—Pero,
¿Estás segura de que no habrá problema con Rachel?
¿Problema
conmigo? Pienso para mí, frunciendo el ceño como si fuese la primer salida. No
lo comprendía aún, no entendía el por qué de seguir aún al teléfono si está
ocupado, no me detuve a analizar muy bien aquella voz. ¿Era... Chandler?
—Por supuesto que lo estoy—escuché la voz
de Monica apareciendo con cuidado, dejándome caer sobre una de las sillas del
comedor. Viré, y ubiqué la puerta de su habitación cerrada—. ¿Piensas que no lo he pensado?
—Claro,
es sólo que... me he preocupado un poco por eso esta mañana.
Mierda,
no entendía nada. ¿De qué rayos hablaban? ¿Qué le pone preocupado? ¿Ambos se
traen algo? ¿Chandler... y Monica? No. No, definitivamente no.
—Chandler... no harás esto—la escucho
espetar, cortante, un tanto amenazante. Eso se sintió un poco más familiar—. ¡Hemos estado planeándolo por meses! No
puedes preocuparte ahora. Yo... simplemente le diré a Rachel que estaré algunas
horas con Julio, ya sabes, mi novio secreto del restaurant.
—Julio,
¿Eh? ¿Es ese mi nuevo apodo?
Aguanté
la respiración, llevando una mano directo a mis labios sin comprender el por
qué. Miro el suelo, y luego el techo, la puerta, la loza, la mesa y luego la
estancia a un lado de mí, ¿Buscando respuestas? ¿Buscando una salida, el mínimo
sentido a las cosas? Chandler... ¿E-él era...?
Monica
rió.
—No...—ella zanjó, y recobraba su
seriedad, mi quiebre emocional tendía ya de un delgado hilo, mi garganta punzó—. Tú sabes cuál es tu apodo, Señor Grandísim...
Lo
terminé y lo dejé. Mi mano tembló, mi mirada se secaba, y si el sonido del
teléfono cayendo a un lado de mí no hacía que Monica saliese corriendo de su
alcoba mi estúpido bramido seguro lo haría.
No era
cierto, maldición. No era verdad. Chandler y Monica... ¿Chandler y Monica? ¡Oh,
por Dios! ¡Dios!
Ellos...
No, no era real.
*****
“Aléjate de mí...”
El
susurro estaba de vuelta, y sus ojos humedecidos también. Su semblante
destruido, oscurecido. La herida regresaba indudablemente, increíblemente más
letal.
“No te atrevas a
acercarte un maldito centímetro más, Michael...”
Los
gritos, suyos y míos. Todas las dudas, disipándose cada una contra cada haz de
luz que se disparó desde esas endemoniadas cámaras hacia mí al arribar, el
aniquilador momento en que subí al escenario, esta vez sólo, esta vez inseguro,
sintiéndome como un perdedor. Mirándola, señalándola, y comprendiendo que,
aunque ella me encontraba, sus ojos verdes no daban para más, y sólo se perdían
en el vacío, en el silencio.
Todo volvía
de nuevo, todo laceraba mi mente de forma tal cada que Lisa seguía mirando ese
periódico una y otra vez. Cada vez su desprecio se hacía más presente, y a cada
instante, su indiferencia me sentenciaba aún más. Pesaba como jamás lo hubiese
imaginado. La culpa... no dejaba de aniquilar. Era demasiado.
“Ya no... te
reconozco siquiera”
—Deja ya
eso, ¿Quieres?—le dije, ubicando su reflejo más allá a través del espejo—. Se
nos hará tarde para salir. No quiero tener que retrasarme para esto.
Abotoné
mi camisa, cuidando de no agrandar la pequeña arruga sobre la tela que se formaba
a la altura de mi cuello. Miré mi reflejo entonces, sólo un par de segundos más
antes de alejarme por fin. ¿Mi cabello? Estaba bien, supuse. ¿Mi pantalón? ¿La
banda de mi brazo?
Suspiré.
Aún así, su voz no aparecía. No le escuché resoplar, o tirar al suelo ese viejo
recorte de periódico. Sólo silencio, el repiqueteo del reloj, el turbio tráfico
de una tarde de Diciembre en Nueva York bien transitada avivándose desde afuera.
—No puedo
dejar de verlo—se oyó, dejándome mirarle negando a través del espejo. Viré
entonces, apreciando a duras penas su silueta dibujada contra los últimos rayos
de atardecer que se filtraron por nuestra ventana.
Me
aproximé con velocidad hacia ella, y sin mirarla tomé el trozo de papel para
lanzarlo contra el cesto de basura. Su mirada de indignación no me importó, la
manera en que sus ojos ardieron mucho menos. Es que ni opciones tenía, ni el
resople que solté me lo permitió soportar un maldito segundo más.
—Entonces
intenta olvidarlo siquiera. Han pasado meses desde eso—le solté vivaz,
despistado, dejándome tirar sobre la silla que permanecía a su lado al tiempo
en que intentaba anudar las agujetas de mi zapato derecho—. Te he pedido las
disculpas suficientes. Sólo... trata de poner tu mejor cara y pretender que
ello no ha sucedido.
—...Pero ha sucedido—susurró.
Alcé mi
mirada con cuidado, y sus ojos se clavaron turbios en los míos por un instante
que no tenía final. Negaba, y como supe que ella no daba crédito, evitó
encontrarme al tiempo en que una risa incrédula y grave brotó de sus labios sin
más.
Estaba
ida, molesta. Y yo, con la boca seca, aterrado por ella. Otra vez.
—¿Cómo es
que la gente se ha preguntado por qué no llegamos juntos a esa endemoniada entrega
de premios?—inquirió no hacia mí, sino hacia la habitación entera, sarcástica,
y es que cuando mostraba su lado molesto sus lagunas verdes se abrillantaban
más—. ¿Cómo es que no hacen más que criticar mi ‘carencia de apoyo’ hacia mi
esposo en el instante en que ganaba un galardón?
Se burló
y nada más. Lisa sonrió de forma fría y el gesto me perforaba el pecho como una
daga de hielo puro. Temblaba, me hacía estremecer.
—Si tan
sólo lo supieran...—repuso, dejando caer levemente su mirada hacia los suelos—.
La mitad de tus admiradores no me verían ahora como la mala de la historia.
Débil,
vencido, decidí aproximarme hacia ella de una, me incliné y de cuclillas busqué
sus ojos para encararla mejor. Quería pensar que lograría algo con ello, que al
asegurarme de que mis ojos estuviesen sobre los de ella, mis palabras le
sanarían, o buscarían por la más remota solución.
Pedí
perdón y no funcionaba, ella lo pasaba por alto, jamás pareció bastar. Decir
que estaba arrepentido, que deseaba jamás haberlo hecho eran sólo mentiras que,
como fácilmente podrían sanarlo todo, no me atrevía a pronunciar. Buscaba que
ya se dejase de lo ocurrido y no lo lograba, las oportunidades se me iban una
por una, ya no nos solía reconocer.
Fallaba,
y sin embargo todo se venía abajo al notar la resistencia que oponían sus manos
cuando las mías las buscaban tomar.
Sólo
tembló, incómoda.
—¿Cómo es
que un niño de color ha podido alcanzar esa magnitud de fama?—susurré, al
tiempo en que la fuerza con la que sus manos se tensaban por fin disminuía. La
miré sin saber siquiera cómo reaccionaría, qué haría, de qué iba a servir—. ¿Cómo
es que el color de su piel ya no es el mismo? ¿Cómo es que, de todas las
personas, Michael Jackson ha sido capaz de contraer matrimonio con Lisa Marie
Presley, una de las más hermosas mujeres que ha podido existir?
Me
estudió con la mirada ausente. Sus ojos se pasearon por los míos y los apreció
uno a uno, alternadamente. Me perforaba sólo con observarme, me dejaba sin
reservas cuando sabía me tenían que sobrar.
Decidí
continuar, al notar que sus labios no se movían.
—La gente
jamás va a dejar de preguntarse cosas de mi vida, de ti, de nosotros. Y como tú
y yo sabemos que no es ni por poco su asunto, no tenemos que dar un demonio al
respecto. Lidiamos con ello—aferré sus manos con un poco más de fuerza, pero no
la suficiente como para poderla irritar.
Había
descendido su mirada, y al instante, me maldije otra vez, luego de tantas
otras. Era increíble, implacable la manera en que habíamos cambiado a lo largo
del tiempo, con todo lo que hemos atravesado hasta el mero día de hoy. ¿Es que
la Lisa fuerte, irrompible de la que me había enamorado se había marchado al
instante en que firmamos los papeles de matrimonio? ¿Me había encargado de
esfumarla yo?
La manera
en que me evitaba, y su silencio mismo me lo gritaban a la par, me lo
aseguraban. Me restregaban en el rostro lo imbécil que he sido, lo débil, y
miles de razones por las que quizá ni por poco la podría merecer. Simplemente
el cómo había cambiado todo entre nosotros... nos daba la sentencia final.
Construí durante mucho tiempo un infierno sofocante para ella y, aún así, yo
desaparecía, y me olvidaba de ver a mi esposa lacerándose con todo cuanto
dejaba detrás.
Jamás voy
a entenderme, y ni seguro estaba de querer volverlo a intentar.
—...Fueron
seis semanas—bisbiseó, fijando su vista contra nuestras manos unidas, abriendo
sus labios carmín apenas—. Esas malditas seis semanas en las que no tuve idea
de ti, de dónde estabas, si estabas bien, qué tan lejos te encontrabas. Sólo...
desapareciste...
Ascendí y
nuestras frentes chocaron, el oxígeno me comenzaba a faltar.
—...Te he
pedido perdón por lo que he hecho, Lisa—susurré, y sus labios se fruncían al
notar que mi aliento le tocaba.
Sus ojos
se sellaron, y entonces negó. Me obligó a alejarme un poco para poder
apreciarla mejor.
—Lo sé...—me
soltó y enterró su rostro detrás de sus manos dejando las mías paralizadas,
abandonándome absorto, ni en la cuenta de cómo me había olvidado de sujetarle
con fuerza hasta el final. Me removí, y pude apreciar por fin que su rostro se
relajaba, sus hombros ya no se tensaban.
—Cientos de veces—añadí.
—Ya
sé.
Presionó
el puente de su nariz con cuidado, dejando un suspiro lastimero salir.
Pestañeó, y dejé de respirar al momento en que la vislumbré esperanzado, el
cómo un leve brillo retomaba su mirada.
—Y esta
cena...—musitó, me acomodaba un par de mechones que se movieron de su sitio—. Es
bastante importante para ti, ¿No es así?
—Sé que
es alguien que no conoces—me apresuré a contestar. Una pequeña sonrisa me
amenazaba y de sólo volver a pensar en ello se aligeraba todo en mi entorno,
era increíble—, pero ella es más que una mejor amiga para mí. Ha sido como
parte de mi familia. Me encantaría que... ella pudiese conocerte, lo sabes.
Con
desgarbo saltó de su asiento y buscó su bolso con brusquedad. Le había seguido
como un tonto con la mirada y sólo me dejó apreciarle al tiempo en que se
quedaba quieta para echarse un último vistazo contra el espejo antes de aproximarse
al umbral. Se detuvo a estudiarme ahí, paralizado, y el sentido volvió, mi
respiración se reguló igual. Entreabrió sus labios como si fuese a murmurar
algo pero el sonido de un claxon conocido le había interrumpido sin más.
Sabía que
Wayne había llegado por nosotros.
—Lo he
prometido, ¿No es así? Tratar de estar ahí—me soltó, y sólo se le formaba ya
una pequeña sonrisa.
Y salió.
Se escucharon los leves repiqueteos de sus zapatillas resonando por la
totalidad del apartamento al instante en que ubicaba sobre la cama mi sobrero
de fieltro habitual. No me volví a enterar de ella hasta descender también, y
ubicarla ya sentada en el asiento trasero del coche en el que Wayne nos
llevaría.
Él me
dirigió un leve gesto de complicidad que tomó un aire incómodo al señalarla ahí
dentro, y sin querer enterarme de nada, sin querer comprender siquiera si
nuestra charla había funcionado, si ella estaba bien, dispuesta, o aún molesta,
entré también. El motor rugió y el sol se oscurecía con forme serpenteamos las
primeras calles del vecindario.
Me
arrepentí al instante de dejar mi gabardina ahí, tendida al pie de nuestra
cama, hacía un frío sofocante, y con Lisa aferrada al extremo opuesto del
asiento lo sentía incluso más. Era un maldito chiste que luego de tanto tiempo
aún no me acostumbrase a los inviernos de Nueva York y el darme cuenta de que
ella ni me miraba, ni se inmutaba, sólo lo empeoraba más.
Estaba
ahí, metido en un vehículo con mi esposa y parecíamos conocidos, ni como amigos
lucíamos. El restaurante The Blue Palm apareció
un puñado de minutos después al doblar la última esquina y lo más doloroso,
quizá lo más letal, era que ya no buscaba dejarme de su disposición. Había
estado planeando esto con tanta ansiedad que en mi cabeza no estuvo Lisa por el
minuto en que les tomó a los miembros de seguridad conducirnos al reservado que
habían acondicionado para nosotros.
Ella se
sentó a un lado de mí, estaba ahí, la sentía y sabía que estaba incómoda, y sin
embargo sólo era capaz de pensar en los segundos que faltaban para que ella
llegara, tomara asiento con nosotros, y comenzara a criticar lo sucio que miró
el vestíbulo al llegar, o quizá a burlarse de cómo luce mi cabello antes de
lanzarse a mis brazos para poderme saludar.
Suspiré,
cuidando de no lucirme, pues sabía a Lisa le molestaría. ¿Habrá cambiado
demasiado? ¿Se impresionará de mirarme? ¿Será... diferente a la última vez en
que la vi? La extrañaba, como un lunático y de ser posible, aún más. No sólo
eran sus ojos azules atrofiando mi mente sino todas las posibilidades que
llegarían con ella a la par. Los abrazos, las promesas, o como ella diría, ‘Lo
que podría salir mal’, que bien, era posible.
Lisa no
se tranquilizaba, estaba tensa, y casi por el final de la primera copa de vino
que el camarero nos ofreció. Me aterró por un momento la idea de que, al
encontrarle así, su mirada azul y brillante, se apagaría. Y no lo iba a
permitir.
—¿Todo
bien?—inquirí ofuscado, un tanto ansioso y mirando de reojo la puerta por la
que sabía ella llegaría.
Pero no contestó,
había asentido hacia sí con desinterés y continuó mirando la carta de cocteles
mientras intentaba mover un poco más el brazo que yo había rozado para llamar
su atención.
Nuestro
camarero apareció a la par, arrebatándome la ocurrencia de añadir algo de
nuevo. Junto con otro par de jóvenes trabajadores que le seguían colocaban
frente a nosotros otro par de sillas en nuestra mesa y me sonrió con
determinación.
Negué
confundido, y esperé a que mi mirada atolondrada hiciese la pregunta de por sí.
—El resto de los invitados acaba de
llegar—musitó.
—¿El
resto?—pregunté alarmado, estudiando al otro par de camareros dejando otras dos
vajillas completas en cada lugar. Dos copas, dos cartas, dos pequeños percheros
posicionados al lado de cada silla. No, no, no, estaba mal. Debió haberse
equivocado—. No, no lo entiende... Es que sólo esperábamos a una...
Sin más,
me distraje con una puerta abriéndose más allá. Nuestro camarero sonreía, y mi
aliento se esfumaba con mis ojos perdiéndose en la mirada brillante de Monica
arribando al sitio.
Tuve la
sensación de que mi corazón se agrandó, de que mi boca se secaba, de que las
palabras me iban a faltar, y de que cualquier comentario, intento, o gemido que
me brotaría no harían justicia. Sentí que mis problemas se esfumaban y que no
faltaba nada más. Y de pronto todo era perfecto.
Sentí que
estaba soñando, que alucinaba, cuando miré sus ojos vidriosos al encontrarme,
cuando advertí su mano... aferrando la de Chandler. Ambos... juntos. Llegando
al mismo tiempo, con sus esbeltos dedos entrelazados. No lo pude creer.
Y me
apresuré hacia ambos, sin darme cuenta, sin pensarlo, sin percatarme de que me
movía. Con el cielo disipándose en lo que miraba, los estrujé entonces al mismo
tiempo y al final palpé aquello que tanto extrañé, mi fuerza aumentaba, la de
ellos al recibirme también, y con ello todo cuanto sabía que necesitaba para
sentirme bien conmigo mismo, con todo, lo que me hizo falta durante el tiempo
que transcurrió.
Entre sus
brazos, me sentí en casa. En una que no me podía imaginar abandonando de nuevo.
Era impensable siquiera.
—Dios
mío...—mi voz chocó contra el cabello delicado de Monica, que se enterraba
contra mi pecho, contra mi ser. Los brazos de ambos se paseaban por mi espalda
y como ella soltó un sollozo, me aventuré a decidirme apartar.
La
aprecié un poco mejor, y el cómo sus ojos centellaban, cómo me convencía de que
eran los mismos ojos que tanto recordé, y la forma en que con ellos se venían
sin más todo tipo de anécdotas, risas, sonrisas y abrazos que habíamos
compartido. Su cabello negro estaba más largo y sonreía más, brillaba más.
Chandler con esa sonrisa congelada parecía estar tocando la gloria y una risa
orgullosa se le escapó en el acto.
Lucían
perfectos, lucían imperturbables, tan ellos, y tan increíblemente unidos,
juntos. Él... estaba con ella.
—H-hola...
Me fue
imposible reaccionar luego de haberla escuchado, y apenas había percibido su
pulgar rozando de forma fugaz mi mentón. Sus manos unidas me llamaron, me
lanzaron promesas, me inundaron de preguntas que quizá ya tenían respuestas, me
aprisionaron el rostro con una sonrisa gigante y petrificada.
—¿Cómo es
que...?—titubeé ofuscado, contenido, ubicándoles de uno a uno y olvidándome de
todo lo demás—. ¿Desde cuándo...? ¿Lo son? ¿Lo son... en verdad?
—Lo somos...—fue
ella quien susurró, ampliando su sonrisa no hacia mí, sino al chico que, bien
podría jugar a ser mi propio hermano, pasaba desapercibido como el hombre más
afortunado del universo.
Sentí por
un instante cómo me invadía su propia felicidad.
—No
tienen idea... de lo feliz que soy—negué hacia ambos sin buscarlo, sin pensarlo
siquiera. Se sentía real aunque pareciese un sueño. Lo sabía, y aún no lo
quería dejar de comprender.
—Y ha
funcionado bastante bien para mí también—Chandler replicó de pronto, orgulloso,
tan indolente como lo merecía, y dejando salir una pequeña risa tan perfecta,
tan suya.
Me
contagió a la par, y como noté que a Monica le enardecían las mejillas decidí
tender una mano hacia nuestra mesa por fin. Sin mirar más allá pues, no quería
perderme de sus miradas, no quería toparme con mi esposa, aún sentada, y siendo
incapaz de compartir el júbilo interminable que me punzó a mí.
—Vamos,
por favor...—musité, sonriendo de vuelta hacia ambos. Monica asintió con una
hermosa expresión de complicidad.
—...Gracias.
—Me
gustaría que conocieran a alguien—me animé a decir, al notar que Lisa se
retraía conforme nos aproximábamos lo suficiente hacia ella.
En los
labios de mi esposa no había brillo, y si habitaba algo, era una leve expresión
de incomodidad, hasta cierto punto indiferencia, si parecía que el mirar la
hora del reloj de su muñeca importaba más en el momento. Lo ignoré, y opté por
dejarme llevar por la forma en que la sonrisa de Monica y Chandler ni por poco
se había desvanecido. Si era poco, se había agrandado aún más.
Tomé a
Lisa del brazo para instarla a aproximarse y el rostro de Monica derrochó
sinceridad y brillo al haberle estrechado la mano a mi esposa. Lo agradecí en
silencio, hasta lo indecible, pues sabía que si algo fallaba, si cualquier cosa
salía mal, colapsaría. No lo soportaría.
—Chandler,
Monica; mi esposa—anuncié vivaz. Intentaba sonar seguro, certero incluso al
toparme con los ojos atolondrados de Lisa a mi lado. En su rostro, una pequeña
sonrisa se dibujó y al siguiente segundo ya se había apagado de nuevo. Luché
por ignorar aquello sin más—. Lisa, ellos son... dos de mis mejores amigos,
indudablemente.
Monica me
dedicó una mirada compasiva a impecable, brillante, irradiando felicidad. Un
cúmulo de recuerdos que revivimos con sólo estudiarnos al otro.
—E-encantada...—Lisa
replicó, tratando de recuperar su mano con cuidado luego de la manera en que
Chandler había agitado su mano. Lucía un poco nervioso, y al mismo tiempo
avispado. Era claro que parte de la personalidad de Monica ya se le había
adherido a él.
—Un verdadero placer—Monica murmuró,
sonriente.
Sin
aguardar, Lisa retomó su asiento y recobró seriedad. Sacudí la cabeza y rogué
por despejarme entonces, por pretender que la forma en que la mirada de Monica
se había turbado había sido una alucinación. Los invité a tomar asiento al
mismo tiempo y como Monica dejaba su pequeño bolso en su perchero personal, el
par de meseros que habían acondicionado sus sillas se acercaron a llenar la
copa de vino que correspondía a cada uno.
Aclaré mi
garganta al observarlos dejándonos solos de vuelta. Monica y Chandler dieron un
trago amplio a sus copas, y ni una palabra brotó de más. No quería que sus
sonrisas se esfumasen. No las de ellos.
—Aún no
puedo creerlo...—murmuré, perdiéndome con ellos. Monica se sonrojó turbada con
esa manera de Chandler mirándola de reojo a un lado de él—. ¿Desde cuándo es
que... ustedes?
—A
finales del año pasado—Monica se apuró a contestar, ansiosa, de esa forma tan
apresurada y linda que tenía.
—¿Ya
cerca de un año, entonces?—abrí mis ojos aún más. ¿Tanto tiempo había sido? ¡No
podía ser!
Asintieron
al mismo tiempo, sonrientes, y conmigo riendo irremediablemente con
incredulidad. Sin entender el por qué, pareció como una buena idea tomar el
intento de incluir a Lisa a la conversación al mirarla a mi lado de pronto.
Ella lo
notó, y gloriosamente, puso su entera atención conmigo.
—Lisa, no
sabes el tiempo que deseé por que esto sucediera—murmuré, y ella me sonreía
apenas, se acomodaba un mechón que se había zafado de su leve recogido de forma
tensa por lo incómoda que aún estaba. Asintió de pronto, estudiándolos frente a
ella—. Lo ansiaba tanto, Dios... estoy tan feliz de que por fin haya ocurrido.
—Me salvó
de un momento de oscuridad—Monica llamó mi atención de pronto, la estudié
arreglando un poco el cuello de la camisa que Chandler llevaba por la forma en
que se arrugaba. Un gesto increíblemente cálido, personal, tan suyo—. Me besó,
y luego me preguntó si estaba segura de ello.
Entonces
se quedaron mirando, ella aguardó por un par de segundos al tenerlo ahí. Se
sonreían, me derritieron el interior. La alegría lo permeaba todo de nuevo.
—Le he
dicho que estaba lo suficientemente segura como para intentarlo...—prosiguió,
apoyando los codos sobre la mesa y su rostro sonriente contra sus manos—. De
pronto él ya no era sólo... mi mejor amigo. Era mi alma gemela.
Chandler
rió. Lució indeciblemente orgulloso.
—Y al
principio se ha sentido tan bien...—susurró él entonces, encogiéndose de
hombros—. No podía creer el tiempo que pasó sin que estuviésemos juntos.
Y asentí
perdiéndome en él, en sus palabras, en el júbilo que todo lo aprisionó. Me lo
repetía en silencio, y al observarles compartiendo un beso fugaz que él dejó
sin más sobre sus labios delicados mi sonrisa se había evaporado cuando mi
aliento terminó.
De sólo
recordarlo, de sólo permitir que el eco de cuanto dijo siguiese ahí, de pronto
me oscurecía la mirada, hizo que mis sentidos se desvanecieran, que quisiera
gritar y aún así no pudiera por el nuevo nudo en mi pecho que nació. Mi mirada
cayó en picada contra sus manos aún unidas.
Aquello
me recordaba tanto a Rachel y a mí, al principio de todo. Cuando todo, nuestra
vida, nuestra historia, apenas y tenía un solo día de nacer.
Me
recordaba a... ella.
—Ni
siquiera imagino... el rostro de los chicos, cuando se han enterado—susurré, no
sin haber aclarado mi garganta, sin antes haber intentado fulminar el agujero
que lastimaba mi pecho.
Ambos de
pronto nos habían puesto otra expresión que de fastidio.
—Bueno, ese es el asunto—Chandler
comenzó, un tanto dolido—. Ellos...
—Ellos
aún no lo saben. Bueno, sólo Joey—Monica continuó—. Él, una tarde nos ha
sorprendido y él es el único que...
—¿Me atrevo a tomar su orden?
Seguí el
tono propio de nuestro mesero volviendo a aparecer. Miré a Monica y a Chandler
con sus dos rostros abatidos, confundidos por la interrupción. ¿Ni dos sorbos
de vino habían tenido y el camarero ya estaba de vuelta? ¡No habíamos mirado la
carta siquiera!
—Bueno—titubeé, con una expresión
lastimosa—, es que aún no hemos...
—...Sí—Lisa zanjó—. Estamos listos.
Giré
hacia ella, negando, intentando de todas las formas posibles comprender. ¿Por
qué el tono frío?
Se
encogió de hombros y cerró de pronto la carta que miraba, alzando una ceja
orgullosa hacia el chico que ya preparaba una pequeña libreta entre sus manos
para escribir.
—Que al menos a alguien le importe
escucharme, para variar—sentenció.
Pestañeé
vencido, contenido, apenado incluso y lo suficientemente débil como para
encarar a Monica y a Chandler en ese preciso instante.
—¿Lisa...?—susurré
sin más, y sus ojos verdes se pasaron por la mitad de un segundo por los míos
antes de advertir que su mirada se había oscurecido diez veces más. No lo
comprendí, no lo esperaba siquiera.
—No
interesa—me contestó, indolente, y viró con prontitud a encontrar de nuevo a
nuestro mesero—. Pediré el corte Rib Eye,
con los vegetales al horno, y la ensalada, por favor. Y para beber, un whisky
en las rocas. No me apetece el vino tinto cuando es para más de dos personas.
—¿Qué?—dije,
sin darme cuenta. Ardiendo por dentro, apenado, incrédulo hasta la médula,
contrariado conmigo mismo, con ella, con la situación—. ¿Pero, cómo...?
—...Será
todo—soltó al final, acomodándose contra su asiento, y el mesero sólo aguardó
ahí, mirándonos al resto.
Las
palabras tardaron en salir un puñado de segundos, los pensamientos, la claridad
de las cosas no tenían lugar. No había paciencia sino ardor, impotencia,
molestia con su actitud. Más que nada, una maldita incredulidad que no me
dejaba permitir que aquello, de un segundo a otro había dejado de ser una cena
en la que le presentaría mi esposa a unos amigos para convertirse en un limbo
de incomodidad. Un infierno lleno de silencio.
Pedí una
ensalada para mí y por la decadencia de apetito la tocaba apenas, Chandler
había tenido la langosta y Monica ordenó un filete de pollo al ajo que quería
comparar con el que ella preparaba en su restaurant para tentar la diferencia
de sabores. Lisa sólo disfrutó de su platillo fuerte, comenzando a comer sin
siquiera aguardar a que el resto de las órdenes hubiese arribado, se encerró
irremediablemente en su atmósfera de incomodidad y no se inmiscuía con algún
comentario. Monica le llamaba y contestaba con una sílaba o dos, Chandler
llamaba su atención y no cedía. Yo le miraba, le reprendía en silencio, rogaba
abrirle los ojos y nada funcionó.
Nada
cambiaba.
El hecho
de encontrarla tan ausente, tan notoriamente fuera de sí me hacían sentir que
lo último que deseaba era estar ahí; con un par de chicos que bien podrían ser
mi familia. ¿Qué diablos pasaba con ella? Ciertamente sabía que lo intentaría,
o que una que otra sonrisa que compartió con Monica creería hacer la
diferencia, pero tampoco era para que se comportara como si fuese impensable
estar cerca de ellos durante la cena. Y sólo me hacía cabrearme aún más.
Monica y
Chandler en cambio estaban relajados, y sus sonrisas se avivaban cuando uno que
otro recuerdo tenía lugar. De un segundo a otro la indiferencia de Lisa se
apagaba para que ellos fuesen los dueños de la situación, siendo ellos,
relajados. Sí, se irritaban por el silencio de Lisa, que a su lado parecía una
dama que no tenía más para dar. Estaba bellísima y tenía todas las posibilidades,
y aún así no lo intentaba. Me consternaba, me laceraba el hecho de saberla así,
deseaba como loco el sentir que ella encontrase su sitio con ellos y nada me
dolía más que aceptar la realidad.
Pensar en
lo lastimada que aún le tenía, en lo triste, vacía, como para que no fuera la
misma persona de la que me he enamorado.
Un
contraste increíble, letal, si era sincero.
—Sólo
será una noche, en el Beacon Theater—murmuré
hacia ambos con despiste, mientras engullía los últimos restos que quedaban en
mi plato—. Mañana mismo inicio mi última semana de ensayos. Estoy muy
emocionado, veré a Marcel Marceau para perfeccionar una de mis coreografías.
Será estupendo poder volver al escenario luego de tanto tiempo.
—Miré el
comercial el otro día en la televisión—Monica me observó con detenimiento,
asintió pero su sonrisa había encarecido, como si hubiese recordado algo—. Me
pareció un sueño desde que lo escuché, y me hubiera fascinado poder asistir al
espectáculo, pero... Tú sabes... por qué no...
—...Lo sé—le
corté con una dulzura que rayó lo enfermizo. Ubiqué su mano paralizada contra
el mantel de nuestra mesa y la tomé con cuidado ahí.
Segundos
en silencio transcurrieron, pesaron, nos miramos y sin palabras, sin señas o
gestos nos llegábamos a comprender. Era increíble que la conexión que había
nacido desde hace tanto tiempo aún ahí seguía, y casi irrompible. Viré y me
distraje dolorosamente al tiempo en que la silla de Lisa cedía a mi lado.
Me quedé
quieto al mirarla, aunque paralizado para mis adentros. Me dio una expresión de
disculpa antes siquiera de que yo planease preguntar.
—Disculpen—susurró,
sólo para mí, un tanto discreta mientras se ponía de pie—. Iré al tocador.
—Claro,
linda—asentí con ella, y tuve la sensación de que conforme se alejaba, el
aliento corría con mayor regularidad dentro de mí.
Al
girarme me percaté de que Monica tenía la mirada baja, quise entonces
refugiarme en los ojos serios de Chandler pero no pude encontrar nada más. Era
como si todo hubiese cambiado de vuelta, incluso con ellos.
—Vaya—ella
decía mirando no más que sus manos anudadas—, es raro escucharte llamar a
alguien diferente de esa manera.
—Mon...—Chandler añadió de prisa,
con tono de reprobación.
No
añadieron más, y Monica sólo se retraía sobre su propio asiento. Sonreí, y
negué, sintiéndome débil. Había sido mi esposa quien se marchó por un instante
y todo se había vuelto bochornoso de un momento a otro, por no decir horrible.
Monica
entonces ubicó la dirección por la que Lisa había desaparecido, y junto a la
llama de la pequeña vela reflejándose en sus lagunas azules, un atisbo de miedo
brilló, de incertidumbre, de... decepción. Y el pensar simplemente que había
sido por mí que en el rostro de Lisa no habitaba una sonrisa desde hacía horas,
sólo lo arruinaba más. Sabía que ella no se había marchado sólo por necesitar
ir al cuarto de baño.
—...Sé lo
que has de pensar acerca de Lisa, Monica—murmuré, desafiándome a mí mismo a
volverla a mirar.
—He
tratado de no lucir tan obvia, ¿No?—replicó casi a la par, desinteresada. Una
sonrisa falsa brotó—. Se ve que les va bastante bien.
Asentí en
paz, mientras mi mirada se desplomaba hacia mis manos de nuevo. Suspiré y
comprendí que ni por poco estaría listo para aceptar lo que estaba a punto de
confesar. Era increíble cómo a través de las pantallas, éramos como uno, pero
detrás, éramos como un par de desconocidos que se deseaban, y que sin embargo
no hacían nada al respecto.
—¿Les digo algo?—pregunté,
mirándolos a ambos.
Chandler
asintió, Monica sólo se encogía de hombros.
—El día
en que me casé con ella, no lo dejé de pensar ni por un segundo...—al mirarles
de nuevo, me topé con un par de miradas ausentes, tensas, e incluso temerosas
frente a mí—. Pensaba que ahí estaba yo, vestido y dispuesto, a punto de unir
mi vida con la persona que he amado...
Aguardé,
al instante en que la mirada de Monica se tornaba oscura, vacía. Recepté una
realidad espantosa, soledad, tortura, abandono y cientos de recuerdos y
pesadillas que se manifestaron ante mí otra vez. Mi garganta ardió, sentía el
nudo, el maldito agujero en mi pecho de nuevo.
Mis
labios temblaron.
—El único problema era que... mi
amada no estaba ahí conmigo.
De alguna
manera todo cambió. El brillo volvió a sus ojos empedernidos, las comisuras de
sus labios se extendieron apenas unos milímetros y había sido suficiente para
sentir el cielo volver.
—P-pero—Monica titubeó—, Michael, yo
no...
—Ha sido
imposible de creer, ¿No es así?—le interrumpí con cuidado, no por la prisa de
querer explicarlo ya todo sino porque no soportaba el mirarla así, quería
ignorar el hecho de que sus ojos se habían humedecido—. Ni el mundo entero, ni
ustedes chicos, ni yo mismo lo podía creer. Yo, Michael Jackson, al lado de
alguien que no... fuera...
De pronto
me pareció imposible el continuar. El miedo, la nostalgia lo destruía todo. Mis
ideas, mis pensamientos, mi voluntad, la mirada atolondrada de Monica con ello.
—...Sólo
te suplico que comprendas, Mon—continué—. He atravesado tormentas, infiernos de
mierda desde el día en que Rachel se ha marchado. Momentos en los que, de no
ser porque Lisa ha estado conmigo, yo no estaría sentado aquí... teniendo esta
conversación contigo.
Dolía más
que antes, se hacía más imposible la búsqueda de encontrar sentido en la mirada
que me dio, o en comprender siquiera lo contrariada que negaba. Me quejé, y di
el último trago que quedaba en mi copa de cristal, con los ojos de ambos al
filo de mis movimientos.
¿Cómo
explicarlo, intentar hablar? ¿Cómo decir lo que pienso si mis sentimientos son
más grandes que mis palabras? ¿Entendería que ha sido no más que una caída
libre? ¿Que de eso se había tratado todo? Que quizá al principio no había sido
de mi voluntad, pero sí que había llegado a aceptarlo todo. Que la confusión
existió, luego el arrepentimiento, el abandono, el odio que sentí hacia mí, el
despecho al final.
Y todo
había sido decisión mía. Porque nadie me empujó a nada, y me lancé sin importar
si Lisa era abismo, o paraíso. Si sus profundidades eran oscuras, si me
salvaría siquiera, y de cualquier manera posible... me enamoré.
—Le debo
tanto...—dejé salir, con los pulmones estrujados, habían estado así desde que
Lisa se marchó—. Y por ello y más, es que se ha ganado mi cariño, y sobre todo
mi lealtad. A pesar de que ya la he... lastimado demasiado.
Monica
permanecía cabizbaja, y así, sabiendo que la miraba, mordió sus labios de esa
forma suya que recordaba de cuando aceptaba una derrota cualquiera, que
comprendía, y había escuchado en realidad. Sé que lo ha entendido.
—Rachel
me ha dicho...—bisbiseó, primero encarando a Chandler por un segundo para
volver a dirigirse a mí. Como fuese, o el por qué, amaba el cómo se miraban,
cómo uno buscaba fuerza en los ojos del otro—. Lo que sucedió hace unos meses.
Le has... llamado por teléfono.
—S-sí...—susurré, mi mirada se
destruía de nuevo.
Aquél
momento de debilidad volvió junto con mis lágrimas de esa noche, la
desesperación. Todo cuanto permeó mi ser antes de escapar para tomar un avión e
irme, todo lo que consumió mi mente, lo que secuestró mi alma.
—Había
sido demasiado para ella también...—recobró mi atención debilitada al hablar,
le miré negando y con la sensación de que mi boca se secaba, de que necesitaba
de un trago más—. Cuando entré a su habitación, ella estaba deshecha, estaba
llorando como hacía tanto no la volví a ver, y cuando la llamada terminó y se
había arrepentido de no haberte contestado, ella...
—...Está
bien—le corté, sellando mis ojos por un instante para zafarme de todo y tomarme
de la oscuridad.
Suspiré,
y rogué porque el aliento volviese aunque no funcionaba, por que el alcohol me
dejase hablar. No lo quería pensar, no lo quería imaginar, no quería la imagen
de Rachel en mi mente al instante en que eso ocurrió. Me partía el alma con una
daga el saber que había llorado de nuevo, y de nuevo, gracias a mí. A mis
estupideces, a mis impulsos letales.
Entretanto,
me animé a volverles a encarar.
—No le he
dicho que la amo para oírlo de vuelta—mentí, a sabiendas de que pronto me
rompería, mi voz delataría la realidad, el vacío y oscuridad que me atestaban
por dentro—. Tan sólo... para asegurarme de que aún lo supiera.
Los ojos
azules de Monica comenzaban a irritarse de pronto.
—Michael, yo lo...
De forma
dulce y tomando su mano, Chandler le interrumpió. Hizo una pequeña seña y señaló
a mis espaldas de pronto. Giramos, y el miembro de seguridad que supervisaba la
velada abría con una sonrisa la pequeña puerta que daba entrada a nuestro
reservado lleno de oscuridad. Lisa volvía, y Monica se irguió, su mirada se
paralizó hasta no mirarla volviendo a su asiento a mi lado.
—¿Estás
bien?—pregunté solícito a Lisa, estudiándola llevarse una mano lánguida a la
altura de su frente. Apenas y asintió.
—S-sí...—susurró,
al descender su mano esbelta relucían sus labios sin el color tinto que tenía,
su semblante se había vuelto desaliñado—. Sólo... me ha caído un poco mal la
comida. Es todo.
Su débil
aliento... ¿Olía a alcohol?
—Quizá
deberíamos irnos—Chandler anunció echando una mirada doliente a Monica, ella
sólo asintió.
Mi pulso
se aceleraba, pestañeé turbado al mirarle tomando su bolso detrás de ella.
—¿Irse?—espeté—. ¿Por qué ahora?
¿Hay algún...?
—Es algo
tarde ya—Monica me cortó con suavidad, una leve sonrisa se escapaba al perderse
en mi expresión apurada—. Además, le he mentido a Rachel acerca de dónde...
Se quedó
paralizada sin más, llevando una mano absorta hacia sus labios. En mi mente
ardieron los segundos que transcurrieron silenciosos, la manera en que a Lisa
su semblante se le destruyó. La forma en que a Chandler se le abrían los ojos
era una cosa, y luego estudiar a mi esposa ahí, suspirar, y descender su débil
mirada lo había hecho todo.
Negué, y
miré al vacío. Lo que su nombre podía hacerle a Lisa, lo que podía hacerme a mí
era de opuestos diferentes, y sin embargo llevaba la misma maldita magnitud
letal.
—L-lo
siento...—un momento después, Monica reaccionó. Luego de casi una hora, sus
ojos se clavaban directos en la mirada cansada de mi esposa.
—No
importa—Lisa susurró, pintaba una sonrisa débil que por poco me engañó. Me
congelaba el pecho.
Chandler
ayudó a Monica a usar su abrigo y sin decir más se comenzaron a alejar, el
chico que cuidaba la entrada antelaba su acercamiento con el pomo de la puerta
bien sujetado y como él le daba un turbio gesto de agradecimiento con la mirada
me volví sin más hacia Lisa a mi lado, agitado, asustado. Sabía que no lo
merecía siquiera, y aún así me disculpé con ella sin hablar.
—Ahora
vuelvo, cariño—le dije apenas, y sin aguardar por una respuesta, o un gesto de
aprobación, de un salto me dirigí hacia los dos.
El
transcurso vibraba, mis pasos fallaban, la boca y el aliento aún me olían a
alcohol y en toda carencia de sentido o realidad, la tierna y dolida mirada de
Monica fue aquello que me hizo detenerme primero.
—Rachel...—susurré,
agitado, recobrando el aliento, la capacidad por mirarles y no pensar en
volverme a ocultar—. Ella... no sabe de esto, ¿Verdad?
—...No.
Monica
suspiró, y sus ojos azules se tornaron cristalinos, su sonrisa desapareció y
sus labios se arrugaban, titiritaban conforme mis pasos me acercaban más sin
siquiera darme cuenta de ello.
—¿Qué
ocurre?—murmuré dolido, avispado, perdido en la manera en que por un momento
Chandler pareció enfrentar el infierno al notar que un sollozo había salido de los
labios de ella.
—Es sólo
que... lo lamento tanto...—susurró entre quejidos, entre brillos que dejaba la
misma tristeza que reflejaba su voz. Señalaba a Lisa y sin continuar, ya
comprendía de qué iban sus débiles palabras—. Lamento haber llegado a juzgarte
siquiera por...
—...Ey, eso no importa ya—le tomé la mano
sin anticiparlo, mi voz tembló, y el nudo en mi garganta apenas y me permitía
continuar de pie frente a ella—. Rachel es como tu hermana. Me preocuparía que
todo este tema te hubiera sido indiferente. Así que por favor... déjalo ya.
Llevé una
mano lánguida a su rostro y atrapé una lágrima ahí, asegurándome de que no
alcanzara siquiera a tocar sus labios. La imagen era aplastante, estudiar así
de cerca a la Monica fuerte e imperturbable que recordé derrumbándose de esta
manera.
—Gracias...—musitó, cerrando los
ojos como mi tacto cumplía la tarea.
Un
suspiro brotó y al instante en que Chandler dejaba un pequeño beso en su
mejilla, un par de perfectas y hermosas sonrisas se me devolvían. Me iluminaban
sin merecerlo o esperarlo.
Me
agrandaba el corazón, me obligaba a buscar con urgencia una manera de hacer el
gesto más grande, si acaso era posible lograrlo.
—¿Sabes que a Lisa jamás la he
llamado 'Pequeña'?
Ella
pestañeó frente a mí, como si no lo hubiese llegado a comprender. Y me aproximé
entonces con mi corazón aumentando su pulso, con mi pecho ardiendo, mis
mejillas entumeciéndose al haberme acercado lo suficiente a su oído derecho
para poder susurrar:
—Porque
Rachel es... y siempre será mi pequeña.
Dejé un
beso contra su mejilla y la dejé ir. La aprecié de lejos mientras sus ojos
brillaban, ya no de pena o temor sino de un júbilo imposible, las sonrisas de
ambos se ensanchaban y me perdía con todo, aluciné con el pequeño instante aún
obligándome a reaccionar mientras Chandler dejaba un leve roce contra mi brazo
derecho.
—Adiós,
amigo—Chandler me miró en paz, halando de la mano delicada de Monica a su lado.
Sus sonrisas eran increíbles, brillantes, como si pasara lo que pasara jamás se
pudiesen borrar.
—Cuídense,
por favor—musité y mi voz salió tranquilizada de pronto, ya no me dolía el
hablar.
Asintieron,
y antes de salir, ya con Chandler esperándola con un pie fuera del reservado,
Monica me estudió por un puñado de segundos sin poder moverse, ni siquiera
mirándome a los ojos, sino a mí, en general. Mi rostro, mi cuerpo, mis manos. A
mí, completamente.
Una
risita apareció.
—Ese corte de cabello... te queda
bien.
Sonreí de
forma instantánea, y los estudié por fin desaparecer.
Momentos
en silencio transcurrieron, y como lo advertí, el cuerpo impasible y relajado
de mi esposa de pronto estaba bien ceñido hacia el mío ya no en una mesa arreglada
para la ocasión, sino en el asiento trasero del coche en el que habíamos
arribado. Se acurrucaba contra mi pecho mientras me perdía en las luces
cambiantes de los semáforos de la ciudad, mientras estudiaba a lo lejos el
boulevard que nos llevaría sin problemas al departamento de Monica y Rachel. Suspiraba,
y su cabeza se movía levemente con mis movimientos.
El vaivén
de mi respiración parecía reconfortarle, su mano tomaba la mía de nuevo, me
guiaba sin darme cuanta siquiera escaleras arriba y hasta nuestra habitación.
Me dejó sentado al pie de nuestra cama mientras me daba la espalda por el leve
instante en que se deshacía de su abrigo y de sus zapatillas altas preferidas.
Yo había
bebido demasiado, quizá sin darme cuenta pero lo sabía, lo admití para mí. Y
aún así, el estar así de ebrio, jamás me había gustado tanto. Ella, así como la
miré, frágil, femenina, perfecta, prometedora, hacía tiempo que no me parecía
así de... encantadora. Era como si la deseara, en ese mismo instante. Sólo para
mí.
—Gracias...
por hoy—balbuceé rogando por llamar su atención de forma inmediata. No me había
mirado lo suficiente a lo largo de la cena y deseaba que ya lo hiciese al
momento. La extrañaba, maldición—. Fue un enorme gesto de tu parte acompañarme
a cenar con ellos esta noche.
Se giró
sin más, la oscuridad pareció no ser problema para ella, y se aproximó hacia
donde yo me encontraba. Dejó entonces un beso en mi mejilla que me entumeció la
totalidad de mi piel. Mi cuerpo entero.
—No ha
sido nada...—susurró con cuidado. Su aliento estaba cerca de mis labios, y
percibí el mismo aroma a uvas fermentadas que tenía el mío.
Dolorosamente,
se alejó, y reflejándose con clase contra el espejo de nuestro armario llevaba
ambas manos detrás de su cuerpo para deshacerse de las perlas que llevaba.
Una
punzada de urgencia dentro de mí nació, de enojo, de... incomodidad.
—...No—zanjé.
Viró
hacia mí sin decir nada más. Sentí el cielo al percatarme de que el collar que
le había comprado aún permanecía en su cuello perfecto.
—Déjalas—susurré—. Me gusta que uses
las joyas que yo te he obsequiado.
Un paso
le tomó y a mí otro par. Sin saberlo, sin pensarlo o mirar el por qué la
embestí y comencé a besarla entonces con fuerza, acoplando sus labios con los
míos como hace meses no había sucedido. Me correspondía, y mi gloria dentro de
nuestras bocas me supo suave y dulce, me invadía y yo sentía más, me adentraba,
mis manos juguetearon con sus caderas, con sus muslos, las suyas con mi espalda
y la sensación se avivaba conforme el primer gemido quiso escapar.
Mis manos
buscaban deshacerse de los primeros botones de su blusa de seda y sus labios se
despegaban de los míos sólo para hurgar por el primer resquicio de aliento que
se avecinara, evocando paisajes cálidos del pasado, recordándonos cómo solíamos
ser, las veces que ya había logrado hacerla mía. Sus gemidos se agrandaban,
graves, deliciosos, perpetuos, con mis dientes capturaba sus labios y como
respuesta obtenía su lengua invadiendo de forma exquisita mi cavidad. La
sensación iniciaba en mis dientes, en mis labios, en el aliento que se llevaba
y terminaba en mi entrepierna, se agrandaba al sentir el borde de nuestra cama
tomándome por sorpresa detrás de mis rodillas.
Caímos
profundos y sus manos buscaron con urgencia los ojales de mi camisa, mis manos
juguetearon con su ropa interior, intentaba despojar de una maldita vez el
broche del sostén que aprisionaba sus pechos y el hecho de que ella había
terminado ya con todos mis botones, de que sus manos ya tentaban mi piel
pálida, mis manchas, mis imperfecciones, me hacía arder incluso más.
Se
removió y jadeó avispada, dejó un último beso al dificultarme poder deshacerme
de la delicada prenda.
—¿T-tienes...
protección?—jadeó, al tiempo en que ella dejaba de mordisquear mis labios. Una
mano puesta sobre mi cuello me impidió sin más continuar.
La besé
con anhelación, olvidándome de lo dicho. No lo quería pensar, no lo deseaba y
no estaba de humor para pensar en las precauciones. La deseaba a ella, la
quería conmigo, mierda. Su lengua sabía deliciosa en pos de la mía e imaginar
entonces una esperanza, una posibilidad, un haz de luz que bien podría llegar a
salvar nuestra vida unida me hacía enloquecer de júbilo. Me excitaba aún más.
No, no
quería usar protección con ella. No esta vez.
—No la
necesitas...—susurré, deteniéndome un instante, contemplando sus labios
enrojecidos, su blusa aún puesta y sin embargo abierta, dejando relucir una
parte de sus pechos hacia mí.
—Michael...
Acallé el
quejido con un beso más, palpando sus muslos entreabiertos, llegando entre
siluetas que dejaba contra su cuerpo hacia la pretina de su falda negra de
chifón. Pero se entumeció, resistió un poco y sus manos me detuvieron en el
intento, me había perdido de la parte en que dejé de estar sobre ella para
alejarme y mirarla con más detenimiento. Aquella misma duda impregnando y
lastimando mi alma, el deseo.
Miré su cuello,
avispado, tan liso y blanco. Mis labios ardieron por llegar ahí.
—Quiero...
que tengamos un bebé, Lisa—suspiré contra su piel, dejaba roces, lamía la piel
de su cuello y su clavícula con cuidado, abandonaba besos delicados y sutiles
que rogaban traerla de vuelta, volver, que fuésemos los mismos de hace meses.
—P-pero
ya... tenemos hijos...—gimió de forma entrecortada, con cada tacto, cada beso
que abandonaba en su piel.
Me detuve
entonces, y la miré ahí, lánguida, perturbada, impávida y tirada contra el
colchón. Temblorosa, sus mejillas se enardecieron aún más.
—Ben y
Riley son tus pequeños—admití, no sin pena—. ¿Por qué no podemos tener uno que
sea sólo nuestro? ¿Uno que sea de los dos?
Se
incorporó antes que replicar, resopló, y la miré negando mientras utilizaba la
tela suelta de su blusa para cubrir su pecho. Algo dentro de mí se rompió.
Sentía cómo la llama se esfumaba.
—Porque
es... complicado—confesó, asegurándose de que ya no me veía más a los ojos.
—Lisa...—tomé
de su mentón débil, agotado, con una efervescencia tal que aún atestaba la
totalidad de mi piel—. Eres mi esposa.
Me
apreció por un instante, sin añadir nada más. No había mucho además que la
lamparilla de nuestra mesa de noche brillando en la profundidad de sus ojos
verdes y perdidos.
Soltó un
quejido, y llevó ambas manos hacia sus labios entreabiertos, lubricados, antes
de pensar en replicar.
—¿Me abandonarás en casa con un bebé
si volvemos a discutir por algo?
Me
entumecí abatido, sintiendo indignación ácida naciendo debajo de mi piel.
Presioné el puente de mi nariz con fuerza como si buscase que el dolor me
trajera de vuelta, me devolviera a la realidad, como si no pudiese confiar aún
en mis sentidos de nuevo.
Me
incorporé e irremediablemente, no apareció otra salida más que incorporarme
también, darle la espalda al tomar asiento al lado opuesto de nuestra cama.
Miré la almohada que tenía cerca y me burlé para mí; estaba justo del lado en
que Rachel solía dormir después de que hacía el amor conmigo.
—Eso no va a pasar—sentencié.
—¿Y qué
si tú vuelves a llamarle?—el colchón dejó de removerse a mis espaldas luego de
un momento, y sus pasos resonaron contra la alfombra conforme su voz me pesó
más y más—. ¿Qué si la buscas tú para decirle que la amas, y comienzas a tener
dudas sobre nuestro matrimonio de nuevo?
Me
incorporé y al ponerme de pie la encaré. Me paseaba por la habitación entera
para no poder mirarla, llevé ambas manos a mi cabeza para soportar el dolor, la
pena, el desazón que aquella situación nos dejó, la maldita vergüenza que me
dio recordar que luego de ello, Rachel no me había contestado más nada, que me
había deshecho después.
Mi sangre
se movió enloquecida por mi cuerpo y cuidé de que la pesadez del alcohol no me
hiciese caer, el miedo por lo que sabía vendría me tenía alucinando.
—¿Van a
estar bien las cosas entonces?—añadió entre bramidos, señalándome, en medio de
su voz grave y fuerte colapsando con lo que ocurría ahí—. ¿O tendremos qué
pelear por la ayuda de John para discutir la custodia de nuestro hijo?
Negué
vencido, ardí. Aferré mis puños cerrándolos con fuerza sintiendo la conocida
ansiedad, el mismo maldito modo en que comenzaban nuestros problemas, cada
discusión. ¿Por qué no podía tener fe en mí, mierda? ¿Por qué si yo he
perdonado lo que me hizo a mí, ella aún no puede ceder?
—Es que
el tiempo no me está haciendo más joven...—cerré los ojos aspirando,
sintiéndome más contenido de lo normal, más ofuscado.
El
aliento se me atoraba y se me dificultaba el respirar. Con una mierda, era lo
que ella más amaba; dejarme sin posibilidades, encerrarme en una habitación
oscura en la que me era imposible advertir la mínima salida, cerraba con llave
y se burlaba de mí sin ayudarme a escapar. O bien así lo creía ella ahora.
Ya no...
ya no permitiría que sucediese de nuevo.
—...Y si tú no estás en el humor de
darme un hijo, alguien más lo hará.
—¿Ah, sí?—se burló—. ¿Quién?
La
estudié, rogando en silencio no perder aún los estribos, que el juicio no me
abandonara aún.
—Debbie Rowe—espeté.
Interrumpió
su aliento llevando una mano débil a sus labios, se detuvo y supe que se había
quedado perpleja, paralizada. La mirada que brotó se quedó estática.
Imposiblemente incrédula.
—Es la tercera vez... que mencionas
a esa mujer...—susurró.
—Además
de que es cerca de la milésima vez que me lo ha propuesto—me bufé—. A ella le
importo, me ha demostrado que es capaz de interponerme a mí mismo antes que
ella también... ¿Y sabes qué?
Me
acerqué absorto, celebrando para mis adentros, la miré de refilón y asesinado
por una rabia carcomiéndome dentro hasta asegurarme de que sus ojos
petrificados se postraban justos sobre los míos. De que me escucharía, de que
lo que soltara o confesara, le fuese a pesar. Lo deseaba, mierda, ¿Quería
arruinarlo todo de nuevo?
Ya lo
había logrado.
—...Que ya me lo he estado pensando.
Sellé mis
ojos por el reflejo, una maldita bofetada fue lo primero que pude sentir.
Me
incorporé y llevé una mano a mi rostro con ansias, le encaré y ya no miré a
Lisa a unos centímetros de mí, no era mi esposa por ese maldito segundo en que
deseé aborrecerla de inmediato. Era un alguien, un algo, que me juró que el
ardor en mi piel, no era nada, en comparación al infierno que me nació dentro.
Ella
lloraba.
—Que lo
haga entonces...—sollozó, alterada, abandonada de sí—. Dile incluso que tu
esposa aprueba la invitación.
Su voz
nació como un zumbido que no alcanzaba a tener sentido para mí. No aún. Palpé
un poco más mi rostro y percibí la alucinación de que ella abotonaba su blusa
delicada con urgencia, se alejaba, y tomando sus zapatillas del suelo se
acercaba sin más hacia el umbral.
Sollozos
letales aparecieron, y viró hacia mí una vez más.
—...Si Rachel y yo no hemos podido hacerlo,
bien lo mereces de alguien más.
Y se
esfumó, con un maldito portazo detrás. Se me ocurría culpar al alcohol, al
ardor, a mis esperanzas muriendo una por una y lentamente, al dolor que nació
en la altura de mi abdomen, ese quiebre incontenible que volvió desde adentro
de nuevo, y más fuerte que esta mañana... pero había sido un instante en que no
me interesó nada más.
Estaba
sólo de nuevo, y no me interesó si se le ocurría marcharse. Esta vez, no me
importó un jodido demonio recordar que llevaba la caja de analgésicos conmigo.
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