viernes, 7 de octubre de 2016

Capítulo 68: "Como Antes"


Los días, meses, transcurrieron así, uno luego de otro, sin que cada momento se detuviese por mucho vacío que me conllevó cumplir la promesa que me marqué.

No tuve noticias de él durante los siguientes meses al nacimiento del pequeño Prince. Pues me alejé, como lo prometí, como los ojos temerosos de Debbie justo antes de sostener esa perfecta luz entre sus brazos me lo habían jurado, y de pronto todo fue como si de verdad hubiese olvidado todo lo ocurrido entre nosotros aquellos años que lo cambiaron todo en mi interior, en mi mundo. Había decidido que era el momento exacto de hacerme sentir bien, de sentir que podía hacer lo mismo, o intentarlo siquiera. Porque cada maldito momento en que su imagen aparecía en mis días, volver, era la primer idea que me comenzaba a asaltar en mi ser.

El trabajo era el de siempre, mis chicos eran mi mayor felicidad y me ayudaban a que el resto de mis horas me dieran igual. Y sin embargo cada noche que me perdí del mundo, que salía a cenar con ellos, o con mi familia, siempre estaba ahí esa sensación de que algo faltaba para mí. A veces, el teléfono sonaba, y aunque lo llegaba a contestar alguna que otra vez, el sentimiento de vacío no se acalló, sino hasta una noche en que la noticia del otro lado de la línea era la de una nueva bendición; Prince tendría una nueva hermanita.

Desde que la pequeña Paris había llegado, sentía que mi cotidianidad enloquecía un poco más. Yo sonreía incluso más, salía más, se me iluminaba el entorno y los días sólo de creer que él de nuevo estaba completo, que quizá verle de nuevo ya no me causaría las mismas pulsaciones frías de nostalgia que alguna vez sentí. O tal vez, era que sólo quería convencerme de ello pues, desde que había aterrizado en el aeropuerto de Los Angeles horas atrás, tratar de dormir en ese lujoso asiento trasero durante el camino en carretera, o incluso tranquilizarme, respirar, había sido una maldita agonía.

Miré a través de la ventanilla el mismo sendero, ese mismo comienzo del edén que tanto me fascinaba, las construcciones de piedra, las señales que anunciaban la cercanía, y aún lo alucinaba; No podía creer que, después de tanto tiempo, regresaba al mismo lugar. Era irreal que estaba volviendo a Neverland.

Leí de nuevo la invitación que sostenía, negando.

"Reunión Ejecutiva del Área de Compras de Ralph Lauren. Asistencia obligatoria a todo personal que quede bajo mandato del señor Adam Zelner para el día 15 de Diciembre de 1999. Los Angeles, California"

Tomé mis valijas del maletero apenas al llegar, soltando un suspiro que hizo a Karen echarse a reír sin más. En algunos rincones del jardín la decoración ya se notaba un poco festiva, más colorida, y aunque hacía frío, no se comparaba aún con los inviernos que me tenía acostumbrada pasar en Nueva York. Los chicos se estarán divirtiendo con la nevada que hoy llegaría, quizá. Y, maldición, no terminé nunca de comprender cómo es que la maldita reunión no pudo ser más cerca de casa.

Entré a la mansión con Karen detrás de mí y, como me lo esperaba, no me fue posible avanzar más allá del inmenso recibidor. No evité sonreír al quedarme pasmada con cada rincón, cada mueble viejo, cada cuadro decorativo, cada pintura, cada fotografía de él que adornaba el vestíbulo, cada minúsculo atisbo de la habitación.

La falta de personal a esa hora de la tarde daba la impresión de que la casa estaba más silenciosa, más carente de emoción que, sin la menor duda, encontrarme con Michael me resultaría como un balde de agua fría cayéndome de pronto. Me pregunté entonces dónde podría estar él.

Y dejé de moverme.

—¿Está todo bien?—la voz de Karen me arrastró fuera del trance que me atestó, cerrando la enorme puerta de roble luego de que también ingresó.
—S-sí—viré, cabeceando para así, lograr despejarme un poco—. Es sólo que... Hace mucho que no pisaba Neverland. Me siento... rara, de alguna manera.

Sonrió entonces, comprensiva.

—Neverland siempre ha sido tu hogar, Rachel—musitó, encogiéndose de hombros y noté, perdiendo su vista en cada punto vacío que yo miraba hace segundos—. Jamás dejó de serlo.

No evité que el gesto me pudiese contagiar, y decidí perderme una vez más en todo cuanto nos rodeaba mientras un suspiro se me escapaba. Quizá ella tenía un punto. Quizá, yo sólo estaba exagerando otra vez.

—Y pensar que pudiste haberte quedado en un hotel—soltó con desgarbo, reprimiendo un tono burlón que bien se me fue a estampar contra la cara, haciéndome irritar.
—Tenía decidido quedarme en un hotel—espeté encarándola con un rostro que deseé luciera lo suficientemente serio—. Pero, gracias a que alguien le ha pasado a Michael el dato de que vendría, ninguno de los dos quiso dejarme otra opción.
—Ya te dije que lo siento—musitó echándose a reír como si mi seriedad, mi forma sutil de reprenderla no importara—. Quizá se me salió la información por error.

Entrecerré los ojos, recalcando la obviedad de la bendita broma.

—O quizás no...—su sonrisa se hizo tímida de pronto, culposa—. Anda, ya ve a alistarte. Tu vieja habitación está lista, y esperando por ti.
—Gracias—y tomando mi valija, la única que llevaba, me aproximé a tomar el pasamanos de la escalera para comenzar a ya a subir.

Mi habitación, pensé, será más difícil mirarla sin esperar encontrarme con algunas de las cosas que había dejado ahí. Fotografías, lociones, ropa, libros, cada parte que Ross recogió del lugar años atrás. Escuché cómo un par de risitas sinceras se escapaban de los labios de Karen al tiempo en que, esperando por lo peor, le volvía a encarar.

¿Subí en verdad los primeros tres escalones demasiado lento? ¿Mi nerviosismo fue tan obvio otra vez?

—Y ya déjate de esos nervios de punta, ¿Quieres?—murmuró recargando su cuerpo contra un muro que se encontraba cerca, cruzándose de brazos para relucir seguridad—. Él no está aquí ahora.

Pestañeé hacia ella, imposiblemente rápido. Mi pecho ya daba un vuelco de decepción sin haberlo esperado siquiera, una leve tristeza que sin pensarlo, dejó su marca.

            —¿No... está?—bisbiseé.
—Tenía asuntos que atender. Y por la noche, tendrá un tema más importante del que tendrá que encargarse, así que sería extraordinario que te lo llegases a topar.

Y terminó de hablar sonriendo, guiñando un ojo hacia mí.

—Puedes quedarte tranquila—dio entonces un par de pasos hacia atrás, y tomando de nuevo el picaporte de esa puerta, salió. Dejándome con una respuesta más que ya pujaba por salir de mi boca, un tipo de incertidumbre, quizá.

Las horas de avión aún pesaban en mi cabeza y pensamientos, más si la última vez que había tomado un vuelo desde Nueva York a California había sido edades atrás. Me sentía más ligera de lo común, un tanto distraída y, si estaba segura que Karen tenía una ocupación luego de acompañarme, había olvidado que lo comentó. Es el agotamiento lo que me hace no recordar ese tipo de detalles, o la sensación de vacío que provocaba la ausencia de Michael lo que me hacía alucinar.

Pisando el silencio, me dirigí escaleras arriba, y al encontrarme con mi vieja habitación abierta de par en par y aguardando, mis ojos se arrastraron hacia esa vieja escultura del par de niños que tomando sus manos por encima de una puerta de caoba, dejaban relucir un lindo semblante juguetón.

Ahí estaba, la habitación que juntos compartíamos.

Negué con un suspiro lastimero, y alejándome hacia mi habitación designada, rogando por despejarme, me encerré sin perder un instante más en el cuarto de baño. Descubrí mi cuerpo pese a la fina brisa congelada que se filtraba aún y con la ventana cerrada, ingresé a la ducha y, con los ojos sellados, con mis brazos abrazando mi cuerpo, dejé el agua caer.

Poco a poco, los golpeteos del líquido cálido chocando contra mi piel me hacían recuperar esa parte de esencia que no dejó emerger por miedo a lo que pensar en ese sitio próximo me provocaba, pues si esa habitación ya había sido compartida con alguien más, no dejaría de ser incontenible el volver a mirarla, no me sumergiría de nuevo a ese abismo innecesario otra vez. Mantenía mi mente ocupada, la oscuridad que brindaban mis párpados sellados más viva que nunca, y un puñado de susurros internos que me decían que su ausencia, aunque no dolía, aún podía quemar.

Estiré entonces mi brazo hacia la llave de paso para detener la corriente que se acumulaba en la tina cuando, sin sentir la advertencia ardiendo al centro de mi ser, el equilibrio que me mantenía adherida al suelo se hizo nulo, la coherencia se esfumó. Mi cuerpo desnudo se irguió de forma involuntario rogando por reponerme cuando, sin más, uno de mis costados ya se había precipitado con fuerza hacia el filo de la bañera.

Un golpe impensable fue lo primero que sentí, y un alarido de dolor, de esos que congelan la corriente de las venas, lo que pude escuchar. Sonó irreal, aunque se había arrancado de mis labios.

Una punzada tremenda, un quiebre agudo me atravesó el estómago, el cuerpo, las caderas cuando me moví, y aún así salí como pude, pensando en que la sensación de ardor desaparecería.

Envuelta en una bata de baño, tomé de la valija el atuendo que me había elegido para la reunión; una falda gris aperlada junto con una blusa de seda a juego que dejé extendidos sobre el colchón mientras que, aguardando a que las arrugas que el viaje les había provocado se desvanecieran un poco, comencé a maquillarme para aprovechar la espera. Pero se me terminaba el tiempo que tenía antes de salir, y los dolores extendiéndose a través de mi cintura aún no cesaban, aumentaban. Resultaba con cada movimiento, o incluso cada respiración, más difícil el poderlo ignorar.

Me dirigí al primer piso entre quejidos, bramidos y maldiciones, una tras otra. No iba a soportar la maldita velada de esta manera.

Abrí la primera gaveta que ubiqué de la cocina en busca de algún analgésico, la segunda, la tercera, y sólo me topaba con especias, harina, polvos de hornear, y una barra de chocolate que contrastaba con la fina despensa. ¿Habían movido todo de su sitio? ¡No lo recordaba así! ¿No estaban por aquí los medicamentos?

Y continué hurgando entre cada escondrijo que miraba mientras que, a mis espaldas, se disparaba un ruidito tierno que me obligó a olvidarme de la punzada de dolor que bien, podía hacerme echar a chillar contra los suelos. Viré en el acto, y no evité quedarme paralizada.

Era... la pequeña Paris.

—H-hola, preciosa...—me puse de cuclillas al notar que se aproximaba, olvidándome de lo que hacía e, inevitablemente, extraviando mis sentidos en sus ojos, y nada más. Eran increíblemente preciosos, y resaltaban con el bonito vestido que, noté, se trataba del que Monica le había enviado por correo, meses atrás.

¿Había estado ahí todo el tiempo conmigo? ¿Cómo diablos fue que no la escuché, que no la sentí siquiera?

—Hola...—me saludó, dejando salir unos titubeos tiernos que aunque no percibía bien, me derretían el interior.

Era sólo una pequeña de un año y medio y ya caminaba casi a la perfección. La última vez que la había mirado fue en un video que Karen nos mostró en el que ella aparecía jugando ajedrez junto al pequeño Prince, y su padre. Lo recordé entre una sonrisa que no evité dejar salir, me fascinaba ver esa cinta, una y otra vez.

Con sus dedos pequeños, ella me señaló algo a la altura de mi cabeza, o para ser exacta, hacia las gavetas que sólo hace un segundo dejé de hurgar. De inmediato lo había comprendido.

—Oh...—me giré y abrí la gaveta, tomando con seguridad la golosina de chocolate que antes miré. Se la tendí y, con el mero brillo de sus ojos, con esa sonrisa irreal, supe que no me había equivocado—. Aquí tienes, Paris.

Su sonrisa se agrandaba, mi corazón también de sólo mirarla un segundo más. Me había perdido incluso de los primeros titubeos que comenzaban a brotar de sus labios de nuevo.

—¿Qué dices, pequeña?—me incliné, tenía la idea de poder leer un poco mejor sus labios.

Abrió la golosina sin aguardar, y perdida en el dulce, en cómo un poco de migajas habían caído al suelo, sus pequeños labios se entreabrían otra vez. Sonreía.

            —Gracias... mamá...

Dejé entonces de respirar, de sentir, de mirarle a los hermosos ojos brillantes. Un inmenso retortijón ardió en mi estómago y el que ya sentía ni por poco ayudó. Tragué saliva.

            —A-ah... pequeña, yo...
            —...Creí que esperarías por mí a que bajara las cosas del auto—esa voz.

Me costó izar mi mirada y enfocar, pues mis pensamientos aún se atoraban, el dolor de mi cintura me impedía moverme con rapidez. Cuando lo logré, entonces le miré, a él, a la pequeña corriendo vivaz y esperando a que su padre la sostuviera en sus brazos. Portando un atuendo bastante peculiar, elegante para alguien que lo usaría un jueves por la noche en casa.

Quedé paralizada frente a Michael mientras que, sosteniendo a su pequeña, una risa orgullosa se le escapaba luego de analizar mi reacción. Se miraba... perfecto. Mierda.

Permanecer ahí, huir, gritar, lanzarme hacia sus brazos también; esas eran mis retorcidas opciones.

—Es un... bonito atuendo el que llevas—murmuró indolente, con sus ojos paseándose desde mi cabellera húmeda, mi rostro, mi bata de baño y mis pies. ¿Es que había otra manera aún posible de estar en desventaja?

Le encaré, con mis mejillas entumecidas, a punto de explotar. Debía lucir lo más segura que podía, tenía que disimular al menos.

—El tuyo... también—le señalé, recalcando lo obvio. Al menos una idea de zafarme del tema me dio el ostentoso atuendo que llevaba—. Karen me había dicho... que estarías ocupado.
—Y es verdad—meció a Paris entre sus brazos, ocasionando que un par de risitas tiernas se le escaparan. Michael sonreía sólo de ver, se le caía la cara de ternura—. Aún no termino, sólo que he vuelto a casa un poco antes. La señorita Paris estaba un poco molesta conmigo porque ya se acerca su hora de dormir, ¿No es cierto?

Una mirada un tanto seria de su padre sólo ocasionó que la pequeña se encogiera de hombros y nada más, aún estaba muy embelesada con la golosina que ya estaba a nada de terminar. Michael no pudo ocultar unas risas que se le salieron, y tampoco yo.

            —¿Dónde está Prince?—pregunté.
—Con mis padres. Janet lo ha llevado a pasear desde esta tarde y Kate insistió en que dormiría con ella esta vez. Sabes cómo se adoran.
            —Lo sé...

Y asentí junto con él. No sólo Kate, sino que Janet, el resto de la familia, y Karen le adoraban. Había sido así desde el momento en que había salido del hospital luego de nacer y el lazo del pequeño con su abuela sólo creció desde que Paris había llegado. Por los problemas que daba la pequeña con sus llantos, Prince se quedaba más en casa de los padres de Michael. Cada semana, si no es que cada tercer día, las cartas o llamadas de Michael o Janet no faltaban en nuestro departamento, contándonos todo lo nuevo por saber. Era mi manera de alejarme, sin haber desaparecido de su vida totalmente.

Un pequeño bostezo que a ella le brotó nos hizo reaccionar de pronto.

—Oh, cariño, lo siento...—a Michael se le oscureció el gesto con una terrible mueca de preocupación. Hasta la envoltura del dulce se le había caído a Paris de sus pequeñas manos y ni enterados estábamos. Él entonces me miró—. ¿Me disculpas un minuto? Sólo iré a...
            —...Adelante—le corté con suavidad, segura de qué hablaba.

Me sonrió, y Paris sólo agitó con dulzura su pequeña mano para despedirse mientras que él con ella en brazos ya se alejaba. Le devolví el lindo gesto sin esperar y, al sacudir mi brazo, vuelvo obligarme a mí misma a absorber el dolor que el movimiento provocó.

Paris era perfecta, preciosa en verdad. No me cansaba de sólo mirar su piel dorada, cada tierna gesticulación, y aunque la manera en que sus rizos delicados se acomodaban era igual a la de Michael, la esencia del rostro de Debbie en sus facciones estaba ahí, más viva de lo que lo hubiera recordado. Suspiré, con mi mirada incrustándose en los suelos.

Y aquella frase que le llegué a prometer apareció, provocando un agujero oscuro que se me clavaba en el pecho. Me pesó.

Continué buscando por los analgésicos con más prisa que antes, con más incomodidad en uno de mis costados, más tensión casi al filo de mis caderas. Los encontré en la última de las gavetas, a un lado del refrigerador. Me serví entonces un vaso con agua del grifo cuando escuché un par de pasos seguros volviendo hacia mí.

Una cadencia de pasos que, hasta en mis más borrosos sueños, conocía.

            —Le agradas, en verdad.

Sólo le oí, más no giré, y en su lugar me dediqué a intentar abrir el pequeño bote de las pastillas de alguna manera que no me cobrara demasiado esfuerzo. Mierda, me dolía, ni intentar podía siquiera.

Le sentí aproximarse, la sombra que provocó desde mis espaldas me distrajo.

    —¿Sabes? Cuando la acostaba, ella... se ha referido a ti como su...
—...Mamá—le corté, girándome con dificultad. Un dolor agudo y persistente nacía desde uno de mis costados—. Me llamó... mamá, antes.

Mordió sus labios, como si intentara que unas risas se pudiesen reprimir.

—¿Eso es... malo?—musitó, torciendo el gesto—. Prince ha llamado a Phoebe y Monica 'tía' todo el tiempo, y a ambas les fascina, ¿Por qué es diferente que a ti...?
—...Porque está mal, Michael. Yo no soy...—y callé, su expresión dura, volviéndose sombría me obligó a detenerme, a buscar una forma de decirlo menos... tajante—. ¿Qué haría Debbie si se entera de que su pequeña me llama de esa manera?
—Pero Debbie no está aquí, y ese es el asunto—espetó un tanto frío, acercándose un paso más hacia mí, fulminante—. El trato con ella terminó, y Paris no ha sabido de ella desde hace meses. Prince ya va para el año que no la mira a los ojos.

Pestañeé contrariada, dándole la espalda por un momento para que mi corazón se regularizara, que mis palmas dejasen de sudar. Aquello no lo sabía, no me atrevería a imaginarlo siquiera.

Él sólo suspiró.

            —Lo siento, no quise...—intentó susurrar.
            —...No importa.

Entretanto, y con una oportunidad más al sorber la maldita punzada de dolor que me corroía, logré abrir el recipiente de analgésicos de una vez. De golpe, la tapa brotó y, por el entumecimiento que provocó el ardor, noté que un par de pastillas se me salían. Las intenté tomar y, sin saberlo, el sonido de unas más cayendo contra el suelo me descolocaron sin más.

Me quedé paralizada, maldiciendo mi suerte. Fue todo lo que quedó.

—Al parecer el baile de las pastillas funciona—terminó de acercarse hacia mí con unas risas que apenas le dejaron terminar de hablar. Le ignoré y, pestañeando, casi hiperventilando me incliné para comenzar a tomar las endemoniadas pastillas. Sólo rogando que el dolor no volviese a aparecer—. ¿Para qué has abierto las...?
¡...Agh!—un dolor intenso retorciéndome las entrañas fue lo primero que sentí, la sombra que provocó la cercanía de Michael después.
—¿Qué es lo que ocurrió, Rachel? ¿Estás lastimada?—con cuidado, me ayudó a incorporar, la maldita sensación de ardor incluso me dejó percibir cómo su respiración se agitaba.
—Me he tropezado en la ducha—rogué sonar tranquila, certera, desinteresada. Lo que sea que le hiciese despreocuparse para que todo no se marchase al demonio ya—. Pero, estoy bien, estoy bien...

Tenía que tranquilizarme si no quería que él también se alarmara aunque aún dolía, aún se sentía. El entumecimiento físico aún me hacía estremecer, no dejaba que me moviese como deseaba.

            —No, no lo estás—sentenció.
—Sí...—interpuse mi mano hacia él, intentando alejarlo sólo un poco. No contenía distraerme con el tacto que generaban sus manos puestas sobre mi cadera—. Lo estoy, lo prometo.
—Rachel...—cedió, pero su rostro no se tranquilizaba. Y su tono sólo empeoró.

Resoplé, llevándome ya un par de pastillas a la boca. Eso lo haría, con suerte. Otro par más en unas horas y debería bastar.

Ey, estoy bien...—musité, cerrando el pequeño bote con precaución—. Sólo... ¡Agh, no...!

Apareció otra vez, sintiéndose como una daga incrustada entre mis músculos, rasgando, sin dejarse disimular. Maldición, ¿Cuánto tardaba esta cosa en hacer efecto?

—Sí, perfecto—espetó, evidentemente incrédulo, serio—. Tienes que dejar que te vea un médico, Rachel.
—No. Tengo que arreglarme para ir a cenar a casa de mi jefe. Es muy importante para mí, hay mucha gente a la que tengo que conocer ahí. ¿No he venido para eso?
—Claro, les causarás una gran impresión, cuando les saludes sin siquiera poder moverte—y se burló con desgarbo, cruzándose de hombros en aire reprensor—. Vamos, ¿Y si tienes una costilla rota? Podría llamar a alguien para que venga a revisarte, puedo...
—...Bueno, pues ya dejaré mañana que alguien me mire, y la costilla todavía seguirá rota.
—Rachel...—su tono se oscureció, aún cuando no lo pensé se tornó aún más severo, haciéndome descolocar.

Resoplé entornando los ojos, no lo recordaba así de imposible. ¿No pensaba que un médico ahora me haría perder tiempo? Se me hacía tarde, maldición.

            —Agradecería más una mano que me ayudara a alistarme, en su lugar.

Pestañeó con rapidez, como si aquello no se lo hubiese esperado. Suspiró, y luego de mirar el reloj de su muñeca como si el simple hecho le lastimara me miró de nuevo, noté que un poco resignado.

            —Claro—dijo—. Te ayudaré.

El cambio de actitud que tuvo me hizo sin más desvariar, no podía ni creerlo. Me tomó del brazo entonces para ayudarme a andar escaleras arriba hasta mi habitación, no sin antes cerciorarnos que cada roce que me daba, de alguna forma no me podría lastimar. Que su tacto no se sintiera hasta el fondo de mis entrañas, ahí donde el dolor había germinado, ya se había extendido.

Cerró la puerta luego de que ingresamos, y luego de medio segundo, su mirada ya se perdía observando el atuendo que había dejado extendido sobre el colchón tiempo atrás.

—Bien, ah...—aclaré mi garganta, haciéndole reaccionar—. Date... date la vuelta.
            —¿Qué?—preguntó con extrañez, cabeceando como si no lo comprendiera.

¿Era en serio?

—Es que no quiero que me veas... cuando... —y extendí ambos brazos a mis costados, rogando que, al mostrarle la bata que llevaba, mis movimientos explicaran lo que mis palabras ya no pudieron pronunciar. Una punzada letal de sonrojo comenzó a aflorar.

Unas carcajadas limpias se le escaparon y ni se molestó en hacerlas callar.

—Rachel, te he visto de esa forma millones de veces—dijo indolente, con una sonrisa que ni él soportaba—. Nos hemos visto. Me he sorbido incluso crema batida de tu cuerpo desnudo.
—S-sí, pero era diferente...—me apuré a decir como mis mejillas entumecidas me lo hicieron posible. La manera en que mi piel se erizó, la presión que sentía en mi rostro hasta ardía, el cómo me bullía la sangre se sintió letal—. Entonces éramos una pareja, ahora me resultaría raro. O dime, ¿Qué harías si te besara ahora mismo?
—Te devolvería el beso—soltó certero, derrochando orgullo por cada facción. De inmediato deseé no haber abierto la maldita boca de más. Quería sonrojarle, no que me hiciese a mí más fulminante el efecto.

Si las miradas asesinaran, ya estaría él desangrándose en el suelo.

—Eso no es... gracioso—respiré lento, prácticamente sin mostrar ni un poco del temor que su respuesta me hizo sentir. Maldita sea.
            —¿Estás segura?

Suspiré, y por mi silencio, terminó riendo aumentando su volumen incluso más. Parecía que se había olvidado incluso de que su bebé de año y medio dormía en la habitación de al lado.

—Lo siento, es que no puedes evitar que piense en ti de esa forma, Rach. Es uno de mis derechos como tu ex novio.

Resopló dejando unas últimas carcajadas salir, llevándose incluso una mano a la altura del estómago por lo que el impulso le provocaba. Al menos las risas me decían que bromeaba, ¿No es cierto? Que quizá, me quería hacer reír a mí también... aunque estremecerme era lo único que podía, paralizarme de una frente a él.

—N-no...—bisbiseé negando, mirando sobre el buró el pequeño reloj. Mierda, no servía de nada, no avanzábamos de lugar—. Vamos, tú no... Tú no puedes...

Aún me ruborizaba, me perdía, me entumecía no sólo por las molestias de mi cuerpo, sino por sus ojos volviéndose dos pilares imposibles de soportar.

—Vamos, ¿Quieres madurar?—sus risas ya perdían un poco de intensidad y suspirando, recobrando seriedad, volvió a poner sus ojos alegres sobre los míos—. Sólo bromeo. No tiene importancia, en verdad.

Resoplé, analizando su expresión. El aire de tranquilidad que de pronto tomó parecía verdadero.

—Está... bien—susurré mientras que, lentamente iba tomando de la bata que cubría mi cuerpo para hacerla ceder.

Había tirado apenas del cuello de la prenda y mi escote relució. No pasó ni un instante y a él, descolocado, se le comenzaron a teñir las mejillas, o el rostro entero, de un color rojo imposible, y sus labios amenazaron con volver a sonreír.

Volví a arroparme como pude. Mierda, volvíamos a lo mismo.

—Perfecto—espeté, cubriendo mi cuerpo más de lo que antes estaba, irguiéndome frente a él y a su mirada brillante—. ¿Sabes lo que has hecho? Ahora prefiero hacerlo yo sola.
—Oh, linda, vamos...—se aproximó con una expresión culposa y divertida a la vez—. Sólo estaba...
            —...No—zanjé.

Giré para darle la espalda y me petrifiqué. Respiré convulsamente cuando el dolor que había estado molestándome desde hace horas ahora rugió salvaje, letal. Obligándome a que, además de sentir de que todo perdía sentido a mis lados, a que un alarido de molestia me brotara a la par.

Un quejido lastimero más se me escapó, y sólo procesé con la mirada cansada el cómo ya él se acercaba.

            —Ey, escúchame... Rachel...
¡Agh...! ¡No!—le alejé al sentir que su roce me laceraba, y mis bramidos casi se estrellaron contra su propia piel, contra su rostro mirándome, puramente consternado.
—Ya está—me confrontó serio. Mantuvo el gesto duro, perforándome con la mirada, desesperado—. Llamaré a alguien para que te revise. Ahora. No me interesa qué tengas que hacer.

Y sentí sin más un enorme nudo en la garganta que generó un escalofrío por todo mi cuerpo.

—Está... bien—asentí esta vez, vencida, tomando asiento no sin su ayuda sobre el colchón. Ya se me ocurriría luego una manera de avisar a mis jefes que no asistiría, una forma coherente de decir la verdad... sin contar demasiado.
—Aguarda aquí en lo que le llamo a mi médico, ¿Bien? Luego, te dejaré a solas con él—se alejó, cerciorándose de que la posición en la que me dejaba, no haría el dolor empeorar, de que no me quejase de nuevo.
—E-espera, espera...—y sin embargo, algo dentro de mí ardió, y no era precisamente donde sabía se encontraba el golpe—. ¿No vas a... acompañarme?

Se tensó. Se quedó pasmado, ahí, sólo mirándome mientras mis ojos ardían al observarle. Pasó una mano exasperante a través de sus rizos y suspiró.

—Por supuesto que sí—no me miró a mí. Miraba su reloj, el suelo, el techo, una manera de hablar sin titubear—. Sólo... tendré que... hacer un par de llamadas.
—Claro...—susurré, ya con más tranquilidad, y una pequeña sonrisa me había brotado incluso aunque el nudo de mi pecho aún no sanaba.
—Ahora vuelvo, ¿Sí?—me devolvió el gesto inmediatamente, y entonces se alejó.
            —...G-gracias.


Entonces, salió. En cuanto lo hizo puse el cerrojo y me enfundé con un cuidado imposible en la ropa de pijama que tenía empacada. Al salir Michael apareció desde la cocina, con una taza de chocolate que había preparado para mí, y decidimos aguardar en la estancia del primer piso mientras que le miraba pelear con gestos y quejas con la chimenea de ladrillos. El frío que hacía dificultaba el que se pudiese encender. Lo logró, luego de casi media hora.

El médico de Michael llegó una conversación de casi una hora más tarde. Después de comentarle lo sucedido, curó mis raspones, que eran más de tres, y encontró además un golpe en mi costado derecho que, al asegurarse de que no fuera fractura, me recetó un par de analgésicos más potentes y un anti espasmódico, además de descanso forzoso por un par de días.

Michael había presenciado todo, mirando al médico con una expresión indeciblemente seria. Cada roce que yo recibía, cada pulsación, cada trato, él lo revisaba, y a pesar de que el mismo doctor insistió en que me dejase sola con él, no sucedió.

—¡Ah! ¿Y cómo te fue?—escuché una voz femenina, dulce, familiar, brotando desde el recibidor de la inmensa casa.

Michael volvía desde la entrada, donde había despedido su médico de cabecera un minuto atrás, y Karen también le acompañaba. Me miró entonces abatido cuando se percató de que yo notaba que no regresaba a solas.

—No... importa ya—se encogió de hombros, negando. Dejándola sin decir nada más rodeó la estancia para dejarse caer en el mismo sofá en el que yo descansaba, unos centímetros alejado del asiento en que permanecí.

A Karen se le entreabrieron los labios, absorta hacia él. Me pregunté entonces si siquiera había notado que, en lugar de haber asistido a mi evento, aún me encontraba ahí, y... evidentemente lastimada.

—¿No importa?—bramó con incredulidad, acerándose a tomar asiento en uno de los descansabrazos de los sillones próximos—. ¡Claro que importa! ¿Pero, cómo...?
—¿De qué habla?—le corté. Ni la mirada seria, apagada de Michael, o las insistencias de Karen me permitieron continuar callada.

Mirándolos a ambos alternadamente, noté que Karen se paralizó, y él sólo se estremecía

—De nada—él sentenció aniquilando a Karen con la mirada. Aparentemente, poniendo final al asunto mientras que se dedicaba a leer de nueva gana la receta que el médico nos dejó.
—No... asististe. ¿Verdad?—ella, con un hilo de voz que apenas apareció, le estudió.

Mi garganta ardió de desesperación, y también decidí ubicar su mirada.

—¿Michael?—bisbiseé. Tan sólo deseaba que ese gesto de incomodidad se le borrara.

Dejó un suspiro hondo y lastimero salir, sólo un instante antes de permitirme mantener de nuevo su entristecida mirada. No me evité estremecer.

—Esta noche... tenía programada una... entrevista importante—susurró entrecortado, apretando la mandíbula, como si se le dificultara el hablar—. Iba a terminar con algunos rumores que la prensa ha comenzado... sobre mis hijos.

Negué, con un nudo en mi garganta que se agrandaba a cada respiración entrecortada más. Ese atuendo, esas prisas, esas cientos de veces que miraba su reloj. Ese asunto pendiente que aún le faltaba...

No era cierto... No podía ser...

—M-michael... yo... lo siento—se rasgó mi voz, negué con la cabeza zumbando, sintiéndome como una idiota—. No quise...
—...Necesitabas que te acompañara—y me interrumpió con amabilidad mientras que una diminuta sonrisa volvía a tomar posesión de su gesto. Había sido lo suficiente para pasar por alto que, sin más, su mano ya había buscado la mía para acunarla ahí—. No es nada, en verdad.
            —Es que no creí que harías eso por mí, yo...

Sólo callé; ya se me habían terminado las palabras. Lo aprecié y no advertí cómo ya le tenía más cerca, cómo es que estudiar sus ojos grandes y vivos, marrones, perfectos me hacía perder el juicio sólo así, y olvidarme de que su cercanía, el calor que irradiaba de él, me deleitaba imposiblemente más.

Con el paso de los años, él se había vuelto tan extraño como indescifrable para mí. Casi siempre, pero aún así me hacía derretir como azúcar a fuego lento cada vez que me miraba, cada que sentir así de cerca su respirar estaba de por medio. Fue sin duda una bienvenida a Neverland en la que su actitud fue atípica en más de un sentido, y sí, me encantaba, así me enloquecía, y no lo podía negar.

Fue una en la que bien podría decir, estuvimos justo ahí, en medio de la noche y la nostalgia. En medio de los "te quiero" en silencio. No hablábamos, pero con las miradas nos llegábamos a decir tanto. Con la forma en que me perdí sin pensarlo en sus labios, joder... al verlos o recordarlos, lo único que pensaba era en pecar.

No pude agradecer más, el saber que el teléfono a nuestro lado había sonado.

—Hola...—me obligué a moverme para contestar, a zafarme de ese trance que comprendí no soportaría. Michael suspiró y, tras un par de pestañeos, supe que él se había reincorporado también.

Del otro lado, una respiración agitada se escuchó. Juré que la conocía.

            —¿Michael?—se oyó.

Sonreí, quedándome con el aparato en la mano sin dar crédito a lo que acababa de oír. A quien terminé de oír.

—¿Chandler...?—pregunté ansiosa, solícita, confundida hasta la médula—. ¿Eres tú? ¿Qué... haces...?

Miré a Karen buscando alguna respuesta, alguna certeza que se escondía por ahí y que quizá yo olvidaba. Pero se encontraba justo como yo, no se comparaba el rostro de confusión que tenía con la sonrisa perfecta y segura que a Michael se le escapó. Orgullosa hasta lo indecible, como si hubiese recordado algo brillante, sólo así.

Creí oír a Chandler resoplar.

            —Necesitaba... hablar con Michael, Rach. ¿Está?
—S-sí, pero... Chandler, soy yo—le aseguré, llevando instintivamente una mano a la altura de mi pecho—. Vamos, puedo hablar, puedes decirme lo que sea.
            —Ah... no lo creo—espetó.

Y de una maniobra, Michael se estiró, arrebatándome ya el teléfono. Tan pronto como había corroborado que ahora él era el que atendía se escuchó ligeramente que la voz de Chandler fluía con rapidez, con naturalidad mientras que a Michael le parecía más imposible ocultar esa odiosa sonrisa que tenía. Asentía con él.

¿Pero, qué diablos se traían?

—Sí, sí. Lo he hecho—Michael musitaba ansioso, como si no se pudiese contener—. Me fijé en varios lugares que...—luego, calló un poco para poder escuchar—. Exacto, ese mismo. ¿Has checado la disponibilidad también?

Su sonrisa sólo se agrandaba, se reía como hacía años que no le sabía así.

            —...Perfecto—terminó.

Y como la mirada extrañada de Karen a mi lado me lo suplicaba, dejé de contenerme un segundo más. Me aproximé y arrebaté el teléfono de la misma forma en que él lo había conseguido antes y lo adherí sin más a mi oído para poder escuchar, evitando cada pequeño movimiento con el que Michael luchó para retomar su lugar.

...Y sólo hará falta el anillo—Chandler murmuró, luego de algo que no alcancé a escuchar.

Mi corazón dejó de palpitar, y las palmas me sudaron de inmediato por la incertidumbre, pestañeé absorta por esa última palabra que escuché. Me detuve, seria, aferrando el artefacto entre mis manos, respirando despacio para no delatarme.

Me helé, no sabía qué esperar.

...Porque quiero que sea tan perfecto que cuando se lo proponga, a Monica no se le pueda borrar la sonrisa jamás.

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