viernes, 12 de agosto de 2016

Capítulo 60: "Nostalgia"


—¿Estás segura?

Sonreí un poco, mirando a Tag gesticular una de sus demasiadas miradas dolorosas. Su ceño se fruncía, más aún que la última vez, y ladeaba su rostro como si no le bastara estudiarme de cerca antes de introducir la pequeña llave a la cerradura de mi departamento.

Llevé un par de dedos a presionar el puente de mi nariz. Maldición, las excusas eran escasas, más ridículas a cada vez.

—Lo estoy—lucho por mantener mi gesto relajado un par de segundos más—. Y más me vale estarlo. Si no termino las cosas que Monica me encargó para antes de que ella vuelva a casa me asesinará. Créeme.

Entrecierra sus ojos entonces, chasquea su lengua con un aire de incredulidad. Intento, por lo bajo, tragar saliva.

—Es una lástima, ¿No es así?—musita, dejando caer su peso a un lado, relajando su pierna derecha.
            —¿El qué?

Su expresión seria me enardeció.

—Que en el trabajo apenas y podemos mirarnos—repone, distraído, o pretendiendo estarlo, creí—, y justo cuando salimos de la oficina, una u otra cosa sale mal y al final nuestros planes...
            —¡Hola, chicos!

Viré paralizada. La vocecita se había escapado de pronto, y había esculpido en la mirada de Tag una fulminante expresión de confusión, de turbamiento, que no me percaté apenas de cómo en mis pensamientos todo se derrumbaba. Mis ideas se helaron, mis salidas, la sangre alimentando mis mejillas. Todo se esfumó.

Mierda, Monica.

—H-hola, Monica...—Tag frunce el ceño aún más, mirándola tan odiosamente sonriente y cargando una bolsa de papel como en las que siempre traía nueva despensa—. ¿Cómo...?
—Ah, de maravilla—ella repone, apurándose a abrir el cerrojo de nuestra puerta y sin darle la oportunidad de terminar. Su sonrisa se había agrandado tanto desde que nos encontró que intentar añadir algo más, gritar, echarme a maldecir al suelo, reprenderle, sería impensable—. Perfecta, disfrutando ya de mis vacaciones en el restaurante. Me hace recordar lo mucho que me encanta estar en casa.
—Vaya... —directo, incauto, Tag me miró, aunque las palabras fuesen aún para ella—. Así que no sales de aquí ahora.
            —No prácticamente.

Terminó y nos sonrió, al menos hasta que el pequeño silencio que nació entre los tres se palpó hasta volverse insostenible.

—Como sea... —Monica nos hace reaccionar, negando con cuidado. Se abre paso luego de la puerta y se detiene ya en el interior para mirarnos—.Tengo que entrar a preparar algo de cenar. ¿Tag se quedará, Rach?

Negué, y asentí. Miré a Tag así sabía que no funcionaría. Estaba acabada, maldición, condenada, perdida y con el estúpido castigo de pensar en una sarta de mentiras más para decir. ¿Explicaciones? ¿La verdad, así suene ridícula? No, no ahora. No podría.

            —A-ah... yo...—bisbiseé.
—...No—entornando los ojos, Tag  me cortó, y de pronto una leve sonrisa se le plantó al devolverle la mirada a ella—. Tengo ocupaciones en casa. Será en otra ocasión, aunque, muchísimas gracias.
—Muy bien—asiente comprensiva al hablar, y me obsequia un simple guiño casi al segundo antes de cerrar ya la puerta—. ¡Nos vemos!
—Adiós—él respondió, imitando o incluso superando aquella radiante sonrisa.

Pero luego, sólo así, se le borró. El silencio todo lo cubrió y él resopló pasándose una mano exasperante a través de su cabello ondulado. Entonces negó, mientras yo mordía mis labios tan fuerte que pensé no faltaría mucho para hacerlos irritar.

—¿Oíste eso?—inquirió hacia mí, enigmático—. Le fascina estar en casa... Y me ha invitado a quedarme a cenar.
            —Yo... no tenía idea. La verdad es que...
—...No, Rachel. Sí que la tenías—zanjó, penetrándome con una turbia mirada congelada.

Me estremecí, parecía broma que había despertado con esos mismos ojos a mi lado esta mañana. No se sentía real que, de estar sonriendo en un segundo, al siguiente pudiesen lastimar así.

—Ha sido por lo de anoche...—dejó salir su voz a leves titubeos, débiles, y al mismo tiempo tan letales como para lastimarme al escucharlos apenas mientras su mirada se adhería a los suelos—. ¿No es así?

Miré hacia abajo también, sólo por un instante. No sabía si quería siquiera pensar en ello de nuevo.

Atravesar la noche en una cama desconocida ya era todo un logro para mí, uno tremendo si cerrar los ojos fue lo único que no había logrado concretar. El recordarlo siquiera, sería abominable, impensable. El hielo ya perforaba agujeros profundos en mi interior y las palabras no saldrían. Tan sólo excusas, mentiras tontas, nada más.

Negué.

            —No lo es, Tag. Sólo...
            —Sólo, ¿Qué?

Icé entonces mi mirada de nuevo hacia él. Contrario a lo que creía, sus ojos castaños no me lastimaron, me abrazaron, intentaban descifrarme y al parecer, rogar por dejar salir lo que mi expresión turbia le daba.

—No lo sé...—aprecié sus ojos entristecidos uno a la vez, la forma en que su mandíbula se movía por la fuerza con la que su boca se cerró, el cómo la manzanilla de su cuello cedía cuando pasaba saliva.

Maneras en que, sólo con fulminarme con sus ojos entristecidos me pedía que le hablara, aún sabiendo que yo no lo lograría siquiera.

Si nada de lo que había sucedido en la noche anterior tenía sentido, o una razón lógica. Aquél dolor, la aberración, el desagrado. Mi martirio en silencio, pensamientos cataclísmicos que me obligaban a imaginarme a mí misma en otro lugar, otra cama, otros ojos, otros brazos, otros labios rozándome. Me gritaba a mí misma, una y otra, y otra vez que jamás encontraría algo lo suficientemente bueno si ya había tenido antes esa probada de... perfección.

Supuse que, el ‘segundo mejor’ es todo lo que podré conocer.

—Has estado así de rara... desde el día que tu ex novio te ha enviado tus cosas desde California—susurró, cada palabra que salía más lo acercaba. Sus labios se acercaron tanto a mí que en mis mejillas sentí el calor de cada respiración—. Me gustaría poder mirarle a la cara y preguntarle qué tanto mal te ha llegado a hacer, para que tu actitud de antes hubiese vuelto de pronto. Si tan sólo me permitieses verlo, yo...
—...No sería posible, de todas formas—le corté de prisa—. Él suele estar... muy ocupado.

¿Lo creería, además? ¿Podría ser capaz de mirar siquiera una fotografía vieja de mí al lado de Michael sin lanzarme la más fría de las carcajadas y jurar que le estoy jugando una pésima broma?

Negó levemente y aquello, aunque no por mucho, pareció bastar. Se recargó contra el umbral de mi puerta y la punta de su nariz casi chocó contra la mía.

            —Dime algo, ¿Algún día podré llegar a ser como él?

No, pensé inmediatamente. Y me burlé para mí, me sentí patética, insegura y tan atolondrada como si de pronto un muro gigante de ladrillos se hubiera estampado contra mí. En sus ojos, en sus labios, en mi respirar entrecortado, en mis manos anudándose bajo mi abrigo, aún en mi respirar petrificado encontraba la respuesta, y la misma a cada momento, así de única, de segura.

No, no, y absolutamente no. Llegar a ser como él... Nadie podría.

Y aún así, no dije nada. No puedo hablar.

—¿Podrá llegar el día siquiera en que haga que ya no lo recuerdes?—añadió ansioso, encogiéndose de hombros conforme su tono se volvía más solícito, más urgente—. ¿Habrá alguna oportunidad de que me llegues a querer como le has querido a él?

Intenté, como pude, librarme ya de las manos de mi debilidad, pasar saliva y que mirar sus ojos empedernidos no comenzaran a lastimarme ahora, fingir que podía, por una sola vez, zafarme de esto sin excusas, sin mentiras.  Pero no era tan fácil, no aún.

Suspiré.

            —Tag, tú... Tú sabes lo que siento por ti.

Asintió, y su mirada entonces se escapó de la mía. Se tomó un par de segundos para respirar, reganar aire, erguirse mientras sus manos se enfundaban en los bolsillos laterales de su gabardina y morderse los labios hasta decidir encontrarme otra vez. Junto a toda esa oscuridad que atacó su mirada.

            —¿Me quieres, Rachel?

Sabía que el susurro saldría a penas, mis labios titiritaron a la par.

—S-sí—musité, y sin darme cuenta mis ojos ya se habían desplomado de nuevo.
            —Claro...

Lo escuché incorporarse de pronto, le observé y acomodaba la correa de su maletín para sostenerla al borde de su hombro, se abrochó los botones altos de su abrigo, reacomodó su pequeña bufanda, y sin esperarlo un leve beso contra mi frente chocó.

—Ahora repítetelo hasta que te lo creas—su aliento chocó contra mi piel, cálido. Había tomado de mi nuca por un instante y sin más, se alejó. Me dejó desorbitada, con el piso moviéndose bajo mis pies.
—Tag, no... —susurré descolocada, sólo luchando me daba cuenta de que le intenté seguir.
            —Te veré mañana en el trabajo, compañera.

Me lanzó una pequeña seña de despedida un segundo antes de girar para descender por las escaleras del lugar. Sin siquiera virando para encontrarme de nuevo, o para asegurarse de que aquello último me impidió respirar. Sus pasos atrabancados se escuchaban más y más ajenos y un par de segundos más se esfumaron antes de decidirme entrar ya a casa.

Tomé de nuevo el frío picaporte de metal mientras mi mente se veía infestada de ese mismo par de ojos azules y felices de antes, indolentes, y con ellos reproches, gestos, furia, todo se manifestó ante mí.

            —Te lo agradezco, Monica—solté, apenas al entrar.

La forma en que azoté la puerta había hecho que la mirada turbia de Monica me estudiase impasible desde la cocina. Y en cambio Phoebe, tomando asiento en la estancia, por estar leyendo una de sus revistas favoritas, ni se dignó en virar.

—¿Perdona?—inquirió, ansiosa. Entreabría los labios y mostraba un par de ojos ofuscados, tan confundidos que le había hecho olvidarse de lo que rebanaba sobre la tablilla de madera.

Me siguió con la misma mirada hasta que me dejé caer contra la primera silla del comedor que se me cruzó. Las palabras no me salieron de pronto, el aire me faltaba y saber por dónde siquiera comenzar, me parecía más lejano a cada vez.

—¿Tag...?—le recalqué, conteniendo el tono al que estaba llegando—. Le he dicho que estarías fuera por días. Que me habías pedido limpiar el departamento a mí sola para que no le apeteciera entrar. Pero tú y tu pequeño saludo me lo han arruinado todo, completamente—resoplé cuando supe que había terminado de hablar, y enterré mi rostro detrás de mis manos heladas.

Aún entre la oscuridad, una mano cálida y delicada se apoyó contra mi hombro, sin titubeos. Icé mi mirada, y aprecié a Monica tomando asiento a un lado de mí. Vencida, negué, mientras una sombra que nacía detrás de ambas me decía que Phoebe se había acercado.

—Lo siento, Rach, pero... No estaba ni por poco enterada—susurró, frotando mi brazo con tranquilidad. Algo hacía con sus movimientos suaves, con su mirar comprensivo que me detenía, de pronto, todos los argumentos que tenía listos carecían de sentido—. Si tan sólo me hubieses llamado esta mañana para decirme que no querrías estar con él, yo...
            —...No es que no quería estar con él—le corté.

Permaneció en silencio, sólo observándome, analizándolo todo dentro de ella. Me giré entonces para refugiarme en la mirada dulce de Phoebe y agradecí con una sonrisa que ella hubiese decidido acercarse igual. Tomó asiento, y la forma en que me estudió, silenciosa, la manera en que sus ojos brillaron como una luz incandescente me obligó sin más a buscar las palabras.

            —Ayer... hemos discutido de nuevo—susurré.
            —Lo lamento, Rachel.

La voz dulce de Monica se atoró en mis pensamientos. Era increíble lo inútil que era enojarse con ella, lo basura que era la idea de intentar alejarla. Phoebe se inclinó para poder observarme mejor y, agradeciéndoles, las estudié a ambas para esperar que luego salieran palabras, y no maldiciones, ruegos.

—No sé qué es lo que me está pasando, chicas...—negué hacia ambas, buscaba razonar simplemente—. No sé qué diablos hay de malo en mí.
—Rach, no hay nada malo en ti—Phoebe se apuró a decir—. Nada, salvo pensarlo siquiera.

Entonces sonrió, atrapó con cuidado mi mano entumecida aún puesta sobre la mesa. Mi boca ardía, mi lengua temblaba y ni el nudo obstruyéndolo todo me hacía parar. Sabía que con ellas todo trataba siempre de hablar, o ser devorada por los pensamientos. No dejar que el vómito verbal hiciese de las suyas, sería letal.

—Ayer... él ha querido... intentarlo de nuevo—dejé salir débil, con la mirada baja.
—Intentarlo...—Monica repuso a mi lado, reluciendo su forma de analizar todo cuanto escuchaba de mí—. ¿Y no ha funcionado?
            —No—repliqué.

Aferraba con más fuerza la mano de Phoebe a mi lado que el no llegar a lastimarla, o el no incomodarla se convirtió pronto en lo principal. No podía creer que me sentía apenada al hablar de esto con ellas. Era imposible.

—Me sentí... asqueada conmigo misma—confesé abatida, alterada. Ambas se irguieron más hacia mí para poderme observar—. Lo intentaba... le tocaba, pero... sentía que me... quemaba. Le besaba y no lo podía creer, no quería pensar en lo que estaba a punto de suceder. Seguía tan lejos como podía y me sentía más expuesta con cada prenda de ropa que él me quitaba a mí.

Negué al recordarlo, pues la imagen podía volverse de un momento a otro tan vívida, tan penetrante que sólo un momento para evocarla bastaba para hacerme lastimar. Era ya tan frustrante, tan agobiante el hecho de no ser capaz de pasar la noche con un hombre diferente y todo sólo se volvía incluso peor, así deseara sentirme confiada de mis acciones, abrirme a cualquier posibilidad, dejarme ir, y no pensar en lo imposible que resultaría.

Estaba con Tag y pensaba en Michael, tocaba las sábanas de Tag y no me podía sacar aquellas noches infinitas e incontables que pasé al lado de Michael, Tag me besaba y deseaba que no fuera él, me acariciaba, me ceñía hacia su cuerpo y sólo rogaba por estar mirando un par de ojos marrones que  ya conocía, rizos empapados de mi propio sudor dejándose caer contra mí. Jadeos, promesas, ‘te amos’, caricias, el paraíso dentro de una sola habitación.

Conforme la noche anterior transcurría, no podía dejar de ansiar por el momento en que Michael abriese la maldita puerta, y me llevara con él, que me besara en mi hombro y me jurara que nada aún había terminado.

Me percaté de cómo el nudo me había lastimado al intentar pasar un poco de saliva, parpadeé y sentí la escoses letal de mis ojos cansados, reaccioné y me fijé en cómo mi mano había dejado ya completamente irritada la de Phoebe a mi lado, por la fuerza en la que le llegué a tomar. Pero es que ya no quería enterarme más de nada.

—Sentí... un dolor físico, punzante—susurré, sin ponerme a la tarea de ello. Se me escapó mirando al vacío, soportando el dolor de sólo recordar, evitando sus miradas para no dejar escapar la lágrima que sabía nacería—. Cuando aquello estaba a punto de... suceder.

Pero Monica me hizo reaccionar. Tomó de mi mentón con una fuerza apenas apreciable y aún así el volver a toparme con sus ojos azules y tristes no fue tan insoportable como creía.

            —Linda, él... él no te ha obligado a nada... ¿V-verdad?
—No...—le dije, de forma torpe pues no advertí la rapidez con la que lo susurré.

Y sin embargo, aquello pareció tranquilizarlas instantáneamente, sin duda.

—Pero... sentí que yo sí que me obligaba a seguir. ¿Sabes?—añadí, Phoebe asintió, y sus labios finos se entreabrieron sólo un poco ante mí.
—Quizá aún no estás lista para estar con una persona diferente de esa manera—susurra, encogiéndose de hombros—. Es completamente...
—...¿Pero, luego de tanto tiempo?—zanjé quejosa, dolorosamente vulnerable—. ¿Después de todo cuánto ha pasado?

Miraba a una y luego a la otra, y aún así aquello no pareció bastar. Ni una sola palabra brotó de alguna. Negué... perdida en lo próximo que diría.

            —Es que no pensé que aún estaría así de mal...

Phoebe simplemente se muerde sus labios, mirando a Monica de reojo con una leve sonrisa cómplice dejándose nacer. Notar cómo se correspondían, como siquiera ya no era el silencio lo que me respondió, sino sus miradas obteniendo ese brillo que tenían antes, me hacían sentir algo en medio del pecho que me incomodaba.

Y al final, sólo los ojos de Phoebe me volvieron a tocar.

            —Rach, ¿Sabes...? ¿Sabes qué te ayudaría a sentirte mejor?
—¿Qué?—le estudié con timidez, esperanzada. Si era aquello lo que se decían con sólo la mirada, sería todo oídos, aceptaría cualquier idea que tuviese para dar.

Su sonrisa sólo se ensanchó, alzó una ceja, y mientras tanto, Monica se alejaba de mi lado para dirigirse atolondrada hacia el armario próximo al cuarto de baño, ese  donde solíamos guardar todo lo inservible que habitaba por ahí. Todo lo que comprábamos  y sabíamos que no serviría de nada luego. Hacía tanto que no habíamos abierto ese armario que me pareció una broma de un extraño gusto pensar que algo que funcionara podría salir siquiera de ahí.

Tomó algo, y volvió. No hacia mí, sino hacia la estancia, entonces lo comprendí. No, no. No podía ser. Esa valija...

—Vamos...—ella volvió a mí, tomando por la espalda para hacerme incorporar, o eso creí.

Estudiar la valija ya puesta sobre la mesita del centro, con Phoebe comenzándola a abrir me había arrancado mis pensamientos de una sola vez. No sentía nada a mi alrededor, no hablaba, no articulaba, sólo pensaba en lo mal que esto podría ir.

—...No—la miré con urgencia, mientras el sonido de los primeros cierres aparecía desde allá—. No, no, no. De verdad, Monica... No. Si hay algo que me ayudaría, estoy segura, esto no lo es. Y al contrario, tan sólo...

Se quejó entonces, acomodando su cabello suelto detrás de sus oídos con frustración.

—¿Por qué no quieres mirarlos, Rachel?—inquirió ansiosa—. Te podría ayudar.

Tomó de mi brazo sin siquiera permitirme haber contestado, haló, y avanzó. Sabía que no quería moverme, que estar cerca de todas esas cosas que Phoebe ya se encargaba de desempolvar sólo me harían sentirme débil cientos de veces más. Y sin embargo me acercaba, me aproximaba como una maldita masoquista que no podía dejar de mirar todo aquello.

El descuido con el que Phoebe tomaba todo me desquiciaba, la rapidez me hacía esquivar latidos de mi corazón, el saber que pronto todo estaría aquí, de nuevo, y reluciendo tanto como alguna vez lo recordé, fue la forma definitiva de comprender que me estaba volviendo loca. Lo deseaba, pero tenía miedo. No me quería volver a destruir.

—No lo... hará—susurré, mientras Monica me hacía sentar firme sobre el sofá más grande que teníamos. Phoebe no terminaba aún de tomarlo todo y no parecía que estuviese cerca de lograrlo. Había de todo ahí a simple vista; ropa, zapatos, libros, regalos, accesorios, frazadas y hasta algunas de las gomas que sostuvieron mi cabello años atrás, del tiempo por el que aún lo tenía algo corto. Meneé mi cabeza, y me obligué a reaccionar—. ¿Es que no se dan cuenta de que podría arruinarlo todo? ¿De que me haría sentir...?
—...No tiene que ser así—rebuznó Phoebe a un lado de mí. Al parecer ya se había vencido, y apartaba la valija un poco con algunas cosas que aún quedaban ahí dentro.

Le fulminé con la mirada; no me creí lo segura que sonó su pequeña respuesta. Ella sonrió.

—Vamos—añade, odiosamente relajada—, estos son recuerdos hermosos que dejaste por error allá. Son sonrisas, sensaciones, viejas memorias hermosas. No son lágrimas o tormento. Estoy segura de que lo vas a disfrutar. Te sentirás en paz luego de echar un vistazo al menos.
—Yo... no lo sé...—me perdí entonces en el desastre maravilloso de las cosas que ella había alcanzado a tomar. Todas reluciendo tan cerca de mí, y aún así tan dolorosamente imposibles de tocar, de pensar en ellas siquiera.

La puerta entonces se abrió, y mientras reñía aún con mi propia conciencia un puñado de saludos graves se avivaron detrás.

Ey, ¿Qué hacen?—Chandler preguntó con lividez, un tanto ácido. Haciéndome quizá erguirme, y rogar para mis adentros por que él no hubiese mirado aún lo que inunda la totalidad del centro de nuestra pequeña estancia.

Monica se alejó de mí, y sin virar siquiera comprendí lo que hacía. Maldije para mis adentros.

—Miraremos las cosas que Rachel olvidó en Neverland—ella añadió, indolente, de hecho, reluciendo una vocecita odiosamente orgullosa de sí.
—¡Oh, genial!—Joey bramó inmediatamente luego de ello. Entusiasmado había sido poco, oportuno, ni por poco. ¿Había llegado él también?

Me quedé en silencio, con los ojos abiertos, congelados, mis brazos paralizados y aferrados aún al sofá, sintiendo mientras tanto cómo el peso de algo, o alguien dejaba ya caerse con cuidado a mi lado. Un brazo entonces rodeó mis hombros con suavidad y todo atisbo de temor pareció esfumarse de mi rostro al percatarme de quién se trataba.

La más radiante de las sonrisas nació de los labios de Ross, a mi lado.

—¿Estás segura?—me preguntó, impasible. Como si de pronto, hubiese sido su única tarea ponerse a ignorar todo lo demás.

Mis posibilidades se restaron a sólo mirarle ser, él simplemente. Devolverle el gesto, contagiarme de su pronta tranquilidad. Planeé sólo en asentir cuando la risa dulce de Phoebe a nuestro lado, nos había distraído de nuevo a ambos.

Su mirada perfecta y femenina se abrillantó, de solo habernos mirado.

            —Por supuesto que está segura...

Me aventuré a tomar una de las prendas de ropa que se hallaban ahí. Una remera informal que recordé, solía utilizar cuando sabía que ninguno de los dos saldríamos de casa. Era una de las más cómodas que me llegué a comprar en California, y aunque ahora se desprendiera de ella un sublime olor a madera de roble de los muebles en Neverland, una sonrisa se me escapó. El brazo de Ross meció mi cuerpo con movimientos suaves y oportunos, y mientras comprendía que mi sonrisa era la misma que aquella que tuve en el momento en que había comprado la linda remera, los chicos comenzaron a tomar una cosa diferente entre sus manos. Con cuidado, con lentitud, y analizando cada detalle de lo que se encontraban.

Pronto las risas se mezclaron con los tintineos de seis copas de vino tinto que Ross se ocupó de acercar, bocadillos que Monica preparó y que le hicieron olvidar de la cena que cocinaba. Entre todos nos alucinábamos con lo que encontrábamos ahí, pues al cabo de unos minutos nos percatamos que lo que Ross había traído no eran cosas que a mí me pertenecían, habían barajas que Chandler se olvidó, viejos escritos que Phoebe dejó inconclusos cuando se perdía horas enteras en lo más recóndito de los infinitos jardines, viejas recetas de cocina, accesorios, cosméticos incluso, y además, una vieja cinta de video que trataba de la Evolución, que en cuanto Ross volvió a sostener entre sus manos y con su expresión avispada, impávida, había ocasionado que a Joey y a Chandler se les escapara un perfecto resoplido burlón a la par. No fuimos capaces de sostener más las carcajadas luego de eso.

—¿Puedes creer cómo ha transcurrido el tiempo?—Phoebe admitió, dejando caer su espalda profunda contra el respaldo del sofá al tiempo que se tomaba de un suspiro para despejarse—. Hace ya casi dos años desde la última vez que pisamos Neverland.
—Es un poco... abrumador, ¿No lo crees?—Chandler añadió al asentir con ella. Sostenía un viejo libro entre sus manos que, por esa mirada confundida que le daba, parecía no recordar de antes.

Monica entonces se incorporó con agilidad para dejar un pequeño azote al borde de su hombro. Joey rió y a mí, ya pensando en asentir con él, me tuve que olvidar de todo al mismo tiempo.

—Por supuesto que no—espetó firme, aunque reavivando su linda gentileza al percatarse de que yo le miraba—. Es lindo. No tiene un pelo de malo revivir algunas cosas que pasamos juntos.

Ross dejó una pequeña risa salir a modo de reprender a su hermana pequeña.

—Ha sido justo eso lo que le comenté a Michael cuando le miré...—él musitó, se endulzó su voz de pronto cuando observé con detenimiento un ligero vestido de chifón que usé los últimos días que permanecí ahí. Me aniquilaba, el sólo escuchar tan de cerca el nombre hacía que me faltara el aire, que mis ojos volvieran a arder, y sólo asentí. Todo con tal de que el resto no se alarmara—. No tienen una idea de lo extraño que ha sido para mí volver. Se sentía bastante... diferente.

Icé entonces mi rostro hacia él, hurgando con urgencia por el significado que tenía su triste mirada. Sus palabras, sin entender por qué, llenaron mi pecho de algo que no esperaba sentir. No fue temor, no era rencor. Nostalgia, el dolor por el simple hecho de extrañar.

Joey le recetó un suave manotazo detrás de la espalda.

—Ha de sentirse bastante raro ahora—murmuró perdiéndose en el vacío—. Yo no sé qué sentiría al volver. No sé incluso si podría hacerlo.

Absortos, permanecimos sin hablar, al tiempo en que Phoebe, Monica y Chandler devolvían al montón las últimas cosas que sostenían. Me rogué a mí misma el poder ser capaz de reaccionar sin quebrarme en miles de trozos en el intento y le aprecié. Aquello era tan dolorosamente cierto que, imaginarlo, o siquiera pensarlo me arrastraba consigo en una corriente vertiginosa que me impedía el poder respirar. Fue ese el único segundo en que la mirada de Monica delataba lo arrepentida que estaba de haber comenzado con esto.

Habíamos mirado tantas cosas ya, habíamos tomado entre nuestras manos tantas cosas que creí jamás volvería a tener así de cerca, e irremediablemente, los recuerdos se agolparon uno a uno en mi cabeza con cada anécdota que venía adherida a cada conversación.

Absolutamente todo quedó atascado en lo más profundo de mi mente, todo cuanto viví ahí y desde que todo terminó, y aunque al volver, en mi closet aún encontré un par de sus camisas, o en nuestro depósito de llaves se encontraban las que abrían el departamento que él compartió conmigo aquí en la ciudad, la intención de poder deshacerme, y olvidarme de todo no cesaba. No la podía hacer parar. E indiscutiblemente todo se hacía menos lastimoso, menos insoportable gracias a ellos. Cada risa, cada abrazo, cada instante en que me acompañaron hasta asegurarse de que me quedaría dormida sin tener que llorar, el amor que me juraban sus rostros, el cómo me hacían sentir... en paz. Tranquila.

Sentí en medio de la nada que la presión que sus miradas ejercían en mí se avivaba y me obligué a reparar mi expresión y virar. Sonreí para todos, al menos lo intenté.

—¿Han terminado ya de sacar todo de la maleta?—Monica aclaró su garganta, señalando lo lejos que Phoebe había puesto la valija cuando aún estábamos por comenzar.
—Ya casi hemos terminado, sólo quedan un par de cosas…—Phoebe replicó, incorporándose para volver a hurgar una vez más por el resto de las bolsas que ni tocó por error.

Permaneció quieta y junto con ella, a Chandler y a Joey se les petrificó una terrible mueca de confusión esperanzada. Sostenía entonces un enorme libro entre sus manos, o ello fue lo que alcancé a notar, y a Ross a mi lado se le escapó una fina risita.

—¿Qué es esto?—ella preguntó solícita, mostrándolo un poco más. Me llamó la atención cada pequeño detalle por el que su dedo índice se pasaba, el grosor, incluso el color marrón que, a pesar del tiempo, mantenía. Idéntico aún, brillante, bien cuidado, y a diferencia del momento en el que Monica lo eligió en esa vieja tienda de regalos al centro de Los Angeles, esta vez, se miraba a simple vista... lleno.

Llevé una mano a mis labios, y Ross, tomándolo dulcemente de las de Phoebe, me lo acercó. Un ardor tremendo en mi estómago nació.

—Es mi... álbum—susurré sin quererlo, como si sólo estuviese hablando para mí, deseando que sólo yo fuese testigo de cómo mis latidos colapsaron en una estruendosa coalición, respirando apenas, pareciéndome que todo se volvía un sueño, y nada más.

Pero Ross lo notó, atrapó mi mano paseándose por el borde y cada pasta del álbum. Buscó que le mirara aunque no tuviera fuerzas para hacerlo.

            —Michael... quería que lo tuvieras contigo.

Con una mano en mi garganta, evocando la fragilidad que generaba el momento, estudié el enorme álbum una vez más, ansié y por primera vez sentí que nada malo vendría con ello si me animaba a hacer la pasta frontal izar.

Jamás hubiera imaginado que la próxima vez que vería sus ojos, sería a través de unas fotografías reveladas.

—...Ábrelo—él bisbiseó, y todos permanecieron mirándome a nuestro lado, pacientes, con sus ojos abrillantándose a cada segundo más.

Al principio me costó moverme, pero de pronto una mano absorta lo abrió por fin, y poco a poco, minuto a minuto, cada imagen, cada sonrisa, cada par de ojos, cada lágrima inexistente, iba ya encontrando la luz.

Fotografías del primer momento, el primero de todos, aquél concierto, nuestra primera vez en Neverland, imágenes de él aquí... de Michael en nuestro departamento, de las infinitas ocasiones en que no le apetecía marcharse a una habitación de hotel en el piso treinta y dos. Algunas más de nosotras, abrazándonos de cada lado hacia Janet, y hacia Karen también, muchas más de los chicos posando rudos y divirtiéndose con Michael, otras de Monica y de mí, dentro del estudio de grabación. ¿Aquí en Nueva York? ¿En Los Angeles? ¿En Neverland? No importó. Había tantas, todas parecidas, y aún así tan únicas diferentes una de la otra.

Me miré entonces junto a la familia de Michael, junto a sus hermanos, junto a su madre. Lo que al principio había sido parecido a un álbum familiar se convertía en uno con imágenes más íntimas, y el paso del tiempo en lugar de poner cansancio bajo mis ojos extendía aún más las comisuras de mis labios, hasta ya no poder más. Era un sueño, o una pesadilla que me agradó, pues ya era extraño, irreal mirarme así con una sonrisa plantada en mi rostro, cuando no me ha sido posible volver articular una igual desde hace mucho tiempo atrás.

El tiempo en el que lo nuestro comenzaba ya amenazaba con aparecer; aparecían con mayor frecuencia nuestras manos unidas, y lo que al principio fue un cúmulo de luz en mi pecho haciéndome maravillar, se convertía lentamente en una invasión de la que dependía que las lágrimas no comenzaran a correr.

Aún faltaba poco menos de la mitad, y las fotos en las que sólo aparecíamos Michael y yo reinaron cuánto espacio abarcaran. Nuestros abrazos estuvieron ahí, y sentí un vacío de pérdida y promesas rotas, nuestras miradas se cruzaban en una más, a mitad de la noche, en medio de una inmensa cama e infiernos se manifestaron en medio de mi garganta. Dolor, nostalgia, mis ojos ardieron sin más.

Nada más que vacíos de miradas y abrazos que nunca más tendré, de sonrisas, de momentos, de cosas que ya no están y me hacen una falta que lastima. Tengo fotografías, y nada más, vacíos que no se llenan, y que no quiero llenar ya... para no tener que olvidar.

Y en una más, él besaba mis labios.

—Recuerdo muy bien el momento en el que tomé esta fotografía—Phoebe se aproximó con cuidado hacia mí, y posaba contra mi hombro una mano temblorosa al tiempo en que buscaba tener una mejor percepción de la fotografía que observaba.

Un quejido, un gemido de vergüenza se me escapó. Sentí una punzante irritación penetrando mis ojos y al cerrarlos con fuerza percibí el frío chocando contra mi piel por el líquido que ya derramaba. Con urgencia me erguí, buscando que mi cabello cubriera mi rostro mientras cerraba el álbum e intentaba limpiarme la piel. Pues bien, la sonrisa de Phoebe, los ojos luminiscentes y anhelantes de todos me destruyeron enteramente.

No había posibilidad de que yo recordara el instante de aquella fotografía, porque lo único que se avivó, lo que prolongó su aguijonazo al centro de mi pecho fueron sus labios contra los míos, todo aquello que sentía cada bendita vez en que él me besaba.

—Yo... sabía que no debía mirar esto ahora—admití, cuando sentí que mi aliento apenas y aparecía para todos, y una lágrima más necesitaba salir.

Los distintos quejidos de los chicos aparecieron uno a uno, cada vez más fuertes al tiempo en que me incorporaba con el álbum bien aferrado entre mis brazos sin siquiera poder comprender el por qué.

—Oh, vamos, quédate, Rach—Chandler me llamó con una expresión adolorida en el rostro—. Sólo...
            —Sí, escucha, si quieres...—Joey añadía tras él.
—Ha sido suficiente—les corté. Ya no podía continuar, no podía seguir con ese dolor que se colaba hasta el centro de mi pecho. Hablar me lastimaba, respirar era casi imposible, evitar que saliese una lágrima más, fue la perdición—. Lo siento...

Ross negó, ofuscado. Su mirada se ensombreció tanto como si me enviara señales de alerta, de otra coalición. Le observé en paz, era lo único que me restaba.

—...Nadie ha dicho que sería fácil, ¿No es así?—me hizo estudiarle turbada, mientras intentaba traspasar mi alma con esas palabras frías que soltó—. Era el... punto de que miráramos las cosas todos juntos.

Negué, derrotada, incluso avergonzada de mí, de mi maldita debilidad. Una lágrima más ardió por salir y ni siquiera podía molestarme en detenerla.

—Es que... no puedo...—miré a cada uno de ellos, los sentí, comprendía el dolor que cada una de sus miradas generaba y no podía hacer nada para arreglarlo. Buscaba una razón para dejarme caer al vacío a mí misma y no involucrarlos a ellos igual. No podía permitírmelo.

Me giré, y al ubicar a unos pasos la puerta cerrada de mi alcoba un brazo delicado, y aún así trémulo me hizo parar. Mis sollozos de pronto se hicieron llantos, mi corazón colapsó, todo cuanto creí que había superado, aquello que por mucho hice el desgaste por olvidar volvía. Las lágrimas me supieron igual, me dolía igual, era el infierno. El maldito infierno de mierda volvía a aparecerse ante mis ojos de nuevo a donde quiera que mirara.

Advertí un leve sollozo disipándose desde los labios de Monica, inconfundible, incluso cuando no me había podido girar para poder encontrarla a mi lado.

            —Rach, en esa llamada... Lisa...

Dejé un gemido destruido aparecer, estrellándose contra una plena nevada; congelada por fuera, perforada por dagas de hielo por dentro. Me dolía respirar.

            —Ella... me ha dicho que él... aún me ama...

Me zafé, convencida de que la había dejado helada, a ella junto con todos los demás, y al menos hasta recobrar el menor atisbo de sentido cuando el sonido del leve azote que mi puerta dejó lo permeó todo sin más.

Había dormido en el infierno, y sin pensarlo, estaba segura de que iba a perecer de nuevo en él.

¿Por qué me ocurría esto de nuevo, mierda? ¿Por qué una simple imagen bastó, por qué sus ojos plasmados en un trozo de papel me hacían perderme en el abismo negro otra vez?

Me dejé caer en mi cama, con el álbum bien abrazado contra mí, y aún así no terminaba. No paraba de sentirme una idiota, una absoluta idiota que se deshacía en llanto a cada nueva oportunidad, que no aceptaba que jamás lo olvidaría, que era inútil, impensable imaginarlo, que tendría que morderme la lengua y sellar mis labios para no desgarrarme la garganta al llorar y soportar el hecho de que lo más triste de pensarle, es que lo hago recorriendo otros caminos, viéndome enredada en otros brazos, llenándome del perfume de otros cuerpos... Probando la dulzura de otros labios.

Le extrañaba, mierda, lo hacía, cada noche, cada día. Me daban ganas de besarle otra vez, de abrazarle, de hacer el amor como lo hacíamos. Me gustaba imaginar que jamás me engañó, y que tal vez ahora estaríamos juntos y quizá alguien más pequeño ahí, entre nosotros, tomándonos de las manos.

Dios, me es tan difícil dejar de quererle, a pesar de todo el daño que en pos de él me busqué; tanto que, a veces, me es urgente, me duele la necesidad de gritármelo a mí misma. ¿Por qué mierda le extraño? ¿Por qué lo amo? Si duele sentirle, duele extrañarle, duele amarle, y al final del día, yo sólo...

—Dios... quiero olvidarle...—el sollozo se escapó de mi garganta al tiempo en que aferraba el álbum contra mí, se humedecía un poco por las lágrimas que soltaba.

Borrar cada huella que dejó en mi cuerpo, borrar cada beso, cada abrazo, cada palabra, todo. Amarle me estaba matando, y si no era él, eran los cigarrillos, las malditas noches sin dormir, las copas que me tomé en su honor para creer que había sido yo la del problema. Le amaba, y no soportaba con la idea de que alguien más le ame como yo lo he llegado a hacer, si estaba segura, convencida de que aquello, ni por poco iba a ser posible. No lo podía ser.

            —Ya... no quiero amarle... Me duele...

Mis manos abrían el álbum de fotos de par en par, no donde estaba aquella foto, sino casi al final. No sabía qué más buscaba si las lágrimas ya estaban, la destrucción ya había hecho de todo en mí. Seguí página por página ansiando por un cambio de planes, por una verdad que se incrustara en mi corazón, una manera de que todo hubiese sido un sueño, de que las fotografías siguieran, de que no se hubiesen acabado nunca. Nunca sino hasta este momento, y luego al día siguiente, el resto de nuestros días. Y su caligrafía... estaba ahí... al terminar.

”Te di mi vida una vez, y volvería a hacerlo millones de veces más. Esta es una pequeña parte de lo que vivimos juntos. Te quiero, pequeña. Hoy y siempre.
 –Michael”

Una lágrima aterrizó ahí, a un lado de su firma. Pasó inadvertida, derrumbándolo todo, e incluso el sonido lacerante no me hacía reaccionar.

El teléfono comenzó a sonar de pronto.

*****
Intenté poner el primer bocado de mi plato en mi boca, pero no lo lograba hacer. Ya ni el trago de vino que había dado se me pasaba, y mirar otros dos platillos servidos a cada lado de mí ocupando la mesa lo arruinaba todo incluso más.

Una punzada terrible de desazón apareció junto con Lisa acercándose a mí desde la estancia, tomó asiento y su perfume impregnó mis pulmones, haciéndome estremecer, su calidez, su cabello arreglado, la manera tan perfecta en que se maquillaba, sus suspiros, su voz. No lo soporté.

—Vaya, gracias por esperar—ella anunció, propia, un tanto ácida, al tiempo en que acomodaba su servilleta y tomaba sin siquiera mirarme cada cubierto que iba a necesitar.

Ni replicar se me fue a ocurrir, y comenzó a comer, simplemente indolente, austera.

—Hace unas horas—añadió en un tono extraño, se refugió de un sorbo de su copa para despejar su habla—, mientras recostaba a Ben para su siesta, me he tomado la libertad de invitar a Janet de nuevo a cenar con nosotros.

‘Me he tomado la libertad’ me repetí, burlándome de mí mismo, clavando mi mirada al plato para no fulminarla con mis ojos sólo así. Si tan sólo aquello no sonase como un maldito insulto en aquél momento, sería la gloria inmediata.

Creo que un bufido logra salir, al menos los únicos tres platos bien servidos sobre la mesa ya cobraban sentido, una pregunta menos que tendría que hacer, un tema menos con el que teníamos qué lidiar.

—Ya sabes...—repone, cauta, su voz aparece con mayor serenidad—. Espero que... las cosas se calmen con ella. Quizá podríamos comenzar a llevarnos bien.
—Lo dudo—espeté, sin más la rabia corrió tan vertiginosa, desatinada que apenas me percataba de lo que solté.

Viró desde su asiento, con el ceño fruncido, y esa mirada de confusión que me desconcentró. La estudié aferrando mi mano contra el cristal frío de mi copa, el cabreo que generaba ácido en mi garganta no paró, me quemaba el esófago.

            —¿Cómo?—negó al inquirir, perturbada.

Pero no la quise mirar, y en cambio, decidí beberme el resto de mi vino antes que concentrarme en lo próximo que diría.

—Janet es bastante parecida a mí—musité al encogerme de hombros, quería lucir tan indolente como ella lo estaba, despreocupado, como si todo cuanto pasó no hubiese valido un demonio para ambos—. A ella... le repugnan las mentiras.
—¿Michael?—su tono de pronto se desgarró. La estudié por fin negando ofuscada, contenida, con sus ojos verdes y opacos penetrando nada más que a mí—. No sé... de qué...
—...Pregúntame cómo ha estado mi fin de semana, ¿Quieres?—zanjé voraz, la aprensión nuevamente lo barría todo.

Se quedó ahí, impávida, estudiándome en silencio.

—Vamos—continué—. Has hablado todo el día de cómo te ha ido a ti que se te ha pasado por alto el preguntarme a mí sobre mi tiempo aquí en Neverland.
            —E-está bien, yo... ¿Cómo ha... estado tu fin de semana?

Sonreí, y de nuevo quise burlarme de mí mismo. Aunque más celebrarme que sentirme avergonzado. No me podía sentir más patético aún, más desquiciado, más consumido por la sensación turbia que su tranquilidad generaba.

—Brillante, en realidad—sentencié entonces, y luego de un pequeño bocado, picoteé el filete de salmón para que no se notara tanto que apenas y había comido—. Un viejo amigo mío. Ross. Ha venido a visitarme, ¿No es grandioso?

Lisa lució extrañamente sorprendida, terriblemente falsa.

            —¿En verdad?—preguntó, y continuó engullendo también—. ¿Para qué?

La miré, siendo capaz de sentir una punzada de único terror, de... repulsión. Un dolor desolado que sus ojos felices y desinteresados sólo me restregaban junto con mentiras, fraude, aflicción.

—¿No lo imaginas?—pregunté, sólo así, percibiendo sin dificultad la marea de sentimientos vacíos que provocó su pregunta.

Otra oportunidad, pensé, la milésima vez que había tratado de justificarlo todo, de creer que aquello no era ni por error real. Nada.

—No—negó débilmente, se encogía de hombros. Doblegándome de inmediato.

Si no lo decía ya, si soportaba otro par de segundos, gritaría, explotaría.

—Él... ha venido a tomar el resto de las cosas de la habitación de Rachel. No ha dejado nada, absolutamente.
—Buenas noticias, ¿No es así? Al menos la habitación podrá ser utilizada por alguien sin problema.
            —¿Buenas noticias?

La estudié contenido, más desesperado que nunca antes al tener la mínima idea de lo que pudo llegar a plasmarse dentro de su cabeza. A ese punto todo se iba a la mierda, todo se salía de control y ella no lo paraba, era la única que podía detenerlo y... sin más, no le importó. No le importé. Estaba consumiéndome vivo.

Asintió con cuidado y mi garganta comenzó a arder.

—Y has creído que no me enteraría de nada...—susurré, con desgarbo, el veneno se desprendió desde mis pensamientos, a mis palabras, y hasta la mirada que me dio.
—¿Qué...?—pestañeó aturdida, negando, no daba crédito, y aquello de ser posible lo empeoraba, me ridiculizaba a cada maldito segundo más.

Apreté los dientes, pero de nada servía, no podía contenerme más. La rabia lo arruinaba, comenzaba ya a dibujarse en cada facción.

—Decidiste hacerlo a mis espaldas, Lisa...—gemí quedamente, sin fuerzas, la rabia e impotencia me carcomían—. Dejarme creer que había sido ella quien tomó la decisión.
            —No sé... de qué...
—...Él me lo ha dicho todo, maldición—le corté—. ¿Creíste que no lo haría? ¿Que jamás lo sabría?

Se paralizó. Mi esposa, aquellos ojos con los que llegué a alucinar, esos labios que me habían llegado a sanar, el sólo verla, el sólo comprender que aún no lo admitía, que lo resistía y que no daba señal alguna de justificación, la menor intención de enmendarlo, de alguna forma. No era cierto, mierda. Ella no... no podía ser así.

—Y-yo...—titubeó, mirando bajo, acallada, temiendo encontrarme—. Lo he hecho porque...
—...¡Es que no lo tenías que hacer, Lisa! ¿No lo entiendes?—bramé y me destruí con ello, con la furia ya rebasándolo todo.

Odiaba mi debilidad, odiaba no poder abrir mi boca cuando sabía que algo malo estaba a punto de sucedernos, me odiaba y odiaba que Lisa misma buscara más razones para lastimar nuestra relación, o para quemar lo poco que quedó de mi vida pasada. Odié eso, que más que palabras y explicaciones, llanto era lo que quería escapar.

—C-creí que entenderías que lo haría por nosotros—musitó temblando, alejando su asiento del borde del comedor al tiempo en que lo hacía yo—, que comprenderías que lo conseguiría con tal de sanarte, de ayudarnos, de que tú y yo...
            —...Tú... no tenías el maldito derecho... de hacer sus cosas desaparecer.

Pronto una lágrima se me escapó, y aborrecí los ojos de repulsión con los que ella me penetraba. La rabia embravecida recorría ya cada maldito órgano.

—¿Y quién lo tiene si no es tu esposa? Dime—espetó, respirando un tanto agitada al estudiar la manera en que me alteré—. ¿Quién más si no la única persona a la que le interesa salvar esta relación?
—No sólo eran sus cosas...—susurré, y mis ojos sólo seguían humedeciéndose, el temor, la impotencia, la falta de razón me impedían ver o pensar nada más—. Eran suyas, mías, nuestras... Eran la prueba de todo lo que ocurrió. ¿Y sin más tú te sientes con el derecho de quitármelas, de hacer con ellas lo que quieras y esperar a que todo se arregle?
—Era la única forma—sus ojos centellearon sin más, se irritaron y aún así su voz no perdía volumen. Se estaba destruyendo frente a mí y no lo quise detener.

Ya todo estaba arruinado, más en el infierno que al borde de la salvación. Se iba a la mierda. El desquicio, la desesperación fue lo único que quedó.

—Mierda, ¡De tantas, has elegido la peor!—mi voz turbia azotó contra su ser. El bramido terminó por corroerla, y me carcomía más el sólo pensar que ella lo había ocasionado todo de nuevo. Ella, nada más.

Se cubrió los labios y al tiempo en que sus ojos se cerraron una sola lágrima salió. No podía percibir mucho más pues mi mirada se nublaba, el líquido cálido y salado se desprendía con rapidez y llegaba a mis labios dejándome una sensación de imposible amargura, acidez.

Mi corazón martilleó tan fuerte que podía escucharme de nuevo gritar dentro de mi ser, mis pulmones se oprimían, sollozos salían, mis palmas sudaban y sólo era capaz de repetir la escena de Ross tomándolo todo en mi cabeza.

            —No puedo... ni mirarte siquiera.

La dejé ahí, detenida al borde del comedor y con una mano oprimiendo sus labios titubeantes, sintiéndome de nuevo abandonado, sólo, hundido. Al perder el comedor de mi vista me recargué en uno de los muros de la estancia intentando aclarar mi mente, sacar de mi cabeza esas imágenes y palabras llenas de veneno, de mentiras, de traición. Temblé, y por mucho que rogaba que los dos días anteriores no hubiesen sucedido no lo lograba, no lo haría jamás.

Me dolió lo que sucedió, el ocultármelo, el mentirme en el maldito rostro, cómo me miró segura de sí y cómo al siguiente sentía que podía atraparme al mostrarme no más que sus lágrimas escasas.

Más lágrimas quisieron desfilar, y al instante las quise sorber con decisión. Contuve el llanto, apretando los dientes y encajando las uñas en mis palmas estudié a mi hermana finalmente acercándose hacia mí. Se percató de lo que ocurría y su gesto se destruyó, me sentí lastimado, sangré en el interior sin poderlo evitar.

—Querías que lo comprendiera, ¿No es así?—sollocé contra su mirada empedernida, la forma en que negaba y dejaba caer su bolso a un lado al estudiarme así.
—¿Q-qué...?—pestañeó, aturdida, su voz apenas nació y ya se sentía destruida.
—Que lo entendiera—intenté reponer—, que viera la razón por la que no la podías aceptar... Pues lo hice, tenías razón.
—Michael, yo...—se aproximó, sus dos brazos al frente buscaron toparse conmigo.

Pero me alejé como lo había podido concretar. Negando confundido, perdido, abandonado otra vez y evocando la última mirada descolocada que Lisa me había lanzado antes de alejarme de ahí. Ya no la recordaba como antes, y era eso lo que dolía sobremanera.

Negué.

            —No reconozco siquiera... a la persona con la que estoy casado.

Dejándola atrás, subí las escaleras hasta saberme refugiado en la misma habitación que ahora estaba dolorosamente vacía, irreconocible, y que ya no me deba la paz que tanto me ocupaba de resguardar.

Lloré, sin poder contenerme, dejando salir todo lo que me frustraba, todo lo que me iba consumiendo a mí y a mi integridad, a mis días, mis horas, mis minutos al lado de unos ojos verdes que bien, ya desconocía. Por mucho que deseaba despejarme, acurrucarme en el colchón y pensar con claridad las ideas no aparecían, mi mente se permeaba de sentimientos sangrantes que no me permitían vislumbrar nada más.

Porque mierda, ya todo se había ido, ya todo me abandonó, me descolocó y me enloquecía. Ya no podía oír su voz o sentir su tacto en la habitación, y sin embargo con cada lágrima, su luz y su calor ardían en cada atisbo del colchón y yo, con la fe de los que todavía pueden contar sus años con los dedos de las manos, creía que si cerraba los ojos, y le hablaba, ella podría escucharme, donde sea que estuviese.

Quizá si evocaba momentos de nuestros cuerpos fundidos, cuando gozábamos sin parar, si tan sólo no olvidaba sus sonrisas, sus caricias y sus besos, transcurrirían las horas sin doler, le recordaría sin volver a llorar.

Daría todo cuanto tengo, todo por lo que creo si tan sólo tuviese el valor de decirle que cada que pienso en ella se me adelgaza el alma, y el corazón late sin ganas, casi escasas, sin el ritmo que ella misma me dio. Que me ahogo, que mi tristeza persiste, y no sabe de ternura o compasión. Que ya ni siquiera hay sonrisas, que sólo con verle de nuevo despertaría pronto de este sueño mortal que me va deshaciendo la vida. Que, con una mierda, no hay instante en que no quiera ir a donde ella está, y mirarla a los ojos como el día en que nos conocimos para que me reconozca y rogarle que recuerde el camino a casa.

Los gemidos no cesaban, el llanto, las lágrimas, la desesperación y cómo me corroía me hicieron izar mi mirada, ubicar el viejo teléfono frente a mí y marcar la numeración. No di una mierda a todo cuanto podía ocurrir a partir de ahora.

Porque no sé ya a donde ir, o siquiera si hay a donde parar, no hay camino ni pies, sólo oscuridad, y si acaso me animo a andar tropiezo con las sombras, y si me levanto, tropiezo, y vuelvo a caer, pues mis recuerdos se abrazan tan fuerte a ella, tan vivos, tan exquisitos, tan nostálgicos como la sutil fragancia que la sábana desprendió que ya no sabía qué mierda hacer... para asegurarme de que seguía... vivo.

El tonó finalizó, y esperé a que el silencio y la soledad no apretasen mi cuello ahora, que no me destruyeran de nuevo las palabras. Ella... su voz, me cegó y de sólo oírle formular un gemido destruido fue a servir para que el alma completa regresara a mi cuerpo.

            —Q-quiero que sepas... que yo no he tenido nada que ver con...
...Lo sé—ella me acalló, con una dulce debilidad, como si supiera que me lastima de sólo oírle, que me es insoportable reconocer su voz si hace vidas que no la escuchaba así, hablándome tan de cerca, devolviéndome el aire, haciéndome despertar—. Sé que tú no lo has hecho.

Más lágrimas salieron de pronto. No me importó, no lo soportaba y aún así las dejaba escapar. La piel se me erizó al paso cálido que el líquido salado dejaba y un sollozo del otro lado se oyó. Se escuchó su destrucción, su penumbra. Me dolió su dolor, mierda.

            —S-sólo quería asegurarme de que lo supieras...

Negué cabizbajo, con la mirada nublada, y los puños apretados. Todo era una maldita revolución debajo de mi piel si sólo pensaba en decirle que me estaba volviendo loco sin ella, que mis sueños aún preguntan por ella, por nosotros, y no sé qué diablos responder, que aún suelo cerrar los ojos y sellar mis oídos para tragarme el camino en círculos para no romperme, y aún así me destruía sin más. No me salían las palabras, sólo llanto, sólo odio hacia mí. Hacia el destino que dibujé con mi propio pulso.

Y las lágrimas no faltaban, ahí estaban siempre... siempre...

—Mi matrimonio... se está cayendo en mil pedazos...—dejé salir un sollozo, y escondí mi rostro contra la almohada que ella tanto llegó a utilizar, el llanto renació desbordado—. Y lo peor de todo es que ni siquiera sé si me interesa...

Un gemido de ardor se le escapó, sollozó, y podía imaginármela, tan enfermo por ella como estaba, presionando una mano contra sus labios deliciosos, contra sus ojos grises, haciendo hasta lo indecible por no dejar toda esa debilidad salir.

            —Michael...—gimoteó, se escuchó cómo contenía el llanto.

Solté un suspiro sintiendo mi pecho estrujarse, apretarse tanto que creí sufría un daño físico en el interior.

—Te necesito, Rachel...—susurré entonces, dolido, herido, con voz derrumbada, queda.
            —No...—sollozó—. Por favor...

Cerré mis ojos con fuerza, traté de calmar mi respiración.

El cómo sollozaba, cómo lloraba por mí... cómo era ya imposible que algo de lo que tuvimos volviera aunque fuera capaz de darlo todo con tal de que eso sucediera. Añorar tanto que nuestros paseos por el jardín estuviesen presentes de nuevo, nuestras tardes de bicicleta, nuestras noches de películas, de abrazos, de besos, caricias, de amor. Cómo amaba el decirle lo hermosa que era, que la amaba, que era... la razón por la que estaba aún aquí.

Débil. De nuevo me sentí vulnerable, expuesto, con mi interior doblegado, roto, humillado. Al lado de una posibilidad.

            —Te... amo...

Fue un quejido ahogado que brotó, antes de que tonos cortos se manifestaran. La llamada había cesado.

No lo quise creer, alucinaba, no era yo, era lágrimas. Era pena, muerte, infierno. Todo cuanto creía, todo cuanto me mantenía de pie se iba y me dejaba plagado de un cúmulo de tristeza y malos recuerdos, de ardor supurando mi torrente sanguíneo. De hurgar al mismo instante por una nueva cura a mi mal, lo que sea que me hiciese olvidarme de todo, y ya, pronto, sin esperar, y simplemente marcando un número más.

Uno que me recordaba que podía engañar a la cobardía.

            —Los tengo, Michael... Descuida...

Apenas brotó la voz de John más allá. No le podía responder, no podía hablar o pensar en articular más nada. Lloraba, y él lo sabía, estuve seguro por la pronta urgencia que sentí en su voz. Mierda... ¡Mierda!

Quise hablar, quise llorar, gritar, que él lo entendiese, que supiese o tuviera la mínima idea de lo que ocurría en mi interior, que comprendiera siquiera que el infierno que me rodeó, no se comparaba en nada con las penumbras en las que se habían convertido mi alma. Pero no lo logré, no podía con nada.

Bahrein...—susurró—. El avión saldrá en unas horas. Wayne irá ahora por ti.

Y supe que John, contra el auricular, lo sintió.


            —Todo estará bien, Michael... Te lo prometo.

2 comentarios:

  1. Me estoy muriendo por dentro de pura ansiedaaad! Simplemente no puedo creerlo, creo que es demasiada emoción de un solo golpe! Dimplemente no de como reaccionar! Quisiera solo gritaaar porque siento que vivo esta hostoria en carne propia y no se como explicarlo... Solo queda agradecerte a ti, Kat. Por permitirme ser parte de esta hermosa historia.

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