viernes, 4 de noviembre de 2016

Capítulo 72: "Miedo"


—No puedo creer que dentro de cuatro semanas Monica y Chandler estarán casados—Ross negó, y fascinado miraba al vacío. Incluso ignoró la taza de café que se había apurado a ordenar primero que nosotros antes de volvernos a mirar—. ¿Pueden creerlo? ¡Sólo un mes!

Era 5 de Mayo de nuevo.

El 5 de Mayo del año 2001, y aunque los chicos no lo dejaban de pronunciar, de que la cuenta regresiva no dejara de ser de vital importancia, agradecía que no se tratara esta vez enteramente de mi cumpleaños, sino de la cercanía que tenía nuestra perfecta celebración. Era ya el cielo para mí saber que no repetían a cada instante que en este día, también celebrábamos mi cumpleaños número treinta y seis.

En mi mente la idea ya era lo suficientemente catastrófica.

—Lo sé—Phoebe secundó, sentada a la izquierda del sofá que él ocupaba, asintiendo con él, con un par de ojos bien abiertos, ensoñados—. Tan sólo espero que vaya todo bien. Ahora la mayoría de las parejas que se casan terminan en divorcio.
            —Vamos, Phoebe. Eso no es cierto—Ross le reprimió.
—Claro, tienes razón—y ella asintió entonces—. Ey, ¿Cómo va todo con Emily?

Se burló y Joey no pudo evitar que un par de gotas de su malteada saltaran de su boca por tener que reprimir la carcajada. Ross buscó mi reacción y soltando una risita lastimera, elegí poner final al rostro serio e incomodo que nos dio.

—No puedo creer que lleven juntos casi seis años—pellizqué un trozo del muffin de cumpleañera más grande que Gunther me pudo haber obsequiado al tiempo en que evocaba aquellos momentos incómodos, los celos que le daban a Chandler cada que Monica tenía una cita con alguien más, la manera en que los chicos le molestaban porque ella no le hacía caso aún. El cómo eran mejores amigos, y nadie pensó que con ellos juntos, sería todo imposiblemente mejor.
—¿Ha sido tanto tiempo, de verdad?—Joey me zafó de los pensamientos, observándonos a todos intrigado.
—Así lo ha parecido, Joey. Quizá porque lo mantuvieron en secreto durante el primer año—Ross le respondió.
—O porque has sido el primero en saberlo—Phoebe interfirió, señalándole a Joey algunos restos de crema batida que quedaron al borde de sus labios—. Y ahora serás quien los case, ¿No es increíble?
—Oh, por Dios, y será tan perfecto...—espetó esperanzado, frotando sus manos con ansiedad—. Ya tengo listo mi discurso incluso. Me gustaría darles un pequeño adelanto pero les he prometido a esos dos que lo guardaría todo para el gran día. Ya quiero que sea la hora.

Entonces evité mirarle un poco. Y por supuesto, no sólo él. Sino Monica y Chandler también. Ross que sería el padrino, Phoebe la madrina de anillos y hasta Michael, que iba a ser el patrocinador oficial del evento. Lo ansiaban como nunca antes y hasta ahora, yo había hecho mi mejor papel en tratar de disimularlo también. Lo que fuese por no perder mi ultraje emocional, o no llevarme uno de los más gigantes sermones de mi mejor amiga.

Por no pensar en aquello último que me faltaba por hacer.

—Me gustaría poder sentirme igual de tranquila que tú, Joey—solté. Sin importarme, un quejido se me escapó. Me estiré desganada en el sofá e incluso antes de que me miraran, ya sabía que las preguntas llegarían a la par.

Phoebe chasqueó su lengua con extrañez, y se incorporó para poder mirarme más atenta.

—Creí que... ya habías enviado las invitaciones restantes hace un mes, Rach. ¿Entonces...?
—Lo sé, lo sé... —le corté fastidiada—. Es sólo que... De todas las cosas que tenía encargadas, sólo me resta una, y ya siento que es la peor de todas.
            —...Tag—ella no tardó en adivinar, ladeando la cabeza con empatía.
—No lo he invitado a la boda siquiera—confesé, con voz queda. Y llevé ambas manos a mi rostro para masajear un poco mi frente, mis mejillas entumecidas.

Aunque jamás habíamos sacado el tema, pensaba que ellos ya lo sabían. Si justo la noche anterior Monica preguntaba si necesitaríamos un pase más a la fiesta para invitar a una pareja y a mí ni me miró. Sólo esperó a que Phoebe confirmara, a que Joey y Ross le dieran un rotundo No por conocer a las invitadas que ahí habría, y con ello el tema terminó.

Sabía que a Monica no le agradaba del todo Tag, e intenté pensar que de eso se trataría. Pero igual no dejó de aterrarme que, si Tag asistía, no sabría cómo reaccionar con Michael también ahí. Eso y, que ella pensara que, esencialmente, la pareja que yo llevaría sería ni más ni menos que nuestro querido Michael. Lo cual es peor. Sus intentos por querer juntarnos de nuevo se tornaban incómodos a veces.

—Un momento—Ross se removió abrupto, y me señaló—, él no te ha enviado ningún regalo hoy, ni una tarjeta, ni una llamada siquiera. ¿Por qué...?
—...Hemos tenido un poco de problemas últimamente—decidí no dejarle terminar, sólo encogerme de hombros, anudar mis manos sobre mi regazo, concentrarme en algo más que en la manera en que aquella pregunta me entumecía—. A veces... ya no sé cómo ocultarle que Michael y yo seguimos siendo amigos.

Asintió comprensivo y traté de recuperar el aire, la voluntad de volverles a mirar. No era noticia nueva, aunque aún me debilitara.

—¿Crees que él venga?—Phoebe se irguió entonces sobre su asiento, tanto hasta alcanzar a sostener mi mano helada, facilitándome el reaccionar con ese dulce mirar que me aseguró; la pregunta ya no se trataba de Tag.

La estudié, y agradecí que esa sonrisa que se postró en mi rostro de pronto me hubiese durado por más de dos segundos, al menos, hasta que tuvo que haber cabida en mi mente de la turbia realidad. De que ahora, Tag y Michael, no se diferenciaban del todo, especialmente en el día de mi cumpleaños.

A pesar del imperioso arreglo floral de lirios y girasoles, nuestras dos flores favoritas, reposando ahí en la estancia de mi departamento, y por la lágrima que me robó, por los latidos frenéticos que me arrancó, Michael tampoco había llamado. No había recibido ni una sola noticia de él, salvo por su nombre escrito en la pequeña tarjeta que venía incrustada en el obsequio.

—É-él no...—susurré apenas, recuperando mi mano de entre el tacto de Phoebe con cuidado—. Él tampoco me ha llamado...
—Puede que esté ocupado con el nuevo álbum, Rach—Ross musitó, sosteniendo con fuerza ese rostro preocupado que a veces le caracterizaba—. Sabes cómo han estado las cosas con su trabajo, con el problema de la disquera, de los contratos... Ha tenido algo así como un caos últimamente, y se le han dificultado un poco las cosas.
—Sí, quizá...—admití—. Sólo me gustaría saber un poco mejor cómo están las cosas, ¿Saben? Desde que tuvo problemas, él me ha tratado de mantener alejada de todo eso.

Y negué, ante las caras de angustia que ellos me ponían, aferrando de la mesita de centro mi taza de té. ¿Por qué de pronto era tan buena para tocar temas que no me encantaban? ¿Sólo conversaciones en las que de cualquier forma yo salía perdiendo, y sólo derrochaba inseguridad?

—...Pero es mejor así—me traté de reponer, sintiendo cómo mi garganta se estremecía ante la calidez del sorbo que había tomado—. Saldré con Tag esta noche. No quiero tener que mentirle de nuevo por lo mismo.
—Un momento, eso no es justo—Joey zanjó, apuntándome con su índice amenazante—. ¿Cómo es que él sí puede celebrar contigo y nosotros no?
—Oh, vamos...—me quejé, un poco amedrentada por su mirada dulce e indignada—. Monica trabaja esta noche hasta tarde, bastante. No se sentiría bien si no están todos ahí. Además, ha funcionado bastante bien, ¿No es cierto?—y utilizando el mismo gesto que él, les apunté—. Los tres tienen planes para esta noche.

Asintieron entre ellos, un poco más tranquilos. Y cómo no, si seguro sus planes iban a ser más emocionantes que los míos. Desde hace algunos años ya existían algunas noches de mi cumpleaños que quería olvidar pero, ¿Sólo pasar a beber algunos tragos a un bar? ¿Desde cuándo celebrar mi cumpleaños se había vuelto tan deprimente?

—Y, bueno, ¿A qué hora te vas?—Phoebe restó de pronto interés al asunto removiéndose cómoda sobre su sofá, dejando pequeños soplidos sobre la humeante taza que tenía. Siendo tan ella, tan relajada que pensé sin más entre las remotas razones por las que justo en este instante, tenía que ser presa de un retortijón que casi me parte el estómago en dos.

Me erguí de golpe, y miré mi reloj. No era cierto.

—Ah, mierda...—reuní mis cosas sin vislumbrar nada más en realidad, sin acallar las preguntas que me lanzaron y no escuché, sin respirar, quedándome sólo con una deuda más por haberme esfumado sin siquiera haber pagado por lo que había consumido. ¡Maldita sea!

Crucé la calle a zancadas veloces y varios claxons sonaron incluso al mismo tiempo. Y con un demonio, ni siquiera creía que el cielo poniéndose oscuro a través del ventanal de Central Perk me diera una pista de lo tarde que se hacía, de que quizá, de todas las maneras que quería evitarlo, me llevaría sin duda un problema más con Tag por no llevar los planes como habíamos acordado.

Pasaban de las nueve, me repetí, me regañé hacia mis adentros, mientras trepaba los peldaños de las escaleras de mi edificio de dos en dos. Eran las nueve y ya ni tenía tiempo de arreglar mi maquillaje, de obligarme a no hiperventilar, de prepararme mentalmente para la actitud que él fuera a llevar. Eran las nueve y al acercarme, ya casi al llegar, sentí con una facilidad aberrante cómo mi hogar estaba sumido en un odioso silencio.

Mi puerta estaba abierta de par en par y aún así no pude entrar porque dolorosamente, la figura de Tag, ahí, a mitad de mi estancia, me arrancó toda voluntad.

Estaba quieto, sólo así, estudiando críptico, paralizado, el arreglo floral reposando al centro del lugar. Noté, mirando la pequeña tarjeta beige que descansaba a un lado. Mi corazón dejó de palpitar y un temor me atenazó, una descarga espeluznante recorrió mi cuerpo de pies a cabeza.

—...De Michael—entonces dejó la tarjeta ir, dejándome con el eco que su voz rasgada, seca, prolongaba. El cómo no demoró para fulminarme apenas me miró—. Vaya, ese tipo jamás te deja en paz, ¿No es así?

Su mirada me taladró de tal forma que me sentí indefensa, perdida en una habitación oscura y peligrosa. Estaba... molesto, lo comprobé. Y me perdí en el intento de responder si sólo mentiras eran lo que se me ocurría, nada que me pudiese salvar.

Se aproximó cargando esa misma expresión descolocada hacia mí y, sólo así, se le escapó una risa destrozada.

—...Creí que no querías regalos—espetó, y rodeándome sin más, dejando restos de olores a licor detrás de sus pasos, me dejó ahí. Mis sentidos zumbaron mientras que más allá retumbaban abruptas las trastabillas que dejaba.

Fue la impotencia la que me hizo mover de ahí, perseguirle con prisa mientras descendía absorta por las escaleras, agitada, con el corazón a punto de salirse de mis labios, pero no se detenía.

No hasta que, con el aliento entrecortado lo ubiqué en la acera, buscando con ansiedad algo al hurgar los bolsillos de su chaqueta. Y volví a percibir el hedor, había bebido, lo sabía. Le miré y sin pensarlo, sin concebir la barbaridad de problema que seguro se planteaba en su mente por ver el arreglo, o el nombre de Michael ahí, me aproximé.

—¿En verdad pelearemos por lo mismo? ¿En el día de mi cumpleaños?—no dejaba de hiperventilarme, de sentir que la cadencia de mi corazón sólo aumentaba mientras que escuchaba mi orgullo romperse cual vajilla de lujo estampándose contra los suelos.

Me ignoró, encontró de pronto un cigarrillo y con una indolencia aberrante lo encendió dejando incluso que la primera fumarola que se desprendió de su boca chocara contra mi cuerpo. No era él, no era la persona con la que solía sentirme cómoda, no era la salida que siempre solía utilizar cuando me sentía débil, cuando sentía que nada resultaba bien.

—...No. Pero me he hartado de buscar maneras de cómo poder ganarte—ni me miró, tan sólo forzaba su mandíbula como si reprimiera más palabras de las que soltó.

Mi mirada cansada, incrédula, se quedó sobre él. El gesto, el tono de voz me descolocó, sin más me puse nerviosa. Era evidente que sí, que estaba cabreado, enfurecido, y las ideas de cómo pararlo se me terminaban.

—¿Ganarme...?—negué, pestañeando aturdida—. M-me... tienes, Tag. Lo has hecho desde...
—¿Desde que te he ayudado a superar a ese idiota al que tanto sigues adorando?—me atajó, y sus ojos tristes, ensombrecidos me fulminaron.

Me dejó muda, con un nudo formándose dentro impregnado de tristeza, de odio, de impotencia sofocándome el pecho.

—¿Desde que estuve, ahí, apoyándote, ayudándote a olvidar todo cuanto te hizo, luego de que acepté que tenías una historia con él y aún así te quise conmigo?—continuó—. ¿Luego de que te llevé como un estúpido a que asistieras al nacimiento del bebé que procreó con otra mujer?
—No puedo creer que me estés... diciendo esto...—apenas, con fuerza bisbiseé. Me sentí destruida, aturdida, drogada por una punzada de debilidad que hizo mis piernas temblar, que me obligó a sostenerme del muro para que no colapsara por la ira, la incredulidad que me permeó—. Tag, yo he creído que...
—...¿Está todo bien?—y sin más esa voz, su voz me hizo virar, darme cuenta de cómo el maldito juicio se me iba justo antes de que la primera lágrima de impotencia apareció.

Pasé saliva y sucedió, lo miré, estudié a Michael ahí, con su expresión tajante alerta, una mano tendida en el aire, y a Wayne apareciendo con simpleza detrás de él. Sus ojos se incrustaron en los míos y, aún con el calor que irradiaba el cuerpo de Tag a mi lado sentí que todo se desmoronaba, que mis mentiras, excusas, esperanzas dejaban de existir, que lo sería todo. No era así como pensé que se encontrarían por fin, no lo deseé jamás.

Tag a mi lado inspiró embrutecido, dejando el cigarrillo que fumaba caer. Le estudié alarmada y me percaté de cómo su mirada desvariaba, cómo una sonrisa amplia se le ponía en el rostro, cómo llevaba sus manos a la cabeza, cómo se retraía, se erguía asombrosamente pasmado.

Me giré al final, hacia esos ojos marrones que me agradaban más, que me salvaban siempre y sin embargo, esta vez todo pesó más incluso.

—¿Q-qué... haces aquí...?—mis labios titiritaron, sentía un frío imponente dentro de mí, un deseo cortando al comprender que justo ahora no podía lanzarme a sus brazos. Aún si me importaba una mierda que mi pareja estuviera a sólo unos centímetros de mí, paralizado.

Tal era el trance que no me percaté de que Michael no me miraba a mí, sino a Tag con una seriedad que rayaba lo enfermizo, tanto que hasta le costó reaccionar. Luego, vaciló.

—Una de mis mejores amigas vive por aquí también—soltó ya ignorándole, certero—, y pasaba a visitarla por ser el día de su cumpleaños, como suelo hacer casi cada año. Me he detenido porque... creí mirar problemas.
—No ha sido nada—Tag se me adelantó al hablar, y con indolencia ciñó mi cintura hacia él con una posesividad que me desconcentró, que me obligó a pestañear turbada, a mirar cómo a Michael se le oscurecía la mirada, cómo forzaba la quijada para evitar decir algo más.
            —Tag...—le reprendí, luchando por removerme hasta haberme zafado.

Me lanzó una mirada imposiblemente indignada y con los labios entreabiertos de asombro, recurrió a Michael, que le observaba de frente. Se le aproximó y le hizo sin más retroceder. Había pintado un rostro de tensión, de repugnancia que me aseguró de que el olor a alcohol ya también le había corroído.

—Vamos, tú escribes canciones de amor todo el tiempo. Ayúdame—Tag se detuvo de pronto, con una sonrisa falsa que pintó al notar cómo Michael retrocedía. Aún así, insistió—. Quizá puedas decirme algunas palabras para susurrárselas a ella, y así evitar que nuestra relación deje de decaer... Para que, para variar, deje de perderla.

Le fulminé incrédula hasta la médula, luego a Michael sintiendo el nudo volviéndome a punzar. Traté de negar pero no podía, de hablar, de respirar bien, de pensar, pero no me era posible. Sólo aguardaba, esperaba por alguna reacción.

Michael negó con simpleza, perdiendo de vista el temor que comprendí que él sabía atajaba mi mirada.

—Yo... no lo sé—terminó retrayéndose un poco más, me tranquilizaba ya no notarlo tan alerta y sin embargo, esa sonrisa que puso de pronto, no me convenció—. Quiero decir, mírala—y me señaló, dejándome segura de que sólo el gesto me había paralizado—. Es tan hermosa... Sólo un idiota podría... dejarla ir.

Miré entonces sus ojos entristecidos, y fue el único momento en el que percibí cómo los latidos de mi corazón se avivaban y aún así el temor, la nostalgia, el miedo, las cadenas que me tenían atadas a la realidad me lastimaron más que nunca, todo junto bulló ahí, en mi interior.

De golpe, Tag se interpuso entre ambos para que no le volviese a mirar. Me había rozado incluso el hombro con fuerza al acercarse y, por ese rostro bañado en ira, en una rabia abrupta, el golpe había sido menos lo que me dolió.

—No me acabas de llamar idiota—sentenció, miraba a Michael y parecía que se lo había asegurado a él mismo. Sus ojos se abrieron amplios y noté, helándome, cómo su respiración sin más se agitó.
—Quizá—Michael le devolvió una mirada igual o peor, no le perdía de vista, no parpadeaba.
            —¿Qué...?—y Tag de un paso se pretendió acercar.
—T-tag...—intenté detenerlo con fuerzas casi nulas, con mi mirada paralizada en ambos, el aire faltándome, un zumbido aturdidor que todo lo empeoró. No funcionó y sólo se zafó. Ya paralizada, percibí aquél olor aberrante de nuevo.
            —¿Qué acabas de decir?—le desafió abrupto, ignorándome deliberadamente.

Le miré tan cerca de mi Michael, de mi luz, que creí que colapsaría, que ya sólo el dolor se sentía y que sólo las lágrimas pujarían por salir. Desesperación y llanto, sin poder detenerme siquiera.

—He dicho que quizá te he llamado idiota—Michael soltó, con ácido en cada letra, sonriendo con un sarcasmo que me desconcentró.

La forma en que se miraban con odio en cada facción, la tensión se sentía. Nerviosa, sin poder mecanizar, observé la escena sin moverme, y rogué por una pequeña esperanza en el rostro de Wayne mientras que Michael y Tag se miraban retadoramente, intercambiando mensajes que no logré descifrar.

—...Quizá—añadió, dando un paso más al frente—, no quiero decirte una sola manera de que te puedas quedar con ella. Y quizá no sólo tú, sino el sólo pensar que vas a tomarle la mano a ella sea mi maldito problema ahora.

Negué. Le miraba y me costaba reconocerlo, hacerme a la idea de que había pronunciado aquello, sólo así, de que había tenido el atrevimiento de insultar a Tag, de entrometerse en algo de que quizá jamás le quise dentro. Era como si no fuera él.

—¿Estás bien, Rachel?—Michael mi miró entonces, pero de nada sirvió. No podía contestarle.
—Aguarda, no. ¿Qué es esto? ¿Cómo es que sabes su nombre?—expresó Tag de golpe, contrariado, irritado hasta la médula, supe apenas al oírle.

Se le aproximó peligrosamente y Michael ni se movió. Ahora lo sabía, mierda. Tag lo sabía todo, sabía que Michael y yo... hemos tenido que ver.

—¿Todo en orden, muchacho?—sin más Wayne intervino de forma severa, sin tocarlo, sólo incrustando sus ojos cansados sobre la mirada absorta de Tag.
—Sí...—Michael le secundó, sonriendo hacia mi pareja con cinismo—. ¿Está todo en orden?

A Tag un resoplido se le escapó y de pronto se acercó de tal forma que creí que le lastimaría. Mi corazón dejó de palpitar, de mi pecho pujó un suspiro, y cuando me quise apartar miré que Wayne se interponía antes de que ambos pudiesen tocarse.

—Tranquilo, hombre—Wayne lo tomó del hombro con fuerza y le hizo retroceder, revisándole amenazante como si de un arma cargada se tratara.

Tag, Wayne, Michael... su sonrisa cínica, sarcástica. La escena me irritó hasta lo indecible. Me aproximé de inmediato hacia él, temblando, como creí poder.

—Basta, Tag—le aferré por detrás, y lo alejé con cuidado sintiendo cómo se tensaba todo su cuerpo al sentirme, cómo incluso podía percibirse la forma pesada en la que aparecía su respiración.

Al hacerle ceder lo suficiente de nuevo había podido mirar su rostro y me percataba, dolorosamente, de lo irritados que se encontraban ya sus ojos, del coraje que imaginé formándose en su garganta.

Y me aproximé a Michael, antes de que el llanto ya no me dejara hablar.

—Michael, no... te entrometas...—susurré, y sus ojos sin más se apagaron. Conteniendo ya el primero de los sollozos, me volví a alejar.

Tomé la mano de Tag a mis espaldas, sintiéndome como si estuviera a punto de estallar. Él me aferró con fuerza y nos apartamos de la escena sin que el estrés, la presión, y la ansiedad burbujeando me obligaran a mirar hacia atrás, pues si lo hacía colapsaba, rompía en llanto y aún no me sentía capaz de dejarlo salir. Sólo... me consumía.

Ubicamos su coche aparcado al doblar la esquina y sin una sola palabra añadida él azotó las puertas embrutecido luego de entrar, inició el motor y emprendió la marcha a una velocidad abismal aferrando el volante con ambas manos atenazadas, paralizadas, sus ojos casi se desorbitaban mirando al frente, maldiciendo, resoplando, bullendo y mi corazón no dejaba de paralizarse, mi pecho no se paraba de congestionar.

—...Tú no acabas de conocer al tipo—sentenció de manera severa, frotando sus ojos con desespero, haciendo que el motor de nuevo ocasionara un rugido que me ensordeció.

Le miré e intenté respirar, limpiar una pequeña lágrima que no me había percatado de que había aparecido.

            —Tag, yo...

Pero no me lo permitió, sólo se carcajeó, arrebatándome todo juicio interno. El miedo corroía mi cuerpo de una forma que jamás había experimentado.

—Michael...—titubeó, pues las risas no se lo permitían, no recobraba un solo resquicio de seriedad—. Tu maldito ex novio se llamaba Michael...
            —Y-yo... quería decírtelo... sólo...
—¡Debe ser una maldita broma! ¡Una maldita broma de mierda!—y quitándome el aire, me miró mientras dejaba una tunda al filo del volante—. ¿¡Michael Jackson!?
—Escucha, cuando lleguemos al restaurante te lo diré todo... Te lo juro, te lo contaré, tan sólo permíteme...
—...Al diablo los tragos—me cortó, descendiendo la velocidad sin comprender que donde nos encontrábamos, donde aparcaba, era frente a su hogar—. Iremos a mi departamento ahora.

Salió, rodeó el coche y sin un solo respiro abrió de mi lado aferrándome con brusquedad del brazo hasta arrastrarme a su puerta.

Negué retorciéndome para que me soltara, abrí los labios para rogar que me dejase ir pero me los había sellado con la otra mano con rudeza. Ingresamos entonces, azotó la puerta y luché por zafarme, por quitármelo de enfrente entre toda esa oscuridad, por hacer que me soltara. No conseguía nada, salvo que me ciñera más. Restregaba más mi cuerpo hacia el suyo dejándome sentir su aliento alcoholizado sobre mi oído, sobre mi cuello, sobre mi piel.

Mis lágrimas corrieron sin dejar de luchar. Arañé sus brazos y contenía el asco. Nada me funcionaba.

—Así que me he estado jodiendo a la ex pareja del Rey todo este tiempo, ¿No es cierto...?—el calor de su aliento me doblegó, hizo que mis lágrimas corrieran sin dejar de luchar. Arañé sus brazos, trataba de contener la maldita ráfaga de asco que apareció—. Al menos algo bueno sale de esto...
—N-no... Tag... Tag, s-suéltame...—el miedo, la ansiedad, mi piel erizada, el terror. Lloré sin dejar de forcejear, no se lo permitiría, mierda.

Me invadió, me besó aprovechando mis sollozos. Irrumpía en mi boca con su lengua mientras que me retorcía sintiendo que sin más le vomitaría. Sentía los tirones que dejaba en mi ropa por la parte delanteras a pesar de las fuerzas con la que luchaba, pero sus pasos, la forma en que retrocedíamos me obligó a percibir el filo de su sofá haciéndome resistencia por detrás a la altura de mis rodillas.

Me empujó y me dejó caer, me retorcía y luchaba, pero él seguía avanzando, moviéndose, probándome pese a que le golpeaba. Sus manos en mi espalda, sus dientes en mis labios, quejidos que se me escapaban de la garganta.

Entre lágrimas, mi vista turbia, escandalizada, el vivo delirio de que Michael arribaba tumbando la maldita puerta, sacándome del lugar.

—Es mi maldito regalo de cumpleaños...—se oyó, con sus labios restregándose rudos en mi cuello—. Espero que el tipo nos esté imaginando haciéndolo en este momento...

Y bajó sus labios hasta mi pecho, a punto de descubrirme cuando sofocada, y estirando un brazo llegué a la mesita esquina que estaba casi sobre mi cabeza. Con las manos temblando y haciendo acopio de una fuerza antinatural me sostuve logrando así zafarme mientras él todo quería perderlo ya.

Me puse de pie y conteniendo el llanto, el asco, el vómito, le perforé con la mirada utilizando las fuerzas que me restaban.

—¡Nada va a ocurrir, mierda!—le señalé agitada, gritando tan fuerte que creí me quedaba sin aire, sin sentido. Limpié mis labios, mi cuello mi piel de forma frenética que sentía cómo la sangre bullía en mi interior. Desde su posición él me miraba hiperventilado, con miles de sensaciones que no descifré—. Eres... un imbécil...

Solté entonces el aire sollozando desesperada. Temblando como una pluma me quedé ahí muerta de asco, repulsión, de pánico en realidad. Le miré con odio esculpido en cada facción y certera de que sería la maldita última vez que le miraría, el final, que ni una ocasión más me lo toparía.

Una sarta de sentencias que sobraban por decirle aparecieron dentro de mí pero así de adolorida, con el alma consumida, con el corazón roto y el orgullo pisoteado ya no las quise pronunciar. Y sólo me largué de ahí.
Corrí por la acera al principio, y luego de unos minutos el cansancio me hizo descender la velocidad. Tenía impotencia y rabia conmigo misma que llegaba a un punto en el cual dolía. Un doloroso nudo en mi garganta palpitaba, y sentía que mi vista no se paraba de nublar. El fresco de la noche, la oscuridad, me taladraba provocando rigidez en mis músculos y una insoportable jaqueca pero no me importó. Nada más me importaba.

Quería llorar.
Me sentía mal.
Me sentía inútil.
Me sentía impotente.
Pero no quería... sentirme débil.

Solté un doloroso sollozo y las gotas saladas, tibias, comenzaron a caer por mi piel, arrastrando consigo alguna de la tensión que tenía. Mi cuerpo tenía pequeños espasmos y comencé a sentir tanta irritación en mis ojos que sollozaba sin pudor alguno, importándome una mierda si las personas se paralizaban por verme llorar, si se detenían a preguntar qué diablos me pasaba. Sabía que no necesitaba de nadie más, salvo de alguien.

Soportaba la aniquiladora verdad de que sólo él podía hacer sentir mi cuerpo tibio por las noches, de que no podía sentir lo mismo por nadie más, de que no podía aferrarme más a alguien, de que no podía lograr que otra persona me hiciese sentir completa, de que no podía besar a nadie más con la misma magnitud, de que luego de tanto, todas esas tormentas, le seguía esperando... a él.

A ese mismo ángel de luz y amor que apenas al llegar a mi hogar, lo encontré, ahí, sólo, tomando asiento en mi estancia, irguiéndose de forma abrupta cuando apenas me miró aparecer.

Sabía que por fin podía respirar, pero no podía hablar. Me giré y refugié en la cocina comprendiendo que, al haber mirado sus ojos, él no podía conocer la impotencia que me carcomía dentro. Él no lo tenía que saber.

Me apoyé en la barra dándole la espalda, buscando un vaso con agua para rogar por sólo un poco de tranquilidad, esperar a que mi aliento volviera.

—E-estaba... la puerta abierta—sin más, bisbiseó—, y he creído que los chicos estaban aquí.

Con dolor en mi pecho elegí no responder, aunque deseara asegurarle que jamás rogaría por una de sus explicaciones, que no se tenía que excusar. Aún sentía cómo el nudo dentro de mi garganta podía delatarme.

            —...Rachel, me puedo... ir, si así lo...
—...No importa—le corté, dejando que el agua se deslizara por mi garganta, cerrando los ojos para contener la irritación—. Nada de lo que ocurrió, importa ya.

Lo escuché entonces poniéndose de pie antes de dar unos pasos y esperé, rogué por que no se me acercara demasiado. No cuando estaba así.

            —Sabes que lamento lo de hace rato...—sólo susurró.

Sin advertencia una fina lágrima se me había escapado, y desesperada, la limpié.

            —Me ha dado vergüenza contigo... eso es todo—admití.
            —¿Vergüenza...?

Y le encaré por fin, mostrando mi rostro bañado en lágrimas agrias, mi nariz congelada y mi mirada perdida.

—...Vergüenza de que conocieras al que he escogido en tu lugar—musité, intentando sonreírle de frente, sólo consiguiendo que una mueca de terror le brotara.
—Estás... llorando...—titubeó, y pronto sentí que algo en mi interior se rompía al notar cómo se le demacraba la mirada mientras absorto, se intentaba acercar.

Me tomó con dulzura de una de mis manos agotadas al tiempo que con la otra trataba de contener sollozos al cubrir mis labios. Me condujo al sofá y cuando tomamos asiento, estudiándome críptico, anonadado, de nuevo esas ganas de llorar, de liberar el jodido nudo de mi garganta, borrar el dolor que sentía, de soñar con él y no despertar, seguían punzando severas.

Le miré temblando y sentí ese vacío que me asfixiaba, otra vez.

            —Dime qué paso...—susurró.

Clavé mi mirada hacia mi regazo y no pude ni moverme, negar o asentir. Y sentí entonces cómo él me acomodaba un mechón de cabello detrás de mi oído luego de mi mutismo, cómo pasaba una mano cálida por mi brazo entumecido, cómo... sentía lo desaliñada que se encontraba mi ropa.

—No volverás a verle, Rachel. No importa quién sea, o lo que sean, no me importa lo que tengas que decir. Te prohíbo verle, no quiero volver a saberte cerca de él, o incluso saber que estás respirando su aire, que te toca, que te siente suya. Me carcome el alma, no me deja dormir de sólo pensarlo—explicó ansioso, tomándome de forma voraz, y a la vez delicada mi mentón, procurando que no existiera ángulo diferente en el que yo pudiese perderme—. Se acabó, ¿Me entiendes?

El líquido cálido que quería ya no develar brotó con más fuerza y forcejeé débilmente para zafar mi rostro de él.

—Y-ya no quiero... hablar de ello...—le separé apenas para poder mirar mejor sus ojos, sus lagunas enrojecidas. Podía sentir su pena, su decepción, su miedo por mí.

Sentí entonces sus brazos rodeándome, haciéndome acurrucar hacia él. Y agradecí que no lo supiera, que no insinuara saber de lo que sucedió, que a pesar de mirarme destruida, alterada, la idea no aterrizaba en su cabeza. Pues ya no lo quería hablar, ya no quería pensarlo, ya no quería seguir destrozándome en pedazos.

Tan sólo le quería mirar, perderme, dejarme ir, llorar frente a él. Palpar de nuevo esa felicidad infinita, inalcanzable.

—No puedo creer que he durado tanto tiempo sin hacer nada, maldita sea—soltó aferrando mis brazos, mi cuerpo, mi alma de forma que se aseguraba de que mis llantos chocaban sólo contra él, contra su pecho martillando—. No puedo creer que permití que esa persona siguiera tan cerca de ti...
—No... ya no quiero que lo permitas...—y halé de su camisa con fuerza, sintiendo con pena su tela ahora humedecida, buscando el cuello de ésta para así lograr que se acercara más a mi cuerpo de ser posible, porque el aliento que dejaban sus palabras chocaran sólo contra mí.

Quería sentir la fuerza de sus brazos aferrándome aumentando y sólo más débiles les sentí, me apartó un poco y soportando el aliento, los latidos, dejó un pequeño beso contra mi frente. Pestañeé y a pesar de que mis ojos aún ardían, de que no podía mantenerlos abiertos, estudié cómo su vista descendía lentamente, poco a poco y sin aliento, y de pronto, sólo de imaginarme sus labios en los míos me recorrió una descarga furiosa de calor por todo mi ser.

Terminó de acercarse, de asesinarnos, y sucedió. Dejó un leve roce en mis labios.

—No... Yo no... No lo sé, Michael...—pero al sentirle volver, dejar de temblar, me aparté un poco mirándole incluso sin pestañear sintiendo que bien, sus ojos entreabiertos, asustados, me daban el paraíso, y aún así sentía un pavor de tenerle tan cerca, de poderlo tocar.

Sentía miedo, miedo de volver a caer en su mirada, de volver a caer en lo que alguna vez fue, caer en los recuerdos, caer en nuestro ayer. Tenía miedo del sentimiento que podía revivir sus besos, pues la impotencia me taladraba jurándome que él ya no era mío, que así fue desde hace tanto.

Sentía miedo de verme débil en sus ojos. Tenía miedo de que se diera cuenta de la falta que me hizo, tenía miedo de que sintiera de nuevo mi corazón roto y cómo no lo he podido reparar, de que durante el tiempo en que nos separamos veía sus sonrisas y saber que la causa ya no era yo me mataba. Tenía miedo de que volviera el llanto que ya había superado. Tenía miedo de revivir noches llenas de lágrimas, insomnios, recuerdos. Tenía miedo de él. Y aún así, me fascinó el hecho de que él no me hiciera caso, de que se aproximara.

De que mirara mis labios, otra vez.

—Yo sí sé...—le creí escuchar susurrar, pues yo de nuevo, ya estaba soñando.

Me besó despacio una vez más, aliviado y supe, asombrado de que me hubiese quedado ahí esta vez, de que me hubiese atrevido a recibir la manera en que las grietas de nuestros labios volvían a encajar justas como siempre, de aceptar su iniciativa, de ignorar todo lo demás.

—Sólo dime que me detenga...—exigió al tenerme ya casi entrelazando mis labios con los suyos—. Sólo dímelo... Por favor...

Pero inevitablemente, decidí no decirle nada.

Y lo hizo, continuó y llevando mis manos detrás de su nuca para acercarle más, para adentrarnos más casi logré que me tomara sin piedad. Sacié pronto esas malditas ganas de comerme sus labios, de volver a hacer de su boca mi mejor pasatiempo, de pensar en hacer con su cuerpo lo que tanto anhelé. Segura de que, de entre todas las cosas prohibidas que tenía en el mundo, desearle como lo hacía era la más tormentosa.

Entre caricias, suspiros arrebatados me arrastró hacia mi colchón. Nos íbamos quitando la ropa mientras él me conquistaba, sometía e invadía mi boca sin detenerse, sin pensarlo. Nos sentimos piel con piel y besé cada centímetro de su cuerpo empalidecido, me ceñí hacia él más deleitada. Sentirle así de nuevo, tan mío, tan cálido, sin nada que nos separara, rozando poros, erizando vellos, dejándome ir por las sensaciones, era celestial.

—Mi amor... Rachel...—dejó salir, tembloroso, como recordé, sucedía en cada uno de nuestros encuentros, cada vez que en el pasado hacíamos el amor. Escondió entonces su rostro en el hueco de mi cuello haciendo que yo me aferrara a sus hombros mientras que él mantenía sujeta con seguridad mi cintura.
—Te he extrañado tanto...—solté agitada al verle así, al sentirme dispuesta y separando mis muslos.

Me perdía en cómo sus ojos comenzaban a empañarse por la lujuria, cómo mi boca se quedaba entreabierta del placer que suponía que gimiera mi nombre. El anhelo de que me tomara, me quitara la máscara de miedo y con su boca el deseo que nos teníamos.

Mis defensas cayeron, me aferré a su espalda y le recibí como si de ello dependiera mi existencia. Concediéndome, finalmente, el infinito éxtasis de que luego de casi una vida... volvía a hacerme suya.

Sentirle, percibirle así, abandonado, aferrado a mis sábanas mientras juntábamos nuestras frentes cubiertas de esa transpiración que generaban nuestros movimientos lentos, me hacía sentir dueña de sí, de nuestro mundo, feliz a pesar de que nuestra historia había desaparecido hacía ya tanto tiempo, pero que al mirarle conteniendo gemidos, mordiendo mis labios con sus besos, no pensaba en nada más que en ese lazo que dejamos en el vacío, y que irremediablemente, jamás se podía romper.

Mis sentidos desaparecían de sólo desearle, de sentirle desnudo encima de mí y de recordar familiar su sexo palpitante en mis adentros. Mis manos recorrían su piel buscando su calor, y el sudor de su cuerpo que caía cálido por mi cuello se sentía como su lengua invadiendo mi boca, suave, delicada, húmeda. Mi vista se empañaba y mi respiración se movía al ritmo de cada latido, de cada vaivén sexual de su cuerpo, de nuestros recuerdos, mientras que mi entrepierna se tensaba, temblaba, se humedecía sin buscarlo evitar.

Le estaba odiando por hacerme necesitarlo, le odiaba con la misma fuerza con la que le deseaba, y le deseaba aquí, en el espacio que siempre habían guardado mis piernas, en el que me arrancaba su nombre de mis labios del maldito placer.

Re-exploraba cada centímetro de mi piel aunque ya la conociera, entregaba sus manos para que reconocieran de nuevo mi cuerpo, encontraba en él la llave que disparaba mi lujuria, mis delirios.

Me invadía besándome con devoción, y haciéndome ansiar tomar hasta el último aliento del único hombre que con mi cuerpo, alma y ser amaba, del único que me colmaba como ninguno, que no abandonaba mi cabeza ni de noche, ni de día, nos sentí llegar al borde de ese mundo al que ya más veces de las que podía contar nos habíamos acompañado. Ese en el que mis piernas temblaban, mi interior se tensaba.

Ese en el que... nos dejábamos llevar.

Y así tendidos, saciados, tensos, con las cobijas y ropas por doquier, luché por mirarle, acercarle tanto como podía a mi rostro aún sintiéndome impensablemente agitada, debilitada.


            —...Hazme... olvidarlo todo.

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