viernes, 19 de agosto de 2016

Capítulo 61: "Sentencia"


            —Pero, ¿Estás segura de que no habrá problema con Rachel?

¿Problema conmigo? Pienso para mí, frunciendo el ceño como si fuese la primer salida. No lo comprendía aún, no entendía el por qué de seguir aún al teléfono si está ocupado, no me detuve a analizar muy bien aquella voz. ¿Era... Chandler?

Por supuesto que lo estoy—escuché la voz de Monica apareciendo con cuidado, dejándome caer sobre una de las sillas del comedor. Viré, y ubiqué la puerta de su habitación cerrada—. ¿Piensas que no lo he pensado?
            —Claro, es sólo que... me he preocupado un poco por eso esta mañana.

Mierda, no entendía nada. ¿De qué rayos hablaban? ¿Qué le pone preocupado? ¿Ambos se traen algo? ¿Chandler... y Monica? No. No, definitivamente no.

Chandler... no harás esto—la escucho espetar, cortante, un tanto amenazante. Eso se sintió un poco más familiar—. ¡Hemos estado planeándolo por meses! No puedes preocuparte ahora. Yo... simplemente le diré a Rachel que estaré algunas horas con Julio, ya sabes, mi novio secreto del restaurant.
            —Julio, ¿Eh? ¿Es ese mi nuevo apodo?

Aguanté la respiración, llevando una mano directo a mis labios sin comprender el por qué. Miro el suelo, y luego el techo, la puerta, la loza, la mesa y luego la estancia a un lado de mí, ¿Buscando respuestas? ¿Buscando una salida, el mínimo sentido a las cosas? Chandler... ¿E-él era...?

Monica rió.

No...—ella zanjó, y recobraba su seriedad, mi quiebre emocional tendía ya de un delgado hilo, mi garganta punzó—. Tú sabes cuál es tu apodo, Señor Grandísim...

Lo terminé y lo dejé. Mi mano tembló, mi mirada se secaba, y si el sonido del teléfono cayendo a un lado de mí no hacía que Monica saliese corriendo de su alcoba mi estúpido bramido seguro lo haría.

No era cierto, maldición. No era verdad. Chandler y Monica... ¿Chandler y Monica? ¡Oh, por Dios! ¡Dios!

Ellos... No, no era real.
*****

“Aléjate de mí...”

El susurro estaba de vuelta, y sus ojos humedecidos también. Su semblante destruido, oscurecido. La herida regresaba indudablemente, increíblemente más letal.

“No te atrevas a acercarte un maldito centímetro más, Michael...”

Los gritos, suyos y míos. Todas las dudas, disipándose cada una contra cada haz de luz que se disparó desde esas endemoniadas cámaras hacia mí al arribar, el aniquilador momento en que subí al escenario, esta vez sólo, esta vez inseguro, sintiéndome como un perdedor. Mirándola, señalándola, y comprendiendo que, aunque ella me encontraba, sus ojos verdes no daban para más, y sólo se perdían en el vacío, en el silencio.

Todo volvía de nuevo, todo laceraba mi mente de forma tal cada que Lisa seguía mirando ese periódico una y otra vez. Cada vez su desprecio se hacía más presente, y a cada instante, su indiferencia me sentenciaba aún más. Pesaba como jamás lo hubiese imaginado. La culpa... no dejaba de aniquilar. Era demasiado.

“Ya no... te reconozco siquiera”

—Deja ya eso, ¿Quieres?—le dije, ubicando su reflejo más allá a través del espejo—. Se nos hará tarde para salir. No quiero tener que retrasarme para esto.

Abotoné mi camisa, cuidando de no agrandar la pequeña arruga sobre la tela que se formaba a la altura de mi cuello. Miré mi reflejo entonces, sólo un par de segundos más antes de alejarme por fin. ¿Mi cabello? Estaba bien, supuse. ¿Mi pantalón? ¿La banda de mi brazo?

Suspiré. Aún así, su voz no aparecía. No le escuché resoplar, o tirar al suelo ese viejo recorte de periódico. Sólo silencio, el repiqueteo del reloj, el turbio tráfico de una tarde de Diciembre en Nueva York bien transitada  avivándose desde afuera.

—No puedo dejar de verlo—se oyó, dejándome mirarle negando a través del espejo. Viré entonces, apreciando a duras penas su silueta dibujada contra los últimos rayos de atardecer que se filtraron por nuestra ventana.

Me aproximé con velocidad hacia ella, y sin mirarla tomé el trozo de papel para lanzarlo contra el cesto de basura. Su mirada de indignación no me importó, la manera en que sus ojos ardieron mucho menos. Es que ni opciones tenía, ni el resople que solté me lo permitió soportar un maldito segundo más.

—Entonces intenta olvidarlo siquiera. Han pasado meses desde eso—le solté vivaz, despistado, dejándome tirar sobre la silla que permanecía a su lado al tiempo en que intentaba anudar las agujetas de mi zapato derecho—. Te he pedido las disculpas suficientes. Sólo... trata de poner tu mejor cara y pretender que ello no ha sucedido.
            —...Pero ha sucedido—susurró.

Alcé mi mirada con cuidado, y sus ojos se clavaron turbios en los míos por un instante que no tenía final. Negaba, y como supe que ella no daba crédito, evitó encontrarme al tiempo en que una risa incrédula y grave brotó de sus labios sin más.

Estaba ida, molesta. Y yo, con la boca seca, aterrado por ella. Otra vez.

—¿Cómo es que la gente se ha preguntado por qué no llegamos juntos a esa endemoniada entrega de premios?—inquirió no hacia mí, sino hacia la habitación entera, sarcástica, y es que cuando mostraba su lado molesto sus lagunas verdes se abrillantaban más—. ¿Cómo es que no hacen más que criticar mi ‘carencia de apoyo’ hacia mi esposo en el instante en que ganaba un galardón?

Se burló y nada más. Lisa sonrió de forma fría y el gesto me perforaba el pecho como una daga de hielo puro. Temblaba, me hacía estremecer.

—Si tan sólo lo supieran...—repuso, dejando caer levemente su mirada hacia los suelos—. La mitad de tus admiradores no me verían ahora como la mala de la historia.

Débil, vencido, decidí aproximarme hacia ella de una, me incliné y de cuclillas busqué sus ojos para encararla mejor. Quería pensar que lograría algo con ello, que al asegurarme de que mis ojos estuviesen sobre los de ella, mis palabras le sanarían, o buscarían por la más remota solución.

Pedí perdón y no funcionaba, ella lo pasaba por alto, jamás pareció bastar. Decir que estaba arrepentido, que deseaba jamás haberlo hecho eran sólo mentiras que, como fácilmente podrían sanarlo todo, no me atrevía a pronunciar. Buscaba que ya se dejase de lo ocurrido y no lo lograba, las oportunidades se me iban una por una, ya no nos solía reconocer.

Fallaba, y sin embargo todo se venía abajo al notar la resistencia que oponían sus manos cuando las mías las buscaban tomar.

Sólo tembló, incómoda.

—¿Cómo es que un niño de color ha podido alcanzar esa magnitud de fama?—susurré, al tiempo en que la fuerza con la que sus manos se tensaban por fin disminuía. La miré sin saber siquiera cómo reaccionaría, qué haría, de qué iba a servir—. ¿Cómo es que el color de su piel ya no es el mismo? ¿Cómo es que, de todas las personas, Michael Jackson ha sido capaz de contraer matrimonio con Lisa Marie Presley, una de las más hermosas mujeres que ha podido existir?

Me estudió con la mirada ausente. Sus ojos se pasearon por los míos y los apreció uno a uno, alternadamente. Me perforaba sólo con observarme, me dejaba sin reservas cuando sabía me tenían que sobrar.

Decidí continuar, al notar que sus labios no se movían.

—La gente jamás va a dejar de preguntarse cosas de mi vida, de ti, de nosotros. Y como tú y yo sabemos que no es ni por poco su asunto, no tenemos que dar un demonio al respecto. Lidiamos con ello—aferré sus manos con un poco más de fuerza, pero no la suficiente como para poderla irritar.

Había descendido su mirada, y al instante, me maldije otra vez, luego de tantas otras. Era increíble, implacable la manera en que habíamos cambiado a lo largo del tiempo, con todo lo que hemos atravesado hasta el mero día de hoy. ¿Es que la Lisa fuerte, irrompible de la que me había enamorado se había marchado al instante en que firmamos los papeles de matrimonio? ¿Me había encargado de esfumarla yo?

La manera en que me evitaba, y su silencio mismo me lo gritaban a la par, me lo aseguraban. Me restregaban en el rostro lo imbécil que he sido, lo débil, y miles de razones por las que quizá ni por poco la podría merecer. Simplemente el cómo había cambiado todo entre nosotros... nos daba la sentencia final. Construí durante mucho tiempo un infierno sofocante para ella y, aún así, yo desaparecía, y me olvidaba de ver a mi esposa lacerándose con todo cuanto dejaba detrás.

Jamás voy a entenderme, y ni seguro estaba de querer volverlo a intentar.

—...Fueron seis semanas—bisbiseó, fijando su vista contra nuestras manos unidas, abriendo sus labios carmín apenas—. Esas malditas seis semanas en las que no tuve idea de ti, de dónde estabas, si estabas bien, qué tan lejos te encontrabas. Sólo... desapareciste...

Ascendí y nuestras frentes chocaron, el oxígeno me comenzaba a faltar.

—...Te he pedido perdón por lo que he hecho, Lisa—susurré, y sus labios se fruncían al notar que mi aliento le tocaba.

Sus ojos se sellaron, y entonces negó. Me obligó a alejarme un poco para poder apreciarla mejor.

—Lo sé...—me soltó y enterró su rostro detrás de sus manos dejando las mías paralizadas, abandonándome absorto, ni en la cuenta de cómo me había olvidado de sujetarle con fuerza hasta el final. Me removí, y pude apreciar por fin que su rostro se relajaba, sus hombros ya no se tensaban.
            —Cientos de veces—añadí.
            —Ya sé.

Presionó el puente de su nariz con cuidado, dejando un suspiro lastimero salir. Pestañeó, y dejé de respirar al momento en que la vislumbré esperanzado, el cómo un leve brillo retomaba su mirada.

—Y esta cena...—musitó, me acomodaba un par de mechones que se movieron de su sitio—. Es bastante importante para ti, ¿No es así?
—Sé que es alguien que no conoces—me apresuré a contestar. Una pequeña sonrisa me amenazaba y de sólo volver a pensar en ello se aligeraba todo en mi entorno, era increíble—, pero ella es más que una mejor amiga para mí. Ha sido como parte de mi familia. Me encantaría que... ella pudiese conocerte, lo sabes.

Con desgarbo saltó de su asiento y buscó su bolso con brusquedad. Le había seguido como un tonto con la mirada y sólo me dejó apreciarle al tiempo en que se quedaba quieta para echarse un último vistazo contra el espejo antes de aproximarse al umbral. Se detuvo a estudiarme ahí, paralizado, y el sentido volvió, mi respiración se reguló igual. Entreabrió sus labios como si fuese a murmurar algo pero el sonido de un claxon conocido le había interrumpido sin más.

Sabía que Wayne había llegado por nosotros.

—Lo he prometido, ¿No es así? Tratar de estar ahí—me soltó, y sólo se le formaba ya una pequeña sonrisa.

Y salió. Se escucharon los leves repiqueteos de sus zapatillas resonando por la totalidad del apartamento al instante en que ubicaba sobre la cama mi sobrero de fieltro habitual. No me volví a enterar de ella hasta descender también, y ubicarla ya sentada en el asiento trasero del coche en el que Wayne nos llevaría.

Él me dirigió un leve gesto de complicidad que tomó un aire incómodo al señalarla ahí dentro, y sin querer enterarme de nada, sin querer comprender siquiera si nuestra charla había funcionado, si ella estaba bien, dispuesta, o aún molesta, entré también. El motor rugió y el sol se oscurecía con forme serpenteamos las primeras calles del vecindario.

Me arrepentí al instante de dejar mi gabardina ahí, tendida al pie de nuestra cama, hacía un frío sofocante, y con Lisa aferrada al extremo opuesto del asiento lo sentía incluso más. Era un maldito chiste que luego de tanto tiempo aún no me acostumbrase a los inviernos de Nueva York y el darme cuenta de que ella ni me miraba, ni se inmutaba, sólo lo empeoraba más.

Estaba ahí, metido en un vehículo con mi esposa y parecíamos conocidos, ni como amigos lucíamos. El restaurante The Blue Palm apareció un puñado de minutos después al doblar la última esquina y lo más doloroso, quizá lo más letal, era que ya no buscaba dejarme de su disposición. Había estado planeando esto con tanta ansiedad que en mi cabeza no estuvo Lisa por el minuto en que les tomó a los miembros de seguridad conducirnos al reservado que habían acondicionado para nosotros.

Ella se sentó a un lado de mí, estaba ahí, la sentía y sabía que estaba incómoda, y sin embargo sólo era capaz de pensar en los segundos que faltaban para que ella llegara, tomara asiento con nosotros, y comenzara a criticar lo sucio que miró el vestíbulo al llegar, o quizá a burlarse de cómo luce mi cabello antes de lanzarse a mis brazos para poderme saludar.

Suspiré, cuidando de no lucirme, pues sabía a Lisa le molestaría. ¿Habrá cambiado demasiado? ¿Se impresionará de mirarme? ¿Será... diferente a la última vez en que la vi? La extrañaba, como un lunático y de ser posible, aún más. No sólo eran sus ojos azules atrofiando mi mente sino todas las posibilidades que llegarían con ella a la par. Los abrazos, las promesas, o como ella diría, ‘Lo que podría salir mal’, que bien, era posible.

Lisa no se tranquilizaba, estaba tensa, y casi por el final de la primera copa de vino que el camarero nos ofreció. Me aterró por un momento la idea de que, al encontrarle así, su mirada azul y brillante, se apagaría. Y no lo iba a permitir.

—¿Todo bien?—inquirí ofuscado, un tanto ansioso y mirando de reojo la puerta por la que sabía ella llegaría.

Pero no contestó, había asentido hacia sí con desinterés y continuó mirando la carta de cocteles mientras intentaba mover un poco más el brazo que yo había rozado para llamar su atención.

Nuestro camarero apareció a la par, arrebatándome la ocurrencia de añadir algo de nuevo. Junto con otro par de jóvenes trabajadores que le seguían colocaban frente a nosotros otro par de sillas en nuestra mesa y me sonrió con determinación.

Negué confundido, y esperé a que mi mirada atolondrada hiciese la pregunta de por sí.

            —El resto de los invitados acaba de llegar—musitó.
—¿El resto?—pregunté alarmado, estudiando al otro par de camareros dejando otras dos vajillas completas en cada lugar. Dos copas, dos cartas, dos pequeños percheros posicionados al lado de cada silla. No, no, no, estaba mal. Debió haberse equivocado—. No, no lo entiende... Es que sólo esperábamos a una...

Sin más, me distraje con una puerta abriéndose más allá. Nuestro camarero sonreía, y mi aliento se esfumaba con mis ojos perdiéndose en la mirada brillante de Monica arribando al sitio.

Tuve la sensación de que mi corazón se agrandó, de que mi boca se secaba, de que las palabras me iban a faltar, y de que cualquier comentario, intento, o gemido que me brotaría no harían justicia. Sentí que mis problemas se esfumaban y que no faltaba nada más. Y de pronto todo era perfecto.

Sentí que estaba soñando, que alucinaba, cuando miré sus ojos vidriosos al encontrarme, cuando advertí su mano... aferrando la de Chandler. Ambos... juntos. Llegando al mismo tiempo, con sus esbeltos dedos entrelazados. No lo pude creer.

Y me apresuré hacia ambos, sin darme cuenta, sin pensarlo, sin percatarme de que me movía. Con el cielo disipándose en lo que miraba, los estrujé entonces al mismo tiempo y al final palpé aquello que tanto extrañé, mi fuerza aumentaba, la de ellos al recibirme también, y con ello todo cuanto sabía que necesitaba para sentirme bien conmigo mismo, con todo, lo que me hizo falta durante el tiempo que transcurrió.

Entre sus brazos, me sentí en casa. En una que no me podía imaginar abandonando de nuevo. Era impensable siquiera.

—Dios mío...—mi voz chocó contra el cabello delicado de Monica, que se enterraba contra mi pecho, contra mi ser. Los brazos de ambos se paseaban por mi espalda y como ella soltó un sollozo, me aventuré a decidirme apartar.

La aprecié un poco mejor, y el cómo sus ojos centellaban, cómo me convencía de que eran los mismos ojos que tanto recordé, y la forma en que con ellos se venían sin más todo tipo de anécdotas, risas, sonrisas y abrazos que habíamos compartido. Su cabello negro estaba más largo y sonreía más, brillaba más. Chandler con esa sonrisa congelada parecía estar tocando la gloria y una risa orgullosa se le escapó en el acto.

Lucían perfectos, lucían imperturbables, tan ellos, y tan increíblemente unidos, juntos. Él... estaba con ella.

            —H-hola...

Me fue imposible reaccionar luego de haberla escuchado, y apenas había percibido su pulgar rozando de forma fugaz mi mentón. Sus manos unidas me llamaron, me lanzaron promesas, me inundaron de preguntas que quizá ya tenían respuestas, me aprisionaron el rostro con una sonrisa gigante y petrificada.

—¿Cómo es que...?—titubeé ofuscado, contenido, ubicándoles de uno a uno y olvidándome de todo lo demás—. ¿Desde cuándo...? ¿Lo son? ¿Lo son... en verdad?
—Lo somos...—fue ella quien susurró, ampliando su sonrisa no hacia mí, sino al chico que, bien podría jugar a ser mi propio hermano, pasaba desapercibido como el hombre más afortunado del universo.

Sentí por un instante cómo me invadía su propia felicidad.

—No tienen idea... de lo feliz que soy—negué hacia ambos sin buscarlo, sin pensarlo siquiera. Se sentía real aunque pareciese un sueño. Lo sabía, y aún no lo quería dejar de comprender.
—Y ha funcionado bastante bien para mí también—Chandler replicó de pronto, orgulloso, tan indolente como lo merecía, y dejando salir una pequeña risa tan perfecta, tan suya.

Me contagió a la par, y como noté que a Monica le enardecían las mejillas decidí tender una mano hacia nuestra mesa por fin. Sin mirar más allá pues, no quería perderme de sus miradas, no quería toparme con mi esposa, aún sentada, y siendo incapaz de compartir el júbilo interminable que me punzó a mí.

—Vamos, por favor...—musité, sonriendo de vuelta hacia ambos. Monica asintió con una hermosa expresión de complicidad.
            —...Gracias.
—Me gustaría que conocieran a alguien—me animé a decir, al notar que Lisa se retraía conforme nos aproximábamos lo suficiente hacia ella.

En los labios de mi esposa no había brillo, y si habitaba algo, era una leve expresión de incomodidad, hasta cierto punto indiferencia, si parecía que el mirar la hora del reloj de su muñeca importaba más en el momento. Lo ignoré, y opté por dejarme llevar por la forma en que la sonrisa de Monica y Chandler ni por poco se había desvanecido. Si era poco, se había agrandado aún más.

Tomé a Lisa del brazo para instarla a aproximarse y el rostro de Monica derrochó sinceridad y brillo al haberle estrechado la mano a mi esposa. Lo agradecí en silencio, hasta lo indecible, pues sabía que si algo fallaba, si cualquier cosa salía mal, colapsaría. No lo soportaría.

—Chandler, Monica; mi esposa—anuncié vivaz. Intentaba sonar seguro, certero incluso al toparme con los ojos atolondrados de Lisa a mi lado. En su rostro, una pequeña sonrisa se dibujó y al siguiente segundo ya se había apagado de nuevo. Luché por ignorar aquello sin más—. Lisa, ellos son... dos de mis mejores amigos, indudablemente.

Monica me dedicó una mirada compasiva a impecable, brillante, irradiando felicidad. Un cúmulo de recuerdos que revivimos con sólo estudiarnos al otro.

—E-encantada...—Lisa replicó, tratando de recuperar su mano con cuidado luego de la manera en que Chandler había agitado su mano. Lucía un poco nervioso, y al mismo tiempo avispado. Era claro que parte de la personalidad de Monica ya se le había adherido a él.
            —Un verdadero placer—Monica murmuró, sonriente.

Sin aguardar, Lisa retomó su asiento y recobró seriedad. Sacudí la cabeza y rogué por despejarme entonces, por pretender que la forma en que la mirada de Monica se había turbado había sido una alucinación. Los invité a tomar asiento al mismo tiempo y como Monica dejaba su pequeño bolso en su perchero personal, el par de meseros que habían acondicionado sus sillas se acercaron a llenar la copa de vino que correspondía a cada uno.

Aclaré mi garganta al observarlos dejándonos solos de vuelta. Monica y Chandler dieron un trago amplio a sus copas, y ni una palabra brotó de más. No quería que sus sonrisas se esfumasen. No las de ellos.

—Aún no puedo creerlo...—murmuré, perdiéndome con ellos. Monica se sonrojó turbada con esa manera de Chandler mirándola de reojo a un lado de él—. ¿Desde cuándo es que... ustedes?
—A finales del año pasado—Monica se apuró a contestar, ansiosa, de esa forma tan apresurada y linda que tenía.
—¿Ya cerca de un año, entonces?—abrí mis ojos aún más. ¿Tanto tiempo había sido? ¡No podía ser!

Asintieron al mismo tiempo, sonrientes, y conmigo riendo irremediablemente con incredulidad. Sin entender el por qué, pareció como una buena idea tomar el intento de incluir a Lisa a la conversación al mirarla a mi lado de pronto.

Ella lo notó, y gloriosamente, puso su entera atención conmigo.

—Lisa, no sabes el tiempo que deseé por que esto sucediera—murmuré, y ella me sonreía apenas, se acomodaba un mechón que se había zafado de su leve recogido de forma tensa por lo incómoda que aún estaba. Asintió de pronto, estudiándolos frente a ella—. Lo ansiaba tanto, Dios... estoy tan feliz de que por fin haya ocurrido.
—Me salvó de un momento de oscuridad—Monica llamó mi atención de pronto, la estudié arreglando un poco el cuello de la camisa que Chandler llevaba por la forma en que se arrugaba. Un gesto increíblemente cálido, personal, tan suyo—. Me besó, y luego me preguntó si estaba segura de ello.

Entonces se quedaron mirando, ella aguardó por un par de segundos al tenerlo ahí. Se sonreían, me derritieron el interior. La alegría lo permeaba todo de nuevo.

—Le he dicho que estaba lo suficientemente segura como para intentarlo...—prosiguió, apoyando los codos sobre la mesa y su rostro sonriente contra sus manos—. De pronto él ya no era sólo... mi mejor amigo. Era mi alma gemela.

Chandler rió. Lució indeciblemente orgulloso.

—Y al principio se ha sentido tan bien...—susurró él entonces, encogiéndose de hombros—. No podía creer el tiempo que pasó sin que estuviésemos juntos.

Y asentí perdiéndome en él, en sus palabras, en el júbilo que todo lo aprisionó. Me lo repetía en silencio, y al observarles compartiendo un beso fugaz que él dejó sin más sobre sus labios delicados mi sonrisa se había evaporado cuando mi aliento terminó.

De sólo recordarlo, de sólo permitir que el eco de cuanto dijo siguiese ahí, de pronto me oscurecía la mirada, hizo que mis sentidos se desvanecieran, que quisiera gritar y aún así no pudiera por el nuevo nudo en mi pecho que nació. Mi mirada cayó en picada contra sus manos aún unidas.

Aquello me recordaba tanto a Rachel y a mí, al principio de todo. Cuando todo, nuestra vida, nuestra historia, apenas y tenía un solo día de nacer.

Me recordaba a... ella.

—Ni siquiera imagino... el rostro de los chicos, cuando se han enterado—susurré, no sin haber aclarado mi garganta, sin antes haber intentado fulminar el agujero que lastimaba mi pecho.

Ambos de pronto nos habían puesto otra expresión que de fastidio.

            —Bueno, ese es el asunto—Chandler comenzó, un tanto dolido—. Ellos...
—Ellos aún no lo saben. Bueno, sólo Joey—Monica continuó—. Él, una tarde nos ha sorprendido y él es el único que...
            —¿Me atrevo a tomar su orden?

Seguí el tono propio de nuestro mesero volviendo a aparecer. Miré a Monica y a Chandler con sus dos rostros abatidos, confundidos por la interrupción. ¿Ni dos sorbos de vino habían tenido y el camarero ya estaba de vuelta? ¡No habíamos mirado la carta siquiera!

            —Bueno—titubeé, con una expresión lastimosa—, es que aún no hemos...
            —...Sí—Lisa zanjó—. Estamos listos.

Giré hacia ella, negando, intentando de todas las formas posibles comprender. ¿Por qué el tono frío?

Se encogió de hombros y cerró de pronto la carta que miraba, alzando una ceja orgullosa hacia el chico que ya preparaba una pequeña libreta entre sus manos para escribir.

            —Que al menos a alguien le importe escucharme, para variar—sentenció.

Pestañeé vencido, contenido, apenado incluso y lo suficientemente débil como para encarar a Monica y a Chandler en ese preciso instante.

—¿Lisa...?—susurré sin más, y sus ojos verdes se pasaron por la mitad de un segundo por los míos antes de advertir que su mirada se había oscurecido diez veces más. No lo comprendí, no lo esperaba siquiera.
—No interesa—me contestó, indolente, y viró con prontitud a encontrar de nuevo a nuestro mesero—. Pediré el corte Rib Eye, con los vegetales al horno, y la ensalada, por favor. Y para beber, un whisky en las rocas. No me apetece el vino tinto cuando es para más de dos personas.
—¿Qué?—dije, sin darme cuenta. Ardiendo por dentro, apenado, incrédulo hasta la médula, contrariado conmigo mismo, con ella, con la situación—. ¿Pero, cómo...?
—...Será todo—soltó al final, acomodándose contra su asiento, y el mesero sólo aguardó ahí, mirándonos al resto.

Las palabras tardaron en salir un puñado de segundos, los pensamientos, la claridad de las cosas no tenían lugar. No había paciencia sino ardor, impotencia, molestia con su actitud. Más que nada, una maldita incredulidad que no me dejaba permitir que aquello, de un segundo a otro había dejado de ser una cena en la que le presentaría mi esposa a unos amigos para convertirse en un limbo de incomodidad. Un infierno lleno de silencio.

Pedí una ensalada para mí y por la decadencia de apetito la tocaba apenas, Chandler había tenido la langosta y Monica ordenó un filete de pollo al ajo que quería comparar con el que ella preparaba en su restaurant para tentar la diferencia de sabores. Lisa sólo disfrutó de su platillo fuerte, comenzando a comer sin siquiera aguardar a que el resto de las órdenes hubiese arribado, se encerró irremediablemente en su atmósfera de incomodidad y no se inmiscuía con algún comentario. Monica le llamaba y contestaba con una sílaba o dos, Chandler llamaba su atención y no cedía. Yo le miraba, le reprendía en silencio, rogaba abrirle los ojos y nada funcionó.

Nada cambiaba.

El hecho de encontrarla tan ausente, tan notoriamente fuera de sí me hacían sentir que lo último que deseaba era estar ahí; con un par de chicos que bien podrían ser mi familia. ¿Qué diablos pasaba con ella? Ciertamente sabía que lo intentaría, o que una que otra sonrisa que compartió con Monica creería hacer la diferencia, pero tampoco era para que se comportara como si fuese impensable estar cerca de ellos durante la cena. Y sólo me hacía cabrearme aún más.

Monica y Chandler en cambio estaban relajados, y sus sonrisas se avivaban cuando uno que otro recuerdo tenía lugar. De un segundo a otro la indiferencia de Lisa se apagaba para que ellos fuesen los dueños de la situación, siendo ellos, relajados. Sí, se irritaban por el silencio de Lisa, que a su lado parecía una dama que no tenía más para dar. Estaba bellísima y tenía todas las posibilidades, y aún así no lo intentaba. Me consternaba, me laceraba el hecho de saberla así, deseaba como loco el sentir que ella encontrase su sitio con ellos y nada me dolía más que aceptar la realidad.

Pensar en lo lastimada que aún le tenía, en lo triste, vacía, como para que no fuera la misma persona de la que me he enamorado.

Un contraste increíble, letal, si era sincero.

—Sólo será una noche, en el Beacon Theater—murmuré hacia ambos con despiste, mientras engullía los últimos restos que quedaban en mi plato—. Mañana mismo inicio mi última semana de ensayos. Estoy muy emocionado, veré a Marcel Marceau para perfeccionar una de mis coreografías. Será estupendo poder volver al escenario luego de tanto tiempo.
—Miré el comercial el otro día en la televisión—Monica me observó con detenimiento, asintió pero su sonrisa había encarecido, como si hubiese recordado algo—. Me pareció un sueño desde que lo escuché, y me hubiera fascinado poder asistir al espectáculo, pero... Tú sabes... por qué no...
—...Lo sé—le corté con una dulzura que rayó lo enfermizo. Ubiqué su mano paralizada contra el mantel de nuestra mesa y la tomé con cuidado ahí.

Segundos en silencio transcurrieron, pesaron, nos miramos y sin palabras, sin señas o gestos nos llegábamos a comprender. Era increíble que la conexión que había nacido desde hace tanto tiempo aún ahí seguía, y casi irrompible. Viré y me distraje dolorosamente al tiempo en que la silla de Lisa cedía a mi lado.

Me quedé quieto al mirarla, aunque paralizado para mis adentros. Me dio una expresión de disculpa antes siquiera de que yo planease preguntar.

—Disculpen—susurró, sólo para mí, un tanto discreta mientras se ponía de pie—. Iré al tocador.
—Claro, linda—asentí con ella, y tuve la sensación de que conforme se alejaba, el aliento corría con mayor regularidad dentro de mí.

Al girarme me percaté de que Monica tenía la mirada baja, quise entonces refugiarme en los ojos serios de Chandler pero no pude encontrar nada más. Era como si todo hubiese cambiado de vuelta, incluso con ellos.

—Vaya—ella decía mirando no más que sus manos anudadas—, es raro escucharte llamar a alguien diferente de esa manera.
            —Mon...—Chandler añadió de prisa, con tono de reprobación.

No añadieron más, y Monica sólo se retraía sobre su propio asiento. Sonreí, y negué, sintiéndome débil. Había sido mi esposa quien se marchó por un instante y todo se había vuelto bochornoso de un momento a otro, por no decir horrible.

Monica entonces ubicó la dirección por la que Lisa había desaparecido, y junto a la llama de la pequeña vela reflejándose en sus lagunas azules, un atisbo de miedo brilló, de incertidumbre, de... decepción. Y el pensar simplemente que había sido por mí que en el rostro de Lisa no habitaba una sonrisa desde hacía horas, sólo lo arruinaba más. Sabía que ella no se había marchado sólo por necesitar ir al cuarto de baño.

—...Sé lo que has de pensar acerca de Lisa, Monica—murmuré, desafiándome a mí mismo a volverla a mirar.
—He tratado de no lucir tan obvia, ¿No?—replicó casi a la par, desinteresada. Una sonrisa falsa brotó—. Se ve que les va bastante bien.

Asentí en paz, mientras mi mirada se desplomaba hacia mis manos de nuevo. Suspiré y comprendí que ni por poco estaría listo para aceptar lo que estaba a punto de confesar. Era increíble cómo a través de las pantallas, éramos como uno, pero detrás, éramos como un par de desconocidos que se deseaban, y que sin embargo no hacían nada al respecto.

            —¿Les digo algo?—pregunté, mirándolos a ambos.

Chandler asintió, Monica sólo se encogía de hombros.

—El día en que me casé con ella, no lo dejé de pensar ni por un segundo...—al mirarles de nuevo, me topé con un par de miradas ausentes, tensas, e incluso temerosas frente a mí—. Pensaba que ahí estaba yo, vestido y dispuesto, a punto de unir mi vida con la persona que he amado...

Aguardé, al instante en que la mirada de Monica se tornaba oscura, vacía. Recepté una realidad espantosa, soledad, tortura, abandono y cientos de recuerdos y pesadillas que se manifestaron ante mí otra vez. Mi garganta ardió, sentía el nudo, el maldito agujero en mi pecho de nuevo.

Mis labios temblaron.

            —El único problema era que... mi amada no estaba ahí conmigo.

De alguna manera todo cambió. El brillo volvió a sus ojos empedernidos, las comisuras de sus labios se extendieron apenas unos milímetros y había sido suficiente para sentir el cielo volver.

            —P-pero—Monica titubeó—, Michael, yo no...
—Ha sido imposible de creer, ¿No es así?—le interrumpí con cuidado, no por la prisa de querer explicarlo ya todo sino porque no soportaba el mirarla así, quería ignorar el hecho de que sus ojos se habían humedecido—. Ni el mundo entero, ni ustedes chicos, ni yo mismo lo podía creer. Yo, Michael Jackson, al lado de alguien que no... fuera...

De pronto me pareció imposible el continuar. El miedo, la nostalgia lo destruía todo. Mis ideas, mis pensamientos, mi voluntad, la mirada atolondrada de Monica con ello.

—...Sólo te suplico que comprendas, Mon—continué—. He atravesado tormentas, infiernos de mierda desde el día en que Rachel se ha marchado. Momentos en los que, de no ser porque Lisa ha estado conmigo, yo no estaría sentado aquí... teniendo esta conversación contigo.

Dolía más que antes, se hacía más imposible la búsqueda de encontrar sentido en la mirada que me dio, o en comprender siquiera lo contrariada que negaba. Me quejé, y di el último trago que quedaba en mi copa de cristal, con los ojos de ambos al filo de mis movimientos.

¿Cómo explicarlo, intentar hablar? ¿Cómo decir lo que pienso si mis sentimientos son más grandes que mis palabras? ¿Entendería que ha sido no más que una caída libre? ¿Que de eso se había tratado todo? Que quizá al principio no había sido de mi voluntad, pero sí que había llegado a aceptarlo todo. Que la confusión existió, luego el arrepentimiento, el abandono, el odio que sentí hacia mí, el despecho al final.

Y todo había sido decisión mía. Porque nadie me empujó a nada, y me lancé sin importar si Lisa era abismo, o paraíso. Si sus profundidades eran oscuras, si me salvaría siquiera, y de cualquier manera posible... me enamoré.

—Le debo tanto...—dejé salir, con los pulmones estrujados, habían estado así desde que Lisa se marchó—. Y por ello y más, es que se ha ganado mi cariño, y sobre todo mi lealtad. A pesar de que ya la he... lastimado demasiado.

Monica permanecía cabizbaja, y así, sabiendo que la miraba, mordió sus labios de esa forma suya que recordaba de cuando aceptaba una derrota cualquiera, que comprendía, y había escuchado en realidad. Sé que lo ha entendido.

—Rachel me ha dicho...—bisbiseó, primero encarando a Chandler por un segundo para volver a dirigirse a mí. Como fuese, o el por qué, amaba el cómo se miraban, cómo uno buscaba fuerza en los ojos del otro—. Lo que sucedió hace unos meses. Le has... llamado por teléfono.
            —S-sí...—susurré, mi mirada se destruía de nuevo.

Aquél momento de debilidad volvió junto con mis lágrimas de esa noche, la desesperación. Todo cuanto permeó mi ser antes de escapar para tomar un avión e irme, todo lo que consumió mi mente, lo que secuestró mi alma.

—Había sido demasiado para ella también...—recobró mi atención debilitada al hablar, le miré negando y con la sensación de que mi boca se secaba, de que necesitaba de un trago más—. Cuando entré a su habitación, ella estaba deshecha, estaba llorando como hacía tanto no la volví a ver, y cuando la llamada terminó y se había arrepentido de no haberte contestado, ella...
—...Está bien—le corté, sellando mis ojos por un instante para zafarme de todo y tomarme de la oscuridad.

Suspiré, y rogué porque el aliento volviese aunque no funcionaba, por que el alcohol me dejase hablar. No lo quería pensar, no lo quería imaginar, no quería la imagen de Rachel en mi mente al instante en que eso ocurrió. Me partía el alma con una daga el saber que había llorado de nuevo, y de nuevo, gracias a mí. A mis estupideces, a mis impulsos letales.

Entretanto, me animé a volverles a encarar.

—No le he dicho que la amo para oírlo de vuelta—mentí, a sabiendas de que pronto me rompería, mi voz delataría la realidad, el vacío y oscuridad que me atestaban por dentro—. Tan sólo... para asegurarme de que aún lo supiera.

Los ojos azules de Monica comenzaban a irritarse de pronto.

            —Michael, yo lo...

De forma dulce y tomando su mano, Chandler le interrumpió. Hizo una pequeña seña y señaló a mis espaldas de pronto. Giramos, y el miembro de seguridad que supervisaba la velada abría con una sonrisa la pequeña puerta que daba entrada a nuestro reservado lleno de oscuridad. Lisa volvía, y Monica se irguió, su mirada se paralizó hasta no mirarla volviendo a su asiento a mi lado.

—¿Estás bien?—pregunté solícito a Lisa, estudiándola llevarse una mano lánguida a la altura de su frente. Apenas y asintió.
—S-sí...—susurró, al descender su mano esbelta relucían sus labios sin el color tinto que tenía, su semblante se había vuelto desaliñado—. Sólo... me ha caído un poco mal la comida. Es todo.

Su débil aliento... ¿Olía a alcohol?

—Quizá deberíamos irnos—Chandler anunció echando una mirada doliente a Monica, ella sólo asintió.

Mi pulso se aceleraba, pestañeé turbado al mirarle tomando su bolso detrás de ella.

            —¿Irse?—espeté—. ¿Por qué ahora? ¿Hay algún...?
—Es algo tarde ya—Monica me cortó con suavidad, una leve sonrisa se escapaba al perderse en mi expresión apurada—. Además, le he mentido a Rachel acerca de dónde...

Se quedó paralizada sin más, llevando una mano absorta hacia sus labios. En mi mente ardieron los segundos que transcurrieron silenciosos, la manera en que a Lisa su semblante se le destruyó. La forma en que a Chandler se le abrían los ojos era una cosa, y luego estudiar a mi esposa ahí, suspirar, y descender su débil mirada lo había hecho todo.

Negué, y miré al vacío. Lo que su nombre podía hacerle a Lisa, lo que podía hacerme a mí era de opuestos diferentes, y sin embargo llevaba la misma maldita magnitud letal.

—L-lo siento...—un momento después, Monica reaccionó. Luego de casi una hora, sus ojos se clavaban directos en la mirada cansada de mi esposa.
—No importa—Lisa susurró, pintaba una sonrisa débil que por poco me engañó. Me congelaba el pecho.

Chandler ayudó a Monica a usar su abrigo y sin decir más se comenzaron a alejar, el chico que cuidaba la entrada antelaba su acercamiento con el pomo de la puerta bien sujetado y como él le daba un turbio gesto de agradecimiento con la mirada me volví sin más hacia Lisa a mi lado, agitado, asustado. Sabía que no lo merecía siquiera, y aún así me disculpé con ella sin hablar.

—Ahora vuelvo, cariño—le dije apenas, y sin aguardar por una respuesta, o un gesto de aprobación, de un salto me dirigí hacia los dos.

El transcurso vibraba, mis pasos fallaban, la boca y el aliento aún me olían a alcohol y en toda carencia de sentido o realidad, la tierna y dolida mirada de Monica fue aquello que me hizo detenerme primero.

—Rachel...—susurré, agitado, recobrando el aliento, la capacidad por mirarles y no pensar en volverme a ocultar—. Ella... no sabe de esto, ¿Verdad?
            —...No.

Monica suspiró, y sus ojos azules se tornaron cristalinos, su sonrisa desapareció y sus labios se arrugaban, titiritaban conforme mis pasos me acercaban más sin siquiera darme cuenta de ello.

—¿Qué ocurre?—murmuré dolido, avispado, perdido en la manera en que por un momento Chandler pareció enfrentar el infierno al notar que un sollozo había salido de los labios de ella.
—Es sólo que... lo lamento tanto...—susurró entre quejidos, entre brillos que dejaba la misma tristeza que reflejaba su voz. Señalaba a Lisa y sin continuar, ya comprendía de qué iban sus débiles palabras—. Lamento haber llegado a juzgarte siquiera por...
—...Ey, eso no importa ya—le tomé la mano sin anticiparlo, mi voz tembló, y el nudo en mi garganta apenas y me permitía continuar de pie frente a ella—. Rachel es como tu hermana. Me preocuparía que todo este tema te hubiera sido indiferente. Así que por favor... déjalo ya.

Llevé una mano lánguida a su rostro y atrapé una lágrima ahí, asegurándome de que no alcanzara siquiera a tocar sus labios. La imagen era aplastante, estudiar así de cerca a la Monica fuerte e imperturbable que recordé derrumbándose de esta manera.

            —Gracias...—musitó, cerrando los ojos como mi tacto cumplía la tarea.

Un suspiro brotó y al instante en que Chandler dejaba un pequeño beso en su mejilla, un par de perfectas y hermosas sonrisas se me devolvían. Me iluminaban sin merecerlo o esperarlo.

Me agrandaba el corazón, me obligaba a buscar con urgencia una manera de hacer el gesto más grande, si acaso era posible lograrlo.

            —¿Sabes que a Lisa jamás la he llamado 'Pequeña'?

Ella pestañeó frente a mí, como si no lo hubiese llegado a comprender. Y me aproximé entonces con mi corazón aumentando su pulso, con mi pecho ardiendo, mis mejillas entumeciéndose al haberme acercado lo suficiente a su oído derecho para poder susurrar:

            —Porque Rachel es... y siempre será mi pequeña.

Dejé un beso contra su mejilla y la dejé ir. La aprecié de lejos mientras sus ojos brillaban, ya no de pena o temor sino de un júbilo imposible, las sonrisas de ambos se ensanchaban y me perdía con todo, aluciné con el pequeño instante aún obligándome a reaccionar mientras Chandler dejaba un leve roce contra mi brazo derecho.

—Adiós, amigo—Chandler me miró en paz, halando de la mano delicada de Monica a su lado. Sus sonrisas eran increíbles, brillantes, como si pasara lo que pasara jamás se pudiesen borrar.
—Cuídense, por favor—musité y mi voz salió tranquilizada de pronto, ya no me dolía el hablar.

Asintieron, y antes de salir, ya con Chandler esperándola con un pie fuera del reservado, Monica me estudió por un puñado de segundos sin poder moverse, ni siquiera mirándome a los ojos, sino a mí, en general. Mi rostro, mi cuerpo, mis manos. A mí, completamente.

Una risita apareció.

            —Ese corte de cabello... te queda bien.

Sonreí de forma instantánea, y los estudié por fin desaparecer.

Momentos en silencio transcurrieron, y como lo advertí, el cuerpo impasible y relajado de mi esposa de pronto estaba bien ceñido hacia el mío ya no en una mesa arreglada para la ocasión, sino en el asiento trasero del coche en el que habíamos arribado. Se acurrucaba contra mi pecho mientras me perdía en las luces cambiantes de los semáforos de la ciudad, mientras estudiaba a lo lejos el boulevard que nos llevaría sin problemas al departamento de Monica y Rachel. Suspiraba, y su cabeza se movía levemente con mis movimientos.

El vaivén de mi respiración parecía reconfortarle, su mano tomaba la mía de nuevo, me guiaba sin darme cuanta siquiera escaleras arriba y hasta nuestra habitación. Me dejó sentado al pie de nuestra cama mientras me daba la espalda por el leve instante en que se deshacía de su abrigo y de sus zapatillas altas preferidas.

Yo había bebido demasiado, quizá sin darme cuenta pero lo sabía, lo admití para mí. Y aún así, el estar así de ebrio, jamás me había gustado tanto. Ella, así como la miré, frágil, femenina, perfecta, prometedora, hacía tiempo que no me parecía así de... encantadora. Era como si la deseara, en ese mismo instante. Sólo para mí.

—Gracias... por hoy—balbuceé rogando por llamar su atención de forma inmediata. No me había mirado lo suficiente a lo largo de la cena y deseaba que ya lo hiciese al momento. La extrañaba, maldición—. Fue un enorme gesto de tu parte acompañarme a cenar con ellos esta noche.

Se giró sin más, la oscuridad pareció no ser problema para ella, y se aproximó hacia donde yo me encontraba. Dejó entonces un beso en mi mejilla que me entumeció la totalidad de mi piel. Mi cuerpo entero.

—No ha sido nada...—susurró con cuidado. Su aliento estaba cerca de mis labios, y percibí el mismo aroma a uvas fermentadas que tenía el mío.

Dolorosamente, se alejó, y reflejándose con clase contra el espejo de nuestro armario llevaba ambas manos detrás de su cuerpo para deshacerse de las perlas que llevaba.

Una punzada de urgencia dentro de mí nació, de enojo, de... incomodidad.

            —...No—zanjé.

Viró hacia mí sin decir nada más. Sentí el cielo al percatarme de que el collar que le había comprado aún permanecía en su cuello perfecto.

            —Déjalas—susurré—. Me gusta que uses las joyas que yo te he obsequiado.

Un paso le tomó y a mí otro par. Sin saberlo, sin pensarlo o mirar el por qué la embestí y comencé a besarla entonces con fuerza, acoplando sus labios con los míos como hace meses no había sucedido. Me correspondía, y mi gloria dentro de nuestras bocas me supo suave y dulce, me invadía y yo sentía más, me adentraba, mis manos juguetearon con sus caderas, con sus muslos, las suyas con mi espalda y la sensación se avivaba conforme el primer gemido quiso escapar.

Mis manos buscaban deshacerse de los primeros botones de su blusa de seda y sus labios se despegaban de los míos sólo para hurgar por el primer resquicio de aliento que se avecinara, evocando paisajes cálidos del pasado, recordándonos cómo solíamos ser, las veces que ya había logrado hacerla mía. Sus gemidos se agrandaban, graves, deliciosos, perpetuos, con mis dientes capturaba sus labios y como respuesta obtenía su lengua invadiendo de forma exquisita mi cavidad. La sensación iniciaba en mis dientes, en mis labios, en el aliento que se llevaba y terminaba en mi entrepierna, se agrandaba al sentir el borde de nuestra cama tomándome por sorpresa detrás de mis rodillas.

Caímos profundos y sus manos buscaron con urgencia los ojales de mi camisa, mis manos juguetearon con su ropa interior, intentaba despojar de una maldita vez el broche del sostén que aprisionaba sus pechos y el hecho de que ella había terminado ya con todos mis botones, de que sus manos ya tentaban mi piel pálida, mis manchas, mis imperfecciones, me hacía arder incluso más.

Se removió y jadeó avispada, dejó un último beso al dificultarme poder deshacerme de la delicada prenda.

—¿T-tienes... protección?—jadeó, al tiempo en que ella dejaba de mordisquear mis labios. Una mano puesta sobre mi cuello me impidió sin más continuar.

La besé con anhelación, olvidándome de lo dicho. No lo quería pensar, no lo deseaba y no estaba de humor para pensar en las precauciones. La deseaba a ella, la quería conmigo, mierda. Su lengua sabía deliciosa en pos de la mía e imaginar entonces una esperanza, una posibilidad, un haz de luz que bien podría llegar a salvar nuestra vida unida me hacía enloquecer de júbilo. Me excitaba aún más.

No, no quería usar protección con ella. No esta vez.

—No la necesitas...—susurré, deteniéndome un instante, contemplando sus labios enrojecidos, su blusa aún puesta y sin embargo abierta, dejando relucir una parte de sus pechos hacia mí.
            —Michael...

Acallé el quejido con un beso más, palpando sus muslos entreabiertos, llegando entre siluetas que dejaba contra su cuerpo hacia la pretina de su falda negra de chifón. Pero se entumeció, resistió un poco y sus manos me detuvieron en el intento, me había perdido de la parte en que dejé de estar sobre ella para alejarme y mirarla con más detenimiento. Aquella misma duda impregnando y lastimando mi alma, el deseo.

Miré su cuello, avispado, tan liso y blanco. Mis labios ardieron por llegar ahí.

—Quiero... que tengamos un bebé, Lisa—suspiré contra su piel, dejaba roces, lamía la piel de su cuello y su clavícula con cuidado, abandonaba besos delicados y sutiles que rogaban traerla de vuelta, volver, que fuésemos los mismos de hace meses.
—P-pero ya... tenemos hijos...—gimió de forma entrecortada, con cada tacto, cada beso que abandonaba en su piel.

Me detuve entonces, y la miré ahí, lánguida, perturbada, impávida y tirada contra el colchón. Temblorosa, sus mejillas se enardecieron aún más.

—Ben y Riley son tus pequeños—admití, no sin pena—. ¿Por qué no podemos tener uno que sea sólo nuestro? ¿Uno que sea de los dos?

Se incorporó antes que replicar, resopló, y la miré negando mientras utilizaba la tela suelta de su blusa para cubrir su pecho. Algo dentro de mí se rompió. Sentía cómo la llama se esfumaba.

—Porque es... complicado—confesó, asegurándose de que ya no me veía más a los ojos.
—Lisa...—tomé de su mentón débil, agotado, con una efervescencia tal que aún atestaba la totalidad de mi piel—. Eres mi esposa.

Me apreció por un instante, sin añadir nada más. No había mucho además que la lamparilla de nuestra mesa de noche brillando en la profundidad de sus ojos verdes y perdidos.

Soltó un quejido, y llevó ambas manos hacia sus labios entreabiertos, lubricados, antes de pensar en replicar.

            —¿Me abandonarás en casa con un bebé si volvemos a discutir por algo?

Me entumecí abatido, sintiendo indignación ácida naciendo debajo de mi piel. Presioné el puente de mi nariz con fuerza como si buscase que el dolor me trajera de vuelta, me devolviera a la realidad, como si no pudiese confiar aún en mis sentidos de nuevo.

Me incorporé e irremediablemente, no apareció otra salida más que incorporarme también, darle la espalda al tomar asiento al lado opuesto de nuestra cama. Miré la almohada que tenía cerca y me burlé para mí; estaba justo del lado en que Rachel solía dormir después de que hacía el amor conmigo.

            —Eso no va a pasar—sentencié.
—¿Y qué si tú vuelves a llamarle?—el colchón dejó de removerse a mis espaldas luego de un momento, y sus pasos resonaron contra la alfombra conforme su voz me pesó más y más—. ¿Qué si la buscas tú para decirle que la amas, y comienzas a tener dudas sobre nuestro matrimonio de nuevo?

Me incorporé y al ponerme de pie la encaré. Me paseaba por la habitación entera para no poder mirarla, llevé ambas manos a mi cabeza para soportar el dolor, la pena, el desazón que aquella situación nos dejó, la maldita vergüenza que me dio recordar que luego de ello, Rachel no me había contestado más nada, que me había deshecho después.

Mi sangre se movió enloquecida por mi cuerpo y cuidé de que la pesadez del alcohol no me hiciese caer, el miedo por lo que sabía vendría me tenía alucinando.

—¿Van a estar bien las cosas entonces?—añadió entre bramidos, señalándome, en medio de su voz grave y fuerte colapsando con lo que ocurría ahí—. ¿O tendremos qué pelear por la ayuda de John para discutir la custodia de nuestro hijo?

Negué vencido, ardí. Aferré mis puños cerrándolos con fuerza sintiendo la conocida ansiedad, el mismo maldito modo en que comenzaban nuestros problemas, cada discusión. ¿Por qué no podía tener fe en mí, mierda? ¿Por qué si yo he perdonado lo que me hizo a mí, ella aún no puede ceder?

—Es que el tiempo no me está haciendo más joven...—cerré los ojos aspirando, sintiéndome más contenido de lo normal, más ofuscado.

El aliento se me atoraba y se me dificultaba el respirar. Con una mierda, era lo que ella más amaba; dejarme sin posibilidades, encerrarme en una habitación oscura en la que me era imposible advertir la mínima salida, cerraba con llave y se burlaba de mí sin ayudarme a escapar. O bien así lo creía ella ahora.

Ya no... ya no permitiría que sucediese de nuevo.

            —...Y si tú no estás en el humor de darme un hijo, alguien más lo hará.
            —¿Ah, sí?—se burló—. ¿Quién?

La estudié, rogando en silencio no perder aún los estribos, que el juicio no me abandonara aún.

            —Debbie Rowe—espeté.

Interrumpió su aliento llevando una mano débil a sus labios, se detuvo y supe que se había quedado perpleja, paralizada. La mirada que brotó se quedó estática. Imposiblemente incrédula.

            —Es la tercera vez... que mencionas a esa mujer...—susurró.
—Además de que es cerca de la milésima vez que me lo ha propuesto—me bufé—. A ella le importo, me ha demostrado que es capaz de interponerme a mí mismo antes que ella también... ¿Y sabes qué?

Me acerqué absorto, celebrando para mis adentros, la miré de refilón y asesinado por una rabia carcomiéndome dentro hasta asegurarme de que sus ojos petrificados se postraban justos sobre los míos. De que me escucharía, de que lo que soltara o confesara, le fuese a pesar. Lo deseaba, mierda, ¿Quería arruinarlo todo de nuevo?

Ya lo había logrado.

            —...Que ya me lo he estado pensando.

Sellé mis ojos por el reflejo, una maldita bofetada fue lo primero que pude sentir.

Me incorporé y llevé una mano a mi rostro con ansias, le encaré y ya no miré a Lisa a unos centímetros de mí, no era mi esposa por ese maldito segundo en que deseé aborrecerla de inmediato. Era un alguien, un algo, que me juró que el ardor en mi piel, no era nada, en comparación al infierno que me nació dentro.

Ella lloraba.

—Que lo haga entonces...—sollozó, alterada, abandonada de sí—. Dile incluso que tu esposa aprueba la invitación.

Su voz nació como un zumbido que no alcanzaba a tener sentido para mí. No aún. Palpé un poco más mi rostro y percibí la alucinación de que ella abotonaba su blusa delicada con urgencia, se alejaba, y tomando sus zapatillas del suelo se acercaba sin más hacia el umbral.

Sollozos letales aparecieron, y viró hacia mí una vez más.

—...Si Rachel y yo no hemos podido hacerlo, bien lo mereces de alguien más.

Y se esfumó, con un maldito portazo detrás. Se me ocurría culpar al alcohol, al ardor, a mis esperanzas muriendo una por una y lentamente, al dolor que nació en la altura de mi abdomen, ese quiebre incontenible que volvió desde adentro de nuevo, y más fuerte que esta mañana... pero había sido un instante en que no me interesó nada más.

Estaba sólo de nuevo, y no me interesó si se le ocurría marcharse. Esta vez, no me importó un jodido demonio recordar que llevaba la caja de analgésicos conmigo.

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