarnos, y cada una nos asombra más que la anterior.

Cada palabra que soltaba ahí, era una nueva manera de agrandar la sonrisa que se me congelaba. Aferré con mayor fuerza la manija de mi puerta intentando no aclarar mi mente jamás, rogar que aquello fuese cierto, pensar en que esas palabras cargadas de júbilo, de brillo, de... amor, bien podían comprobarme que todo cuanto creí había ocurrido el último año había sido una pesadilla inminente que yo mismo me creé.

Aquellas palabras que Rachel me había perjurado la última vez que crucé miradas y lágrimas con ella quizá no habían sido ciertas. Ella no... trataba de olvidarme, sino de revivir lo que con nosotros ocurrió. De intentar, al igual que yo, mantener activo hasta el último momento centellante que juntos compartimos, la última sonrisa, el último abrazo, el último beso, de haber sido real. Temblé, y por mucho que la razón era esta pronta dicha que me tomaba, el sólo imaginar que Rachel no había pedido que sus cosas fuesen devueltas sin más, me llenó de vida. Delicioso desconcierto, pero, una perfecta y cálida forma de recuperar el aliento perdido.

Nada tuvo sentido y a la vez se sintió todo tan bien.

—En fin... debo irme ya—Ross repone frente a mí, haciéndome menear la cabeza un poco para rogar despejarme. Su mirada ya se encontraba clavada en la mía y esta vez, un leve destello de sinceridad, de certera melancolía escapó de sus ojos—. Cuídate mucho, Michael, por favor.
            —Lo haré—me oí susurrar—. Tú también, por favor, todos ustedes.

Asintió junto conmigo y una leve sonrisa nació. Las palabras anteriores aún serpenteaban en mi cabeza, la incertidumbre, la manera en que involuntariamente me confirmó que uno de mis mayores miedos no había sido cierto jamás me obligó a rogar por un último deseo, ahora que le tenía aquí.

—Y, Ross...—bisbiseé, mi orgullo se desplomaba junto con el tono de mi voz—. Cuídala a ella... te lo ruego.

Un suspiro vago se escapaba al tiempo en que buscaba mi mano para estrecharla con la suya una última vez. Se acercó un poco más a mí para susurrar:

            —Cada día que pasa...

Sonreí, convencido de su innegable sinceridad. Mi mirada desbordaba luz al comprender que, aún sin haber estado presente por todo este tiempo, estaba convencido de que Ross, para ella, era más como un ángel guardián, uno que en realidad la protegería de todo cuanto la llegara a amenazar. Ya sea ella misma, ya sea yo. Y estaba infinitamente agradecido por ello.

—Oh, y supongo que... ambos podrán estar tranquilos ahora—viró con prontitud hacia mí, serio. Ni cuenta me había dado de que ya se había alejado un par de pasos más allá para marcharse—. Ya podrás decirle a Lisa que pierda cuidado. La zona ya ha sido despejada de todo cuanto ha sido de Rachel.

Negué, atolondrado, turbado. No lo podía comprender.

            —Y-yo... no comprendo...
—Sí—me cortó, de pronto una inminente, y dolorosa sonrisa brotaba de su rostro—. Ha sido ella. Fue Lisa quien me llamó pidiendo que tomara todo cuanto fue de Rachel de aquí, en cuanto antes, que ambos lo querían. ¿Es que tú no lo...?

Y calló, sin más. Como si lo comprendiera de una sola vez ya todo. Alzó su vista para encontrarme ahí, y de pronto sus ojos se desplomaron de vuelta hacia la moqueta con el rostro claramente tenso. Algo se iluminó, algo se volvió más claro y un dolor indescriptible apareció en mi pecho sin siquiera ser consciente de ello.

Mi sangre bulló, rabia e impotencia me lo comprobaban todo. Me restregaban lo mal, lo iluso, lo incrédulo que yo podía resultar. No podía ser cierto, mierda. No...

—N-no... Yo no... lo sabía—susurré, con la boca seca, sintiendo en mi pecho fuego pujando por salir.

Ross lo comprendía, pues su expresión, su silencio, ya juraban por él. Me miró compasivo haciéndome percatar del como mi corazón se había acelerado de golpe, de cómo el sentido, la razón, la objetividad de pronto tenían dificultad para entrar. Todo cuanto observaba ardía y, esos ojos que me clavó infestados de lástima fue lo que me derrumbó.

—...Lo siento—fue lo único que salió. Lo único que brotó de sus labios antes de irse, dar media vuelta, tomar aquella valija con la mitad de mi vida dentro y alejarse. Quizá para siempre, o quizá hasta que me destruyera, y el salir corriendo de aquí por la misma dirección que él iba fuese la única solución.

Cerré la puerta sin darme cuenta, deteniéndome ahí, sin lograr respirar. Pensar en ella ahora, en sus ojos verdes centellándome y jurándome soluciones, salidas, curas, ahora no eran más que navajas implacables para mí. Imaginarla hablando con ellos, quizá con Rachel para pedir que sus cosas salieran de aquí fue como un torrente de veneno viajando por mis venas y rompiendo cada arteria, dejándome desangrar sin esperanzas y ahora, con un inmenso pavor.

No era una solución sino una encallada manera de lanzarme a las penumbras, de apuñalarme por la espalda y esperar a que no me diera siquiera cuenta de lo que iba a cometer.

Entre titubeos subí, sollozos, incredulidad, silencio, y no fue hasta encerrarme en la habitación vacía de Rachel que dejé salir entonces un gemido de dolor. Odiaba ahora el sitio con toda mi alma, mis tardes sin esos recuerdos, sin poder escaparme de todo para mirar su sonrisa así fuese en un trozo de papel, sin poder tocarla en una imagen, sin ayudarme a sentirla, sin poder escuchar nuestras risas o imaginar salir de sus labios las palabras exactas al mirar una fotografía perfecta que solía conservar.

No quise pensar, no deseé sumergirme en el dolor que la decisión de Lisa me oprimía, la única verdad era que jamás había creído a mi esposa, la única persona en que hasta el último día había podido confiar, fuese capaz de ello. No creí experimentar nada igual al lado de ella, ni siquiera parecido. Y quizá fue mi culpa, quizá no le expliqué bien que Rachel... dolorosamente aún habitaba en mi piel, en mis sentidos, en mis células, en mis neuronas y lo peor... que me encantaba que fuese así.

—John, lamento...haber llamado tan tarde—susurré contra el teléfono, y fue como una turbia alucinación el oírme a mí mismo así, destruido, sólo ahogando y ocultando el resto del llanto que faltó.
¿Michael?—él se oyó sin más, del otro lado se escuchaba silencio, temor y su propia voz, titubeos entrecortados—. No, no, no... Descuida. ¿Ocurre algo? ¿Está todo bien?
            —S-sí, yo...

Temblando, sollozando me dejé caer contra el frío colchón, de apoco, llevándome las manos a la cabeza con fuerza y aferrando a las mantas que se quedaron ahí. Las jalaba y cubrí mi cuerpo deseando sentir algo más que esa espantosa sensación de vacío permeándolo todo, de horror, de dolor eterno. ¿Qué mierda iba a hacer ahora? ¿Qué sucedería cuando Lisa volviera de casa, cuando mire que lo que pidió estaba listo, y yo más lacerado que nunca?

No deseé, no quise fingir que el mundo ya no se desmoronaba, que otra apuñalada no la soportaría más, que me sentía terriblemente débil, indeciblemente vencido y sólo. Demasiado sólo así estuviese ya... al lado de alguien más.

            —...N-no.

John aguardó, mi dolor, mi pena fue incluso más real que el haberle escuchado conteniendo el aliento para dejarme seguir. Mi voz de nuevo se comenzó a desmoronar.

            —Mi matrimonio… ya no sé si puedo seguir...
*****

Al llegar al departamento, mi hermana aún aguardaba despierta por mí. Se paró de pronto del enorme sofá y al posar su vista empedernida entre la mía su rostro de cansancio, de agotamiento se esfumó para dejar salir un dulce resople de alivio. Se acercó, y una sonrisa brillaba ya en los rostros de ambos.

Por un momento, la valija que ella me había prestado para recoger las cosas en Neverland dejó de pesar. Las cuatro horas de avión ni importaron.

—¿Y...?—preguntó alerta, ansiosa. Ayudándose a cerrar ese enorme suéter tejido que cubría su pijama favorita—. ¿Cómo ha ido?

Sonreí, instintivamente.

—...Bien, me ha ido bien, Mon—susurraba casi al vacío, fijándome más en el silencio que embargaba el lugar, la tranquilidad. Era de pronto como si aquellos llantos, esos ojos preocupados que dejé antes de irme no hubiesen existido jamás. Fue como si hubiese simplemente despertado, y sólo toparme con Michael de nuevo hubiese sido la cura de todo ello. Me reí para mí—. Ha sido... agradable verle de nuevo, ¿Sabes?

La ternura hecha sonrisa se le escapó a Monica de sus pequeños labios, la luz brotó de sus cansados ojos azules. Aún con un suspiro de alivio titubeante ella descendió su mirada y con un deje serio ubicó la valija inmensa que aún llevaba.

            —La carga que traes luce enorme—musita—, ¿No te lastima el brazo?
—...Créeme—repuse, asintiendo y alzando una ceja para enfatizar mi respuesta—. Me ha lastimado más tomar las cosas de ahí.

Terminó de acercarse por fin, ubicando una mano lánguida y suave al borde de mi mentón, con aquella dulzura imposible que todo lo curaba. Sabía que un gesto de tristeza se me había escapado del rostro y ella de un solo movimiento lo fue a terminar.

—Sé que lo que has hecho ha sido difícil—murmuró para mí, sólo para nosotros. Se fijaba de reojo hacia sus espaldas para ubicar la puerta cerrada de la habitación de Rachel—. Pero te agradezco por ello... Quizá fue lo mejor.

Le agradecí con una sonrisa, y más allá de ella me ocupé de mirar la puerta cerrada también. ¿Estará ahí aún? ¿Habrá estado... todo mejor desde que me he ido?

—¿Cómo está ella?—quise saber, tan pronto como la forma en que Monica se alejó me desconcertaba.
—Mejor—admitió, aunque había algo más detrás de su tono que me incomodó—. La he confrontado acerca de los cigarrillos que encontré y traté de hablar con ella sobre eso un poco, pero...

El sonido de la cerradura de pronto le hizo callar, hizo sin más que mi corazón se detuviese de pronto. Que culpara las horas sin dormir, las horas de recorrer Neverland para ultrajarla, y las benditas horas de avión infinitas, por hacerme a la ilusión de que Rachel, con ese iluminado rostro frágil, cansado, y dulce hasta lo indecible, apareciese justo frente a mí.

Fue un sueño maravilloso el haberme percatado de cómo su mirada se iluminaba al tiempo en que irremediablemente, la mía le había ubicado ahí. Vistiendo sus pijamas favoritas, con su cabello castaño claro recogido de forma improvisada, sus lagunas grisáceas irritadas, y de pronto brillando para mí. Hermosa.

—Hola...—ella dejó salir. Apenas la había escuchado pues el mirarla tan serena, comprenderla la tranquilidad hecha persona me hacía embelesarme de sólo contemplarla así. Los chicos habían hecho un excelente trabajo con ella.

La boca se me secó. Mis brazos ardieron por abrazarla.

            —...Rach, hola—solté sin más, penetrándola con mis ojos.

Me sonrió entonces, o comprendí que apenas y lo intentó. Mis fuerzas se hacían favor frente a mis ojos al darme cuenta de que al mirar la valija que llevaba ahí, su mirada se ensombrecía.

—Así que es eso todo lo que trajiste de allá, ¿no?—se contrajo avergonzada, su voz un poco ronca nació entre un deje de indiscutible seriedad.

A mi lado, Monica buscó encontrar mi mirar, como si rogase encontrar en mí una respuesta rápida a la pregunta que Rachel había soltado. Lo gélido de su tono de voz me había dejado con los labios secos. Un par de segundos silenciosos cayeron para los tres en los que me ocupé de perderme más en su mirada triste, vacía. En esos ojos cargados de desilusión. Idénticos a los de él.

Me acerqué, dejando caer la valija en uno de los sillones.

            —S-sí, es... esto lo que he traído desde allá.

Mi voz había hecho sus ojos cristalizar. El miedo me sofocó, me impidió sentir incluso que Monica buscaba tomar con urgencia mi brazo mientras me aseguraba de que el equilibrio me fallaba, de que no importara lo que ocurriera ahí; lanzarme a sus brazos, decirle todo cuanto sé, todo cuánto conozco de la verdad, iba a ser lo único que necesitaría. No iba a caer sola, ni yo con ella. La iba a rescatar.

—Tan sólo quiero que sepas... —me aproximé como pude, sin meditarlo. Tomé de sus manos y sus ojos tristes e impávidos ahora me miraban sólo a mí—. Que te asegures de que Michael no ha tenido nada que ver con esto.

Ella no se movía, sus ojos se abrían más a cada vez. Aquél brillo centellante que cubría de pronto sus ojos me comprobó cómo se abandonaba, cómo no dio el crédito que mis palabras querían añadir. Y sin embargo las comisuras de sus labios se extendían, triunfantes, brillantes.

Una inspiración infinita apareció de Monica detrás. Rachel y yo le miramos, en sus ojos azules ya habitaba una expresión igual. Había sido tan sencillo cambiarles la expresión a ambas que ya me encontraba más orgulloso que nunca de aquél momento.

—¿Qué quieres decir...?—las manos de Monica sellaban sus labios al hablar, sus ojos se abrieron amplios, abrazadores, más hermosos que nunca.

No me quedó opción diferente que sonreír, ya era presa del gesto transformado de ambas y mi corazón se agrandaba con cada mirada que les daba, mis latidos se apresuraban más.

Viré hacia Rachel entonces, dispuesto a continuar.

—Que me he asegurado de ello—la aprecié con detenimiento, lo soñadora que se mostró, lo impensablemente hermosa que su mirada se había vuelto de golpe—. Rach, él... no tenía idea de esto. Lisa no le consultó, no lo comentaron. Eso ha sido sólo algo que ella decidió. Él jamás quiso deshacerse del resto de tus cosas...

Mirarla ahí, frente a mí y con esa luminiscencia personificada. El mero trofeo que anhelé desde que mi viaje comenzó. Tantas formas que se me pasaron por la mente de confesarle lo cierto, todas con abrazos de por medio, todas con lágrimas felices, con suspiros abrazadores, y ninguna imagen, me preparó para esperar tan perfectas sonrisas radiantes que las dos rodeándome pusieron a la par. Estaba en el paraíso y sin esfuerzo, sólo con pensarlo, yo se los había dado a ellas.

Una sonrisa así, una mirada alegre así, no habitaba su rostro desde hace tanto tiempo.

—...Lo sabía—brotó de los labios de Monica, y noté que una risita que se combinó con un sollozo repentino salía de los labios entreabiertos de Rachel a un lado de mí.
—No puedo creerlo...—susurró, negaba, sus labios titiritaban y pronto usó ambas manos para hacerlos ocultar.

Y me pareció entonces impensable reprimir aquél júbilo, me resultó imposible no pensar en confesar aquello que tanto tiempo pasamos en comentar, y que nadie de nosotros antes, se había tomado la molestia de comprobarlo siquiera. Estábamos ya tan arriba que, aunque sonase ridículo, no veía manera de hacernos bajar.

            —Y es cierto, chicas...—susurré, mirándolas a ambas.

Aguardaron por mí, Monica juguetona y Rachel lanzándome unos ojos perfectos, una satisfacción celestial.

            —...Él... se ha cortado todo el cabello.

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