Nervioso,
sonrojado, perplejo y con el mareo que ya ha impregnado el alcohol en mí, aún
tratando de ubicar la mirada preocupada de John a través del espejo retrovisor
del coche.
—Michael,
cuando terminé de hablar con ella por teléfono me ha dicho que iba saliendo de
casa—consigue eludir mi mirada turbia con una media sonrisa—. Estoy seguro de
que ya se encuentra ahí dentro.
Y antes
que responder me vuelvo a mirar por la ventanilla. A sólo unos metros un trío
de hombres ya están posicionándose en dirección a mi puerta para recibirme y
estando dispuestos a escoltarme hacia la puerta trasera del restaurante. Ellos,
sin contar al otro par que están dispersos a cada esquina de la acera, cuidando
que nadie más se atreva a acercarse o a intentar algo más. Es lo que hay, nada
más que medidas de seguridad de las que ya no podía quejarme siquiera.
Aunque,
¿Cómo asegurarme? Si todo lo que soy capaz de ver se aprecia un tanto borroso,
como si la ventanilla por la que les veo tuviese el cristal empañado de alguna
forma.
Sí, eso
es... Es sólo el cristal. Yo estoy bien. Perfectamente.
Maldición.
—Los
chicos te escoltarán—John murmura y hace que dé un pequeño respingo—. De todas
formas, ¿Quieres que te acompañe?
—No—ubico
de nuevo su reflejo. Que me acompañe, ¿Tal y como un niño es acompañado por sus
padres a la visita del doctor? ¿Frente a Lisa? De ninguna manera—. Entraré sólo.
Aunque... gracias.
Alcanzo a
percibirle una pequeña sonrisa. La puerta del automóvil se abre a mi costado, y
los mismos hombres que he visto antes ya me tienden una mano segura de sí para
salir, como si fuese un anciano que no anda ya por sí sólo. Seguro John ya les
ha dado lujo de detalle de lo que sucedió el día de ayer.
Me quedo
mirando ese montón de rostros preocupados antes de salir por fin, y en medio
del último suspiro me giro involuntariamente hacia John de nuevo.
—Ella ya
está adentro, ¿Dices?—le miro de reojo, aunque ya mas abochornado por la
punzada de adrenalina que aflora en mi pecho.
—Te está esperando.
“Te está
esperando...” No puedo evitar sonreír para mí.
—Será divertido.
Los
cuerpos impolutos me rodean apenas puedo poner un solo pie sobre la acera
mojada. No puedo articular una zancada lo suficientemente larga como para
apresurar el paso, y tampoco me puedo detener. Es todo muy... raro, incluso ya
estando acostumbrado. No sólo porque me pone sumamente distraído el hecho de no
poder apreciar más allá de un metro de distancia a la redonda, sino porque
también cada palabra o seña clave que se lanzaban, cada murmullo invadiéndome,
y cada brazo colmando mi cuerpo para evitar que los pocos resplandores de las
cámaras cerca pudiera tocarme, me enloquecían a cada segundo más.
Me hacen
olvidarme de que, mientras soy escoltado al interior, hacia un pequeño apartado
acondicionado y lleno de lujos provisionales, tenía simplemente que preocuparme
por pararme bien, respirar hondo, y no tambalear... No permitir, en lo más
mínimo, que puedan sospechar que estoy débil porque he estado bebiendo.
Y que mi
sonrisa no luzca lo suficientemente alucinada al percatarme de que ella se ha
parado de su asiento para acercarse hacia mí apenas se da cuenta de que yo he
aparecido. Sus ojos se posan en mí, y es como si el aire llenara de pronto mis
pulmones.
—Hola—musita
relajada, pero con sus ojos centellándome cerca a pesar de la luz casi
inexistente del lugar. Es perfecto, con suerte la herida de mi ojo también
podrá ser pasada por alto.
—Lisa,
hola...—intento estrechar dulcemente su mano en el acto. Un cabeceo sería muy
poco, y un beso en la mejilla, aunque estuvo en mi mente, sería quizá...
demasiado.
Mi
trémula sonrisa le contagia también, y sus labios teñidos de un color tinto se
extienden de forma increíble sobre su rostro. Luce más atractiva que la vez
anterior, de cierta forma. Igual y por el conjunto negro que lleva puesto, el
maquillaje sutil que contrasta sus rasgos, o por la forma que lleva ahora
recogido el cabello... Todo un desastre maravilloso de caos, y puedo verlo sólo
en sus ojos.
Dejo ir
su mano al reaccionar. Ya había durado demasiado.
—No sabes
cómo lamento el retraso—aclaro mi garganta con deje serio—. He tenido...
algunos problemas en casa.
—Bueno,
supongo que te lo debía—se encoge de hombros con desinterés—. La primera vez yo
he llegado tarde.
Su vista
se fija de pronto más allá de mi cuerpo y chasquea su lengua con extrañez.
—¿Qué
ocurre?—le imito y miro hacia mis espaldas también. No hay nada más, y lo único
que me gano es un dolor interno volviendo al haber girado demasiado mi cuello.
—¿Seremos
sólo nosotros?—inquiere, haciendo que le vea de nuevo con más cuidado—. Anoche has
dicho que...
—Ah, sí—le
interrumpo—. Pero no, olvídate de eso. Resultó que no pudo ser. Seremos
nosotros nada más.
Una
sonrisa más bella que la de antes. Sé que no me pedirá más ninguna otra
explicación. Al cabo de un segundo nos acercamos a nuestra pequeña mesa y
aguardo de pie hasta que ella ya ha regresado al mismo asiento de antes. Lo
primero que noto es una enorme botella de vino Mâcon, un par de copas a un lado, y sólo dos sillas, aunque la mesa
fácilmente podía ser para más. Quizá cuatro, o tres...
No, no,
no vayas por ahí. No pienses en eso ahora.
Cuando
tomo asiento frente a ella, no logro evitar que un quejido me brote de los
labios. De nuevo lo mismo. Evito su mirada por sólo un segundo y me incorporo
para tomar de mi bolsillo un analgésico más, y lo llevo al borde de mis labios.
Pensar que el tambaleo propio del whisky, el sentirme ligero, y esa sensación
de que mi cuerpo entero está zumbando por dentro me iban a ayudar, pero resulta
que es cada vez más difícil ignorar el dolor intenso que se extiende por la
superficie de mi torso.
—¿Todo bien?—musita de pronto,
lanzándome una mirada preocupada.
—Sí,
sí...—intento sonreír, y entretanto trago la pastilla como puedo—. Anoche... no
he dormido del todo bien.
Asiente
comprensiva. Al menos he logrado relajarla.
—¿Y tú?—pongo un toque más vago a mi
voz.
—¿Disculpa?
Se me
escapan un par de risas, por los ojos airados que se le ponen de repente.
—¿Tú cómo
estás?—repongo. Al mismo tiempo caigo en la cuenta de lo concentrada que está
vertiendo vino en ambas copas un poco más arriba de la mitad—. ¿Has pensado en
lo que hemos comentado?
—Sí... y
no—tuerce el gesto con desgane—. La verdad es que no mucho ha pasado por mi
mente sobre el tema en las últimas veinticuatro horas—se detiene tan sólo para
alzar su copa con un orgullo disimulado. Sonrío, y ambos terminamos dando el
primer sorbo de vino a nuestras copas casi al mismo tiempo. Está delicioso—. ¿Suena
tentador? Por supuesto. Pero siempre hay otras cosas también. Mi mente siempre
está rodeada de no más que torpes prioridades.
—¿Torpes...?
Frunzo el
ceño cuidando de no lucir muy extrañado.
—Ahora
mismo desearía más estar simplemente enfocada en mí—se acomoda un pequeño
mechón que se zafa de su recogido—. Tratando de reconciliarme ya con mi propia
fama. Mi hijo más pequeño, Ben, está a duras penas cumpliendo los dos años.
Riley va para los seis. Tú sabes, necesitan a su madre con ellos en casa, no a
través de llamadas telefónicas provenientes de un estudio de grabación en el
que ellos no pueden estar. Quizá lo de cantar tendrá que esperar un poco...
Su
sonrisa se desvanece junto con las últimas palabras. Cuando sé que no añadirá
nada más, se me ocurre continuar, pero lastimosamente aparece nuestro lustroso
camarero sin más, mostrando nada más que un gesto exasperado que enmascara su
rostro.
Lisa le
mira despectiva en el mismo instante.
—Lamento
tanto la tardanza, el restaurante está...—al muchacho, de no más de veinticinco
años se le terminan las palabras, y niega más abrumado que antes como tratando
de despejar sus propios pensamientos—. ¿Me atrevo a tomar su orden?
Ubico la
carta cerrada justo por debajo de mis brazos tendidos en la mesa. Mierda, ni
siquiera me había percatado de que se encontraba ahí.
—Ah,
maldición, yo...—me excuso, y en el mismo intento busco refugio en la mirada
inexpresiva de Lisa—. No he mirado siquiera la carta, creo...
—No te
preocupes, yo tampoco lo he hecho—ella susurra cubriendo con su mano el costado
de sus labios, como si hubiese terminado de confesarme un enorme secreto. Me
guiña un ojo casi de forma imperceptible y todo ese gesto divertido se le
vuelve a desvanecer en cuanto cruza miradas de nuevo con el chico—. ¿Hay alguna
recomendación del chef?
—Por supuesto—él se apura a replicar—,
esta noche están las...
—...Perfecto—Lisa
zanja, y de una le devuelve ambas cartas sin titubear—. Él tendrá eso, y
también para mí. Suena delicioso.
La cara
de severa indignación que pone nuestro camarero me hace llevar ambas manos a
mis labios para reprimir una terrible carcajada. El alcohol no ayuda, y los
ojos voraces que ella acentúa aún más para retarle casi me hacen perder los
estribos. Estoy a punto de partirme de risa, maldición.
Él
termina tomando las cartas, y lanza una muy pequeña sonrisa.
—Enseguida estarán.
—Gracias—Lisa formula una sonrisa
fingida.
Y le sigo
entonces con la mirada hasta estar completamente seguro de que ya nos ha dejado
solos de nuevo. Al virar hacia ella de nuevo me topo con no más que la sonrisa
más orgullosa que le había conocido jamás.
—Vaya—murmuro
enarcando ambas cejas—, te lo has devorado vivo con esa mirada.
—Hace
rato me ha hecho enfadar porque tardó en traer la botella de vino...—se remueve
sobre el asiento para acomodarse y tomar de nuevo de su copa de vino—. Y
además, te he hecho reír. Eso ya cuenta para bien.
El
comentario me hace entrecerrar los ojos con extrañez, y sin duda me obliga a
sonreír al mismo tiempo. La miro no para terminar de comprenderle sino para
poder apreciarla mejor. Y entonces todo comienza a volverse bastante extraño.
Se mueve, y la sigo, su mirada desciende e intento saber por qué. No hago más
que estudiarla. Como si hubiera algo en sus ojos que me hace no querer dejar de
verlos.
Tan sólo
al cabo de algunos minutos la cena arriba a nuestra mesa. Son tartas de
cangrejo y ensalada que llegan de la bandeja de un diferente camarero al que
nos ha atendido la última vez. A Lisa se le escapan un par de risas cuando sólo
con la mirada me lanza la idea de ese repentino cambio y tan pronto como
podemos, ambos comenzamos a engullir la cena, sin dejar siquiera que el mínimo
silencio incómodo se nos cruce de pronto.
Lo
ignoro, pero increíblemente el motivo principal de la noche se nos pasa por
alto. Más que hablar de simples negocios, nos vamos soltando más. De esa forma
me entero de que en realidad, en la música ella no sólo utiliza su voz, sino
que también se encarga de tocar la guitarra. Que desde pequeña ella había sido
introducida a la Cienciología, y que luego de todo, su vida hasta ahora, era en
lo más remoto a como yo la imaginé. No era diferente, ni extraordinaria. Era
simplemente más que parecida a la mía.
De
pronto, la forma en que ambos habíamos sido aislados del mundo real se vuelve
el tema más importante, algo de lo que no quiero dejar de hablar. Ambos,
habíamos sufrido de una infancia tan escaza, casi perdida, y ambos desconfiábamos
de los que no forman parte de nuestro círculo más íntimo, tan sólo luego de
sentir que la mayor parte de nuestras vidas había sido explotada por esos
extraños. Ha sufrido la pérdida de seres queridos, al igual que yo. Suele
escapar de los ojos del mundo, huir, tal y como yo.
Saber de
ella es estimulante, intrigante, pero mejor es ver cómo habla sin limitarse,
con esa voz grave que ya alucinaba, sus ademanes suaves y femeninos, sus ojos
verdes, aunque dramáticos, pareciendo alegres. Su voz detalla todo cuanto me
dejaba conocer de ella sin ninguna clase de titubeo, sin prohibiciones, ni
reparos. Al menos hasta que tocamos casi por completo el tema de su esposo, y
entonces su historia se detiene ahí, pero decido no darle más vueltas al
asunto. A veces la escucho, y a veces no. No puedo. Pero sí que le pongo toda
mi atención. Tan sólo la miro... y de alguna forma u otra me parece que esos
labios en forma de corazón son los que no dejan de inmiscuirse en mi mente. Una
y otra, y otra vez más. No me dejan encontrar el desahogo que busco. No
obstante, luego de copa tras copa, el dolor físico tampoco deja de punzarme por
dentro.
Miro el
reloj. Han pasado ya cerca de tres horas. No lo dudo ni un segundo más y hurgo
mi bolsillo de nueva gana para poder tomar ya otra pastilla, maldiciendo para
mis adentros el hecho de que he ocasionado que su voz ahí parase.
Me mira
con sus ojos tornándose turbios, fijos en el pequeño medicamento atrapado entre
mi mano.
—Es el segundo que noto que vas a
tomar desde que te vi.
—Es mi
espalda—bisbiseo aún contemplando su mirada turbada frente a mí—, no ha dejado
de atormentarme desde esta mañana.
Se limita
a asentir, y sin añadir más toma un último sorbo de su copa. Yo me quedo
mirando la pequeña pastilla, debatiéndome si tendré que dar un trago de agua, o
si podré tragármela en seco como la anterior.
—¿En casa lo saben?—musita.
Encuentro
su mirada en el mismo instante.
—¿Saben
que los has estado tomando con frecuencia?—esta vez su tono se hace más serio
de lo que ya estaba acostumbrado, y luego sólo se quedó ahí, mirándome en
silencio por unos segundos.
No sé de
qué se trata, o a qué echarle la culpa, pero al contemplarla, con su mirada
fija en la mía, me parece más bonita de lo que creí, y su semblante, así, con
expresión reprobadora, me hace restarle toda importancia al asunto. O a la
respuesta que le pueda dar. Sea cual sea hasta ahora.
—...No.
Niega un
poco aturdida, dándome a entender que aún no lo terminaba de comprender.
—¿Desde... cuando?—inquiere.
Me encojo
de hombros simplemente.
—Desde
que todo comenzó—le suelto con facilidad, pero con la respiración entrecortada.
Continuaba o no, ya me sentía más expuesto de lo que podía llegar a soportar. Y
estaba hecho, no había salida ya—. Desde que se cruzaron en mi vida personas
que supe nunca debieron toparse en mi camino, desde que las mentiras
comenzaron, la envidia, el rencor... Desde que todo lo que creía sobre la
realidad se había venido abajo. Las medicinas me ayudan... a relajarme.
Su
expresión destruida es lo primero que puedo notar. Está cabizbaja, y un poco
erguida. Por primera vez en toda la noche, hay algo que ha hecho que le pueda
sentir debilitada. Se cubre el rostro entero con movimientos entrecortados
detrás de ambas manos, mientras que yo, ahí, y absorto en mi propio tormento,
vuelvo a preguntarme cómo diablos es que se lo he podido decir sólo así... Y
cómo es que no se sintió tan mal.
No se
mueve. Sabía que me seguiría escuchando.
—Y sí, eres... Eres la única persona
que lo sabe.
Un
suspiro le brota de sus labios, y sin más, me asalta tomando de mi muñeca con
una mano segura al tiempo que la otra se ocupó de arrebatar la pequeña pastilla
que sostenía antes entre mis dedos. Pasa todo demasiado rápido para apreciarlo.
Siendo su nueva sonrisa de lo último que
sé, y del hecho de que mi analgésico, había volado por el aire hasta
desaparecer después de que ella lo había lanzado a sus espaldas.
—Te hace mal, Michael.
Le miro
incrédulo. No sé si reprenderle, enfadarme, o si hablar incluso.
—Eres ruda.
¿Lo sabías? Y fría también—le acuso y sin titubear. Y maldición, era cierto. Si
algo había apreciado desde el día anterior era que nada en esa mujer es
gratuito. Números fríos, cerrados, brutalmente sinceros. Me pregunto si alguna
vez me podré acostumbrar.
—¿Ah, sí?—me dice sarcástica.
—Sí—asiento—.
Y te aseguro que el pobre camarero y yo pensamos lo mismo.
—Qué
bueno.
—¿Crees que eso es una cualidad?
—Creo que es una resistencia —sentencia—.
Así nadie me puede lastimar.
Se bufa,
y luce relajada. Mi sangre bulle. Aún me duele la espalda y ahora me he quedado
sin mi analgésico. Sí, creo que sí estoy enfadado.
—Yo misma
he sido una adicta, Michael—su cuerpo se inclina más sobre la superficie de
nuestra mesa, de modo que sus ojos pueden aproximarse más hacia mí. No hay
necesidad ni de obligarme a verle, pues con esos ojos profundamente duros y
adustos, el trabajo ya estaba hecho—. Conozco de esto. Cuando mi padre murió,
creí que la vida había terminado también para mí. No comía, no dormía, no salía
de mi casa. Simplemente me quería consumir con cada cigarrillo que fumaba, cada
pastilla, cada...—se detiene en seco, y cierra sus ojos como a quien ya no le
es posible continuar. Niego y no siento más que la garganta ardiéndome dentro,
junto con esa forma de verla que me paralizaba los pulmones—. Al fin y al cabo
todo se trata de costumbre, ¿No? Te acostumbras al dolor, a la soledad, a la
melancolía… te acostumbras a morir a diario. Te acostumbras, te resignas y ya
no esperas que las cosas cambien.
Al final,
sus palabras ya no se dirigían a mí, sino a sus dedos anudados al borde de la
mesa. Me siento como un idiota.
Quiero
decir algo, lo que sea, pero mi garganta ya estaba completamente cerrada, obstruida
por ese nudo ardiendo desde mi estómago y hasta la totalidad de mis
pensamientos. La oscuridad de sus ojos me dejó sin la oportunidad de articular
palabra.
—He
estado justo donde tú estás, ¿Bien?—añade, apenas si perceptiblemente—. Y he
experimentado el dolor de perderme a mí misma. He muerto ya, tantas veces...
Pero sigo viva.
—Porque ésa
eres tú, eres más fuerte—espeto, asombrándome a mí mismo. Pues aunque mis manos
tiemblan sobre mi regazo, y su mirada ya me parece insoportable, el tono es firme—.
Quiero creer que, si alguien te ha destruido, puedes llegar a levantarte sin
problema. Pero yo... soy diferente. Desde mediados del año pasado es sólo
librar la batalla por poder dormir un par de horas, por sentir que puedo salir
de mi casa sin tratar de esconderme, sin sentir todo ese dolor, físico y
mental, o incluso dejar de llorar. Me es casi imposible sanar, una vez que me
han lastimado.
—A veces
es necesario llorar, colapsarse… a veces, sólo así podemos mantenernos fuertes
para poder seguir luchando.
Aquello
último abre un agujero debajo de mis pies, me obliga a descender la mirada en
urgencia de poder tranquilizarme. No es lo que ha dicho si no la forma tan
simple en la que lo ha hecho. No era algo que pudiera creer con facilidad.
Quizá sí, teniendo en cuenta la vida que ha llevado Lisa Marie Presley... Pero
no de una chica, débil por dentro cuando creí que estaba construida de acero,
que he acabado de conocer justo el día anterior.
Cuando
puedo izar mi mirada hacia ella de nuevo, de inmediato me doy cuenta de que sus
ojos ya se encontraban posados sobre los míos, sabrá Dios desde hacía cuánto, y
cuando ella supo que lo noté, sus mejillas se colorearon y sus labios se
extendieron de una forma involuntaria pero más que perfecta. Un aguijonazo se
impregna en el centro de mi pecho. La verdad es que ella sonríe... bonito.
—…¿Qué me
ves?—la miro de reojo y con dificultad, pese al sonrojo que siento.
—Los ojos—admite
con voz queda, haciéndome sonreír ante la suavidad de su tono—. Imagino cómo
serán alegres, sin ese vacío. Sin tristeza ni cansancio emocional. Sin el
corazón roto ahí dentro.
—¿Por qué?—le
doy un gesto incrédulo—. ¿De qué manera estás viendo mis ojos?
—Como un misterio.
—Ese es el cumplido más raro que me
han hecho nunca.
—No es un cumplido, es una amenaza.
—¿Y eso?
—Los misterios hay que resolverlos,
averiguar qué esconden.
—A lo
mejor te decepcionas al ver qué hay dentro.
—A lo mejor me sorprendo, y tú también.
Sonreímos,
y nos sorprendo a los dos. Nuestras bocas se extienden como hace buen rato que
juntas no lo hacían. Se me seca la boca sin más, y la mirada recelosa que se
pone a dedicarme me obligan sin duda a saciar mi sed al servirme una copa más
de licor. Ella me imita y tiende su copa vacía hacia mí para que pudiese verter
un poco también para ella. Con un sorbo largo tiene, y tan sólo soy capaz de
apreciar cómo una dulce huella de sus labios se queda plasmada al filo del
cristal. De esos finos labios que no paran de molestar, no dejan de acosar ya
mis pensamientos.
No, por
Dios. No me puedo poner a pensar en ello.
—¿Sabes
que hay una manera de poner fin ya a todo esto?—de nuevo atontado, mareado por
el alcohol, tímido. Con urgencia de cambiar el fin de nuestra plática.
—Háblame de ella.
—Evan
Chandler. El maldito que jaló del gatillo, me ha dado una oferta—de pronto me
cuesta continuar. Es el sólo nombrarlo, el sólo traerlo a flote lo que me roba
el habla y me hace concentrar en nada más que en la sangre hirviéndome bajo la
piel—. Yo le doy dinero, y al parecer, todo el asunto quedará olvidado por
siempre. Estoy hablando de millones de dólares.
Lisa
asiente dubitativa.
—...Aún
así no pienso darle un solo centavo de mi dinero a los Chandler...—prosigo—. Y
no, no es por el dinero, pero... Si quiero probar que tengo razón... si quiero
que todo el mundo compruebe mi inocencia, llegaré hasta el fondo de todo esto.
Hasta el final de todo este maldito desastre.
—¿Han... programado ya una fecha
para llegar a...?
—El
veintiuno de Marzo—replico antes de que pudiese terminar. No había sido un
cambio de tema agradable, pero al menos algo más de lo que me podía desahogar.
Lisa deja su vista en un punto cualquiera como si lo estuviese analizando—. Y
lo mejor de todo esto, es que Evan
está seguro. Está convencido de que si, esto llega a la corte, me encerrarán
por el resto de mis días.
Niego,
riéndome de mí mismo. Maldición aquello sonó como la peor broma de todas.
—No, no,
no...—se incorpora sobre su asiento y me mira con mayor intensidad—. Quizás...
no sería tan mala idea considerarlo.
—¿El qué?
—Pagar—espeta—.
Darle a ese maldito lo que ha estado buscando desde el principio. A lo que me
refiero es que, no puedo ni imaginarme lo mucho que un juicio podría terminar
afectando tu carrera. Escándalos, calumnias... Sería un nido con todo y lujos
para todas esas víboras profanadoras de la prensa.
—Pero...
¿Así yo no quedaría mal también? La gente pensaría que... he pagado para
comprar su silencio. No lo sé...
—Piensa
en cómo quedaría él, de haber aceptado nada más que dinero del hombre que
supuestamente ha abusado de su hijo. Es por más, ridículo.
Asiento
sin más, absorto dentro de sus últimas palabras.
—Quizás...—susurra—. Así jamás dejarás
que vean que te hirieron.
Aferro la
copa de cristal entre mis dedos y asiento a la par. Ni siquiera pasándome por
la cabeza la idea de hundirme en un inmenso trago sino de pensar en todo ello,
todo cuanto ella terminó de decir. Y mierda, tenía tanto sentido. Sonaba bien.
Sí, de pronto, lo estoy considerando.
El juicio
programado para mediados de Marzo. Y no sólo será uno, sino tan sólo el primero
de cuantas citas judiciales se les ocurra organizar a esa maraña de chupadores
de sangre. Pensar en todas aquellas nuevas mentiras que ellos se ocuparían de
sacar a la luz, las calumnias, el caos, el odio. Cada uno de esos eventos
siendo transmitidos a televisión internacional y mi vida pública siendo
destruida y difamada mientras tanto. Mi futuro volviéndose incierto, todo por
lo que he trabajado hasta este momento, mis proyectos, todo cuanto creo... todo
a mi alrededor. Y sólo para que al final, el veredicto, y la palabra
“Inocente”, aunque verdadera, deje de tener importancia ante todos, pues el
daño ya estaría hecho.
Pagarle a
Evan... no puedo creer que me lo estoy pensando.
—Mierda, es... cierto.
En el
mismo momento Lisa se ríe increíblemente dulce frente a mí, haciéndome olvidar
la idea de que por un momento me encontraba totalmente sólo. Yo, y mis
pensamientos. La miro como puedo reaccionar, y apenas y puede reprimir ese
maravilloso sonido llevando una sola mano a sus labios.
Frunzo el
ceño con extrañez.
—Colega,
si la gente supiera quién eres en realidad, se sorprenderían—masculla aún
burlona. No puedo evitarlo y se me contagia una sonrisa—. Ya no creerían que me
he puesto como loca por salir contigo si pudiesen ver quién eres en verdad; que
te sientas, y bebes e insultas y que eres endemoniadamente divertido, que eres
un malhablado y no tienes esa voz aflautada todo el tiempo.
Me río
igual, pero más de mí que de su tierna confesión entrecortada. ¿Ha llamado mi
voz... ‘aflautada’?
—Bueno, entonces
no se lo digas a nadie—por fin continúo bebiendo un pequeño sorbo de mi copa.
Tampoco es que se me dificulte seguirle el juego—. Siempre me ha gustado la idea de no ser lo que la gente espera que
sea.
Ella
entonces trata de tranquilizarse de poco a poco, y asiente con los ojos
entrecerrados aún sin dejar de apreciarme. Esto es divertido, y en realidad...
promete bastante.
—...Por
ejemplo, sé que piensas que soy gay,
pero no lo soy—no tengo ni idea de cómo se me ocurre comenzar así, pero mi
mejor premio es mirar el cómo se pone pálida de pronto—. Me cansa que la gente llegue
a pensarlo. Y sí, que se vayan al demonio. Quizá pague, y tal vez entonces me
deshaga ya de todo esto, y de cuantos otros rumores has oído acerca de mí.
—De eso
no tienes por qué preocuparte—murmura, aunque un poco tensa y cauta—. Sé que
todo lo que escucho de ti no es la mayoría de las veces de verdad.
Le dedico
una de mis mejores sonrisas.
—Y las
partes que son ciertas, no deberías reprochármelas—le suelto sin atadura
alguna. No lo resisto más, y me arriesgo a lo último que creería hacer esta
noche. Le guiño un ojo, y lo único que recibo a cambio es una mirada
odiosamente perpleja de su parte.
Una que
llega a hacerme arrepentir de la idea, y estremecer a la par. ¿Me he...
sobrepasado?
—Ey... —su voz suena fría, dura—. Soy una
mujer casada, y tú... ¿Estás coqueteando conmigo?
Miro la
botella de vino más allá, casi vacía. En verdad hemos bebido bastante. Me topo
con su mirada y su leve pestañeo un tanto aturdido y decido en ese momento
hacerle una pregunta diferente, antes que contestar.
—Pero, ¿Eres feliz?
Se queda
boquiabierta, y sin dejar de mirarme aún. Como si no pudiese disimular su
sorpresa ante mi repentina pregunta, y mi ‘normalidad’.
Pierdo su
mirada inmediatamente.
—Es que... no lo sé.
Es como
si el bisbiseo hubiese sido sólo para ella, pero lo suficientemente claro como
para hacerme sentir miserable de un momento a otro. Me obliga a decaer, a
sentirme como un completo imbécil por mi más que torpe ocurrencia. Por la idea
que se me tuvo que ir a ocurrir. ¿Pero qué clase de pregunta ha sido esa?
¡Maldita sea!
—¿Y qué me dices de ti?
Su voz,
aunque tensa, hace callar todas esas riñas dentro de mi cabeza. La encaro entre
titubeos pero no obtengo nada, no se encuentra mirándome siquiera.
—¿De mí?
—Sí—musita—. ¿Actualmente estás
con...?
No
termina de hablar. El sonido parecido al de un localizador se esparce por todo
el sitio, y sólo aquello basta para que pueda olvidarse de todo lo demás. Hurga
en su bolso con movimientos torpes y no para o dice nada más hasta haberlo
tomado entre sus dedos esbeltos. Me pierdo en el elegante barniz que tienen sus
uñas.
—Es de
casa—murmura estudiando el aparato, y saca del mismo bolsillo un teléfono
móvil—. Es Dany, seguramente—de una, se pone de pie para alejarse de su
asiento, con los dedos ya puestos sobre el teléfono para comenzar a marcar—.
Por favor... discúlpame.
—S-sí.
El desenfreno
me impide seguirla con la mirada conforme se aleja, y sólo me percato de ello
al escuchar el leve sonido de una puerta cerrándose más allá de mis espaldas.
De nuevo, estoy sólo. Una vez más, mis demonios amenazan con volverse la única
compañía del resto de la velada.
Encontrándome
aún sentado sobre mi asiento, y con una mesa ya desordenada por ambos frente a
mí, dos copas vacías y una botella del mejor vino tinto que había probado casi
inexistente. Mis pensamientos volviendo, de nuevo a atormentar. Cierro los
ojos, y a mi mente se viene de pronto un solo recuerdo, un momento de mi vida,
una jugada del destino que en ese mismo segundo me hace dejar escapar el
escozor de mis ojos que avisa que una lágrima está a nada de brotar.
Un par de
lagunas grises, que me esperan en casa, que ya han anhelado por mí.
Recuerdo
aquél momento en el que la conocí, que la encontré, que había descubierto su
existencia. Tan hermosa como siempre, majestuosa. Simplemente lo más bello que
había apreciado en toda mi vida. Lo recuerdo como si ese pequeño encuentro en
Nueva York hubiese sido sólo ayer, y no hace casi seis años. Fue una explosión,
una aventura, y en menos de lo que lo pude entender, se había convertido en mi
propia adicción. Reconocí que al minuto de encontrarla no sólo se curaría mi
corazón enfermo, sino que era, indiscutiblemente, lo más maravilloso que podría
experimentar.
Mi
Rachel. Mi vida. Mi... amor.
Y aquél
era su esposo que la llamaba. El esposo de Lisa tratando de hablar con ella
mientras yo estoy preguntándole si es feliz con él. Mierda... y justo en el
mismo segundo en el que ella estuvo a punto de preguntarme si yo estoy con
alguien más.
Pero qué
imbécil soy.
—...Michael,
lo lamento tanto—la voz de Lisa me descoloca con aprehensión—. Creo que tengo
que irme.
Busco
despejarme de inmediato. No me he dado cuenta de la puerta cediendo para ella,
ni siquiera del tiempo que transcurrió, de nada en realidad. Me pongo de pie
como puedo por mis movimientos trastabillando y trato de articular una manera
decente de asentir, mientras ruego porque mi voz no se haya destruido por
completo.
—Oh, por
favor, no te preocupes—susurro entre todo el ajetreo. De pronto me es casi
imposible mantener su mirar—. Yo... creo que yo también.
En lugar
de responder, sólo se ocupa de reunir las cosas que traía consigo para
guardarlas dentro de su bolso. Se nota un poco distinta, como si estuviese
apurada ya por desaparecer.
—¿Tienes cómo irte?—intento llamar
su atención—. Yo podría...
—Mi esposo viene por mí. Descuida.
—Está
bien—le doy una leve sonrisa. Sí, la obviedad sobra si pienso que algo malo ha
ocurrido en esa llamada.
Atravesamos
el lustroso pasillo que separa la inmensa cocina de la salida trasera del
lugar. No cruzamos palabra alguna, ni miradas, ni algún gesto en especial. Lo
único que compartimos, es el mismo deseo de por fin poder salir de ahí, aunque
quizá por motivos diferentes. Bastante diferentes.
En cuanto
estamos cerca de tocar la acera los mismos tres hombres trajeados de hace horas
se me acercan para intentar rodearme como lo han hecho antes. Como si de un
reflejo se tratase lanzo una mirada a modo de disculpa hacia Lisa y reprimo la
idea al toparme con sus ojos puestos en blanco al observar. El aire se me
escapa junto a un bufido. Qué ridículo me he de ver si no hay un alma más
vagando en la acera.
Me abro
un poco de espacio entre ellos como es posible para volverme hacia ella una vez
más, consciente de que sus labios se encuentran entreabiertos, tal y como si
quisiera decirme algo.
—¿Voy a verte de nuevo?
Tengo que
reprimir el impulso de sonreír. La Lisa de antes, de pronto había vuelto.
—Por
supuesto que sí—musito, y sólo por un instante la presencia de esos hombres de
cuerpo enorme me deja de importar—. Para que logres conocerme, y saber la
diferencia entre lo que soy y lo que te han contado.
—Perfecto...
Que al fin y al cabo, dos almas no se encuentran por casualidad.
Y me
sonríe justo antes de echar a andar. ¿Cómo es que ella no necesita la seguridad
de la que yo preciso para salir de casa? ¡No es justo! La miro entonces, preso
del deseo que me hace no dejar de estudiarla y no me detengo hasta saber que la
he perdido de vista cuando ella dobla la esquina. Uno de los tres hombres toma de mi brazo para conducirme
hacia el automóvil, en medio de la cruda sensación que el viento contra mi piel
me da de creer que el concreto está moviéndose por debajo de mis suelas. Dentro,
ya no se encuentra John. Seremos sólo mi conductor y yo.
Por si
fuera poco, dentro de una leve depresión que me dura por más de la mitad del
camino a mi hogar.
Ni el
trayecto a casa hace que deje de sentirme irritado, molesto conmigo mismo.
Seguí con el plan de la cena con Lisa porque maldita sea, quería encontrar una
forma urgente y vacía de actuar por despecho hacia Rachel. Y se me fue a
olvidar lo primordial; lo mal que me hace la falta de sus labios, sus ojos
frente a mí, y lo patán que justo ayer me había portado. Pero como si fuese un
animal, un completo idiota, me he elegido salir para ver a Lisa sin más, como
si tuviera todo el derecho de hacerme al papel de la víctima.
Azoto
furioso la puerta principal justo al llegar. Y mierda, pienso, cavilo dentro de
mis pensamientos y simplemente no existe un punto de vista en el que yo no
termine viéndome pésimo.
No puedo
sentir más que ganas de llorar. Y aun así, no logro que salga ni una sola
lágrima.
—¿Kai?—me
detengo distraído por la luz proveniente del centro de la cocina. No alcanzo a
percibirle perfectamente pero al acercarme más me puedo asegurar.
Se da un
pequeño respingo, pero no deja de acomodar los utensilios recién salidos del
lavaloza. Cuando me mira no le es posible ocultar el desconcierto.
—Oh, hola, Michael...—susurra—.
Estaba por terminar.
—Por
Dios, es tardísimo—vislumbro su alrededor. El lavaloza aún está repleto, y
sobre la estufa aún hay algunos sartenes más que faltan de limpiar—. Deja eso
ahí ahora. Deberías ir a dormir.
Aparenta
timidez dentro de una sonrisa.
—Claro, en un minuto me voy.
Permanezco
varado mirando cómo seca sus manos y ya se digna a desocuparse. Guarda todo
cuanto puede en su sitio correcto antes de tomar del perchero cercano su abrigo
habitual, y con sólo una mirada comprendo que está a nada de marcharse. Y de
inmediato siento cómo mi mente hierve por una sola pregunta sin responder.
—Kai, de
casualidad...—mi voz le detiene y como veo que me estudia con ojos dubitativos
intento fingir despiste en mi tono—. ¿Has visto a Rachel?
De pronto
me sonríe aliviada.
—Ella está en la habitación—musita al señalar
con su dedo índice las escaleras.
—Gracias—le devuelvo la sonrisa—.
Buenas noches.
Subo las
escaleras de dos en dos, casi corriendo. Con un único propósito de terminar tan
pronto como pueda dentro de mi habitación, y encontrarme, al final, con ella.
Transcurro el pasillo casi pasándolo por alto, y abro la puerta sin el mínimo
contratiempo. Nada. La cama permanece vacía y hecha aún, me asomo a cada rincón
de la pequeña estancia, del closet, o del cuarto del baño para buscar, en vano.
Con el
aliento entrecortado decido cepillar mis dientes antes de salir de ahí. Ya
desde hacía horas que no soportaba el aliento a alcohol disipándose dentro. Al
salir, atravieso de nueva gana el corredor un tanto atolondrado, perdido en la
idea de si en realidad le he escuchado a Kai bien, o si todo ha sido no más que
un malentendido, o parte de mi imaginación turbia. Pero entonces, una luz
filtrándose por debajo de una de las puertas capta mi atención.
La puerta
de su habitación.
Halo del
pomo de la puerta, con el cuidado imposible que sé debo tener, y la encuentro
ahí. Está postrada justo frente a mis ojos, inundada de sueños, su manta
favorita cubriéndole y tan tranquila como ella suele ser. Sólo respirando, y
dándome con cada suspiro una nueva razón más para enamorarme de ella.
Sé que en
nada podría lanzar el primer sollozo, la primera lágrima comenzaría a caer, y
ya no habría regreso a toda esa tranquilidad de la que ella está gozando. Y es
que debo dejarla dormir. Me aproximo con sigilo, y sólo posando una rodilla
contra el colchón para no removerla con brusquedad, entonces, me animo tan sólo
a dejar un leve beso congelado sobre su mejilla. Y cierro los ojos con el roce,
cuidando de gravar con cada parte sensible de mi cuerpo la sensación de su piel
cremosa recibiendo mis labios agrietados.
No puedo
creer que sería una noche más en que dormiríamos separados.
—¿Michael...?
Abro los
ojos en seco al susurrar de esa voz, de esa tonalidad deliciosa que ya había
echado de menos durante todas esas horas. Casi un tierno murmullo, delicada,
celestial. Al mover sus pequeños labios no puedo concebir que ella pueda decir
mi nombre de otra manera.
—H-hola...—susurro,
lívido por estar más cerca de ella, justo a su lado, al alcance de su
respiración. Ella gesticula la más pequeña de las sonrisas, pero así, aún con
sus ojos sellados hacía que mi corazón entero se derritiese—. ¿Por qué no has
dormido en nuestra habitación?
—No puedo—musita
entonces, aún más débil que antes. Como si no quisiera que la calma que reina
entre nosotros terminara. Que nada, salvo su perfecta respiración y los
repiqueteos del reloj del buró se manifestaran—. Me es imposible dormir en una
cama tan grande en la que no estés conmigo.
Todo ese
tormento me vuelve de pronto a flor de piel, y en el nacimiento de mi garganta
se dispara un nuevo nudo que me dificulta el respirar. Se hincha, y me duele,
casi ahogándome. Me fulmina junto con todo ese terror que sopeso por la falta
que me hizo hasta ahora. No lo quiero pensar ni un momento más, y me acurruco
cauto a sólo unos centímetros de su cuerpo tendido. Sólo rogando, luchando por
que ahora las lágrimas no comiencen a aparecer.
—Princesa...—bisbiseo
débil al filo de su respiración, seguro de que nuestros alientos están a nada
de volverse sólo uno—. Por favor, perdóname...
—N-no,
no, no—de pronto, su índice esbelto se posa urgente a pos de mis labios,
haciéndome callar. Es el instante en que puedo encontrarme luego de tanto con
sus exquisitas lagunas grises—. No me pidas disculpas, por favor.
Su mirada
se humedece, y yo tiemblo. Me estremezco como si me hubiesen caído cientos de
baldes de agua helada por toda la piel.
—Sé que a
veces...—su voz toma presencia más temblorosa—. Sé que a veces puedes sentir
que no entiendo la presión que tienes que soportar en estos momentos... Pero
tan sólo ha sido así, porque estoy segura. Sé, Michael, que todo muy pronto se
va a solucionar. Estoy convencida de ello... Y estoy contigo, cariño. Apoyaré
todas, y cada una de las decisiones que tengas que tomar.
Iza su
mano hacia mi rostro, y acaricia mi mejilla, increíblemente suave. Haciéndome
cerrar los ojos por un momento, como efecto inmediato al dulce roce que me da.
Verla
sonreír, saber que disfruta de cómo me afecta su cercanía es posiblemente uno
de mis placeres favoritos. Esos labios, aunque se encuentran un poco secos, los
siento hermosos. Aunque esté cansada, o adormilada, es hermosa. Su cuerpo es
hermoso, toda ella es perfecta, hermosa. ¿Cómo no amarla? ¿Cómo no... desearla? Es más que perfección, es
arte. Y me encanta hacerla sonreír, me fascina verla, se vuelve mi única
necesidad. Y no se me ocurre forma diferente de poder decírselo. Mierda, y
quiero hacerlo... Si tan sólo mis sentimientos no fuesen más grandes que las palabras,
si sólo pudiese existir en mi voz tanta claridad como hay en sus ojos.
—Rachel... ¿P-puedo... besarte?
No hay
respuesta, o gesto necesario. Sólo ella, encargándose de todo lo demás y
posando sus labios sobre los míos sin añadir más nada. Nuestro beso es lento,
casi carente de movimiento pero vital, como cual roce que sabe a gloria. Su
mano aferrando mi nuca hace que la presión sea mayor, y beso sus labios como si
de verdad lo necesitara para vivir. Congelo ahí la carnosidad de su boca
dejándome llevar por las maravillosas e indescriptibles sensaciones que ella
hace nacer.
Su cuerpo
adherido al mío, sintiéndola aún más sobre el colchón mientras me adentro a
cada segundo con mayor ahínco a su boca. Y gimo deliciosamente, de sólo
sentirme de nuevo así, en su interior.
—Creo que
quiero quedarme aquí contigo esta noche—susurro afligido, y dejo un último beso
ahí en sus labios. Jadeando por la sensación.
Simplemente
vuelve a cerrar sus ojos sonriendo.
—Creo que quiero que lo hagas.
Me estiro
entonces lo suficiente para poder despedirnos de la luz, y lograr cubrir mi
cuerpo también por debajo de sus sábanas favoritas. Y tiro de sus brazos
alrededor de mí sin pedir disculpas, lo suficientemente apretado, que me es
difícil ampliar mi pecho como para lograr inhalar. Pero, por primera vez en
toda la noche, siento como si por fin pudiese respirar.
Aunque
estoy exhausto, no quiero dormir aún, por miedo a despertarme y darme cuenta de
que ése delicioso beso, bien puede ser sólo un sueño, nada más.
*****
Luego de
tanto, tanto tiempo, me despierto
realmente descansada, aunque sí sobresaltada para variar. Sobre mi regazo hay
una hermosa bandeja de cerámica que lleva encima una jarra de mi zumo de frutas
favorito, panqueques con mantequilla, y la marca de miel de maple que tanto me
gusta también. La sorpresa, la sonrisa que se me congela en el rostro casi me
hacen olvidarme de preguntar por qué Michael no habrá despertado conmigo.
Entonces, froto mis ojos para agilizar mi vista, y mis pensamientos como tal.
Un sonido
se detiene al instante; es la ducha, que ha dejado de funcionar.
Aún desde
el colchón vislumbro la puerta del cuarto del baño ceder, y entonces tengo sólo
para mí a Michael envuelto en una bata blanca de baño, rizos empapados, y
simplemente la más hermosa sonrisa que puedo interceptar. Me incorporo un poco
para apoyar mi espalda contra la cabecera de la cama y poderle mirar, mientras
me sobrecoge la profundidad del sentimiento que albergo por este hombre tan
hermoso y perfecto. Le amo tanto.
—¿Qué es
esto?— inquiero como la sonrisa me deja, estudiando la bonita bandeja sobre mí.
Se echa
una magnífica risita, y antes que contestar se apresura para trepar de un solo
movimiento hacia el colchón, haciéndome sentir más el beso fugaz que deja en
mis labios antes que la manera en que la cama se mece pese a su cuerpo. Estoy a
punto de derretirme.
—Buenos
días para ti también—musita enigmático, a un solo centímetro de mi rostro.
Estoy a punto de tragar saliva ante su cercanía cuando él, ahí, en pleno
suspiro, vuelve a adherir sus labios dulces hacia los míos antes de volverse de
un salto hacia el suelo, y andar rápido hacia el armario.
Abre
varias puertas hasta haber escogido el atuendo correcto, y yo me quedo
embelesada durante todo el proceso. Bañado por la cálida luz que se filtra por
los ventanales mientras arroja la bata a uno de los percheros para poderse
vestir, y él me sonríe, tranquilo, satisfecho. Está feliz. Como si la magia se
manifestara justo en pos de mis ojos. La combinación exacta de rizos negros y
húmedos, luz de sol, restos de brillo matutino.
—Mientras
despertaba y me iba a la ducha, pequeña—murmura—, me he dado cuenta de que el
año pasado no hemos celebrado nuestro aniversario.
—Por
Dios, es...—no evito llevar una mano a mis labios. De pronto mis labios ya no
están sonriendo—. Es cierto.
—Lo sé—su voz me hace mirar; tiene
la exacta misma expresión en el rostro.
Engullo
por fin el primer bocado de mi platillo. El olor me aniquilaba desde antes,
además de que el sabor le hace justicia a la apariencia. Sin mencionar... me
estaba muriendo de hambre.
Michael,
andando de aquí a allá, se detiene frente al tocador para cepillar un poco su
cabello.
—Así que—ubica
mi reflejo contra el cristal—, aproveché que seguías dormida para planearnos
algo para esta noche.
—¿De verdad?
—Así
es...—vira hacia mí, y enarca sus cejas de forma perfecta, tan... seductora—. Pero
no podrás saber lo que es. No ahora al menos. Y Monica, me va a ayudar con eso.
—¿Qué? ¿Pero, cómo...?
Ni
siquiera puedo continuar, ni siquiera él puede reírse de mi expresión
atolondrada. El teléfono suena, y Michael se precipita en el mismo momento a
atender. Tan sólo le sigo con la mirada mientras me llevo el siguiente bocado
grande a la boca.
—...Sí—es
su primera respuesta, luego aguarda por un puñado de segundos—. Claro, John.
Estoy listo, ahora bajo. ¿Pellicano ha venido también...? Bien. Gracias.
Devuelve
el aparato a su base sin añadir nada más. Le miro fijamente, parpadeo, y en
cuanto asimilo la leve seriedad que ahora toma su rostro noto que la sangre
comienza a abandonar mis mejillas.
Pero todo
termina ahí, todo queda olvidado en el momento en el que vuelve a trepar a la
cama y vuelve a fundir su boca junto con la mía. Esta vez su ritmo es más
letal, sus labios, exquisitos. Impregna el interior de mi cavidad con su lengua
al tiempo que mis manos presas del instinto se envuelven con indolencia en
torno a su cuello para poder sentir incluso más. Tan sólo con sentir cada
movimiento, cada roce, el cómo nuestros labios vuelven a hacer el amor, arde.
Se me
sale un gemido quedo. Ya no aguantaba ni un maldito segundo más sin besarle.
Como solía ser, Michael no se opone, y su mano atrapa mi nuca por un momento
mientras me recibe él a mí desprovisto de timidez, haciendo que la temperatura
dentro de mi cuerpo se dispare hasta el infinito. Quiero más, maldición. Le
deseo. Pero, ¿Podría? Estando así... ¿Puedo hacer algo ahora? Mierda, si tan
sólo estuviera segura de que no es peligroso.
—Mientras
tanto...—jadea agitado, su frente se apoya contra la mía y cierro los ojos para
despejarme de todo el ardor, de todo ese desenfreno—. Les he preparado a ambas
un día entero de spa. Quiero que te
sientas de maravilla para nuestra cena en Sorrentino’s
de esta noche, y para la maravillosa noticia que te tengo que dar.
Miro sus
ojos alternadamente. Ese beso, esa diferencia de conceptos me tienen un poco
frustrada, ansiosa. ¿Una cena esta noche? Aunque la idea, pareciéndome tan
absurda como perfecta, no sonaba nada mal. El que él y yo pudiéramos tener un
solo momento a solas, y alejados de todo lo demás, es una oportunidad tremenda.
Es mi chance de decírselo por fin.
Un
retortijón nace en mi vientre, pero no dirijo mi vista hacia abajo para
disimular. Esta noche... será perfecta.
—Será la noche más memorable de
nuestras vidas, pequeña.
Me da un
pequeño beso más al final, y mientras se aleja de nuevo yo sigo alucinando con
el hecho de que su último comentario ha coincidido de forma divina en mis
pensamientos.
Pero el
encanto termina cuando me percato de que esta vez no sólo se aleja, sino que se
dirige a la puerta para abandonar la habitación.
—¡Espera...!—un
tanto desilusionada arrugo la frente al llamar su atención—¿A dónde vas
ahora...?
—Atenderé
algunos asuntos pendientes con John. Los
últimos asuntos—sonríe ensoñado con eso último—. Un coche pasará por ti a las ocho y treinta de la noche, Rach. Te
veré entonces.
Y es un
hermoso guiño, el último gesto que me puede dedicar. Detrás de él cierra la
puerta y consigo se lleva mi calma, mi corazón entre las manos y mis labios
favoritos. Me deja con medio desayuno sin terminar, el baño impregnado de vapor
y por más, confundida.
Me atrevo
a mirar hacia mi vientre por fin; al menos no me ha dejado enteramente sola.
Una vez
que me he devorado el resto de la merienda, me digno en despojarme ya de la
pesadez, causa de un domingo por la mañana, y me meto a la ducha sin aguardar.
Al salir, no tardo demasiado en elegirme el atuendo que usaré para esta tarde,
ni siquiera siendo que nunca había visitado un spa en California, y no gozo de la remota idea de qué tan lujoso
puede ser. Aunque, teniendo en cuenta que es uno que seguro ha elegido Michael,
está más que dicho. Un vestido desmangado color beige de chifón, llegándome a
las rodillas es mi elección. Ato mi cabello en un recogido improvisado a mitad
de mi nuca, y utilizo un poco de máscara para pestañas.
Me miro
en el espejo justo al último momento y me sonrío con simpleza, al percatarme de
que, con ése vestido, sí que llega a notarse un poco más. Un par de golpeteos
contra la puerta aparecen, y sin pedir permiso, Monica aparece en el lugar.
Cruzamos miradas, y por cómo me ha atrapado a ambas se nos escapan más de una
carcajada.
Alrededor
de las dos y cuarto de la tarde un automóvil, que ya aguardaba por nosotras en
la puerta principal, nos dirige luego de un par de horas de camino hacia el
ostentoso y pulcro spa del Hotel Ritz-Carlton, ubicado en el centro de
Los Angeles. Al parecer, ahí ya nos esperaban, y al pasar de la lujosa
recepción hacia uno de los reservados para atendernos me pude notar a qué
nombre estaba programada la cita; el nombre completo de Michael estaba ahí.
No
transcurre ni la mitad de la sesión y ya me siento más cerca del paraíso. Un
masaje, maldición, era todo cuanto necesitaba.
—Créeme...—expresa
vagamente Monica hacia mí, aún con los ojos cerrados por tal serenidad que la
está aprisionando. Me muero por reír, pero me es imposible simplemente. Me
pregunto cuántas veces más podremos volver—. No puedo creer que esto haya sido
idea de Michael.
Me bufo
para mí. Yo tampoco lo creería.
—Pues,
créelo...—replico al instante. La mujer que me atiende presiona mis hombros
entonces, justamente el punto correcto, y un quejido más de alivio que de dolor
brota de mis labios—. Él quería que estuviese relajada. Quería que me preparara
para ir a cenar a Sorrentino’s esta
noche.
Sin
hablar siquiera sus ojos se abren amplios de golpe, se incorpora sobre la
camilla haciendo que la chica que le da masaje se sobresalte un poco, y tan sólo
me aprecia a su lado. Negando turbia, como si me rogara que continuase con más
mi respuesta.
Pero aún
no tengo más para decir.
—Estás bromeando—musita.
Niego,
sintiendo mi corazón agrandarse más y más. Mis ojos, ya escociendo por toda la
emoción. Esa cena... ese encuentro cada vez más me pone los nervios de punta.
Monica me
lanza la mirada más maravillosa que podría soportar.
—Rach,
se...—bisbisea trémula, como si le costara hablar—. ¿S-se lo dirás...?
Y sonrío
ahí. Ni bien se me ocurre la respuesta correcta, las palabras que lleguen a
abarcar la totalidad de mi felicidad, o cual expresión le haga saber todo
cuanto estoy sintiendo. Me estoy consumiendo completamente, mi garganta arde,
mis ojos se comienzan a humedecer.
—Yo... creo... Sí.
Una sola
lágrima aparece sin poder evitarlo, y en sólo un segundo Monica parece no
soportarlo más, deja a la pobre chica con las manos en el aire y se pone de pie
para envolverme entre sus brazos fraternales. Yo le imito y la estrujo como si
todo ese preciso momento dependiera de ello, cuidando de no lastimarme, pero
buscando que aún no pueda dejarme.
—Oh, Rachel...—la
oigo adherida a mi oído, y yo la aferro un poco más—, ¿Tienes idea de cómo se
va a poner?
Ambas nos
incorporamos, pero no nos alejamos lo suficiente. Más lágrimas nacen del filo
de mis ojos, y niego incrédula como me puede ser posible en ese instante. No
puedo hablar, no puedo formular los pensamientos correctos. Tan sólo sé que
estoy por hacer de nuestras vidas, la realidad para el sueño más grande del
hombre que amo.
—Es que
no puedo esperar...—busco limpiar mis mejillas usando las yemas de mis dedos.
No funciona. Sé que vendrán incluso más—. Ya no puedo. Tengo que... tengo que
decírselo, Mon.
Monica
sólo niega en silencio, con ojos vidriosos, y una hermosa sonrisa congelada.
Una risa impregnada de lágrimas se me escapa y entonces caigo en el vívido
recuerdo de las últimas palabras de Michael frente a mí.
—Me ha dicho que me prepare para la noche más
memorable de nuestras vidas.
—Rachel,
por Dios...—se le borra la sonrisa entonces, y sus ojos delatan perplejidad.
—...Monica.
Un
suspiro. El palpitar de mis latidos siendo carcomidos por la sensación.
—Él... te podría pedir matrimonio.
Matrimonioooo!???
ResponderEliminarDios mio ojalá pasara, pero acá hay gato encerrado, asi que bien a esperar al próximo!
Estuvo lindidimooo Kat! Eres dimplrmente genial!
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