—¿Estás
segura?
Sonreí un
poco, mirando a Tag gesticular una de sus demasiadas miradas dolorosas. Su ceño
se fruncía, más aún que la última vez, y ladeaba su rostro como si no le
bastara estudiarme de cerca antes de introducir la pequeña llave a la cerradura
de mi departamento.
Llevé un
par de dedos a presionar el puente de mi nariz. Maldición, las excusas eran
escasas, más ridículas a cada vez.
—Lo estoy—lucho
por mantener mi gesto relajado un par de segundos más—. Y más me vale estarlo.
Si no termino las cosas que Monica me encargó para antes de que ella vuelva a
casa me asesinará. Créeme.
Entrecierra
sus ojos entonces, chasquea su lengua con un aire de incredulidad. Intento, por
lo bajo, tragar saliva.
—Es una
lástima, ¿No es así?—musita, dejando caer su peso a un lado, relajando su
pierna derecha.
—¿El qué?
Su
expresión seria me enardeció.
—Que en
el trabajo apenas y podemos mirarnos—repone, distraído, o pretendiendo estarlo,
creí—, y justo cuando salimos de la oficina, una u otra cosa sale mal y al
final nuestros planes...
—¡Hola, chicos!
Viré
paralizada. La vocecita se había escapado de pronto, y había esculpido en la
mirada de Tag una fulminante expresión de confusión, de turbamiento, que no me
percaté apenas de cómo en mis pensamientos todo se derrumbaba. Mis ideas se
helaron, mis salidas, la sangre alimentando mis mejillas. Todo se esfumó.
Mierda,
Monica.
—H-hola,
Monica...—Tag frunce el ceño aún más, mirándola tan odiosamente sonriente y cargando
una bolsa de papel como en las que siempre traía nueva despensa—. ¿Cómo...?
—Ah, de
maravilla—ella repone, apurándose a abrir el cerrojo de nuestra puerta y sin
darle la oportunidad de terminar. Su sonrisa se había agrandado tanto desde que
nos encontró que intentar añadir algo más, gritar, echarme a maldecir al suelo,
reprenderle, sería impensable—. Perfecta, disfrutando ya de mis vacaciones en
el restaurante. Me hace recordar lo mucho que me encanta estar en casa.
—Vaya... —directo,
incauto, Tag me miró, aunque las palabras fuesen aún para ella—. Así que no
sales de aquí ahora.
—No prácticamente.
Terminó y
nos sonrió, al menos hasta que el pequeño silencio que nació entre los tres se
palpó hasta volverse insostenible.
—Como
sea... —Monica nos hace reaccionar, negando con cuidado. Se abre paso luego de
la puerta y se detiene ya en el interior para mirarnos—.Tengo que entrar a
preparar algo de cenar. ¿Tag se quedará, Rach?
Negué, y
asentí. Miré a Tag así sabía que no funcionaría. Estaba acabada, maldición,
condenada, perdida y con el estúpido castigo de pensar en una sarta de mentiras
más para decir. ¿Explicaciones? ¿La verdad, así suene ridícula? No, no ahora.
No podría.
—A-ah... yo...—bisbiseé.
—...No—entornando
los ojos, Tag me cortó, y de pronto una
leve sonrisa se le plantó al devolverle la mirada a ella—. Tengo ocupaciones en
casa. Será en otra ocasión, aunque, muchísimas gracias.
—Muy bien—asiente
comprensiva al hablar, y me obsequia un simple guiño casi al segundo antes de
cerrar ya la puerta—. ¡Nos vemos!
—Adiós—él respondió, imitando o incluso
superando aquella radiante sonrisa.
Pero luego,
sólo así, se le borró. El silencio todo lo cubrió y él resopló pasándose una
mano exasperante a través de su cabello ondulado. Entonces negó, mientras yo
mordía mis labios tan fuerte que pensé no faltaría mucho para hacerlos irritar.
—¿Oíste
eso?—inquirió hacia mí, enigmático—. Le fascina estar en casa... Y me ha
invitado a quedarme a cenar.
—Yo... no tenía idea. La verdad es
que...
—...No,
Rachel. Sí que la tenías—zanjó, penetrándome con una turbia mirada congelada.
Me
estremecí, parecía broma que había despertado con esos mismos ojos a mi lado
esta mañana. No se sentía real que, de estar sonriendo en un segundo, al
siguiente pudiesen lastimar así.
—Ha sido
por lo de anoche...—dejó salir su voz a leves titubeos, débiles, y al mismo
tiempo tan letales como para lastimarme al escucharlos apenas mientras su
mirada se adhería a los suelos—. ¿No es así?
Miré hacia
abajo también, sólo por un instante. No sabía si quería siquiera pensar en ello
de nuevo.
Atravesar
la noche en una cama desconocida ya era todo un logro para mí, uno tremendo si
cerrar los ojos fue lo único que no había logrado concretar. El recordarlo
siquiera, sería abominable, impensable. El hielo ya perforaba agujeros
profundos en mi interior y las palabras no saldrían. Tan sólo excusas, mentiras
tontas, nada más.
Negué.
—No lo es, Tag. Sólo...
—Sólo, ¿Qué?
Icé
entonces mi mirada de nuevo hacia él. Contrario a lo que creía, sus ojos
castaños no me lastimaron, me abrazaron, intentaban descifrarme y al parecer,
rogar por dejar salir lo que mi expresión turbia le daba.
—No lo
sé...—aprecié sus ojos entristecidos uno a la vez, la forma en que su mandíbula
se movía por la fuerza con la que su boca se cerró, el cómo la manzanilla de su
cuello cedía cuando pasaba saliva.
Maneras
en que, sólo con fulminarme con sus ojos entristecidos me pedía que le hablara,
aún sabiendo que yo no lo lograría siquiera.
Si nada
de lo que había sucedido en la noche anterior tenía sentido, o una razón
lógica. Aquél dolor, la aberración, el desagrado. Mi martirio en silencio,
pensamientos cataclísmicos que me obligaban a imaginarme a mí misma en otro
lugar, otra cama, otros ojos, otros brazos, otros labios rozándome. Me gritaba
a mí misma, una y otra, y otra vez que jamás encontraría algo lo suficientemente
bueno si ya había tenido antes esa probada de... perfección.
Supuse
que, el ‘segundo mejor’ es todo lo que podré conocer.
—Has
estado así de rara... desde el día que tu ex novio te ha enviado tus cosas
desde California—susurró, cada palabra que salía más lo acercaba. Sus labios se
acercaron tanto a mí que en mis mejillas sentí el calor de cada respiración—.
Me gustaría poder mirarle a la cara y preguntarle qué tanto mal te ha llegado a
hacer, para que tu actitud de antes hubiese vuelto de pronto. Si tan sólo me
permitieses verlo, yo...
—...No
sería posible, de todas formas—le corté de prisa—. Él suele estar... muy
ocupado.
¿Lo
creería, además? ¿Podría ser capaz de mirar siquiera una fotografía vieja de mí
al lado de Michael sin lanzarme la más fría de las carcajadas y jurar que le
estoy jugando una pésima broma?
Negó
levemente y aquello, aunque no por mucho, pareció bastar. Se recargó contra el
umbral de mi puerta y la punta de su nariz casi chocó contra la mía.
—Dime algo, ¿Algún día podré llegar
a ser como él?
No, pensé
inmediatamente. Y me burlé para mí, me sentí patética, insegura y tan
atolondrada como si de pronto un muro gigante de ladrillos se hubiera estampado
contra mí. En sus ojos, en sus labios, en mi respirar entrecortado, en mis manos
anudándose bajo mi abrigo, aún en mi respirar petrificado encontraba la
respuesta, y la misma a cada momento, así de única, de segura.
No, no, y
absolutamente no. Llegar a ser como él... Nadie podría.
Y aún
así, no dije nada. No puedo hablar.
—¿Podrá
llegar el día siquiera en que haga que ya no lo recuerdes?—añadió ansioso,
encogiéndose de hombros conforme su tono se volvía más solícito, más urgente—.
¿Habrá alguna oportunidad de que me llegues a querer como le has querido a él?
Intenté,
como pude, librarme ya de las manos de mi debilidad, pasar saliva y que mirar
sus ojos empedernidos no comenzaran a lastimarme ahora, fingir que podía, por
una sola vez, zafarme de esto sin excusas, sin mentiras. Pero no era tan fácil, no aún.
Suspiré.
—Tag, tú... Tú sabes lo que siento
por ti.
Asintió,
y su mirada entonces se escapó de la mía. Se tomó un par de segundos para
respirar, reganar aire, erguirse mientras sus manos se enfundaban en los
bolsillos laterales de su gabardina y morderse los labios hasta decidir
encontrarme otra vez. Junto a toda esa oscuridad que atacó su mirada.
—¿Me quieres, Rachel?
Sabía que
el susurro saldría a penas, mis labios titiritaron a la par.
—S-sí—musité, y sin darme cuenta mis ojos ya se
habían desplomado de nuevo.
—Claro...
Lo
escuché incorporarse de pronto, le observé y acomodaba la correa de su maletín
para sostenerla al borde de su hombro, se abrochó los botones altos de su
abrigo, reacomodó su pequeña bufanda, y sin esperarlo un leve beso contra mi
frente chocó.
—Ahora
repítetelo hasta que te lo creas—su aliento chocó contra mi piel, cálido. Había
tomado de mi nuca por un instante y sin más, se alejó. Me dejó desorbitada, con
el piso moviéndose bajo mis pies.
—Tag,
no... —susurré descolocada, sólo luchando me daba cuenta de que le intenté
seguir.
—Te veré mañana en el trabajo,
compañera.
Me lanzó
una pequeña seña de despedida un segundo antes de girar para descender por las
escaleras del lugar. Sin siquiera virando para encontrarme de nuevo, o para
asegurarse de que aquello último me impidió respirar. Sus pasos atrabancados se
escuchaban más y más ajenos y un par de segundos más se esfumaron antes de
decidirme entrar ya a casa.
Tomé de
nuevo el frío picaporte de metal mientras mi mente se veía infestada de ese
mismo par de ojos azules y felices de antes, indolentes, y con ellos reproches,
gestos, furia, todo se manifestó ante mí.
—Te lo agradezco, Monica—solté,
apenas al entrar.
La forma
en que azoté la puerta había hecho que la mirada turbia de Monica me estudiase
impasible desde la cocina. Y en cambio Phoebe, tomando asiento en la estancia,
por estar leyendo una de sus revistas favoritas, ni se dignó en virar.
—¿Perdona?—inquirió,
ansiosa. Entreabría los labios y mostraba un par de ojos ofuscados, tan
confundidos que le había hecho olvidarse de lo que rebanaba sobre la tablilla
de madera.
Me siguió
con la misma mirada hasta que me dejé caer contra la primera silla del comedor
que se me cruzó. Las palabras no me salieron de pronto, el aire me faltaba y
saber por dónde siquiera comenzar, me parecía más lejano a cada vez.
—¿Tag...?—le
recalqué, conteniendo el tono al que estaba llegando—. Le he dicho que estarías
fuera por días. Que me habías pedido limpiar el departamento a mí sola para que
no le apeteciera entrar. Pero tú y tu pequeño saludo me lo han arruinado todo,
completamente—resoplé cuando supe que había terminado de hablar, y enterré mi
rostro detrás de mis manos heladas.
Aún entre
la oscuridad, una mano cálida y delicada se apoyó contra mi hombro, sin
titubeos. Icé mi mirada, y aprecié a Monica tomando asiento a un lado de mí.
Vencida, negué, mientras una sombra que nacía detrás de ambas me decía que
Phoebe se había acercado.
—Lo
siento, Rach, pero... No estaba ni por poco enterada—susurró, frotando mi brazo
con tranquilidad. Algo hacía con sus movimientos suaves, con su mirar
comprensivo que me detenía, de pronto, todos los argumentos que tenía listos
carecían de sentido—. Si tan sólo me hubieses llamado esta mañana para decirme
que no querrías estar con él, yo...
—...No es que no quería estar con él—le
corté.
Permaneció
en silencio, sólo observándome, analizándolo todo dentro de ella. Me giré
entonces para refugiarme en la mirada dulce de Phoebe y agradecí con una
sonrisa que ella hubiese decidido acercarse igual. Tomó asiento, y la forma en
que me estudió, silenciosa, la manera en que sus ojos brillaron como una luz
incandescente me obligó sin más a buscar las palabras.
—Ayer... hemos discutido de nuevo—susurré.
—Lo lamento, Rachel.
La voz
dulce de Monica se atoró en mis pensamientos. Era increíble lo inútil que era
enojarse con ella, lo basura que era la idea de intentar alejarla. Phoebe se
inclinó para poder observarme mejor y, agradeciéndoles, las estudié a ambas para
esperar que luego salieran palabras, y no maldiciones, ruegos.
—No sé
qué es lo que me está pasando, chicas...—negué hacia ambas, buscaba razonar
simplemente—. No sé qué diablos hay de malo en mí.
—Rach, no
hay nada malo en ti—Phoebe se apuró a decir—. Nada, salvo pensarlo siquiera.
Entonces
sonrió, atrapó con cuidado mi mano entumecida aún puesta sobre la mesa. Mi boca
ardía, mi lengua temblaba y ni el nudo obstruyéndolo todo me hacía parar. Sabía
que con ellas todo trataba siempre de hablar, o ser devorada por los pensamientos.
No dejar que el vómito verbal hiciese de las suyas, sería letal.
—Ayer...
él ha querido... intentarlo de nuevo—dejé salir débil, con la mirada baja.
—Intentarlo...—Monica
repuso a mi lado, reluciendo su forma de analizar todo cuanto escuchaba de mí—.
¿Y no ha funcionado?
—No—repliqué.
Aferraba
con más fuerza la mano de Phoebe a mi lado que el no llegar a lastimarla, o el
no incomodarla se convirtió pronto en lo principal. No podía creer que me
sentía apenada al hablar de esto con ellas. Era imposible.
—Me
sentí... asqueada conmigo misma—confesé abatida, alterada. Ambas se irguieron
más hacia mí para poderme observar—. Lo intentaba... le tocaba, pero... sentía
que me... quemaba. Le besaba y no lo podía creer, no quería pensar en lo que estaba
a punto de suceder. Seguía tan lejos como podía y me sentía más expuesta con
cada prenda de ropa que él me quitaba a mí.
Negué al
recordarlo, pues la imagen podía volverse de un momento a otro tan vívida, tan
penetrante que sólo un momento para evocarla bastaba para hacerme lastimar. Era
ya tan frustrante, tan agobiante el hecho de no ser capaz de pasar la noche con
un hombre diferente y todo sólo se volvía incluso peor, así deseara sentirme
confiada de mis acciones, abrirme a cualquier posibilidad, dejarme ir, y no
pensar en lo imposible que resultaría.
Estaba
con Tag y pensaba en Michael, tocaba las sábanas de Tag y no me podía sacar
aquellas noches infinitas e incontables que pasé al lado de Michael, Tag me
besaba y deseaba que no fuera él, me acariciaba, me ceñía hacia su cuerpo y
sólo rogaba por estar mirando un par de ojos marrones que ya conocía, rizos empapados de mi propio
sudor dejándose caer contra mí. Jadeos, promesas, ‘te amos’, caricias, el paraíso
dentro de una sola habitación.
Conforme
la noche anterior transcurría, no podía dejar de ansiar por el momento en que
Michael abriese la maldita puerta, y me llevara con él, que me besara en mi
hombro y me jurara que nada aún había terminado.
Me
percaté de cómo el nudo me había lastimado al intentar pasar un poco de saliva,
parpadeé y sentí la escoses letal de mis ojos cansados, reaccioné y me fijé en
cómo mi mano había dejado ya completamente irritada la de Phoebe a mi lado, por
la fuerza en la que le llegué a tomar. Pero es que ya no quería enterarme más
de nada.
—Sentí...
un dolor físico, punzante—susurré, sin ponerme a la tarea de ello. Se me escapó
mirando al vacío, soportando el dolor de sólo recordar, evitando sus miradas
para no dejar escapar la lágrima que sabía nacería—. Cuando aquello estaba a
punto de... suceder.
Pero
Monica me hizo reaccionar. Tomó de mi mentón con una fuerza apenas apreciable y
aún así el volver a toparme con sus ojos azules y tristes no fue tan
insoportable como creía.
—Linda, él... él no te ha obligado a
nada... ¿V-verdad?
—No...—le dije, de forma torpe pues no advertí
la rapidez con la que lo susurré.
Y sin
embargo, aquello pareció tranquilizarlas instantáneamente, sin duda.
—Pero...
sentí que yo sí que me obligaba a seguir. ¿Sabes?—añadí, Phoebe asintió, y sus
labios finos se entreabrieron sólo un poco ante mí.
—Quizá
aún no estás lista para estar con una persona diferente de esa manera—susurra,
encogiéndose de hombros—. Es completamente...
—...¿Pero,
luego de tanto tiempo?—zanjé quejosa, dolorosamente vulnerable—. ¿Después de
todo cuánto ha pasado?
Miraba a
una y luego a la otra, y aún así aquello no pareció bastar. Ni una sola palabra
brotó de alguna. Negué... perdida en lo próximo que diría.
—Es que no pensé que aún estaría así
de mal...
Phoebe
simplemente se muerde sus labios, mirando a Monica de reojo con una leve
sonrisa cómplice dejándose nacer. Notar cómo se correspondían, como siquiera ya
no era el silencio lo que me respondió, sino sus miradas obteniendo ese brillo
que tenían antes, me hacían sentir algo en medio del pecho que me incomodaba.
Y al
final, sólo los ojos de Phoebe me volvieron a tocar.
—Rach, ¿Sabes...? ¿Sabes qué te
ayudaría a sentirte mejor?
—¿Qué?—le
estudié con timidez, esperanzada. Si era aquello lo que se decían con sólo la
mirada, sería todo oídos, aceptaría cualquier idea que tuviese para dar.
Su
sonrisa sólo se ensanchó, alzó una ceja, y mientras tanto, Monica se alejaba de
mi lado para dirigirse atolondrada hacia el armario próximo al cuarto de baño,
ese donde solíamos guardar todo lo
inservible que habitaba por ahí. Todo lo que comprábamos y sabíamos que no serviría de nada luego. Hacía
tanto que no habíamos abierto ese armario que me pareció una broma de un
extraño gusto pensar que algo que funcionara podría salir siquiera de ahí.
Tomó
algo, y volvió. No hacia mí, sino hacia la estancia, entonces lo comprendí. No,
no. No podía ser. Esa valija...
—Vamos...—ella
volvió a mí, tomando por la espalda para hacerme incorporar, o eso creí.
Estudiar
la valija ya puesta sobre la mesita del centro, con Phoebe comenzándola a abrir
me había arrancado mis pensamientos de una sola vez. No sentía nada a mi
alrededor, no hablaba, no articulaba, sólo pensaba en lo mal que esto podría
ir.
—...No—la
miré con urgencia, mientras el sonido de los primeros cierres aparecía desde
allá—. No, no, no. De verdad, Monica... No. Si hay algo que me ayudaría, estoy
segura, esto no lo es. Y al contrario, tan sólo...
Se quejó
entonces, acomodando su cabello suelto detrás de sus oídos con frustración.
—¿Por qué
no quieres mirarlos, Rachel?—inquirió ansiosa—. Te podría ayudar.
Tomó de
mi brazo sin siquiera permitirme haber contestado, haló, y avanzó. Sabía que no
quería moverme, que estar cerca de todas esas cosas que Phoebe ya se encargaba
de desempolvar sólo me harían sentirme débil cientos de veces más. Y sin
embargo me acercaba, me aproximaba como una maldita masoquista que no podía
dejar de mirar todo aquello.
El
descuido con el que Phoebe tomaba todo me desquiciaba, la rapidez me hacía
esquivar latidos de mi corazón, el saber que pronto todo estaría aquí, de
nuevo, y reluciendo tanto como alguna vez lo recordé, fue la forma definitiva
de comprender que me estaba volviendo loca. Lo deseaba, pero tenía miedo. No me
quería volver a destruir.
—No lo...
hará—susurré, mientras Monica me hacía sentar firme sobre el sofá más grande
que teníamos. Phoebe no terminaba aún de tomarlo todo y no parecía que
estuviese cerca de lograrlo. Había de todo ahí a simple vista; ropa, zapatos,
libros, regalos, accesorios, frazadas y hasta algunas de las gomas que
sostuvieron mi cabello años atrás, del tiempo por el que aún lo tenía algo
corto. Meneé mi cabeza, y me obligué a reaccionar—. ¿Es que no se dan cuenta de
que podría arruinarlo todo? ¿De que me haría sentir...?
—...No
tiene que ser así—rebuznó Phoebe a un lado de mí. Al parecer ya se había
vencido, y apartaba la valija un poco con algunas cosas que aún quedaban ahí
dentro.
Le
fulminé con la mirada; no me creí lo segura que sonó su pequeña respuesta. Ella
sonrió.
—Vamos—añade,
odiosamente relajada—, estos son recuerdos hermosos que dejaste por error allá.
Son sonrisas, sensaciones, viejas memorias hermosas. No son lágrimas o
tormento. Estoy segura de que lo vas a disfrutar. Te sentirás en paz luego de
echar un vistazo al menos.
—Yo... no
lo sé...—me perdí entonces en el desastre maravilloso de las cosas que ella
había alcanzado a tomar. Todas reluciendo tan cerca de mí, y aún así tan
dolorosamente imposibles de tocar, de pensar en ellas siquiera.
La puerta
entonces se abrió, y mientras reñía aún con mi propia conciencia un puñado de
saludos graves se avivaron detrás.
—Ey, ¿Qué hacen?—Chandler preguntó con
lividez, un tanto ácido. Haciéndome quizá erguirme, y rogar para mis adentros
por que él no hubiese mirado aún lo que inunda la totalidad del centro de
nuestra pequeña estancia.
Monica se
alejó de mí, y sin virar siquiera comprendí lo que hacía. Maldije para mis
adentros.
—Miraremos
las cosas que Rachel olvidó en Neverland—ella añadió, indolente, de hecho,
reluciendo una vocecita odiosamente orgullosa de sí.
—¡Oh,
genial!—Joey bramó inmediatamente luego de ello. Entusiasmado había sido poco,
oportuno, ni por poco. ¿Había llegado él también?
Me quedé
en silencio, con los ojos abiertos, congelados, mis brazos paralizados y
aferrados aún al sofá, sintiendo mientras tanto cómo el peso de algo, o alguien
dejaba ya caerse con cuidado a mi lado. Un brazo entonces rodeó mis hombros con
suavidad y todo atisbo de temor pareció esfumarse de mi rostro al percatarme de
quién se trataba.
La más
radiante de las sonrisas nació de los labios de Ross, a mi lado.
—¿Estás
segura?—me preguntó, impasible. Como si de pronto, hubiese sido su única tarea
ponerse a ignorar todo lo demás.
Mis
posibilidades se restaron a sólo mirarle ser, él simplemente. Devolverle el
gesto, contagiarme de su pronta tranquilidad. Planeé sólo en asentir cuando la
risa dulce de Phoebe a nuestro lado, nos había distraído de nuevo a ambos.
Su mirada
perfecta y femenina se abrillantó, de solo habernos mirado.
—Por supuesto que está segura...
Me
aventuré a tomar una de las prendas de ropa que se hallaban ahí. Una remera
informal que recordé, solía utilizar cuando sabía que ninguno de los dos
saldríamos de casa. Era una de las más cómodas que me llegué a comprar en
California, y aunque ahora se desprendiera de ella un sublime olor a madera de
roble de los muebles en Neverland, una sonrisa se me escapó. El brazo de Ross
meció mi cuerpo con movimientos suaves y oportunos, y mientras comprendía que
mi sonrisa era la misma que aquella que tuve en el momento en que había
comprado la linda remera, los chicos comenzaron a tomar una cosa diferente
entre sus manos. Con cuidado, con lentitud, y analizando cada detalle de lo que
se encontraban.
Pronto
las risas se mezclaron con los tintineos de seis copas de vino tinto que Ross
se ocupó de acercar, bocadillos que Monica preparó y que le hicieron olvidar de
la cena que cocinaba. Entre todos nos alucinábamos con lo que encontrábamos
ahí, pues al cabo de unos minutos nos percatamos que lo que Ross había traído
no eran cosas que a mí me pertenecían, habían barajas que Chandler se olvidó,
viejos escritos que Phoebe dejó inconclusos cuando se perdía horas enteras en
lo más recóndito de los infinitos jardines, viejas recetas de cocina,
accesorios, cosméticos incluso, y además, una vieja cinta de video que trataba
de la Evolución, que en cuanto Ross volvió a sostener entre sus manos y con su
expresión avispada, impávida, había ocasionado que a Joey y a Chandler se les
escapara un perfecto resoplido burlón a la par. No fuimos capaces de sostener
más las carcajadas luego de eso.
—¿Puedes
creer cómo ha transcurrido el tiempo?—Phoebe admitió, dejando caer su espalda
profunda contra el respaldo del sofá al tiempo que se tomaba de un suspiro para
despejarse—. Hace ya casi dos años desde la última vez que pisamos Neverland.
—Es un
poco... abrumador, ¿No lo crees?—Chandler añadió al asentir con ella. Sostenía
un viejo libro entre sus manos que, por esa mirada confundida que le daba,
parecía no recordar de antes.
Monica
entonces se incorporó con agilidad para dejar un pequeño azote al borde de su
hombro. Joey rió y a mí, ya pensando en asentir con él, me tuve que olvidar de
todo al mismo tiempo.
—Por
supuesto que no—espetó firme, aunque reavivando su linda gentileza al
percatarse de que yo le miraba—. Es lindo. No tiene un pelo de malo revivir
algunas cosas que pasamos juntos.
Ross dejó
una pequeña risa salir a modo de reprender a su hermana pequeña.
—Ha sido
justo eso lo que le comenté a Michael cuando le miré...—él musitó, se endulzó
su voz de pronto cuando observé con detenimiento un ligero vestido de chifón
que usé los últimos días que permanecí ahí. Me aniquilaba, el sólo escuchar tan
de cerca el nombre hacía que me faltara el aire, que mis ojos volvieran a
arder, y sólo asentí. Todo con tal de que el resto no se alarmara—. No tienen
una idea de lo extraño que ha sido para mí volver. Se sentía bastante...
diferente.
Icé
entonces mi rostro hacia él, hurgando con urgencia por el significado que tenía
su triste mirada. Sus palabras, sin entender por qué, llenaron mi pecho de algo
que no esperaba sentir. No fue temor, no era rencor. Nostalgia, el dolor por el
simple hecho de extrañar.
Joey le
recetó un suave manotazo detrás de la espalda.
—Ha de
sentirse bastante raro ahora—murmuró perdiéndose en el vacío—. Yo no sé qué
sentiría al volver. No sé incluso si podría hacerlo.
Absortos,
permanecimos sin hablar, al tiempo en que Phoebe, Monica y Chandler devolvían
al montón las últimas cosas que sostenían. Me rogué a mí misma el poder ser
capaz de reaccionar sin quebrarme en miles de trozos en el intento y le
aprecié. Aquello era tan dolorosamente cierto que, imaginarlo, o siquiera
pensarlo me arrastraba consigo en una corriente vertiginosa que me impedía el
poder respirar. Fue ese el único segundo en que la mirada de Monica delataba lo
arrepentida que estaba de haber comenzado con esto.
Habíamos
mirado tantas cosas ya, habíamos tomado entre nuestras manos tantas cosas que
creí jamás volvería a tener así de cerca, e irremediablemente, los recuerdos se
agolparon uno a uno en mi cabeza con cada anécdota que venía adherida a cada
conversación.
Absolutamente
todo quedó atascado en lo más profundo de mi mente, todo cuanto viví ahí y
desde que todo terminó, y aunque al volver, en mi closet aún encontré un par de
sus camisas, o en nuestro depósito de llaves se encontraban las que abrían el
departamento que él compartió conmigo aquí en la ciudad, la intención de poder
deshacerme, y olvidarme de todo no cesaba. No la podía hacer parar. E
indiscutiblemente todo se hacía menos lastimoso, menos insoportable gracias a
ellos. Cada risa, cada abrazo, cada instante en que me acompañaron hasta
asegurarse de que me quedaría dormida sin tener que llorar, el amor que me
juraban sus rostros, el cómo me hacían sentir... en paz. Tranquila.
Sentí en
medio de la nada que la presión que sus miradas ejercían en mí se avivaba y me
obligué a reparar mi expresión y virar. Sonreí para todos, al menos lo intenté.
—¿Han
terminado ya de sacar todo de la maleta?—Monica aclaró su garganta, señalando
lo lejos que Phoebe había puesto la valija cuando aún estábamos por comenzar.
—Ya casi
hemos terminado, sólo quedan un par de cosas…—Phoebe replicó, incorporándose
para volver a hurgar una vez más por el resto de las bolsas que ni tocó por
error.
Permaneció
quieta y junto con ella, a Chandler y a Joey se les petrificó una terrible
mueca de confusión esperanzada. Sostenía entonces un enorme libro entre sus
manos, o ello fue lo que alcancé a notar, y a Ross a mi lado se le escapó una
fina risita.
—¿Qué es
esto?—ella preguntó solícita, mostrándolo un poco más. Me llamó la atención cada
pequeño detalle por el que su dedo índice se pasaba, el grosor, incluso el
color marrón que, a pesar del tiempo, mantenía. Idéntico aún, brillante, bien
cuidado, y a diferencia del momento en el que Monica lo eligió en esa vieja
tienda de regalos al centro de Los Angeles, esta vez, se miraba a simple
vista... lleno.
Llevé una
mano a mis labios, y Ross, tomándolo dulcemente de las de Phoebe, me lo acercó.
Un ardor tremendo en mi estómago nació.
—Es mi...
álbum—susurré sin quererlo, como si sólo estuviese hablando para mí, deseando
que sólo yo fuese testigo de cómo mis latidos colapsaron en una estruendosa
coalición, respirando apenas, pareciéndome que todo se volvía un sueño, y nada
más.
Pero Ross
lo notó, atrapó mi mano paseándose por el borde y cada pasta del álbum. Buscó
que le mirara aunque no tuviera fuerzas para hacerlo.
—Michael... quería que lo tuvieras
contigo.
Con una
mano en mi garganta, evocando la fragilidad que generaba el momento, estudié el
enorme álbum una vez más, ansié y por primera vez sentí que nada malo vendría
con ello si me animaba a hacer la pasta frontal izar.
Jamás
hubiera imaginado que la próxima vez que vería sus ojos, sería a través de unas
fotografías reveladas.
—...Ábrelo—él
bisbiseó, y todos permanecieron mirándome a nuestro lado, pacientes, con sus
ojos abrillantándose a cada segundo más.
Al
principio me costó moverme, pero de pronto una mano absorta lo abrió por fin, y
poco a poco, minuto a minuto, cada imagen, cada sonrisa, cada par de ojos, cada
lágrima inexistente, iba ya encontrando la luz.
Fotografías
del primer momento, el primero de todos, aquél concierto, nuestra primera vez
en Neverland, imágenes de él aquí... de Michael en nuestro departamento, de las
infinitas ocasiones en que no le apetecía marcharse a una habitación de hotel
en el piso treinta y dos. Algunas más de nosotras, abrazándonos de cada lado
hacia Janet, y hacia Karen también, muchas más de los chicos posando rudos y
divirtiéndose con Michael, otras de Monica y de mí, dentro del estudio de
grabación. ¿Aquí en Nueva York? ¿En Los Angeles? ¿En Neverland? No importó.
Había tantas, todas parecidas, y aún así tan únicas diferentes una de la otra.
Me miré
entonces junto a la familia de Michael, junto a sus hermanos, junto a su madre.
Lo que al principio había sido parecido a un álbum familiar se convertía en uno
con imágenes más íntimas, y el paso del tiempo en lugar de poner cansancio bajo
mis ojos extendía aún más las comisuras de mis labios, hasta ya no poder más.
Era un sueño, o una pesadilla que me agradó, pues ya era extraño, irreal
mirarme así con una sonrisa plantada en mi rostro, cuando no me ha sido posible
volver articular una igual desde hace mucho tiempo atrás.
El tiempo
en el que lo nuestro comenzaba ya amenazaba con aparecer; aparecían con mayor
frecuencia nuestras manos unidas, y lo que al principio fue un cúmulo de luz en
mi pecho haciéndome maravillar, se convertía lentamente en una invasión de la
que dependía que las lágrimas no comenzaran a correr.
Aún
faltaba poco menos de la mitad, y las fotos en las que sólo aparecíamos Michael
y yo reinaron cuánto espacio abarcaran. Nuestros abrazos estuvieron ahí, y
sentí un vacío de pérdida y promesas rotas, nuestras miradas se cruzaban en una
más, a mitad de la noche, en medio de una inmensa cama e infiernos se
manifestaron en medio de mi garganta. Dolor, nostalgia, mis ojos ardieron sin
más.
Nada más
que vacíos de miradas y abrazos que nunca más tendré, de sonrisas, de momentos,
de cosas que ya no están y me hacen una falta que lastima. Tengo fotografías, y
nada más, vacíos que no se llenan, y que no quiero llenar ya... para no tener
que olvidar.
Y en una
más, él besaba mis labios.
—Recuerdo
muy bien el momento en el que tomé esta fotografía—Phoebe se aproximó con
cuidado hacia mí, y posaba contra mi hombro una mano temblorosa al tiempo en
que buscaba tener una mejor percepción de la fotografía que observaba.
Un
quejido, un gemido de vergüenza se me escapó. Sentí una punzante irritación
penetrando mis ojos y al cerrarlos con fuerza percibí el frío chocando contra
mi piel por el líquido que ya derramaba. Con urgencia me erguí, buscando que mi
cabello cubriera mi rostro mientras cerraba el álbum e intentaba limpiarme la
piel. Pues bien, la sonrisa de Phoebe, los ojos luminiscentes y anhelantes de
todos me destruyeron enteramente.
No había
posibilidad de que yo recordara el instante de aquella fotografía, porque lo
único que se avivó, lo que prolongó su aguijonazo al centro de mi pecho fueron
sus labios contra los míos, todo aquello que sentía cada bendita vez en que él
me besaba.
—Yo...
sabía que no debía mirar esto ahora—admití, cuando sentí que mi aliento apenas
y aparecía para todos, y una lágrima más necesitaba salir.
Los
distintos quejidos de los chicos aparecieron uno a uno, cada vez más fuertes al
tiempo en que me incorporaba con el álbum bien aferrado entre mis brazos sin
siquiera poder comprender el por qué.
—Oh,
vamos, quédate, Rach—Chandler me llamó con una expresión adolorida en el rostro—.
Sólo...
—Sí, escucha, si quieres...—Joey
añadía tras él.
—Ha sido
suficiente—les corté. Ya no podía continuar, no podía seguir con ese dolor que
se colaba hasta el centro de mi pecho. Hablar me lastimaba, respirar era casi
imposible, evitar que saliese una lágrima más, fue la perdición—. Lo siento...
Ross
negó, ofuscado. Su mirada se ensombreció tanto como si me enviara señales de
alerta, de otra coalición. Le observé en paz, era lo único que me restaba.
—...Nadie
ha dicho que sería fácil, ¿No es así?—me hizo estudiarle turbada, mientras
intentaba traspasar mi alma con esas palabras frías que soltó—. Era el... punto
de que miráramos las cosas todos juntos.
Negué,
derrotada, incluso avergonzada de mí, de mi maldita debilidad. Una lágrima más
ardió por salir y ni siquiera podía molestarme en detenerla.
—Es
que... no puedo...—miré a cada uno de ellos, los sentí, comprendía el dolor que
cada una de sus miradas generaba y no podía hacer nada para arreglarlo. Buscaba
una razón para dejarme caer al vacío a mí misma y no involucrarlos a ellos
igual. No podía permitírmelo.
Me giré,
y al ubicar a unos pasos la puerta cerrada de mi alcoba un brazo delicado, y
aún así trémulo me hizo parar. Mis sollozos de pronto se hicieron llantos, mi
corazón colapsó, todo cuanto creí que había superado, aquello que por mucho
hice el desgaste por olvidar volvía. Las lágrimas me supieron igual, me dolía
igual, era el infierno. El maldito infierno de mierda volvía a aparecerse ante
mis ojos de nuevo a donde quiera que mirara.
Advertí
un leve sollozo disipándose desde los labios de Monica, inconfundible, incluso
cuando no me había podido girar para poder encontrarla a mi lado.
—Rach, en esa llamada... Lisa...
Dejé un
gemido destruido aparecer, estrellándose contra una plena nevada; congelada por
fuera, perforada por dagas de hielo por dentro. Me dolía respirar.
—Ella... me ha dicho que él... aún
me ama...
Me zafé,
convencida de que la había dejado helada, a ella junto con todos los demás, y
al menos hasta recobrar el menor atisbo de sentido cuando el sonido del leve
azote que mi puerta dejó lo permeó todo sin más.
Había
dormido en el infierno, y sin pensarlo, estaba segura de que iba a perecer de
nuevo en él.
¿Por qué
me ocurría esto de nuevo, mierda? ¿Por qué una simple imagen bastó, por qué sus
ojos plasmados en un trozo de papel me hacían perderme en el abismo negro otra
vez?
Me dejé
caer en mi cama, con el álbum bien abrazado contra mí, y aún así no terminaba.
No paraba de sentirme una idiota, una absoluta idiota que se deshacía en llanto
a cada nueva oportunidad, que no aceptaba que jamás lo olvidaría, que era
inútil, impensable imaginarlo, que tendría que morderme la lengua y sellar mis
labios para no desgarrarme la garganta al llorar y soportar el hecho de que lo
más triste de pensarle, es que lo hago recorriendo otros caminos, viéndome
enredada en otros brazos, llenándome del perfume de otros cuerpos... Probando
la dulzura de otros labios.
Le
extrañaba, mierda, lo hacía, cada noche, cada día. Me daban ganas de besarle
otra vez, de abrazarle, de hacer el amor como lo hacíamos. Me gustaba imaginar
que jamás me engañó, y que tal vez ahora estaríamos juntos y quizá alguien más
pequeño ahí, entre nosotros, tomándonos de las manos.
Dios, me
es tan difícil dejar de quererle, a pesar de todo el daño que en pos de él me
busqué; tanto que, a veces, me es urgente, me duele la necesidad de gritármelo
a mí misma. ¿Por qué mierda le extraño? ¿Por qué lo amo? Si duele sentirle,
duele extrañarle, duele amarle, y al final del día, yo sólo...
—Dios...
quiero olvidarle...—el sollozo se escapó de mi garganta al tiempo en que
aferraba el álbum contra mí, se humedecía un poco por las lágrimas que soltaba.
Borrar
cada huella que dejó en mi cuerpo, borrar cada beso, cada abrazo, cada palabra,
todo. Amarle me estaba matando, y si no era él, eran los cigarrillos, las
malditas noches sin dormir, las copas que me tomé en su honor para creer que
había sido yo la del problema. Le amaba, y no soportaba con la idea de que
alguien más le ame como yo lo he llegado a hacer, si estaba segura, convencida
de que aquello, ni por poco iba a ser posible. No lo podía ser.
—Ya... no quiero amarle... Me
duele...
Mis manos
abrían el álbum de fotos de par en par, no donde estaba aquella foto, sino casi
al final. No sabía qué más buscaba si las lágrimas ya estaban, la destrucción
ya había hecho de todo en mí. Seguí página por página ansiando por un cambio de
planes, por una verdad que se incrustara en mi corazón, una manera de que todo
hubiese sido un sueño, de que las fotografías siguieran, de que no se hubiesen
acabado nunca. Nunca sino hasta este momento, y luego al día siguiente, el
resto de nuestros días. Y su caligrafía... estaba ahí... al terminar.
”Te di mi vida una
vez, y volvería a hacerlo millones de veces más. Esta es una pequeña parte de
lo que vivimos juntos. Te quiero, pequeña. Hoy y siempre.
–Michael”
Una
lágrima aterrizó ahí, a un lado de su firma. Pasó inadvertida, derrumbándolo
todo, e incluso el sonido lacerante no me hacía reaccionar.
El
teléfono comenzó a sonar de pronto.
*****
Intenté
poner el primer bocado de mi plato en mi boca, pero no lo lograba hacer. Ya ni
el trago de vino que había dado se me pasaba, y mirar otros dos platillos
servidos a cada lado de mí ocupando la mesa lo arruinaba todo incluso más.
Una
punzada terrible de desazón apareció junto con Lisa acercándose a mí desde la
estancia, tomó asiento y su perfume impregnó mis pulmones, haciéndome
estremecer, su calidez, su cabello arreglado, la manera tan perfecta en que se
maquillaba, sus suspiros, su voz. No lo soporté.
—Vaya,
gracias por esperar—ella anunció, propia, un tanto ácida, al tiempo en que
acomodaba su servilleta y tomaba sin siquiera mirarme cada cubierto que iba a
necesitar.
Ni
replicar se me fue a ocurrir, y comenzó a comer, simplemente indolente,
austera.
—Hace
unas horas—añadió en un tono extraño, se refugió de un sorbo de su copa para
despejar su habla—, mientras recostaba a Ben para su siesta, me he tomado la
libertad de invitar a Janet de nuevo a cenar con nosotros.
‘Me he
tomado la libertad’ me repetí, burlándome de mí mismo, clavando mi mirada al
plato para no fulminarla con mis ojos sólo así. Si tan sólo aquello no sonase
como un maldito insulto en aquél momento, sería la gloria inmediata.
Creo que
un bufido logra salir, al menos los únicos tres platos bien servidos sobre la
mesa ya cobraban sentido, una pregunta menos que tendría que hacer, un tema
menos con el que teníamos qué lidiar.
—Ya
sabes...—repone, cauta, su voz aparece con mayor serenidad—. Espero que... las
cosas se calmen con ella. Quizá podríamos comenzar a llevarnos bien.
—Lo dudo—espeté,
sin más la rabia corrió tan vertiginosa, desatinada que apenas me percataba de
lo que solté.
Viró
desde su asiento, con el ceño fruncido, y esa mirada de confusión que me
desconcentró. La estudié aferrando mi mano contra el cristal frío de mi copa,
el cabreo que generaba ácido en mi garganta no paró, me quemaba el esófago.
—¿Cómo?—negó al inquirir,
perturbada.
Pero no
la quise mirar, y en cambio, decidí beberme el resto de mi vino antes que
concentrarme en lo próximo que diría.
—Janet es
bastante parecida a mí—musité al encogerme de hombros, quería lucir tan
indolente como ella lo estaba, despreocupado, como si todo cuanto pasó no
hubiese valido un demonio para ambos—. A ella... le repugnan las mentiras.
—¿Michael?—su
tono de pronto se desgarró. La estudié por fin negando ofuscada, contenida, con
sus ojos verdes y opacos penetrando nada más que a mí—. No sé... de qué...
—...Pregúntame
cómo ha estado mi fin de semana, ¿Quieres?—zanjé voraz, la aprensión nuevamente
lo barría todo.
Se quedó
ahí, impávida, estudiándome en silencio.
—Vamos—continué—.
Has hablado todo el día de cómo te ha ido a ti que se te ha pasado por alto el
preguntarme a mí sobre mi tiempo aquí en Neverland.
—E-está bien, yo... ¿Cómo ha...
estado tu fin de semana?
Sonreí, y
de nuevo quise burlarme de mí mismo. Aunque más celebrarme que sentirme
avergonzado. No me podía sentir más patético aún, más desquiciado, más
consumido por la sensación turbia que su tranquilidad generaba.
—Brillante,
en realidad—sentencié entonces, y luego de un pequeño bocado, picoteé el filete
de salmón para que no se notara tanto que apenas y había comido—. Un viejo
amigo mío. Ross. Ha venido a visitarme, ¿No es grandioso?
Lisa lució
extrañamente sorprendida, terriblemente falsa.
—¿En verdad?—preguntó, y continuó
engullendo también—. ¿Para qué?
La miré,
siendo capaz de sentir una punzada de único terror, de... repulsión. Un dolor
desolado que sus ojos felices y desinteresados sólo me restregaban junto con
mentiras, fraude, aflicción.
—¿No lo
imaginas?—pregunté, sólo así, percibiendo sin dificultad la marea de
sentimientos vacíos que provocó su pregunta.
Otra
oportunidad, pensé, la milésima vez que había tratado de justificarlo todo, de
creer que aquello no era ni por error real. Nada.
—No—negó débilmente, se encogía de hombros.
Doblegándome de inmediato.
Si no lo
decía ya, si soportaba otro par de segundos, gritaría, explotaría.
—Él... ha
venido a tomar el resto de las cosas de la habitación de Rachel. No ha dejado
nada, absolutamente.
—Buenas
noticias, ¿No es así? Al menos la habitación podrá ser utilizada por alguien
sin problema.
—¿Buenas noticias?
La
estudié contenido, más desesperado que nunca antes al tener la mínima idea de
lo que pudo llegar a plasmarse dentro de su cabeza. A ese punto todo se iba a
la mierda, todo se salía de control y ella no lo paraba, era la única que podía
detenerlo y... sin más, no le importó. No le importé. Estaba consumiéndome
vivo.
Asintió
con cuidado y mi garganta comenzó a arder.
—Y has
creído que no me enteraría de nada...—susurré, con desgarbo, el veneno se
desprendió desde mis pensamientos, a mis palabras, y hasta la mirada que me
dio.
—¿Qué...?—pestañeó
aturdida, negando, no daba crédito, y aquello de ser posible lo empeoraba, me
ridiculizaba a cada maldito segundo más.
Apreté
los dientes, pero de nada servía, no podía contenerme más. La rabia lo
arruinaba, comenzaba ya a dibujarse en cada facción.
—Decidiste
hacerlo a mis espaldas, Lisa...—gemí quedamente, sin fuerzas, la rabia e
impotencia me carcomían—. Dejarme creer que había sido ella quien tomó la
decisión.
—No sé... de qué...
—...Él me
lo ha dicho todo, maldición—le corté—. ¿Creíste que no lo haría? ¿Que jamás lo
sabría?
Se
paralizó. Mi esposa, aquellos ojos con los que llegué a alucinar, esos labios
que me habían llegado a sanar, el sólo verla, el sólo comprender que aún no lo
admitía, que lo resistía y que no daba señal alguna de justificación, la menor
intención de enmendarlo, de alguna forma. No era cierto, mierda. Ella no... no
podía ser así.
—Y-yo...—titubeó,
mirando bajo, acallada, temiendo encontrarme—. Lo he hecho porque...
—...¡Es
que no lo tenías que hacer, Lisa! ¿No lo entiendes?—bramé y me destruí con
ello, con la furia ya rebasándolo todo.
Odiaba mi
debilidad, odiaba no poder abrir mi boca cuando sabía que algo malo estaba a
punto de sucedernos, me odiaba y odiaba que Lisa misma buscara más razones para
lastimar nuestra relación, o para quemar lo poco que quedó de mi vida pasada.
Odié eso, que más que palabras y explicaciones, llanto era lo que quería
escapar.
—C-creí
que entenderías que lo haría por nosotros—musitó temblando, alejando su asiento
del borde del comedor al tiempo en que lo hacía yo—, que comprenderías que lo
conseguiría con tal de sanarte, de ayudarnos, de que tú y yo...
—...Tú... no tenías el maldito
derecho... de hacer sus cosas desaparecer.
Pronto
una lágrima se me escapó, y aborrecí los ojos de repulsión con los que ella me
penetraba. La rabia embravecida recorría ya cada maldito órgano.
—¿Y quién
lo tiene si no es tu esposa? Dime—espetó, respirando un tanto agitada al
estudiar la manera en que me alteré—. ¿Quién más si no la única persona a la
que le interesa salvar esta relación?
—No sólo
eran sus cosas...—susurré, y mis ojos sólo seguían humedeciéndose, el temor, la
impotencia, la falta de razón me impedían ver o pensar nada más—. Eran suyas,
mías, nuestras... Eran la prueba de todo lo que ocurrió. ¿Y sin más tú te
sientes con el derecho de quitármelas, de hacer con ellas lo que quieras y
esperar a que todo se arregle?
—Era la
única forma—sus ojos centellearon sin más, se irritaron y aún así su voz no
perdía volumen. Se estaba destruyendo frente a mí y no lo quise detener.
Ya todo
estaba arruinado, más en el infierno que al borde de la salvación. Se iba a la
mierda. El desquicio, la desesperación fue lo único que quedó.
—Mierda,
¡De tantas, has elegido la peor!—mi voz turbia azotó contra su ser. El bramido terminó
por corroerla, y me carcomía más el sólo pensar que ella lo había ocasionado
todo de nuevo. Ella, nada más.
Se cubrió
los labios y al tiempo en que sus ojos se cerraron una sola lágrima salió. No
podía percibir mucho más pues mi mirada se nublaba, el líquido cálido y salado
se desprendía con rapidez y llegaba a mis labios dejándome una sensación de
imposible amargura, acidez.
Mi
corazón martilleó tan fuerte que podía escucharme de nuevo gritar dentro de mi
ser, mis pulmones se oprimían, sollozos salían, mis palmas sudaban y sólo era
capaz de repetir la escena de Ross tomándolo todo en mi cabeza.
—No puedo... ni mirarte siquiera.
La dejé
ahí, detenida al borde del comedor y con una mano oprimiendo sus labios
titubeantes, sintiéndome de nuevo abandonado, sólo, hundido. Al perder el
comedor de mi vista me recargué en uno de los muros de la estancia intentando
aclarar mi mente, sacar de mi cabeza esas imágenes y palabras llenas de veneno,
de mentiras, de traición. Temblé, y por mucho que rogaba que los dos días
anteriores no hubiesen sucedido no lo lograba, no lo haría jamás.
Me dolió
lo que sucedió, el ocultármelo, el mentirme en el maldito rostro, cómo me miró
segura de sí y cómo al siguiente sentía que podía atraparme al mostrarme no más
que sus lágrimas escasas.
Más
lágrimas quisieron desfilar, y al instante las quise sorber con decisión.
Contuve el llanto, apretando los dientes y encajando las uñas en mis palmas
estudié a mi hermana finalmente acercándose hacia mí. Se percató de lo que
ocurría y su gesto se destruyó, me sentí lastimado, sangré en el interior sin
poderlo evitar.
—Querías
que lo comprendiera, ¿No es así?—sollocé contra su mirada empedernida, la forma
en que negaba y dejaba caer su bolso a un lado al estudiarme así.
—¿Q-qué...?—pestañeó, aturdida, su voz apenas
nació y ya se sentía destruida.
—Que lo
entendiera—intenté reponer—, que viera la razón por la que no la podías
aceptar... Pues lo hice, tenías razón.
—Michael,
yo...—se aproximó, sus dos brazos al frente buscaron toparse conmigo.
Pero me
alejé como lo había podido concretar. Negando confundido, perdido, abandonado
otra vez y evocando la última mirada descolocada que Lisa me había lanzado
antes de alejarme de ahí. Ya no la recordaba como antes, y era eso lo que dolía
sobremanera.
Negué.
—No reconozco siquiera... a la
persona con la que estoy casado.
Dejándola
atrás, subí las escaleras hasta saberme refugiado en la misma habitación que
ahora estaba dolorosamente vacía, irreconocible, y que ya no me deba la paz que
tanto me ocupaba de resguardar.
Lloré,
sin poder contenerme, dejando salir todo lo que me frustraba, todo lo que me
iba consumiendo a mí y a mi integridad, a mis días, mis horas, mis minutos al
lado de unos ojos verdes que bien, ya desconocía. Por mucho que deseaba
despejarme, acurrucarme en el colchón y pensar con claridad las ideas no
aparecían, mi mente se permeaba de sentimientos sangrantes que no me permitían
vislumbrar nada más.
Porque
mierda, ya todo se había ido, ya todo me abandonó, me descolocó y me
enloquecía. Ya no podía oír su voz o sentir su tacto en la habitación, y sin
embargo con cada lágrima, su luz y su calor ardían en cada atisbo del colchón y
yo, con la fe de los que todavía pueden contar sus años con los dedos de las
manos, creía que si cerraba los ojos, y le hablaba, ella podría escucharme, donde
sea que estuviese.
Quizá si
evocaba momentos de nuestros cuerpos fundidos, cuando gozábamos sin parar, si
tan sólo no olvidaba sus sonrisas, sus caricias y sus besos, transcurrirían las
horas sin doler, le recordaría sin volver a llorar.
Daría
todo cuanto tengo, todo por lo que creo si tan sólo tuviese el valor de decirle
que cada que pienso en ella se me adelgaza el alma, y el corazón late sin
ganas, casi escasas, sin el ritmo que ella misma me dio. Que me ahogo, que mi
tristeza persiste, y no sabe de ternura o compasión. Que ya ni siquiera hay
sonrisas, que sólo con verle de nuevo despertaría pronto de este sueño mortal
que me va deshaciendo la vida. Que, con una mierda, no hay instante en que no
quiera ir a donde ella está, y mirarla a los ojos como el día en que nos
conocimos para que me reconozca y rogarle que recuerde el camino a casa.
Los
gemidos no cesaban, el llanto, las lágrimas, la desesperación y cómo me corroía
me hicieron izar mi mirada, ubicar el viejo teléfono frente a mí y marcar la
numeración. No di una mierda a todo cuanto podía ocurrir a partir de ahora.
Porque no
sé ya a donde ir, o siquiera si hay a donde parar, no hay camino ni pies, sólo
oscuridad, y si acaso me animo a andar tropiezo con las sombras, y si me
levanto, tropiezo, y vuelvo a caer, pues mis recuerdos se abrazan tan fuerte a
ella, tan vivos, tan exquisitos, tan nostálgicos como la sutil fragancia que la
sábana desprendió que ya no sabía qué mierda hacer... para asegurarme de que
seguía... vivo.
El tonó
finalizó, y esperé a que el silencio y la soledad no apretasen mi cuello ahora,
que no me destruyeran de nuevo las palabras. Ella... su voz, me cegó y de sólo
oírle formular un gemido destruido fue a servir para que el alma completa
regresara a mi cuerpo.
—Q-quiero que sepas... que yo no he
tenido nada que ver con...
—...Lo sé—ella me acalló, con una dulce debilidad,
como si supiera que me lastima de sólo oírle, que me es insoportable reconocer
su voz si hace vidas que no la escuchaba así, hablándome tan de cerca,
devolviéndome el aire, haciéndome despertar—. Sé que tú no lo has hecho.
Más
lágrimas salieron de pronto. No me importó, no lo soportaba y aún así las
dejaba escapar. La piel se me erizó al paso cálido que el líquido salado dejaba
y un sollozo del otro lado se oyó. Se escuchó su destrucción, su penumbra. Me
dolió su dolor, mierda.
—S-sólo quería asegurarme de que lo
supieras...
Negué
cabizbajo, con la mirada nublada, y los puños apretados. Todo era una maldita
revolución debajo de mi piel si sólo pensaba en decirle que me estaba volviendo
loco sin ella, que mis sueños aún preguntan por ella, por nosotros, y no sé qué
diablos responder, que aún suelo cerrar los ojos y sellar mis oídos para
tragarme el camino en círculos para no romperme, y aún así me destruía sin más.
No me salían las palabras, sólo llanto, sólo odio hacia mí. Hacia el destino
que dibujé con mi propio pulso.
Y las
lágrimas no faltaban, ahí estaban siempre... siempre...
—Mi
matrimonio... se está cayendo en mil pedazos...—dejé salir un sollozo, y
escondí mi rostro contra la almohada que ella tanto llegó a utilizar, el llanto
renació desbordado—. Y lo peor de todo es que ni siquiera sé si me interesa...
Un gemido
de ardor se le escapó, sollozó, y podía imaginármela, tan enfermo por ella como
estaba, presionando una mano contra sus labios deliciosos, contra sus ojos
grises, haciendo hasta lo indecible por no dejar toda esa debilidad salir.
—Michael...—gimoteó,
se escuchó cómo contenía el llanto.
Solté un
suspiro sintiendo mi pecho estrujarse, apretarse tanto que creí sufría un daño
físico en el interior.
—Te
necesito, Rachel...—susurré entonces, dolido, herido, con voz derrumbada,
queda.
—No...—sollozó—. Por favor...
Cerré mis
ojos con fuerza, traté de calmar mi respiración.
El cómo
sollozaba, cómo lloraba por mí... cómo era ya imposible que algo de lo que
tuvimos volviera aunque fuera capaz de darlo todo con tal de que eso sucediera.
Añorar tanto que nuestros paseos por el jardín estuviesen presentes de nuevo,
nuestras tardes de bicicleta, nuestras noches de películas, de abrazos, de
besos, caricias, de amor. Cómo amaba el decirle lo hermosa que era, que la
amaba, que era... la razón por la que estaba aún aquí.
Débil. De
nuevo me sentí vulnerable, expuesto, con mi interior doblegado, roto,
humillado. Al lado de una posibilidad.
—Te... amo...
Fue un
quejido ahogado que brotó, antes de que tonos cortos se manifestaran. La
llamada había cesado.
No lo
quise creer, alucinaba, no era yo, era lágrimas. Era pena, muerte, infierno.
Todo cuanto creía, todo cuanto me mantenía de pie se iba y me dejaba plagado de
un cúmulo de tristeza y malos recuerdos, de ardor supurando mi torrente
sanguíneo. De hurgar al mismo instante por una nueva cura a mi mal, lo que sea
que me hiciese olvidarme de todo, y ya, pronto, sin esperar, y simplemente
marcando un número más.
Uno que
me recordaba que podía engañar a la cobardía.
—Los
tengo, Michael... Descuida...
Apenas
brotó la voz de John más allá. No le podía responder, no podía hablar o pensar
en articular más nada. Lloraba, y él lo sabía, estuve seguro por la pronta
urgencia que sentí en su voz. Mierda... ¡Mierda!
Quise
hablar, quise llorar, gritar, que él lo entendiese, que supiese o tuviera la
mínima idea de lo que ocurría en mi interior, que comprendiera siquiera que el
infierno que me rodeó, no se comparaba en nada con las penumbras en las que se
habían convertido mi alma. Pero no lo logré, no podía con nada.
—Bahrein...—susurró—. El avión saldrá en unas horas. Wayne irá ahora por ti.
Y supe
que John, contra el auricular, lo sintió.
—Todo
estará bien, Michael... Te lo prometo.
Me estoy muriendo por dentro de pura ansiedaaad! Simplemente no puedo creerlo, creo que es demasiada emoción de un solo golpe! Dimplemente no de como reaccionar! Quisiera solo gritaaar porque siento que vivo esta hostoria en carne propia y no se como explicarlo... Solo queda agradecerte a ti, Kat. Por permitirme ser parte de esta hermosa historia.
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