Los días,
meses, transcurrieron así, uno luego de otro, sin que cada momento se detuviese
por mucho vacío que me conllevó cumplir la promesa que me marqué.
No tuve
noticias de él durante los siguientes meses al nacimiento del pequeño Prince.
Pues me alejé, como lo prometí, como los ojos temerosos de Debbie justo antes
de sostener esa perfecta luz entre sus brazos me lo habían jurado, y de pronto
todo fue como si de verdad hubiese olvidado todo lo ocurrido entre nosotros
aquellos años que lo cambiaron todo en mi interior, en mi mundo. Había decidido
que era el momento exacto de hacerme sentir bien, de sentir que podía hacer lo
mismo, o intentarlo siquiera. Porque cada maldito momento en que su imagen
aparecía en mis días, volver, era la primer idea que me comenzaba a asaltar en
mi ser.
El
trabajo era el de siempre, mis chicos eran mi mayor felicidad y me ayudaban a
que el resto de mis horas me dieran igual. Y sin embargo cada noche que me
perdí del mundo, que salía a cenar con ellos, o con mi familia, siempre estaba
ahí esa sensación de que algo faltaba para mí. A veces, el teléfono sonaba, y
aunque lo llegaba a contestar alguna que otra vez, el sentimiento de vacío no
se acalló, sino hasta una noche en que la noticia del otro lado de la línea era
la de una nueva bendición; Prince tendría una nueva hermanita.
Desde que
la pequeña Paris había llegado, sentía que mi cotidianidad enloquecía un poco
más. Yo sonreía incluso más, salía más, se me iluminaba el entorno y los días
sólo de creer que él de nuevo estaba completo, que quizá verle de nuevo ya no
me causaría las mismas pulsaciones frías de nostalgia que alguna vez sentí. O
tal vez, era que sólo quería convencerme de ello pues, desde que había
aterrizado en el aeropuerto de Los Angeles horas atrás, tratar de dormir en ese
lujoso asiento trasero durante el camino en carretera, o incluso
tranquilizarme, respirar, había sido una maldita agonía.
Miré a
través de la ventanilla el mismo sendero, ese mismo comienzo del edén que tanto
me fascinaba, las construcciones de piedra, las señales que anunciaban la
cercanía, y aún lo alucinaba; No podía creer que, después de tanto tiempo,
regresaba al mismo lugar. Era irreal que estaba volviendo a Neverland.
Leí de
nuevo la invitación que sostenía, negando.
"Reunión
Ejecutiva del Área de Compras de Ralph Lauren. Asistencia obligatoria a todo
personal que quede bajo mandato del señor Adam Zelner para el día 15 de
Diciembre de 1999. Los Angeles, California"
Tomé mis
valijas del maletero apenas al llegar, soltando un suspiro que hizo a Karen
echarse a reír sin más. En algunos rincones del jardín la decoración ya se
notaba un poco festiva, más colorida, y aunque hacía frío, no se comparaba aún
con los inviernos que me tenía acostumbrada pasar en Nueva York. Los chicos se
estarán divirtiendo con la nevada que hoy llegaría, quizá. Y, maldición, no
terminé nunca de comprender cómo es que la maldita reunión no pudo ser más
cerca de casa.
Entré a
la mansión con Karen detrás de mí y, como me lo esperaba, no me fue posible
avanzar más allá del inmenso recibidor. No evité sonreír al quedarme pasmada
con cada rincón, cada mueble viejo, cada cuadro decorativo, cada pintura, cada
fotografía de él que adornaba el vestíbulo, cada minúsculo atisbo de la
habitación.
La falta
de personal a esa hora de la tarde daba la impresión de que la casa estaba más
silenciosa, más carente de emoción que, sin la menor duda, encontrarme con
Michael me resultaría como un balde de agua fría cayéndome de pronto. Me
pregunté entonces dónde podría estar él.
Y dejé de
moverme.
—¿Está
todo bien?—la voz de Karen me arrastró fuera del trance que me atestó, cerrando
la enorme puerta de roble luego de que también ingresó.
—S-sí—viré,
cabeceando para así, lograr despejarme un poco—. Es sólo que... Hace mucho que
no pisaba Neverland. Me siento... rara, de alguna manera.
Sonrió
entonces, comprensiva.
—Neverland
siempre ha sido tu hogar, Rachel—musitó, encogiéndose de hombros y noté,
perdiendo su vista en cada punto vacío que yo miraba hace segundos—. Jamás dejó
de serlo.
No evité
que el gesto me pudiese contagiar, y decidí perderme una vez más en todo cuanto
nos rodeaba mientras un suspiro se me escapaba. Quizá ella tenía un punto.
Quizá, yo sólo estaba exagerando otra vez.
—Y pensar
que pudiste haberte quedado en un hotel—soltó con desgarbo, reprimiendo un tono
burlón que bien se me fue a estampar contra la cara, haciéndome irritar.
—Tenía
decidido quedarme en un hotel—espeté encarándola con un rostro que deseé
luciera lo suficientemente serio—. Pero, gracias a que alguien le ha pasado a
Michael el dato de que vendría, ninguno de los dos quiso dejarme otra opción.
—Ya te
dije que lo siento—musitó echándose a reír como si mi seriedad, mi forma sutil
de reprenderla no importara—. Quizá se me salió la información por error.
Entrecerré
los ojos, recalcando la obviedad de la bendita broma.
—O quizás
no...—su sonrisa se hizo tímida de pronto, culposa—. Anda, ya ve a alistarte.
Tu vieja habitación está lista, y esperando por ti.
—Gracias—y
tomando mi valija, la única que llevaba, me aproximé a tomar el pasamanos de la
escalera para comenzar a ya a subir.
Mi
habitación, pensé, será más difícil mirarla sin esperar encontrarme con algunas
de las cosas que había dejado ahí. Fotografías, lociones, ropa, libros, cada
parte que Ross recogió del lugar años atrás. Escuché cómo un par de risitas
sinceras se escapaban de los labios de Karen al tiempo en que, esperando por lo
peor, le volvía a encarar.
¿Subí en
verdad los primeros tres escalones demasiado lento? ¿Mi nerviosismo fue tan
obvio otra vez?
—Y ya
déjate de esos nervios de punta, ¿Quieres?—murmuró recargando su cuerpo contra
un muro que se encontraba cerca, cruzándose de brazos para relucir seguridad—.
Él no está aquí ahora.
Pestañeé
hacia ella, imposiblemente rápido. Mi pecho ya daba un vuelco de decepción sin
haberlo esperado siquiera, una leve tristeza que sin pensarlo, dejó su marca.
—¿No... está?—bisbiseé.
—Tenía
asuntos que atender. Y por la noche, tendrá un tema más importante del que
tendrá que encargarse, así que sería extraordinario que te lo llegases a topar.
Y terminó
de hablar sonriendo, guiñando un ojo hacia mí.
—Puedes
quedarte tranquila—dio entonces un par de pasos hacia atrás, y tomando de nuevo
el picaporte de esa puerta, salió. Dejándome con una respuesta más que ya
pujaba por salir de mi boca, un tipo de incertidumbre, quizá.
Las horas
de avión aún pesaban en mi cabeza y pensamientos, más si la última vez que
había tomado un vuelo desde Nueva York a California había sido edades atrás. Me
sentía más ligera de lo común, un tanto distraída y, si estaba segura que Karen
tenía una ocupación luego de acompañarme, había olvidado que lo comentó. Es el
agotamiento lo que me hace no recordar ese tipo de detalles, o la sensación de
vacío que provocaba la ausencia de Michael lo que me hacía alucinar.
Pisando
el silencio, me dirigí escaleras arriba, y al encontrarme con mi vieja
habitación abierta de par en par y aguardando, mis ojos se arrastraron hacia
esa vieja escultura del par de niños que tomando sus manos por encima de una
puerta de caoba, dejaban relucir un lindo semblante juguetón.
Ahí
estaba, la habitación que juntos compartíamos.
Negué con
un suspiro lastimero, y alejándome hacia mi habitación designada, rogando por
despejarme, me encerré sin perder un instante más en el cuarto de baño.
Descubrí mi cuerpo pese a la fina brisa congelada que se filtraba aún y con la
ventana cerrada, ingresé a la ducha y, con los ojos sellados, con mis brazos
abrazando mi cuerpo, dejé el agua caer.
Poco a
poco, los golpeteos del líquido cálido chocando contra mi piel me hacían
recuperar esa parte de esencia que no dejó emerger por miedo a lo que pensar en
ese sitio próximo me provocaba, pues si esa habitación ya había sido compartida
con alguien más, no dejaría de ser incontenible el volver a mirarla, no me
sumergiría de nuevo a ese abismo innecesario otra vez. Mantenía mi mente
ocupada, la oscuridad que brindaban mis párpados sellados más viva que nunca, y
un puñado de susurros internos que me decían que su ausencia, aunque no dolía,
aún podía quemar.
Estiré
entonces mi brazo hacia la llave de paso para detener la corriente que se
acumulaba en la tina cuando, sin sentir la advertencia ardiendo al centro de mi
ser, el equilibrio que me mantenía adherida al suelo se hizo nulo, la
coherencia se esfumó. Mi cuerpo desnudo se irguió de forma involuntario rogando
por reponerme cuando, sin más, uno de mis costados ya se había precipitado con
fuerza hacia el filo de la bañera.
Un golpe
impensable fue lo primero que sentí, y un alarido de dolor, de esos que
congelan la corriente de las venas, lo que pude escuchar. Sonó irreal, aunque
se había arrancado de mis labios.
Una
punzada tremenda, un quiebre agudo me atravesó el estómago, el cuerpo, las
caderas cuando me moví, y aún así salí como pude, pensando en que la sensación
de ardor desaparecería.
Envuelta
en una bata de baño, tomé de la valija el atuendo que me había elegido para la
reunión; una falda gris aperlada junto con una blusa de seda a juego que dejé
extendidos sobre el colchón mientras que, aguardando a que las arrugas que el
viaje les había provocado se desvanecieran un poco, comencé a maquillarme para
aprovechar la espera. Pero se me terminaba el tiempo que tenía antes de salir,
y los dolores extendiéndose a través de mi cintura aún no cesaban, aumentaban.
Resultaba con cada movimiento, o incluso cada respiración, más difícil el
poderlo ignorar.
Me dirigí
al primer piso entre quejidos, bramidos y maldiciones, una tras otra. No iba a
soportar la maldita velada de esta manera.
Abrí la
primera gaveta que ubiqué de la cocina en busca de algún analgésico, la
segunda, la tercera, y sólo me topaba con especias, harina, polvos de hornear,
y una barra de chocolate que contrastaba con la fina despensa. ¿Habían movido
todo de su sitio? ¡No lo recordaba así! ¿No estaban por aquí los medicamentos?
Y
continué hurgando entre cada escondrijo que miraba mientras que, a mis
espaldas, se disparaba un ruidito tierno que me obligó a olvidarme de la
punzada de dolor que bien, podía hacerme echar a chillar contra los suelos.
Viré en el acto, y no evité quedarme paralizada.
Era... la
pequeña Paris.
—H-hola,
preciosa...—me puse de cuclillas al notar que se aproximaba, olvidándome de lo
que hacía e, inevitablemente, extraviando mis sentidos en sus ojos, y nada más.
Eran increíblemente preciosos, y resaltaban con el bonito vestido que, noté, se
trataba del que Monica le había enviado por correo, meses atrás.
¿Había
estado ahí todo el tiempo conmigo? ¿Cómo diablos fue que no la escuché, que no
la sentí siquiera?
—Hola...—me
saludó, dejando salir unos titubeos tiernos que aunque no percibía bien, me
derretían el interior.
Era sólo
una pequeña de un año y medio y ya caminaba casi a la perfección. La última vez
que la había mirado fue en un video que Karen nos mostró en el que ella
aparecía jugando ajedrez junto al pequeño Prince, y su padre. Lo recordé entre
una sonrisa que no evité dejar salir, me fascinaba ver esa cinta, una y otra
vez.
Con sus
dedos pequeños, ella me señaló algo a la altura de mi cabeza, o para ser
exacta, hacia las gavetas que sólo hace un segundo dejé de hurgar. De inmediato
lo había comprendido.
—Oh...—me
giré y abrí la gaveta, tomando con seguridad la golosina de chocolate que antes
miré. Se la tendí y, con el mero brillo de sus ojos, con esa sonrisa irreal,
supe que no me había equivocado—. Aquí tienes, Paris.
Su
sonrisa se agrandaba, mi corazón también de sólo mirarla un segundo más. Me
había perdido incluso de los primeros titubeos que comenzaban a brotar de sus
labios de nuevo.
—¿Qué
dices, pequeña?—me incliné, tenía la idea de poder leer un poco mejor sus
labios.
Abrió la
golosina sin aguardar, y perdida en el dulce, en cómo un poco de migajas habían
caído al suelo, sus pequeños labios se entreabrían otra vez. Sonreía.
—Gracias... mamá...
Dejé
entonces de respirar, de sentir, de mirarle a los hermosos ojos brillantes. Un
inmenso retortijón ardió en mi estómago y el que ya sentía ni por poco ayudó.
Tragué saliva.
—A-ah... pequeña, yo...
—...Creí que esperarías por mí a que
bajara las cosas del auto—esa voz.
Me costó
izar mi mirada y enfocar, pues mis pensamientos aún se atoraban, el dolor de mi
cintura me impedía moverme con rapidez. Cuando lo logré, entonces le miré, a
él, a la pequeña corriendo vivaz y esperando a que su padre la sostuviera en
sus brazos. Portando un atuendo bastante peculiar, elegante para alguien que lo
usaría un jueves por la noche en casa.
Quedé
paralizada frente a Michael mientras que, sosteniendo a su pequeña, una risa
orgullosa se le escapaba luego de analizar mi reacción. Se miraba... perfecto.
Mierda.
Permanecer
ahí, huir, gritar, lanzarme hacia sus brazos también; esas eran mis retorcidas
opciones.
—Es un...
bonito atuendo el que llevas—murmuró indolente, con sus ojos paseándose desde
mi cabellera húmeda, mi rostro, mi bata de baño y mis pies. ¿Es que había otra
manera aún posible de estar en desventaja?
Le encaré,
con mis mejillas entumecidas, a punto de explotar. Debía lucir lo más segura
que podía, tenía que disimular al menos.
—El tuyo...
también—le señalé, recalcando lo obvio. Al menos una idea de zafarme del tema
me dio el ostentoso atuendo que llevaba—. Karen me había dicho... que estarías
ocupado.
—Y es
verdad—meció a Paris entre sus brazos, ocasionando que un par de risitas
tiernas se le escaparan. Michael sonreía sólo de ver, se le caía la cara de
ternura—. Aún no termino, sólo que he vuelto a casa un poco antes. La señorita
Paris estaba un poco molesta conmigo porque ya se acerca su hora de dormir, ¿No
es cierto?
Una
mirada un tanto seria de su padre sólo ocasionó que la pequeña se encogiera de
hombros y nada más, aún estaba muy embelesada con la golosina que ya estaba a
nada de terminar. Michael no pudo ocultar unas risas que se le salieron, y
tampoco yo.
—¿Dónde está Prince?—pregunté.
—Con mis
padres. Janet lo ha llevado a pasear desde esta tarde y Kate insistió en que
dormiría con ella esta vez. Sabes cómo se adoran.
—Lo sé...
Y asentí
junto con él. No sólo Kate, sino que Janet, el resto de la familia, y Karen le
adoraban. Había sido así desde el momento en que había salido del hospital
luego de nacer y el lazo del pequeño con su abuela sólo creció desde que Paris
había llegado. Por los problemas que daba la pequeña con sus llantos, Prince se
quedaba más en casa de los padres de Michael. Cada semana, si no es que cada
tercer día, las cartas o llamadas de Michael o Janet no faltaban en nuestro departamento,
contándonos todo lo nuevo por saber. Era mi manera de alejarme, sin haber
desaparecido de su vida totalmente.
Un
pequeño bostezo que a ella le brotó nos hizo reaccionar de pronto.
—Oh,
cariño, lo siento...—a Michael se le oscureció el gesto con una terrible mueca
de preocupación. Hasta la envoltura del dulce se le había caído a Paris de sus
pequeñas manos y ni enterados estábamos. Él entonces me miró—. ¿Me disculpas un
minuto? Sólo iré a...
—...Adelante—le corté con suavidad,
segura de qué hablaba.
Me
sonrió, y Paris sólo agitó con dulzura su pequeña mano para despedirse mientras
que él con ella en brazos ya se alejaba. Le devolví el lindo gesto sin esperar
y, al sacudir mi brazo, vuelvo obligarme a mí misma a absorber el dolor que el
movimiento provocó.
Paris era
perfecta, preciosa en verdad. No me cansaba de sólo mirar su piel dorada, cada
tierna gesticulación, y aunque la manera en que sus rizos delicados se
acomodaban era igual a la de Michael, la esencia del rostro de Debbie en sus
facciones estaba ahí, más viva de lo que lo hubiera recordado. Suspiré, con mi
mirada incrustándose en los suelos.
Y aquella
frase que le llegué a prometer apareció, provocando un agujero oscuro que se me
clavaba en el pecho. Me pesó.
Continué
buscando por los analgésicos con más prisa que antes, con más incomodidad en
uno de mis costados, más tensión casi al filo de mis caderas. Los encontré en
la última de las gavetas, a un lado del refrigerador. Me serví entonces un vaso
con agua del grifo cuando escuché un par de pasos seguros volviendo hacia mí.
Una
cadencia de pasos que, hasta en mis más borrosos sueños, conocía.
—Le agradas, en verdad.
Sólo le
oí, más no giré, y en su lugar me dediqué a intentar abrir el pequeño bote de
las pastillas de alguna manera que no me cobrara demasiado esfuerzo. Mierda, me
dolía, ni intentar podía siquiera.
Le sentí
aproximarse, la sombra que provocó desde mis espaldas me distrajo.
—¿Sabes? Cuando la acostaba, ella... se ha referido
a ti como su...
—...Mamá—le
corté, girándome con dificultad. Un dolor agudo y persistente nacía desde uno
de mis costados—. Me llamó... mamá, antes.
Mordió
sus labios, como si intentara que unas risas se pudiesen reprimir.
—¿Eso
es... malo?—musitó, torciendo el gesto—. Prince ha llamado a Phoebe y Monica
'tía' todo el tiempo, y a ambas les fascina, ¿Por qué es diferente que a ti...?
—...Porque
está mal, Michael. Yo no soy...—y callé, su expresión dura, volviéndose sombría
me obligó a detenerme, a buscar una forma de decirlo menos... tajante—. ¿Qué
haría Debbie si se entera de que su pequeña me llama de esa manera?
—Pero
Debbie no está aquí, y ese es el asunto—espetó un tanto frío, acercándose un
paso más hacia mí, fulminante—. El trato con ella terminó, y Paris no ha sabido
de ella desde hace meses. Prince ya va para el año que no la mira a los ojos.
Pestañeé
contrariada, dándole la espalda por un momento para que mi corazón se
regularizara, que mis palmas dejasen de sudar. Aquello no lo sabía, no me
atrevería a imaginarlo siquiera.
Él sólo suspiró.
—Lo siento, no quise...—intentó
susurrar.
—...No importa.
Entretanto,
y con una oportunidad más al sorber la maldita punzada de dolor que me corroía,
logré abrir el recipiente de analgésicos de una vez. De golpe, la tapa brotó y,
por el entumecimiento que provocó el ardor, noté que un par de pastillas se me
salían. Las intenté tomar y, sin saberlo, el sonido de unas más cayendo contra
el suelo me descolocaron sin más.
Me quedé
paralizada, maldiciendo mi suerte. Fue todo lo que quedó.
—Al parecer
el baile de las pastillas funciona—terminó de acercarse hacia mí con unas risas
que apenas le dejaron terminar de hablar. Le ignoré y, pestañeando, casi
hiperventilando me incliné para comenzar a tomar las endemoniadas pastillas.
Sólo rogando que el dolor no volviese a aparecer—. ¿Para qué has abierto las...?
—¡...Agh!—un dolor intenso retorciéndome
las entrañas fue lo primero que sentí, la sombra que provocó la cercanía de
Michael después.
—¿Qué es
lo que ocurrió, Rachel? ¿Estás lastimada?—con cuidado, me ayudó a incorporar,
la maldita sensación de ardor incluso me dejó percibir cómo su respiración se
agitaba.
—Me he
tropezado en la ducha—rogué sonar tranquila, certera, desinteresada. Lo que sea
que le hiciese despreocuparse para que todo no se marchase al demonio ya—.
Pero, estoy bien, estoy bien...
Tenía que
tranquilizarme si no quería que él también se alarmara aunque aún dolía, aún se
sentía. El entumecimiento físico aún me hacía estremecer, no dejaba que me
moviese como deseaba.
—No, no lo estás—sentenció.
—Sí...—interpuse
mi mano hacia él, intentando alejarlo sólo un poco. No contenía distraerme con
el tacto que generaban sus manos puestas sobre mi cadera—. Lo estoy, lo
prometo.
—Rachel...—cedió, pero su rostro no se
tranquilizaba. Y su tono sólo empeoró.
Resoplé,
llevándome ya un par de pastillas a la boca. Eso lo haría, con suerte. Otro par
más en unas horas y debería bastar.
—Ey, estoy bien...—musité, cerrando el
pequeño bote con precaución—. Sólo... ¡Agh,
no...!
Apareció
otra vez, sintiéndose como una daga incrustada entre mis músculos, rasgando,
sin dejarse disimular. Maldición, ¿Cuánto tardaba esta cosa en hacer efecto?
—Sí, perfecto—espetó, evidentemente incrédulo,
serio—. Tienes que dejar que te vea un médico, Rachel.
—No.
Tengo que arreglarme para ir a cenar a casa de mi jefe. Es muy importante para
mí, hay mucha gente a la que tengo que conocer ahí. ¿No he venido para eso?
—Claro,
les causarás una gran impresión, cuando les saludes sin siquiera poder moverte—y
se burló con desgarbo, cruzándose de hombros en aire reprensor—. Vamos, ¿Y si
tienes una costilla rota? Podría llamar a alguien para que venga a revisarte,
puedo...
—...Bueno,
pues ya dejaré mañana que alguien me mire, y la costilla todavía seguirá rota.
—Rachel...—su
tono se oscureció, aún cuando no lo pensé se tornó aún más severo, haciéndome
descolocar.
Resoplé
entornando los ojos, no lo recordaba así de imposible. ¿No pensaba que un
médico ahora me haría perder tiempo? Se me hacía tarde, maldición.
—Agradecería más una mano que me
ayudara a alistarme, en su lugar.
Pestañeó
con rapidez, como si aquello no se lo hubiese esperado. Suspiró, y luego de
mirar el reloj de su muñeca como si el simple hecho le lastimara me miró de
nuevo, noté que un poco resignado.
—Claro—dijo—. Te ayudaré.
El cambio
de actitud que tuvo me hizo sin más desvariar, no podía ni creerlo. Me tomó del
brazo entonces para ayudarme a andar escaleras arriba hasta mi habitación, no
sin antes cerciorarnos que cada roce que me daba, de alguna forma no me podría
lastimar. Que su tacto no se sintiera hasta el fondo de mis entrañas, ahí donde
el dolor había germinado, ya se había extendido.
Cerró la
puerta luego de que ingresamos, y luego de medio segundo, su mirada ya se
perdía observando el atuendo que había dejado extendido sobre el colchón tiempo
atrás.
—Bien, ah...—aclaré mi garganta, haciéndole
reaccionar—. Date... date la vuelta.
—¿Qué?—preguntó con extrañez,
cabeceando como si no lo comprendiera.
¿Era en
serio?
—Es que
no quiero que me veas... cuando... —y extendí ambos brazos a mis costados,
rogando que, al mostrarle la bata que llevaba, mis movimientos explicaran lo
que mis palabras ya no pudieron pronunciar. Una punzada letal de sonrojo
comenzó a aflorar.
Unas
carcajadas limpias se le escaparon y ni se molestó en hacerlas callar.
—Rachel,
te he visto de esa forma millones de veces—dijo indolente, con una sonrisa que
ni él soportaba—. Nos hemos visto. Me he sorbido incluso crema batida de tu
cuerpo desnudo.
—S-sí,
pero era diferente...—me apuré a decir como mis mejillas entumecidas me lo
hicieron posible. La manera en que mi piel se erizó, la presión que sentía en
mi rostro hasta ardía, el cómo me bullía la sangre se sintió letal—. Entonces
éramos una pareja, ahora me resultaría raro. O dime, ¿Qué harías si te besara
ahora mismo?
—Te
devolvería el beso—soltó certero, derrochando orgullo por cada facción. De
inmediato deseé no haber abierto la maldita boca de más. Quería sonrojarle, no
que me hiciese a mí más fulminante el efecto.
Si las
miradas asesinaran, ya estaría él desangrándose en el suelo.
—Eso no
es... gracioso—respiré lento, prácticamente sin mostrar ni un poco del temor
que su respuesta me hizo sentir. Maldita sea.
—¿Estás segura?
Suspiré,
y por mi silencio, terminó riendo aumentando su volumen incluso más. Parecía
que se había olvidado incluso de que su bebé de año y medio dormía en la
habitación de al lado.
—Lo
siento, es que no puedes evitar que piense en ti de esa forma, Rach. Es uno de
mis derechos como tu ex novio.
Resopló dejando
unas últimas carcajadas salir, llevándose incluso una mano a la altura del
estómago por lo que el impulso le provocaba. Al menos las risas me decían que
bromeaba, ¿No es cierto? Que quizá, me quería hacer reír a mí también... aunque
estremecerme era lo único que podía, paralizarme de una frente a él.
—N-no...—bisbiseé
negando, mirando sobre el buró el pequeño reloj. Mierda, no servía de nada, no
avanzábamos de lugar—. Vamos, tú no... Tú no puedes...
Aún me
ruborizaba, me perdía, me entumecía no sólo por las molestias de mi cuerpo,
sino por sus ojos volviéndose dos pilares imposibles de soportar.
—Vamos,
¿Quieres madurar?—sus risas ya perdían un poco de intensidad y suspirando,
recobrando seriedad, volvió a poner sus ojos alegres sobre los míos—. Sólo
bromeo. No tiene importancia, en verdad.
Resoplé,
analizando su expresión. El aire de tranquilidad que de pronto tomó parecía
verdadero.
—Está...
bien—susurré mientras que, lentamente iba tomando de la bata que cubría mi
cuerpo para hacerla ceder.
Había
tirado apenas del cuello de la prenda y mi escote relució. No pasó ni un
instante y a él, descolocado, se le comenzaron a teñir las mejillas, o el
rostro entero, de un color rojo imposible, y sus labios amenazaron con volver a
sonreír.
Volví a
arroparme como pude. Mierda, volvíamos a lo mismo.
—Perfecto—espeté,
cubriendo mi cuerpo más de lo que antes estaba, irguiéndome frente a él y a su
mirada brillante—. ¿Sabes lo que has hecho? Ahora prefiero hacerlo yo sola.
—Oh,
linda, vamos...—se aproximó con una expresión culposa y divertida a la vez—.
Sólo estaba...
—...No—zanjé.
Giré para
darle la espalda y me petrifiqué. Respiré convulsamente cuando el dolor que
había estado molestándome desde hace horas ahora rugió salvaje, letal.
Obligándome a que, además de sentir de que todo perdía sentido a mis lados, a
que un alarido de molestia me brotara a la par.
Un
quejido lastimero más se me escapó, y sólo procesé con la mirada cansada el
cómo ya él se acercaba.
—Ey,
escúchame... Rachel...
—¡Agh...! ¡No!—le alejé al sentir que su
roce me laceraba, y mis bramidos casi se estrellaron contra su propia piel,
contra su rostro mirándome, puramente consternado.
—Ya está—me
confrontó serio. Mantuvo el gesto duro, perforándome con la mirada, desesperado—.
Llamaré a alguien para que te revise. Ahora. No me interesa qué tengas que
hacer.
Y sentí
sin más un enorme nudo en la garganta que generó un escalofrío por todo mi
cuerpo.
—Está...
bien—asentí esta vez, vencida, tomando asiento no sin su ayuda sobre el
colchón. Ya se me ocurriría luego una manera de avisar a mis jefes que no
asistiría, una forma coherente de decir la verdad... sin contar demasiado.
—Aguarda
aquí en lo que le llamo a mi médico, ¿Bien? Luego, te dejaré a solas con él—se
alejó, cerciorándose de que la posición en la que me dejaba, no haría el dolor
empeorar, de que no me quejase de nuevo.
—E-espera,
espera...—y sin embargo, algo dentro de mí ardió, y no era precisamente donde
sabía se encontraba el golpe—. ¿No vas a... acompañarme?
Se tensó.
Se quedó pasmado, ahí, sólo mirándome mientras mis ojos ardían al observarle.
Pasó una mano exasperante a través de sus rizos y suspiró.
—Por
supuesto que sí—no me miró a mí. Miraba su reloj, el suelo, el techo, una
manera de hablar sin titubear—. Sólo... tendré que... hacer un par de llamadas.
—Claro...—susurré,
ya con más tranquilidad, y una pequeña sonrisa me había brotado incluso aunque
el nudo de mi pecho aún no sanaba.
—Ahora vuelvo, ¿Sí?—me devolvió el gesto
inmediatamente, y entonces se alejó.
—...G-gracias.
Entonces,
salió. En cuanto lo hizo puse el cerrojo y me enfundé con un cuidado imposible
en la ropa de pijama que tenía empacada. Al salir Michael apareció desde la
cocina, con una taza de chocolate que había preparado para mí, y decidimos
aguardar en la estancia del primer piso mientras que le miraba pelear con
gestos y quejas con la chimenea de ladrillos. El frío que hacía dificultaba el
que se pudiese encender. Lo logró, luego de casi media hora.
El médico
de Michael llegó una conversación de casi una hora más tarde. Después de
comentarle lo sucedido, curó mis raspones, que eran más de tres, y encontró
además un golpe en mi costado derecho que, al asegurarse de que no fuera
fractura, me recetó un par de analgésicos más potentes y un anti espasmódico,
además de descanso forzoso por un par de días.
Michael
había presenciado todo, mirando al médico con una expresión indeciblemente
seria. Cada roce que yo recibía, cada pulsación, cada trato, él lo revisaba, y
a pesar de que el mismo doctor insistió en que me dejase sola con él, no
sucedió.
—¡Ah! ¿Y
cómo te fue?—escuché una voz femenina, dulce, familiar, brotando desde el
recibidor de la inmensa casa.
Michael
volvía desde la entrada, donde había despedido su médico de cabecera un minuto
atrás, y Karen también le acompañaba. Me miró entonces abatido cuando se
percató de que yo notaba que no regresaba a solas.
—No...
importa ya—se encogió de hombros, negando. Dejándola sin decir nada más rodeó
la estancia para dejarse caer en el mismo sofá en el que yo descansaba, unos
centímetros alejado del asiento en que permanecí.
A Karen
se le entreabrieron los labios, absorta hacia él. Me pregunté entonces si
siquiera había notado que, en lugar de haber asistido a mi evento, aún me
encontraba ahí, y... evidentemente lastimada.
—¿No
importa?—bramó con incredulidad, acerándose a tomar asiento en uno de los
descansabrazos de los sillones próximos—. ¡Claro que importa! ¿Pero, cómo...?
—¿De qué
habla?—le corté. Ni la mirada seria, apagada de Michael, o las insistencias de
Karen me permitieron continuar callada.
Mirándolos
a ambos alternadamente, noté que Karen se paralizó, y él sólo se estremecía
—De nada—él
sentenció aniquilando a Karen con la mirada. Aparentemente, poniendo final al
asunto mientras que se dedicaba a leer de nueva gana la receta que el médico
nos dejó.
—No...
asististe. ¿Verdad?—ella, con un hilo de voz que apenas apareció, le estudió.
Mi
garganta ardió de desesperación, y también decidí ubicar su mirada.
—¿Michael?—bisbiseé.
Tan sólo deseaba que ese gesto de incomodidad se le borrara.
Dejó un
suspiro hondo y lastimero salir, sólo un instante antes de permitirme mantener
de nuevo su entristecida mirada. No me evité estremecer.
—Esta
noche... tenía programada una... entrevista importante—susurró entrecortado,
apretando la mandíbula, como si se le dificultara el hablar—. Iba a terminar
con algunos rumores que la prensa ha comenzado... sobre mis hijos.
Negué,
con un nudo en mi garganta que se agrandaba a cada respiración entrecortada
más. Ese atuendo, esas prisas, esas cientos de veces que miraba su reloj. Ese
asunto pendiente que aún le faltaba...
No era
cierto... No podía ser...
—M-michael...
yo... lo siento—se rasgó mi voz, negué con la cabeza zumbando, sintiéndome como
una idiota—. No quise...
—...Necesitabas
que te acompañara—y me interrumpió con amabilidad mientras que una diminuta
sonrisa volvía a tomar posesión de su gesto. Había sido lo suficiente para
pasar por alto que, sin más, su mano ya había buscado la mía para acunarla ahí—.
No es nada, en verdad.
—Es que no creí que harías eso por
mí, yo...
Sólo
callé; ya se me habían terminado las palabras. Lo aprecié y no advertí cómo ya
le tenía más cerca, cómo es que estudiar sus ojos grandes y vivos, marrones,
perfectos me hacía perder el juicio sólo así, y olvidarme de que su cercanía,
el calor que irradiaba de él, me deleitaba imposiblemente más.
Con el
paso de los años, él se había vuelto tan extraño como indescifrable para mí. Casi
siempre, pero aún así me hacía derretir como azúcar a fuego lento cada vez que
me miraba, cada que sentir así de cerca su respirar estaba de por medio. Fue
sin duda una bienvenida a Neverland en la que su actitud fue atípica en más de
un sentido, y sí, me encantaba, así me enloquecía, y no lo podía negar.
Fue una
en la que bien podría decir, estuvimos justo ahí, en medio de la noche y la
nostalgia. En medio de los "te quiero" en silencio. No hablábamos,
pero con las miradas nos llegábamos a decir tanto. Con la forma en que me perdí
sin pensarlo en sus labios, joder... al verlos o recordarlos, lo único que
pensaba era en pecar.
No pude
agradecer más, el saber que el teléfono a nuestro lado había sonado.
—Hola...—me
obligué a moverme para contestar, a zafarme de ese trance que comprendí no
soportaría. Michael suspiró y, tras un par de pestañeos, supe que él se había
reincorporado también.
Del otro
lado, una respiración agitada se escuchó. Juré que la conocía.
—¿Michael?—se
oyó.
Sonreí,
quedándome con el aparato en la mano sin dar crédito a lo que acababa de oír. A
quien terminé de oír.
—¿Chandler...?—pregunté
ansiosa, solícita, confundida hasta la médula—. ¿Eres tú? ¿Qué... haces...?
Miré a
Karen buscando alguna respuesta, alguna certeza que se escondía por ahí y que
quizá yo olvidaba. Pero se encontraba justo como yo, no se comparaba el rostro
de confusión que tenía con la sonrisa perfecta y segura que a Michael se le
escapó. Orgullosa hasta lo indecible, como si hubiese recordado algo brillante,
sólo así.
Creí oír
a Chandler resoplar.
—Necesitaba...
hablar con Michael, Rach. ¿Está?
—S-sí,
pero... Chandler, soy yo—le aseguré, llevando instintivamente una mano a la
altura de mi pecho—. Vamos, puedo hablar, puedes decirme lo que sea.
—Ah...
no lo creo—espetó.
Y de una
maniobra, Michael se estiró, arrebatándome ya el teléfono. Tan pronto como
había corroborado que ahora él era el que atendía se escuchó ligeramente que la
voz de Chandler fluía con rapidez, con naturalidad mientras que a Michael le
parecía más imposible ocultar esa odiosa sonrisa que tenía. Asentía con él.
¿Pero,
qué diablos se traían?
—Sí, sí.
Lo he hecho—Michael musitaba ansioso, como si no se pudiese contener—. Me fijé
en varios lugares que...—luego, calló un poco para poder escuchar—. Exacto, ese
mismo. ¿Has checado la disponibilidad también?
Su
sonrisa sólo se agrandaba, se reía como hacía años que no le sabía así.
—...Perfecto—terminó.
Y como la
mirada extrañada de Karen a mi lado me lo suplicaba, dejé de contenerme un
segundo más. Me aproximé y arrebaté el teléfono de la misma forma en que él lo
había conseguido antes y lo adherí sin más a mi oído para poder escuchar,
evitando cada pequeño movimiento con el que Michael luchó para retomar su
lugar.
—...Y sólo hará falta el anillo—Chandler
murmuró, luego de algo que no alcancé a escuchar.
Mi
corazón dejó de palpitar, y las palmas me sudaron de inmediato por la
incertidumbre, pestañeé absorta por esa última palabra que escuché. Me detuve,
seria, aferrando el artefacto entre mis manos, respirando despacio para no
delatarme.
Me helé,
no sabía qué esperar.
—...Porque quiero que sea tan perfecto que
cuando se lo proponga, a Monica no se le pueda borrar la sonrisa jamás.
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