Desperté
un poco sobresaltado, titubeante, y jadeante conforme mi habitación comenzaba a
tomar forma a mi alrededor. La luz del atardecer se filtraba por los ventanales
aún entre el cielo nublado que cubría Neverland, la atmósfera era gris, y aún
así, ese haz de luz cálido me aseguró que había confundido ese mortecino sonido
con el de un reloj despertador.
El
teléfono no paraba de sonar.
—¿Está todo bien?—la voz de Wayne del
otro lado a duras penas y pasaba apercibida entre trozos de pensamientos que recuperaba,
restos de mi sueño, pesadez en mis párpados.
—S-sí,
sí...—intenté reponer al incorporarme rápidamente entre el enorme colchón, aferrando aún más el aparato que restregaba
hacia mi oído. No escuchaba bien, aún—. Estaba sólo...
—Ah, diablos...—me cortó. Percibí su leve
gesto de desaprobación—. No me digas que
te desperté.
Me tallé
los ojos un poco, antes de replicar. ¿Era demasiado obvio? ¿Mi voz sonaba así
de ida? Estiré mis brazos y piernas en la última oportunidad y vislumbré que
sobre la cama aún tendían algunas prendas de ropa que Lisa había dejado ahí el
día anterior. Algunos vestidos, blusas, accesorios que decidió no llevar en su
viaje con ella en el último segundo, antes de marcharse de aquí. En Neverland,
se estaba volviendo un gran hábito que ropa de mujer descansara por toda la
casa.
Decidí
incorporarme, girándome hacia la mesita de noche para encender una de las
pequeñas lámparas.
—No, sólo...—susurré mientras luchaba por
mantenerme recto—. ¿Qué ocurre?
Suspiró
entonces, dejando un poco de desgane salir. Comprendí que ni por poco le haría
cambiar de parecer. Jugueteé con el cable que conectaba el teléfono a la toma
de corriente y sin pensarlo, sin siquiera imaginarlo, ubiqué más allá de la
pequeña lámpara un trozo de papel arrugado que relucía entre el polvo que
habitaba ahí.
Lo tomé,
y consciente de que Wayne murmuraba algo más que ni por poco alcanzaba a
percibir, al desdoblarlo pude mirar ahí escrito un número telefónico que,
quisiera o no, llamó mi atención; el número telefónico de Monica, no podía ser
ninguno otro.
En medio
de un titubeo de extrañez, Wayne insistió.
—¿Entonces?
—Wayne,
lo siento... No te he... escuchado—tomé el pequeño papel entre mis dedos
anudados, aún sin comprender realmente lo que él había llegado a decirme, o
siquiera lo que yo terminé de decir. ¿Qué hacía ahí ese número escrito? ¿O es
que a caso importaba? Negué—. ¿Qué es lo que...?
Wayne
sólo se rió.
—Que tienes visita, Michael—musitó,
haciéndome dejar por un momento aquél papel en el mismo sitio para aferrarme
con fuerza de la cama.
—¿Visita?—pregunté, intrigado.
Cavilé,
girándome y mirando cada esquina de la habitación entera mientras un recuento
de las posibles personas que podrían visitarme aparecía ahí, en mis
pensamientos atolondrados. No esperaba a nadie para este fin de semana, no
había invitado a nadie además. Nadie además de John o Wayne saben que Lisa
saldría este par de días y la presencia de alguien ajeno no tendría sentido
alguno.
Nadie
venía desde hace tanto tiempo, que... una ‘visita’ a Neverland, se convertía en
un espectáculo nada coloquial.
—Así es—me dijo, certero—. Un viejo amigo, si es que mi memoria no me
falla ahora.
“Un viejo
amigo...” me repetí, chasqueando la lengua extrañado, con la mirada enteramente
perdida. ¿Sería... posible?
—Wayne, yo...
—...Desde siempre que nos habías pedido que él
entrara a Neverland sin autorización y... sólo quería verificar que estuvieses
dispuesto—había dicho aquello con tal tranquilidad, que creí me
ensordecería.
Pese a la
facilidad con la que habló, mi cuerpo sólo resultó más tenso, mi mente se heló,
y calculaba pronto los segundos que tardaría en recomponerme luego de ello.
Busqué, entre todo el silencio, entre la soledad, una sola razón para creer
factible el poder estabilizarme pero no funcionó. Ansiedad, impaciencia fue lo
que encontré más.
Y me
imaginé a Wayne poniendo esa sonrisa enigmática que siempre me daba.
—...Va
ahora, Michael, hacia la mansión.
Maldición,
no. Turbado era poco, contenido, suponiendo el poco tiempo que me quedaba ahí
refugiado en esa habitación oscura y vacía fue lo que resaltó. ¿Había dejado
pasar a alguien y sin avisarme?
—N-no, es
que...—balbuceé, poniéndome de pie, ubicando con urgencia uno de mis sombreros
de fieltro negros para tomarlo ya. ¿El barbijo? ¡No, por Dios! ¿Hasta en mi
propia casa?—. Aguarda, antes quiero que...
No
obstante, tonos titubeantes y cortos me impidieron hablar. Wayne ya lo había
dejado.
Observé
el teléfono enfundado entre mis manos, despectivo, mientras una pequeña ráfaga
de furia se propagaba a la par. Lo devolví a su base ubicando a un lado el
pequeño trozo de papel que había tomado segundos atrás antes de alejarme de ahí
y a sólo un instante de decidir mantenerlo en el primero de los cajones el
mismo número relució, y sin embargo, ahí, apareció algo que comprendí me
extrañaría de inmediato. Reconocí el dato, desde el principio al fin, más no la
caligrafía con la que estaba escrito.
Los
números fueron escritos de forma más delicada, el trazo era más limpio, más
fino, a diferencia de los míos. Una pregunta surgió, los nervios iban horadando
ya un agujero al centro de mi pecho cuando el timbre desde abajo sonó. Y todo
dejaba de tener sentido.
—Maldición...
Tomé mis
zapatos, aliñaba mi camisa, y ordené mi cabello antes de usar el sombrero de
fieltro mientras ya lo reinaba todo una tempestad. Los tintineos proviniendo de
la planta baja no cesaban y al volverse más continuos y el último más
insistente que el anterior me sorprendió incluso que no me cayera de bruces al
descender con descoloque escaleras abajo.
El alma
estaba a punto de escaparse de mis labios y la puerta principal de pronto se
acomodó frente a mí. La casa estaba tan silenciosa sin el personal, sin Lisa,
sin los pequeños jugueteando por ahí que todo atisbo cuanto mirara lo arruinaba
todo aún más, cada golpe que sufría mi puerta se estampaba contra los titubeos
que producía mi corazón palpitando. Golpecillos tan fríos, tan secos, y
dudablemente provenientes de un... viejo amigo. Decidí, entre mi respiración
escasa, abrir por fin.
Ya al
verle, me había quedado sin aliento.
—Ross...—susurré,
incapaz de procesar una cosa más que su figura postrada ahí, pestañeando
descolocado, como si no fuese real. Pensar que seguía durmiendo pareció de
pronto una posibilidad más adherida a la realidad.
No habló,
y si lo había hecho ni siquiera lo noté. Advertí al próximo segundo que de su
mano tendía una enorme valija que bien podría estar vacía, por el nulo esfuerzo
que le tomaba llevarla con él. Me concentré entonces en el silencio que
aparecía antes que toparme con sus ojos decepcionados, cargados de atisbos del
pasado y, sin duda, de aquella última discusión que tuvo sitio la última vez
que le miré.
—...P-pero...—titubeé
penoso, ardiendo al comprender que mi voz no recuperaba su seguridad.
Y sin
más, el no verle reaccionar me desconcertó. No hizo nada más que cerrar sus
ojos, pareció de pronto que tanto como yo, él ansiaba por encontrar un poco de
tranquilidad.
—Hola...—terminé
de decir con mis labios temblando, rogué por esconder lo que su actitud
provocaba en el centro de mi ser.
Una media
sonrisa se le escapó, indiferente, sin duda, haciendo que el gesto que tanto
había rogado por mantener se destruyese a la par. Aún me dolía cómo habían
cambiado las cosas entre nosotros. Ese desprecio sutil, viejo, aún podía
arruinarlo todo, podía arder como si hubiese sido hace unos cuantos días. Todo
amenazaba con regresar.
—Ross,
yo... lo siento—susurré, mi mirada se desplomaba ante el suelo como una señal
de mi pronta debilidad—. No te esperaba. ¿Por qué has viajado hasta acá? Tú...
¿Has... venido sólo?
Entonces,
resopló. El quejido que brotó me hizo buscar de nuevo sus ojos.
—Sólo yo—el
ácido de su voz me hizo helar—. Tenía una reunión de trabajo aquí en
California.
Asentí
sin más, pensativo. Era obvio que no llegaría sólo a saludar. El desprecio en su
mirada sólo se acentuaba. Su gesto oscurecido se alarmó, como si hubiese
comprendido mi escepticismo, como si incluso lo compartiera conmigo.
—Escucha,
yo...—murmuró, en ese mismo instante comprendí que no dejaba de observarme de
forma detenida, cada que sus ojos oscuros se pasaban ante mí un suspiro más se
me atoraba al filo de mi garganta precipitada, me carraspeaba el interior—. No
he venido a platicar.
Le
cuestioné en silencio, sólo mirándolo y nada más. Entretanto, él perdió su
mirada de entre la mía para perderse en un punto vacío entre los dos, comprendí
que buscaba por las palabras correctas.
—He
venido a Neverland por poco tiempo—espetó—. Necesitaba tomar el resto de las
cosas que Rachel olvidó aquí el día en que nos hemos ido, y... no tengo mucho
tiempo para quedarme.
—¿Qué?—me rompí, mi voz destruida
sin darme cuenta me lastimó.
Mi
corazón se detuvo en el mísero segundo en que pareció que un puñado de piedras
eran lanzadas hacia mí, ahí en medio, oprimiéndome todo, impidiéndome pensar, o
imaginarme siquiera que lo que había oído era una maldita pesadilla.
No, no
era cierto.
—N-no
lo... entiendo, yo...—intenté hablar, resanar mis leves titubeos, encontrar el
sentido, no dejarme caer. Nada. No salía nada más, y su figura recta sólo se
aproximaba de forma amenazante a la mía.
—¿Puedo pasar?
Con aquél
maldito nudo en la garganta asentí, perplejo. Le había dejado pasar y me
sostenía con fuerza del pomo de la puerta al cerrar tras su paso para no
dejarme vencer ante el tambaleo que mis piernas sufrieron ahí. Ya no podía
mirarle siquiera.
Ya no me
parecía siquiera real que él, como si de pronto lo hubiese olvidado todo, como
si los seis años pasados no hubiesen existido jamás, atravesaba mi estancia,
sin más. Se apresuraba escaleras arriba mientras mis pasos le seguían como un
maldito espíritu que estaba a punto de llorar su pena infinita. El lazo que aún
me ataba al sentido casi carente de mi realidad por poco se rompió.
—Es
increíble...—él musitó de pronto, en el momento exacto en que miré una fugaz e
irreal sonrisa aparecer. Lo miraba todo de arriba hacia abajo, de un lado a otro. Los cuadros que decoraban las
escaleras al subir, la alfombra, tomaba con sumo cuidado del pasamanos como si
fuese una simple ilusión lejana—. El tiempo que pasó sin que hubiese pisado
este lugar.
Mi
inevitable tormento se disparó hasta los cielos, la incertidumbre me privaba de
conocer lo que vendría después. Sonreí, asintiendo, mientras mi respiración se
ralentizaba detrás suyo pues, no quería un problema más con él y, pensar que la
razón por la que ha aparecido había sido por unos ojos tristes y grises
esperándole en casa me destruía a cada paso que daba más allá.
La razón
me abandonaba, y aún así una ráfaga de ideas venenosas se originaba de pronto,
todas anudadas en mi cabeza.
—S-sí... Lo sé...
Le dejé
pasar a la habitación de Rachel delante de mí, pues no quería que notase el
llanto que traté de ocultar con esa fría indiferencia. Sollozos penetraban en
mi garganta, me hería demasiado el hecho de adelantarme sólo a abrir aquél
armario repleto frente a él y ni siquiera percatarme de lo que estaba a punto
de suceder ahí dentro, frente a mí, y el cómo me obligaba a comprender que todo
con llanto terminaría.
Abrí
ambas puertas, las de la parte alta también, le mostré abiertos cajones del
tocador, le señalé ambas mesitas de noche que rodeaban la cama, el cuarto de
baño, el gabinete, e incluso pequeñas repisas que, aunque no soportaban más que
libros que me pertenecían a mí, recordaba vívidamente que a ella le fascinaban,
que se habían convertido en suyos desde el primer instante en que los había
tomado. Todos aquellos sitios estaban expuestos ahora, sólo así, asesinándome
lento, le mostré cada esquina en la que decidí resguardar sus cosas desde que
los problemas con Lisa ya habían comenzado. Y sólo restó dejarle proceder.
Me alejé,
observándolo todo, hasta apoyarme contra el umbral, ofuscado. Harto. Cansado.
Lo miré
interferir sin más, comenzando a tomar todas aquellas cosas para apretujarlas
entre ese maleta. Terminaba con el tocador de una sola vez y se aproximaba al
armario para comenzar a hurgarlo todo, para recordarme una vez más que no
importaban las intenciones que tenían, o los deseos que nacían dentro de mí,
aún en medio de tanta oscuridad. Nada de lo que hacía o quería sería para
siempre.
Y al
mirarle, sin siquiera rogarle, pese a la ansiedad que por comprenderlo me
consumía, una lágrima traicionera salió, rodó por mi mejilla sólo un segundo
antes de limpiarla e intentar llenar mis pulmones con el aire vacío que
apareció ahí, al tiempo en que él... no dejaba de buscar.
Gritaba
en silencio, con cada pequeña cosa que él movía de lugar, y añadiéndolo todo a
mi pesadilla tempestuosa, no lo movía para regresarlo, sino para resguardarlo
ya todo en esa maldita valija que llevaba con él. Gritaba, lloraba para mí y
Dios sabía que era real. Que aunque, apenas y pudiese contenerlo, no salía
nada, pues el orgullo, el miedo, el nudo profundo atorado en mi garganta me
impedía dejarlo salir.
Lloraba,
maldecía mi falta de paz, mi pronta y ridícula necesidad de quererla a ella, de
sentirme suyo un sólo segundo más sabiéndole tan ajena a mí a la vez. Lloré
para mí el exceso de amor que siento por ella, y mi falta de amor propio
también. Maldecía la rabia, el rencor, los fallidos intentos por alejarme, por
odiarle siquiera, por sacarle de mí, sabiendo que resguardaba todas sus cosas
para calmar el dolor.
Su
ausencia, esa que no se iba ni teniendo cada parte de sus recuerdos aquí,
porque ya no estaba, Ross lo tomaba para llevárselo y nunca lo volvería a
estar. Porque los recuerdos, sonrisas, memorias y besos plasmados en cada
fotografía vacía no me llenarían el alma, pues, si Lisa tenía razón, por el
contrario me herirían más, me lastimarían, me matarían, junto con lo que
dejamos atrás.
Mierda...
¿Por qué no podía creer que sería todo, que luego de esto, ella ya no
permanecería más en mi vida? No estará en el dormitorio, en mis murmullos
soñolientos que brotan con cada noche, no estará en mis recuerdos, en las
sonrisas dulces que miraba en cada fotografía, en sus prendas de ropa favoritas
que dejó aquí. Ross lo tomaba todo sin pena, sin mostrarme su rostro serio y me
sentenciaba que ya no estaría ella, jamás, ni siquiera en mis sueños, siquiera
acaso en el último susurro que se me escapó la noche en que me dejó aquí.
¿Todo
había sido en vano?
Me reí
entonces, por lo bajo, ridiculizándome, riñéndome, y limpiando con urgencia una
lágrima más que había derramado ahí.
Porque traté de mantener sus cosas el mayor tiempo que pude aquí, por ella, por
nosotros, por lo que alguna vez quedó. Nunca permití que el resto de su esencia
se viese perturbada aún cuando discusiones con Lisa estaban de por medio y aún
así todo terminaba así. Lo ordenaba, y ni ella, sino alguien más venía a
borrarlo todo en su lugar. ¿Por qué ella sí decidió abandonarme? ¿Por qué Rachel
quería dañarme de nuevo así, arrancándome el último resquicio de prueba
viviente que tenía de ella?
Estaba
convencido, sentía como si ella decidiese abandonarme otra vez, me rechazaba de
nuevo, me despreciaba y se aprovechaba sin más del amor que aún podía dar. Me
quitaba, junto con cada cosa que las manos de Ross profanaban la última
capacidad que tenía de confiar. Se lo llevaba todo.
Y quizá
ella lo sabía, quizá tenía razón. Sería esta la forma definitiva de dejarle ir,
aún incluso cuando mi esperanza jamás había muerto cuando ella misma había
decidido irse. Volver a sentir que ya no se siente... nada.
—¿Necesitas
ayuda con algo?—dejé brotar, con mi voz apenas perceptible en la habitación. Hundido
ya estaba, y que él lo supiese no importaba más.
—...No—replicó
sin tardar, sin siquiera virar. Aún intentaba meter las últimas prendas de ropa
a la valija.
Eran las
últimas prendas que ella utilizó aquí, aquellas que irremediablemente sembraban
en mi mente todas esas tardes de pereza que alguna vez pasé con ella. De peleas
de almohadas, pijamas que jamás utilizó por preferir dormir en una de mis
camisas, besos de media noche, magia. Terminó y viró para tomar un cepillo más,
broches con los que ella solía recoger su cabello, libros que miré, souvenirs. No iba a dejar nada.
Ross se
detuvo por un instante más, observándolo todo de nuevo. Cada esquina y grieta
del vacío lugar lo verificó y sólo pude ser capaz de mirarle en silencio
mientras la irritación aún escocía en mis ojos humedecidos.
—Me pregunto si... ya será todo—susurró.
Yo no
quería mirar alrededor, quería olvidarlo todo, si fuese posible dejar de pensar
en la razón por la que él había estado aquí y conversar simplemente como si ni
una pesadilla hubiese sucedido, como si todo fuese igual. Y sin embargo, lo
solícita que apareció su voz me hizo sentir alerta y recordando algo, el estado
de tristeza y debilidad desapareció un solo instante para percatarme de algo
más.
—Aguarda...—susurré,
mientras me apresuraba hacia el mismo armario de nuevo. Con ayuda de una silla
que se encontraba próxima me ayudé para alcanzar la parte más alta del mueble y
por la dificultad que tomó me aseguraba de que él no había llegado hasta ahí.
Aquella
caja mediana que había resguardado antes ahí ni por poco se acercó a la
percepción de todo cuanto Ross buscaba. Mucho menos, ése álbum de fotos que
tomé había dado alguna señal de encontrarse ahí. Esperando a ser encontrado, a
que fuese devuelto a la dueña de cada memoria que aún habitaba ahí.
Me
incorporé frente a él, y aferrando bien el álbum a mis manos él se acercó
lentamente y con cuidado de no mirar nada más. Estaba seguro de que él notaba
cómo yo temblaba.
—¿Un
libro?—Ross me preguntó, mirando aquello que llevaba en mis manos y luego
pasando sus ojos por los míos una vez más.
Lo
acerqué a él sin pensarlo, él lo tomó dejando por un momento de lado la valija
repleta que cargaba con él. Sus ojos, su rostro, todo él, se iluminaba al mero
instante en que intentaba abrirlo. Dentro, también estaba él, estaban todos,
estaba la prueba de que todo cuanto había ocurrido en el pasado, era real. La
evidencia de que ninguno de nosotros había sólo vivido un largo sueño.
—...Un
álbum de fotos—musité en un lamento envalentonado a pesar de la tristeza que
corría por mi cuerpo, por cada extremidad.
Y sin
embargo pareció que no me hubiese oído siquiera, pues sus ojos seguían
paseándose por cada hoja y aunque fuese de forma fugaz, sonreía, centellaba
como si no pudiese creerlo todavía.
—Esto...
está lleno, Michael—musitó, respirando entrecortado, dejando salir diminutas
carcajadas que se le asomaban—. ¿Tú lo terminaste?
Me cegué,
sólo pude asentir.
—Esperaba que le guste tenerlo con
ella también—susurré.
Me
sonrió, sin más. Me contemplaba durante infinitos segundos en silencio y lo
único que logró fue obsequiarme la sensación de que mi corazón aumentaba su
tamaño, entre aquella penumbra, o la existencia de mi inevitable destrucción.
Por un instante era el Ross que reconocía, que tanto extrañé.
Reacciona
de golpe, y sin perder un momento más su mirada se pasea por el reloj que
tiende de su muñeca. ¿Era el mismo que yo le había obsequiado en uno de sus
cumpleaños?
—Quizá...
debería irme de aquí—pasó una mano lánguida a través de su cabello, se tornó
exasperante de pronto—. Mi vuelo sale en tres horas y no quiero perderlo.
—Claro—asentí
ansioso, obligándome a reaccionar. Ya miraba la forma en la que batallaba por
cargar la inmensa bolsa entre sus manos de nuevo.
Anduvo
sin titubeos por las escaleras y casi sin aguardar hasta detenerse frente a mí
debajo del umbral de la puerta principal. La valija sí que estaba llena, y aún
así no había batallado un segundo en hacerla cerrar. Jamás hubiera imaginado
que todas las cosas de Rachel pudiesen caber ahí.
De nuevo,
el silencio nos atajó. Él no era el mismo que arribó un par de horas atrás y yo
no tenía el mismo rostro de miedo, de desgane y desazón que se me pintó al
vislumbrar el odio que derrochó su mirada. Era de nuevo... él, éramos de nuevo
ambos, como solía ser, y el peso de una despedida nacía entre los dos. Un
quejido me lo comprobó, su mirada doliente hablaba por sí sola. Éramos casi
igual, y así de rápido nos consumíamos por los recuerdos.
—Puedo
pedir que te lleven, si quieres—le estudié impasible, recalcando al señalar más
allá lo pronto que el cielo se había oscurecido.
—Oh, no—se
apuró a decir—. Me he alquilado un coche ayer. No te preocupes.
—Ah... Bien.
Asentí
para mí, de forma vaga, como fuera de mí. Suspiré y, rogando, luchando hasta
rayar lo enfermizo por olvidar la razón primordial de su visita alcé mi rostro
hacia él aparentando un nuevo deje de fuerza que sabía no aparecería. Y que por
supuesto se destruyó; ni cuenta me había dado de que no me había quitado los
ojos de encima.
Titubeé
un poco, negando, sin comprender, y a un par de pasos que dio hacia el exterior
retomó aquél gesto abrazador que obsequió al haber observado el álbum de fotos
regresaba de pronto.
—Escucha,
Michael... —musitó, con dolor marcado en cada facción.
Ese tono
de voz, esa mirada preocupada. No logré respirar sin dificultad y la forma en
que su cuerpo se erguía me recordó a la primera charla cercana que había tenido
a solas con él. Me miraba igual en ese entonces, el nerviosismo era igual... se
preparaba para decirme que aceptaba la relación que estaba a punto de emprender
al lado de Rachel.
—Sé que
eres un gran hombre—aquél comentario desvariado, esa mirada oportuna me hace
aferrar al pomo de la pesada puerta para no perder la fuerza, para que la falta
de equilibrio no delate mi sorpresa—. Y no sabes lo mucho que me duele tener
que hacer todo esto. Invadir tu hogar, tomar todo esto, cosas de ella, cuando
sé que también te pertenecen a ti... de alguna forma.
Negué apenas,
sentí que ni cuenta me alcancé a dar. Si así lo había querido ella, si ella
creía que sería lo mejor recuperar cada parte que dejó abandonada aquí, y
buscar sanar a partir de ello, lo respetaría. Así me doliera, así me obstruyera
la garganta y me hiciera desear poder largarme a llorar. No podía caer ya más
bajo y quizá sólo así podría probarme a mí mismo que, a partir de ello, sólo
quedaría subir. Dejar ser.
No tenía
ya las fuerzas para contestar, para pensar. Sólo lo contemplé, luché por dejar
de ocultarle hasta la más raquítica sonrisa que podía gesticularle ahora.
—¿Sabes algo?—preguntó, su tono sólo
se había dulcificado.
Negué
atolondrado, mientras él miraba hacia los techos con una sonrisa que nació sin
más, como si de pronto un haz de luz brillante le hubiese iluminado.
—Cuando
un día normal llega a su fin, lo que hago todas las noches es visitar a mis
amigos, tomar un par de cervezas, reír con ellos, ver alguna película...
Reí ante
la imagen que de pronto apareció, y aunque casi sin demostrarlo, la sensación
de que mi corazón latía con más fuerza ya estaba presente. Era como despertar,
como si esperase que, luego de que él tomaba el resto de mis recuerdos, dejara
otros diferentes para ayudarme a sanar.
Pero al
terminar de hablar no leí en su mirada una emoción más, todo se había
desmoronado.
—¿Sabes lo que hace Rachel?—preguntó,
con un leve hilo de voz, impasible.
Le miré
intrigado, negando con el corazón entre mis manos, con la amenaza de que, al
pensarla, al imaginarla siquiera, los estribos podrían abandonarme en un
parpadeo, y nada más.
¿Lo que
me imagino que ella hace? Siendo hermosa, pensé. Indudablemente perfecta,
gozando de esa infinita capacidad que tiene para hacer sentir dioses a las
personas que ama. Siendo ella, simplemente, así de sencillo. Mejor... sin mí.
Mis ojos
escocieron mientras a Ross, frente a mí, una amplia sonrisa le atestaba el
rostro de pronto. Aquél gesto me destanteó tanto que casi me acerco a su lado a
rogar que continuara.
—Ella... no para de hablarnos de ti—admitió,
abrillantando el gesto aún más.
Y la
gloria, un sabor celestial se manifestaba en pos de mis pensamientos
destruidos. Un suspiro de ansiedad, de deseo y felicidad contenidos, de
momentos tan impensablemente perfectos permeados de brillo, caricias, besos,
sonrisas, vida. No lo... podía creer.
—Nos
cuenta historias de cuando solía vivir aquí—añade indolente, sus ojos
centellearon con una emoción desbordante—. Cada noche ella tiene una historia
nueva para contarnos, y cada una nos asombra más que la anterior.
Cada
palabra que soltaba ahí, era una nueva manera de agrandar la sonrisa que se me
congelaba. Aferré con mayor fuerza la manija de mi puerta intentando no aclarar
mi mente jamás, rogar que aquello fuese cierto, pensar en que esas palabras
cargadas de júbilo, de brillo, de... amor, bien podían comprobarme que todo
cuanto creí había ocurrido el último año había sido una pesadilla inminente que
yo mismo me creé.
Aquellas
palabras que Rachel me había perjurado la última vez que crucé miradas y
lágrimas con ella quizá no habían sido ciertas. Ella no... trataba de
olvidarme, sino de revivir lo que con nosotros ocurrió. De intentar, al igual
que yo, mantener activo hasta el último momento centellante que juntos
compartimos, la última sonrisa, el último abrazo, el último beso, de haber sido
real. Temblé, y por mucho que la razón era esta pronta dicha que me tomaba, el
sólo imaginar que Rachel no había pedido que sus cosas fuesen devueltas sin
más, me llenó de vida. Delicioso desconcierto, pero, una perfecta y cálida
forma de recuperar el aliento perdido.
Nada tuvo
sentido y a la vez se sintió todo tan bien.
—En
fin... debo irme ya—Ross repone frente a mí, haciéndome menear la cabeza un
poco para rogar despejarme. Su mirada ya se encontraba clavada en la mía y esta
vez, un leve destello de sinceridad, de certera melancolía escapó de sus ojos—.
Cuídate mucho, Michael, por favor.
—Lo haré—me oí susurrar—. Tú
también, por favor, todos ustedes.
Asintió
junto conmigo y una leve sonrisa nació. Las palabras anteriores aún
serpenteaban en mi cabeza, la incertidumbre, la manera en que involuntariamente
me confirmó que uno de mis mayores miedos no había sido cierto jamás me obligó
a rogar por un último deseo, ahora que le tenía aquí.
—Y,
Ross...—bisbiseé, mi orgullo se desplomaba junto con el tono de mi voz—. Cuídala
a ella... te lo ruego.
Un
suspiro vago se escapaba al tiempo en que buscaba mi mano para estrecharla con
la suya una última vez. Se acercó un poco más a mí para susurrar:
—Cada día que pasa...
Sonreí,
convencido de su innegable sinceridad. Mi mirada desbordaba luz al comprender
que, aún sin haber estado presente por todo este tiempo, estaba convencido de
que Ross, para ella, era más como un ángel guardián, uno que en realidad la
protegería de todo cuanto la llegara a amenazar. Ya sea ella misma, ya sea yo.
Y estaba infinitamente agradecido por ello.
—Oh, y
supongo que... ambos podrán estar tranquilos ahora—viró con prontitud hacia mí,
serio. Ni cuenta me había dado de que ya se había alejado un par de pasos más
allá para marcharse—. Ya podrás decirle a Lisa que pierda cuidado. La zona ya
ha sido despejada de todo cuanto ha sido de Rachel.
Negué,
atolondrado, turbado. No lo podía comprender.
—Y-yo... no comprendo...
—Sí—me
cortó, de pronto una inminente, y dolorosa sonrisa brotaba de su rostro—. Ha
sido ella. Fue Lisa quien me llamó pidiendo que tomara todo cuanto fue de
Rachel de aquí, en cuanto antes, que ambos lo querían. ¿Es que tú no lo...?
Y calló,
sin más. Como si lo comprendiera de una sola vez ya todo. Alzó su vista para
encontrarme ahí, y de pronto sus ojos se desplomaron de vuelta hacia la moqueta
con el rostro claramente tenso. Algo se iluminó, algo se volvió más claro y un
dolor indescriptible apareció en mi pecho sin siquiera ser consciente de ello.
Mi sangre
bulló, rabia e impotencia me lo comprobaban todo. Me restregaban lo mal, lo
iluso, lo incrédulo que yo podía resultar. No podía ser cierto, mierda. No...
—N-no...
Yo no... lo sabía—susurré, con la boca seca, sintiendo en mi pecho fuego
pujando por salir.
Ross lo
comprendía, pues su expresión, su silencio, ya juraban por él. Me miró
compasivo haciéndome percatar del como mi corazón se había acelerado de golpe,
de cómo el sentido, la razón, la objetividad de pronto tenían dificultad para
entrar. Todo cuanto observaba ardía y, esos ojos que me clavó infestados de
lástima fue lo que me derrumbó.
—...Lo
siento—fue lo único que salió. Lo único que brotó de sus labios antes de irse, dar
media vuelta, tomar aquella valija con la mitad de mi vida dentro y alejarse.
Quizá para siempre, o quizá hasta que me destruyera, y el salir corriendo de
aquí por la misma dirección que él iba fuese la única solución.
Cerré la
puerta sin darme cuenta, deteniéndome ahí, sin lograr respirar. Pensar en ella
ahora, en sus ojos verdes centellándome y jurándome soluciones, salidas, curas,
ahora no eran más que navajas implacables para mí. Imaginarla hablando con
ellos, quizá con Rachel para pedir que sus cosas salieran de aquí fue como un
torrente de veneno viajando por mis venas y rompiendo cada arteria, dejándome
desangrar sin esperanzas y ahora, con un inmenso pavor.
No era
una solución sino una encallada manera de lanzarme a las penumbras, de
apuñalarme por la espalda y esperar a que no me diera siquiera cuenta de lo que
iba a cometer.
Entre
titubeos subí, sollozos, incredulidad, silencio, y no fue hasta encerrarme en
la habitación vacía de Rachel que dejé salir entonces un gemido de dolor.
Odiaba ahora el sitio con toda mi alma, mis tardes sin esos recuerdos, sin
poder escaparme de todo para mirar su sonrisa así fuese en un trozo de papel,
sin poder tocarla en una imagen, sin ayudarme a sentirla, sin poder escuchar
nuestras risas o imaginar salir de sus labios las palabras exactas al mirar una
fotografía perfecta que solía conservar.
No quise
pensar, no deseé sumergirme en el dolor que la decisión de Lisa me oprimía, la
única verdad era que jamás había creído a mi esposa, la única persona en que
hasta el último día había podido confiar, fuese capaz de ello. No creí
experimentar nada igual al lado de ella, ni siquiera parecido. Y quizá fue mi
culpa, quizá no le expliqué bien que Rachel... dolorosamente aún habitaba en mi
piel, en mis sentidos, en mis células, en mis neuronas y lo peor... que me
encantaba que fuese así.
—John, lamento...haber
llamado tan tarde—susurré contra el teléfono, y fue como una turbia alucinación
el oírme a mí mismo así, destruido, sólo ahogando y ocultando el resto del
llanto que faltó.
—¿Michael?—él se oyó sin más, del otro
lado se escuchaba silencio, temor y su propia voz, titubeos entrecortados—. No, no, no... Descuida. ¿Ocurre algo? ¿Está
todo bien?
—S-sí, yo...
Temblando,
sollozando me dejé caer contra el frío colchón, de apoco, llevándome las manos
a la cabeza con fuerza y aferrando a las mantas que se quedaron ahí. Las jalaba
y cubrí mi cuerpo deseando sentir algo más que esa espantosa sensación de vacío
permeándolo todo, de horror, de dolor eterno. ¿Qué mierda iba a hacer ahora?
¿Qué sucedería cuando Lisa volviera de casa, cuando mire que lo que pidió
estaba listo, y yo más lacerado que nunca?
No deseé,
no quise fingir que el mundo ya no se desmoronaba, que otra apuñalada no la
soportaría más, que me sentía terriblemente débil, indeciblemente vencido y
sólo. Demasiado sólo así estuviese ya... al lado de alguien más.
—...N-no.
John
aguardó, mi dolor, mi pena fue incluso más real que el haberle escuchado conteniendo
el aliento para dejarme seguir. Mi voz de nuevo se comenzó a desmoronar.
—Mi matrimonio… ya no sé si puedo
seguir...
*****
Al llegar
al departamento, mi hermana aún aguardaba despierta por mí. Se paró de pronto
del enorme sofá y al posar su vista empedernida entre la mía su rostro de
cansancio, de agotamiento se esfumó para dejar salir un dulce resople de
alivio. Se acercó, y una sonrisa brillaba ya en los rostros de ambos.
Por un
momento, la valija que ella me había prestado para recoger las cosas en
Neverland dejó de pesar. Las cuatro horas de avión ni importaron.
—¿Y...?—preguntó
alerta, ansiosa. Ayudándose a cerrar ese enorme suéter tejido que cubría su
pijama favorita—. ¿Cómo ha ido?
Sonreí,
instintivamente.
—...Bien,
me ha ido bien, Mon—susurraba casi al vacío, fijándome más en el silencio que
embargaba el lugar, la tranquilidad. Era de pronto como si aquellos llantos,
esos ojos preocupados que dejé antes de irme no hubiesen existido jamás. Fue
como si hubiese simplemente despertado, y sólo toparme con Michael de nuevo
hubiese sido la cura de todo ello. Me reí para mí—. Ha sido... agradable verle
de nuevo, ¿Sabes?
La
ternura hecha sonrisa se le escapó a Monica de sus pequeños labios, la luz
brotó de sus cansados ojos azules. Aún con un suspiro de alivio titubeante ella
descendió su mirada y con un deje serio ubicó la valija inmensa que aún
llevaba.
—La carga que traes luce enorme—musita—,
¿No te lastima el brazo?
—...Créeme—repuse,
asintiendo y alzando una ceja para enfatizar mi respuesta—. Me ha lastimado más
tomar las cosas de ahí.
Terminó
de acercarse por fin, ubicando una mano lánguida y suave al borde de mi mentón,
con aquella dulzura imposible que todo lo curaba. Sabía que un gesto de
tristeza se me había escapado del rostro y ella de un solo movimiento lo fue a
terminar.
—Sé que
lo que has hecho ha sido difícil—murmuró para mí, sólo para nosotros. Se fijaba
de reojo hacia sus espaldas para ubicar la puerta cerrada de la habitación de
Rachel—. Pero te agradezco por ello... Quizá fue lo mejor.
Le
agradecí con una sonrisa, y más allá de ella me ocupé de mirar la puerta
cerrada también. ¿Estará ahí aún? ¿Habrá estado... todo mejor desde que me he
ido?
—¿Cómo
está ella?—quise saber, tan pronto como la forma en que Monica se alejó me
desconcertaba.
—Mejor—admitió,
aunque había algo más detrás de su tono que me incomodó—. La he confrontado
acerca de los cigarrillos que encontré y traté de hablar con ella sobre eso un
poco, pero...
El sonido
de la cerradura de pronto le hizo callar, hizo sin más que mi corazón se
detuviese de pronto. Que culpara las horas sin dormir, las horas de recorrer
Neverland para ultrajarla, y las benditas horas de avión infinitas, por hacerme
a la ilusión de que Rachel, con ese iluminado rostro frágil, cansado, y dulce
hasta lo indecible, apareciese justo frente a mí.
Fue un
sueño maravilloso el haberme percatado de cómo su mirada se iluminaba al tiempo
en que irremediablemente, la mía le había ubicado ahí. Vistiendo sus pijamas
favoritas, con su cabello castaño claro recogido de forma improvisada, sus
lagunas grisáceas irritadas, y de pronto brillando para mí. Hermosa.
—Hola...—ella
dejó salir. Apenas la había escuchado pues el mirarla tan serena, comprenderla
la tranquilidad hecha persona me hacía embelesarme de sólo contemplarla así.
Los chicos habían hecho un excelente trabajo con ella.
La boca
se me secó. Mis brazos ardieron por abrazarla.
—...Rach, hola—solté sin más,
penetrándola con mis ojos.
Me sonrió
entonces, o comprendí que apenas y lo intentó. Mis fuerzas se hacían favor
frente a mis ojos al darme cuenta de que al mirar la valija que llevaba ahí, su
mirada se ensombrecía.
—Así que
es eso todo lo que trajiste de allá, ¿no?—se contrajo avergonzada, su voz un
poco ronca nació entre un deje de indiscutible seriedad.
A mi
lado, Monica buscó encontrar mi mirar, como si rogase encontrar en mí una
respuesta rápida a la pregunta que Rachel había soltado. Lo gélido de su tono
de voz me había dejado con los labios secos. Un par de segundos silenciosos
cayeron para los tres en los que me ocupé de perderme más en su mirada triste,
vacía. En esos ojos cargados de desilusión. Idénticos
a los de él.
Me
acerqué, dejando caer la valija en uno de los sillones.
—S-sí, es... esto lo que he traído
desde allá.
Mi voz
había hecho sus ojos cristalizar. El miedo me sofocó, me impidió sentir incluso
que Monica buscaba tomar con urgencia mi brazo mientras me aseguraba de que el
equilibrio me fallaba, de que no importara lo que ocurriera ahí; lanzarme a sus
brazos, decirle todo cuanto sé, todo cuánto conozco de la verdad, iba a ser lo
único que necesitaría. No iba a caer sola, ni yo con ella. La iba a rescatar.
—Tan sólo
quiero que sepas... —me aproximé como pude, sin meditarlo. Tomé de sus manos y
sus ojos tristes e impávidos ahora me miraban sólo a mí—. Que te asegures de
que Michael no ha tenido nada que ver con esto.
Ella no
se movía, sus ojos se abrían más a cada vez. Aquél brillo centellante que
cubría de pronto sus ojos me comprobó cómo se abandonaba, cómo no dio el
crédito que mis palabras querían añadir. Y sin embargo las comisuras de sus
labios se extendían, triunfantes, brillantes.
Una
inspiración infinita apareció de Monica detrás. Rachel y yo le miramos, en sus
ojos azules ya habitaba una expresión igual. Había sido tan sencillo cambiarles
la expresión a ambas que ya me encontraba más orgulloso que nunca de aquél
momento.
—¿Qué
quieres decir...?—las manos de Monica sellaban sus labios al hablar, sus ojos
se abrieron amplios, abrazadores, más hermosos que nunca.
No me
quedó opción diferente que sonreír, ya era presa del gesto transformado de
ambas y mi corazón se agrandaba con cada mirada que les daba, mis latidos se
apresuraban más.
Viré
hacia Rachel entonces, dispuesto a continuar.
—Que me
he asegurado de ello—la aprecié con detenimiento, lo soñadora que se mostró, lo
impensablemente hermosa que su mirada se había vuelto de golpe—. Rach, él... no
tenía idea de esto. Lisa no le consultó, no lo comentaron. Eso ha sido sólo
algo que ella decidió. Él jamás quiso deshacerse del resto de tus cosas...
Mirarla
ahí, frente a mí y con esa luminiscencia personificada. El mero trofeo que
anhelé desde que mi viaje comenzó. Tantas formas que se me pasaron por la mente
de confesarle lo cierto, todas con abrazos de por medio, todas con lágrimas felices,
con suspiros abrazadores, y ninguna imagen, me preparó para esperar tan
perfectas sonrisas radiantes que las dos rodeándome pusieron a la par. Estaba
en el paraíso y sin esfuerzo, sólo con pensarlo, yo se los había dado a ellas.
Una
sonrisa así, una mirada alegre así, no habitaba su rostro desde hace tanto
tiempo.
—...Lo
sabía—brotó de los labios de Monica, y noté que una risita que se combinó con
un sollozo repentino salía de los labios entreabiertos de Rachel a un lado de
mí.
—No puedo
creerlo...—susurró, negaba, sus labios titiritaban y pronto usó ambas manos
para hacerlos ocultar.
Y me
pareció entonces impensable reprimir aquél júbilo, me resultó imposible no
pensar en confesar aquello que tanto tiempo pasamos en comentar, y que nadie de
nosotros antes, se había tomado la molestia de comprobarlo siquiera. Estábamos
ya tan arriba que, aunque sonase ridículo, no veía manera de hacernos bajar.
—Y es cierto, chicas...—susurré,
mirándolas a ambas.
Aguardaron
por mí, Monica juguetona y Rachel lanzándome unos ojos perfectos, una
satisfacción celestial.
—...Él... se ha cortado todo el cabello.
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