Me
despierto con el ahogo de un fino suspiro, un intento por recuperar el aire que
mi sueño se llevó con él cuando la luz del nuevo día se asomó por la ventana.
La cabeza
me da vueltas aún, me zumba como si de un mecanismo dañado se tratase, y el
aire aligerado acompañado de mi visión borrosa me impide concentrarme
correctamente. Hay algo extraño alrededor; no estoy en el mismo sitio en el que
perdí la visión al último segundo de mi conciencia, sino que estoy en nuestra
habitación. No estoy usando el mismo atuendo tampoco, ahora mis pijamas visten
mi cuerpo y las cobijas más finas de la cama me están cubriendo hasta la parte
baja de mi vientre. Ya no hace frío, sino que hace calor. Ya no me siento
mareada, no me siento mal, no me siento... indefensa.
Ya no me
encuentro sola porque Michael, a un costado de la cama con la frente apoyada
contra la superficie del colchón y su mano aferrando de forma deliciosa la mía,
se encuentra conmigo. Está aquí, dormitando, pero respirando junto a mí,
esparciendo la liberación que ya tanto anhelaba. Haciéndome renacer.
Remuevo
un poco mi cuerpo sobre la superficie blanda para poder mirarle mejor, y ser
capaz de apreciar a ese conjunto de rizos largos alborotados, atuendo casual de
pantalones negros de gabardina y camisa carmín, y preciosas ojeras enmarcando
sus ojos cerrados. Un quejido de derrota se me sale después; mi plan fracasa, y
él, inmediatamente se incorpora en el mismo sitio para poder contemplarme. Sus
ojos cansados y atolondrados me hacen sentir como una niña pequeña que ha sido
sorprendida en una de sus más grandes travesuras.
—Mi
amor...—susurra al tiempo en que frota ambos ojos urgentemente con sus manos.
En el
colchón, se ha quedado sumido el sitio en el que su cabeza descansaba, y en la
piel de sus mejillas, permanecen las marcas de las sábanas enfundadas. Sus
ojos... ese par de haces de luz marrón brillan ahora de forma diferente. No
puedo creerme que es por el contraste de la luz solar filtrándose o porque se
han revitalizado de pronto. Tenía que ser algo más, una razón más poderosa que
todo aquello.
Algo que
no he sólo soñado, quizá. Algo que tal vez, ha sucedido en verdad, algo de lo
que él ahora sabe. Un motivo perfecto para que sus ojos centellen y me hagan
desearle de esta manera.
—Hola...—mi
voz es débil, pero presente, y distraída me pongo a la tarea de recuperar su
mano para volver a aferrarla entre la mía.
Él
entonces deja escapar un suspiro ahogado entre nosotros. Es un suspiro
familiar, uno idéntico al que he escuchado en mi última lucha por mantener la
conciencia a flote, por permanecer fuerte y jurando que podría hacer hasta lo
indecible por mantener los ojos abiertos. Antes de que sólo hubiese oscuridad,
y que los ecos emergentes desde el interior de mis pensamientos no faltasen.
Entonces, llegó a mi cabeza;
Monica.
Monica se
lo había dicho. Todo.
—Tú...—me
señala con su dedo índice tembloroso, y sin embargo, más que reprensión,
detecto dulzura infinita en su mirar—. Que me vuelves a dar otro susto de esos,
y te juro... soy capaz de conseguir que venga el UCLA Hospital a ayudarme a cuidar de ti. No me importa cuánto o qué
me cueste, lo haría sin duda.
—Estoy
bien... —musito al tiempo, haciéndome a la tarea de abandonar su mano fría por
un momento para posar las yemas de mis dedos contra su suave mejilla.
Le
acaricio, y Michael atrapa mi mano débil aún rozando su piel. Sonríe, y miro
alucinada la forma en que unas finas lágrimas logran salir de sus ojos ya
irritados, cristalinos. Tan hermosos... como si en el mismo Cielo hubiesen
planeado que ese par de lagunas tuviesen que existir, y que habría que esparcir
polvo de estrella para que brillasen sin más. Y un nudo en mi garganta
colisiona con mis sentimientos, pero no aparece sollozo alguno, no con sus
labios ahora sellando los míos en un beso desesperado.
Sus dos
manos aferran mi rostro, nuestras narices se rozan, y mis lágrimas se intentan
mezclar con las suyas. En sus labios, no existe ni el más mínimo movimiento,
tan sólo están ahí, junto a los míos, palpándolos y tentándolos pese a la
resequedad que habita en la cavidad de ambos. Como puedo, tomo de su cuello
para ceñirle incluso más, y que toda mi proporción perdiese los estribos por
sentirle ceder.
Mi
Michael estaba de vuelta. Está aquí, cerca de mí, sintiéndome, y amándome.
Asegurándome sobremanera que esta hermosa noticia, que este hermoso hilo de
plata atándonos en merced de mi vientre, quizá sería no una, sino la mejor
noticia de la que él se ha ido a enterar. Jamás la realidad me había sabido tan
deliciosa, y nunca, el porvenir me hizo sentir tan bien... tan maravillosamente
enamorada.
—Pequeña...—su
jadeo lento se estrella contra mis labios entreabiertos, mientras su frente permanece apoyada en la
mía—. Mi amor...
—Sí...
Se aleja
de mí, sólo un poco más, y es el momento en el que le siento estudiando no sólo
mi rostro entero con sus ojos impregnados en lágrimas, sino que mi cuerpo
entero también. En realidad, su vista se olvida de toparse con mis ojos y sigue
la línea de mis caderas para detenerse por un eterno momento en pos de mi
vientre. Y una risita se le escapa de pronto, no sin acompañarse de una última
lágrima traicionera.
Niega
para sí mismo, cerrando sus ojos con fuerza, riendo por lo bajo. Haciéndome
desearle todavía más.
—Es sólo
que, no puedo creerlo...—musita sin dejar de cabecear absorto, y se lleva ambas
manos hacia sus labios agrietados y pálidos.
De mis
labios no puede salir ni el mínimo susurro. Su belleza postrada frente a mí me
lo impide deliberadamente. Sin duda me incita a reaccionar, pero de alguna
forma toda esa luminiscencia me deja sin habla. La forma en que su mirar y sus
manos se pierden en mi vientre es más de lo que contengo conmigo misma.
—Desde...—bisbisea casi
imperceptible—. ¿Desde cuándo lo sabes?
—Desde
hace un par de días...—admito con voz queda, dirigiendo con movimientos lentos
mis dos manos a encontrar las suyas a la
altura de mi vientre, a entrelazar sus dedos con los míos para que juntos
pudiésemos sentir—. Planeaba decírtelo... ayer, durante la cena. Pero...
—...Pero
sólo no puedo dejar de comportarme como un idiota contigo. ¿No es así?—espeta
en seco. Su rostro de pronto no me muestra más ninguna emoción. De hecho,
parece haberse endurecido.
—Cariño...
no—atrapo con fuerza una de sus manos, y segura la llevo a la altura de mis
labios para dejar pequeños roces en cada uno de sus fríos nudillos. Está tenso—.
Ya no importa.
Michael
simplemente me obsequia una simple sonrisa, una un poco lastimada.
—Por
supuesto que no—el pequeño susurro aparece al tiempo en que ahora él intenta
halar nuestras manos juntas para llevarlas a la altura de su pecho.
Pero una
oleada de olor rozando mi antebrazo no me deja ni acercar mi mano hacia él. Me
entumezco, él se percata poniéndome una mueca de desconcierto, y con la mirada
nublada no hago más que encontrar la razón.
—Agh...
Me
examino el brazo detenidamente, con cuidado de no volver a tener la misma
sensación. Entonces encuentro un pequeño parche blanco adherido al doblez
interno de mi brazo. Escucho un suspiro brotando de los labios de Michael hacia
mí, y para cuando le quiero formular la pregunta correcta, él ya está
obsequiándome el gesto de alivio más bello que le había conocido de antes.
—...He
pedido a Monica que llame a mi médico de cabecera para revisarte—le escucho
apenas, con mi mirada clavada en el pequeño parche impoluto. Me animo a desprender
de él un poco y advierto al centro del área cubierta un diminuto punto de
sangre seca dibujada contra mi piel—. Cuando le hemos comentado lo sucedido,
insistió en querer asegurarse. Eliminar, descartar cuantas otras razones
posibles te hubiesen ocasionado ese terrible desmayo. Le hemos llamado, y en
sólo una hora ha aparecido por aquí; equipado, concentrado, y con un par de
enfermeras con él.
Viro
hacia él de nuevo, débil, y sin poder esconder mi confusión. Hubiese dado lo
que fuera por poder comprender todo lo que ha ocurrido desde el segundo en que
cerré mis ojos la noche anterior, por poder tener el mismo brillo de seguridad
que tienen sus ojos frente a mí al tocar del tema. Seguro habrán cientos y
cientos de cosas que tendré qué comprender. Y apenas, llevaba cerca de cinco
minutos despierta.
—Esas
enfermeras... —musito, evidentemente abochornada—. ¿Han sido quienes me cambiaron
de ropa y me trajeron aquí?
—No... —se
le enrojecen las mejillas como a mí por un pequeño instante, justo antes de
inclinarse peligrosamente hacia mí, y tener sus labios entreabiertos tan cerca
de mi oído como puede serle posible—. Ese he sido yo.
La piel
se me eriza conforme su voz se pierde dentro de mis pensamientos. Me hace
estremecer.
—Menos mal...
Y unas risas
despreocupadas se nos escapan a ambos a la par. La pesadez desaparece a lo
largo del instante, los problemas se me olvidan en un parpadeo, en el largo y
desahogado suspiro que Michael lanza entre nosotros al final.
—...Te
han tomado una muestra de sangre—me dice, reobrando un poco de seriedad—. Y
justo esta mañana, ha sido la primer llamada que pude recibir; era del
laboratorio. Ellos incluso me han dicho un tiempo aproximado.
—¿En verdad...?
Asiente,
y sus ojos se encienden de felicidad.
—Estamos...—bisbisea—.
A sólo unos días de cumplir las trece semanas. Todo va justo como tiene que
ser. De la única forma—lentamente, advierto el lento mover de sus manos
temblorosas, les sigo con la vista alucinada hasta que las yemas de sus dedos
pueden ser capaces de tocar la piel tibia de mi vientre, rozándome, sólo
tocándome suave, obligándome a dejar de respirar—. Todo hasta ahora, ha ido
sólo perfecto.
Mi
corazón martillea al contacto de sus dedos con mi piel, mi respiración se
agita, y mis ojos arden, y sin embargo, me siento benditamente maravillada. Con
deliberada decadencia, acerco mis manos al mismo lugar, y sin dejar que mis
ojos se posen en los suyos, hago entrelazar con fuerza nuestros dedos de nuevo.
—...Así que doce semanas—mi voz se escapa
ansiosa.
—Estamos embarazados
por doce semanas—Michael asiente hacia mí, con los ojos imposiblemente
centellantes, con sus manos aún petrificadas contra mi piel y con uno que otro
suspiro de alivio que le brota de repente, acompañados de una risita—. Y que tú
y yo hemos creído que esa hermosa pancita creciéndote era a causa de todos esos
chocolates que comiste.
Sonrío
como tonta, sin siquiera luchar por evitarlo. E incluso al comenzar a sentirme
apenada por el gesto, Michael termina de inclinarse hacia mí y aprieta
suavemente sus labios agrietados contra los míos. Tal y como él lo ocasiona,
vuelvo a olvidarme de todo lo demás, tan sólo para ocuparme de recordar
vagamente cómo se inspira y espira para no volver a perder el conocimiento,
para no dejarme llevar, no demasiado al menos, a merced de los dulces
movimientos que su boca tenía cada vez al tocarme.
—...Y
ahora sé por qué esa urgencia de comértelos también—musita, aún adherido a mis
labios, haciéndome recibir el calor de su aliento invadiendo mi cavidad.
Deja un
pequeño beso más, y al tiempo que se incorpora mis pensamientos vuelven a
cavilar con el último número que mencionó hace apenas algunos segundos. Si ha
dicho doce semanas, entonces, mis cuentas habían sido correctas. Así que es
cierto... Luego de tantas veces que me he roto la cabeza pensando, intentando
hasta lo indecible por conocer el origen, yo ya había llegado a la respuesta
correcta.
—¿Moscú...?
La
pregunta se me escapa casi sin pensarlo. Él, con la sonrisa que me pone y la
rojez de su piel, sólo se delata sólo. Tan sólo... me hace desearlo más y más.
—Jamás
creí que agradecería como un maldito lunático el haberme olvidado de alcanzar
esa noche los preservativos—admite, un tanto abochornado.
—No ha
sido siquiera un descuido, Michael—replico, reprimiendo algunas risas por lo
insinuante que ha sido su comentario—. Ha sido una sorpresa maravillosa, una
magnífica, y rara coincidencia.
Su tierna
sonrisa tan sólo se acentúa más y más.
—Raro, pequeña—murmura—, como tu
tipo de sangre.
—¿Mi tipo de sangre?
No puedo
evitar mirarlo con cierto deje de confusión.
—¿AB positivo...?—inquiere, y su pronta
sensación de alivio se me contagia al instante—. Jamás lo había conocido antes.
No tenía ni idea de que existía.
—Pues,
que te quede bastante claro—me bufo—. AB
positivo es bastante raro. Soy una persona rara de encontrar.
—Eso que
ni qué, hermosa. Sé que eres única—se acerca un poco para pasar una de sus
manos a través de mi cabello, y terminar acomodando un mechón que no volvía desde
hace rato a su lugar. En el lapso de tiempo, no sólo me limito a disfrutar del
roce, sino a soportar una sonrisa más—. Es sólo que no puedo creer que jamás te lo había preguntado. Es
raro en verdad.
—Estoy
orgullosa de mi tipo de sangre, es tan raro que puedo donar a casi cualquier otro tipo, aunque no sea de
la misma variación genética.
—¿Ya antes has donado sangre?—su
ceño se frunce levemente al preguntar.
—Muchas veces antes.
Enarco
una ceja con evidente orgullo entonces. Aunque, ¿Era verdad? ¿Luego de tanto,
jamás habíamos hablado de este tema en absoluto? No puede ser cierto, siquiera.
—...Eres
muy valiente—me dice sonriente, y yo no evito sentirme más contenta a cada vez.
Me encanta ese sentimiento de admiración que rescato de cada uno de sus
comentarios—. Yo soy del tipo B, y
hasta donde sé, también suelo ser muy compatible. Pero... jamás me he atrevido.
Odio las agujas, odio mirar la sangre fuera del cuerpo humano, es algo... con
lo que no puedo lidiar. De pequeño, solía creer que cuando la gente donaba no
se utilizaba instantáneamente. Sino que mantenían toda la sangre de donadores
en un suministro sin fin de bolsas congeladas dentro de un almacén escondido. Y
luego los doctores saldrían simplemente a decir que aún así hay escasez.
Me río
cuando termina de hablar. Deseando que fuese más para mí que para él, pero sin
duda, las risillas suenan fuerte. Y tan sólo él se me queda mirando como
intentando comprender.
—Eso no es verdad—le digo—. ¿Dónde
has oído semejante cosa?
—Pues... de ningún lado en
específico. Sólo lo dicen...
Niego
frente a él, y de forma natural, chasqueo levemente mi lengua.
—Lo he
heredado de mi padre, en realidad—me encojo de hombros, y al instante le
percibo buscando tomar mi mano con lentitud—. Junto a él, de adolescente solía
asistir a muchas campañas de donación para niños enfermos. Él por esos años se
especializaba en pediatría y yo sabía que había pequeños que necesitarían de mi
ayuda. Y la verdad es que, si yo era quien ayudaba... también era quien más
llena de vida se sentía por sólo hacerlo.
Mi voz,
que había comenzado ligera al principio, se había tornado seria por el final.
El tiempo que transcurrió desde que había hablado con alguien de esto me tomó por
sorpresa, y me hace divagar irremediablemente en los más profundos recuerdos
que puedo evocar de cuando mi vida era no más que normal. Mi padre solía
sonreír, cada que una de las campañas de donadores de sangre se presentaba, y a
sabiendas de que a mí me fascinaba asistir, esa sensación de orgullo infinito
hacia mí jamás faltó.
Todo
concluía de manera satisfactoria, y los dos juntos volvíamos a casa; él, con un
inmenso brillo incrustado en sus ojos, y yo, con un puñado de golosinas que me
obsequiaban él y las enfermeras del lugar con el pretexto de ‘recuperar mis
niveles de azúcar’. Pero yo sabía que él lo hacía como un pequeño
agradecimiento por haberle acompañado. Y al final, sólo arribábamos a casa, y
mi madre le recibía con un dulce beso en los labios apenas al entrar. Dejándome
con una sonrisa enorme y congelada, preguntándome cuándo iba a ser que yo
encontraría a alguien a quien besaría en los labios cada que llegase a casa, y
que me ayudara a hacer que nuestra futura familia se sintiese orgullosa de
nosotros.
Un leve
suspiro brota de mis labios al mirar a Michael tan cerca de mí, apreciándome
como si estuviese alucinado, anonadado. Como si tratase hasta lo inalcanzable
por poder leer lo que mis pensamientos tienen para decir. Con sólo la manera en
que sus grandes ojos marrones me miran haciendo que mi corazón duplique su
tamaño, que deje de existir en mí, y que exista sólo en él.
Pensar
que, el punto entre el antes y el después de mis esperanzas de vida, es
simplemente él. Y estaba amando el cambio, si es posible a cada simple día más.
Recupero
mi vista del vacío, y le vuelvo a mirar.
—Ayudar a esos pequeños se sentía...
bien.
—Pequeña...—susurra
con un hilo de voz entrecortada, inclinándose contra el colchón que acuna mi
cuerpo para poder acercarse más—. ¿Por qué no me lo habías comentado antes?
—Y-yo...
no lo sé—niego, reprimiendo una nueva sonrisa—. Mi tipo de sangre, jamás fue un
tema que saldría a flote.
Niega
lento, sólo mirándome y con su mano libre apegada al nivel de su pecho.
—Me fui a enamorar de la única chica
más perfecta que pude encontrar.
—...Y yo de mi más hermoso ángel
predilecto.
Se
aproxima aún más, como si tuviera todas las intenciones de volver a besarme, yo
me incorporo para poder virarme más hacia él, entreabriendo mis labios,
saboreándole antes de siquiera volver a probar su piel. Pero se tensa, y junto
con el sonido trémulo de la puerta de la habitación abriéndose de pronto se le
escapa un pequeño quejido de disgusto.
Se gira
hacia sus espaldas, y yo me abro vista para asegurarme también. Al mismo
segundo Bill, ahí, parado debajo del umbral de la puerta me dedica una
sonrisita increíblemente tímida que me hace sentir que mis mejillas zumban
también.
Genial.
—Lo
lamento, Michael...—masculla. Trata de lucir serio, pero sus ojos sólo dicen lo
contrario, totalmente—. Has dicho que...
—...Descuida—Michael
se incorpora un poco, y gira su asiento en torno a Bill para estudiarle mejor—.
¿Qué ocurre?
Pero Bill
no le contesta, no mientras se ocupa de acentuar su sonrisa de disculpa hacia
mí, al menos.
—...Hola,
Rach—titube, saludándome a lo lejos. Le devuelvo la pequeña sonrisa como se me
facilita el reaccionar.
—Hola...
Asiente,
aliviado, y ambos vuelven a estudiarse de nuevo.
—Es... tu
madre, Michael—Bill dice—. Me ha pedido hasta el cansancio que te comunique con
ella.
¿Kate?
¿Ha estado hablando?
Un
retortijón nace de mi estómago, y si no es por la idea de que quizá Michael ya
le ha dado la noticia, será entonces por algo relacionado a los ya habituales
trámites legales. No obstante, su nueva mirada turbia me hace asegurarme al
final. Kate no puede estar llamando por la noticia de mi embarazo, y hacer que
el gesto de su hijo se transforme de esa manera. Además, de que Michael no se
lo diría en el lapso de tiempo que yo he estado inconsciente, y apartada de
todo lo demás.
Él me
mira por un instante con cierto aire de molestia o disculpa hacia mí.
Inevitablemente, leo sus pensamientos, y me obligo a reprimirle con una sola
mirada su posible idea de no atender a su madre en el teléfono.
Refunfuña,
y mira a Bill de nuevo.
—Está
bien, yo...—su voz quejosa se detiene un instante—. Ah, por favor, que traigan
un teléfono, Bill.
—Claro—Bill
asiente a la par. Al segundo, le miro salir de la habitación dejando la puerta
un poco entreabierta.
—No,
Michael... —llamo de vuelta su atención—. Está bien. Puedes atender afuera si
así lo quieres, yo...
—...No.
De ninguna manera te dejo sola en la habitación—deja de habla cuando ambos
advertimos a Bill volviendo de pronto, aunque no más que para entregar a
Michael el teléfono móvil en sus manos y volver a salir, esta vez, cerrando la
puerta completamente—. Has sufrido de un debilitamiento, pequeña. No pienso dejar
de cuidarte. No al menos hasta que Monica pueda desocuparse y encargarse de ti.
No
escondo el desconcierto al mirarle ponerse de pie y alejarse de mí, mientras se
lleva ya el aparato a la altura de sus oídos. Me ha dejado completamente con
una tremenda oleada de preguntas y palabras atoradas en mi boca.
¿Entonces,
el desmayo había sido algo serio? ¿Algo que... se debía cuidar? Los recuerdos
de todo mi día anterior embargan mi mente y durante un segundo, siento mi mente
impregnándose de vértigo. Si todo va a la normalidad, si todo hasta ahora ha
ido perfecto como Michael justo lo mencionó citando al médico, entonces no lo
logro comprender. El día de ayer ha corrido normal, salvo por las náuseas que
me hicieron partirme por la tarde. Pero, aquello era de esperarse, ¿No?. Si,
por alguna razón, ayer fue un día del que me salvé de las terribles náuseas
matutinas.
El
desayuno en la cama, el paseo con Monica, la ducha por la tarde, nuestra cena,
y... nuestra discusión.
Por
Dios... la oferta de Evan.
De manera
inconsciente, me incorporo y ubico con urgencia a Michael andando de un extremo
a otro de la habitación. Sacudo la cabeza, y trato de despejarme para ser capaz
de asegurarme de que es verdad el enojo que se ha llevado la dulzura de su
mirada, la nueva seriedad de su voz. Haciendo borrosa la línea entre la
realidad y lo que creo que veo mientras siento cómo se me revuelve el estómago
levemente, y la forma en que veo el nombre “Evan” está saliendo ya de sus
labios.
Si Kate
no ha llamado por la nueva noticia, entonces habla por el tema de la acusación.
Llama para tratar el tema por el que Michael y yo hemos discutido durante la
cena.
—...Sí,
quizá es una mala idea, Kate. Lo sé—aguarda en silencio por un par de segundos,
con la mirada perdida hacia algún punto neutro del cuarto. Está molesto
evidentemente. Fastidiado, y exasperado con cada resople que lanza—. N-no. Eso
no importa ya, ¿Está bien? No.
Una vez
más, el silencio recobra poder.
—No, no
quiero hablar con él ahora, tan sólo escúchame...—sacude sus manos conforme sus
palabras avanzan, tuerce el gesto, entorna los ojos, evita mirarme a toda costa—.
Kate, n-no... Mamá. Justo lo hice. ¿Sí? Está decidido. No importa ya... Está
hecho.
Se me
entrecorta la respiración.
—Claro...—musita—. Te quiero, adiós.
Un
suspiro lento, y audible se escapa de sus labios al final, mientras sus dos
ojos aún permanecen cerrados. Como si estuviese buscando una salida de ese
tormento interno, como si le doliese el sólo recordar, o el murmurar de ese
maldito nombre. Sella sus ojos, como sé que le duele tener que discutir con su
propia madre.
Arroja el
aparato contra el sofá, pero continúa absorto dentro de su propio silencio.
—E-entonces...
lo has hecho—susurro entretanto, y no lo hago siquiera mirándole a él.
Escucho
sus pasos chocando contra la alfombra y le siento volver a su asiento de antes,
a sólo un costado de nuestra cama.
—Aún no
se ha concretado—admite con una voz débil—. Pero el proceso se ha iniciado.
Así... lo he decidido.
No puedo
sino permanecer cabizbaja, sin intentar siquiera poder responder. No puedo
concebir siquiera, que ha tomado la decisión de forma tan rápida, y aún, luego
de todo cuanto le dije la noche anterior.
Y de
alguna forma, aquello ya no importaba, pero él sí. Junto con cualquier
consecuencia que acarraría cada una de sus decisiones. Si esta idea es segura,
y pondría final al asunto de los Chandler, nadie nos prometía que el asunto
terminaría ahí, y que nadie más volvería a dañarle de nuevo. Que tan sólo, esto
sea un desahogo, hacia una pesadilla que no tiene final, y que esta acción sólo
agravaba más las cosas.
Hace
falta simplemente que él alcance a tomar mi brazo descansando sobre el colchón
para percatarme de que me encontraba temblando, y en nada, un nudo al centro de
mi garganta comienza a aparecer.
—Pequeña...—con
sumo cuidado, su mano se desliza desde mi antebrazo hacia el final de mi mano—.Sé
que todo estará bien.
Quiero
mirarle, quiero sonreír, o intentar siquiera asentir, pero no puedo hacerlo.
—Dime—añade,
entonces me animo a mirarle—, ¿Qué mejor forma de probar mi inocencia que
exponiendo a un padre que se ha conformado sólo con dinero luego de que un
hombre supuestamente ha mal herido a su propio hijo?
—Pero, ¿Qué hay de todo por lo que
has pasado, cariño? Esa... pesadilla.
—Quedará
en el pasado—me mira, pero sus ojos se sienten ausentes—. Y en cuanto todo se
solucione, toda esta horrorosa experiencia lo estará.
—Es sólo
que tengo miedo...—el temblar de mi voz me hace estremecer. Es el nudo
obstruyendo mi respiración lo que comienza ya a hacerse presente—. Tengo miedo
de que la gente no lo llegue a pensar así. De que, alguien más vuelva a
lastimarte.
—Yo no
estoy pensando en eso por ahora—sin más, sus ojos marrones brillan de una nueva
manera inquietante, y fijos una vez más, en pos de mi vientre descubierto—. Y
más aún, tengo que seguir adelante con esto...
Sus manos
vuelven a mí, a palpar mi piel erizada con el tacto de sus dedos suaves y
esbeltos. Sólo rozando, como si el momento dependiera de ello, el maravilloso
motivo por el que nuestros corazones laten en sintonía con uno tercero, aquella
parte de mí, y tan suya también. Nuestro amor, siendo materializado dentro de
un mar lleno de esperanzas y posibilidades.
—...Terminarlo
de una—continúa con su seguridad tendiendo de un hilo, al tiempo en que me
ocupo de encontrar sus manos aún puestas sobre mi cuerpo—, porque hay asuntos
más importantes, y hermosos de los que me tengo que preocupar.
Le
devuelvo la mirada, sintiéndome ya perdida, y entonces el silencio se prolonga
con nosotros al centro. El nudo en mi garganta crece, lastima la integridad de
mi ser y me pone a la deriva del más delicioso de los abismos, mientras me doy
cuenta de cómo un sollozo se escapa prófugo de sus labios un poco secos, y de
la manera en que sus ojos refulgen en un brillo cristalino que nace de ellos.
Y yo me
tomo de una de sus suaves mejillas, queriéndole sanar, haciéndole saber que
ése, como muchos otros sollozos serían compartidos también por mí. Acaricio, y
tiento su piel como si buscara haciéndole tranquilizar, porque sabía; como una
lágrima se escapara de sus ojos, sería el final para mí.
—Y que lo
sepas... Que sepas que estas por cumplirme uno de mis más preciosos sueños—musita,
y su voz no está rota, ya no está débil siquiera, tan sólo se ocupa de sonreír.
Intento incorporarme un poco para poder apreciarle mejor, y consciente de que
he fracasado, él simplemente se queda mirando mi vientre—. El tipo de sueño que
sólo querré cumplir contigo.
—Mi amor...
Mi voz se
abre paso entre las mudas lágrimas y ahora, un sollozo es el que escapa de mis
propios labios. Sin soportarlo un instante más le rodeo el cuello con mis
brazos, olvidándome del ardor que persiste en mi brazo, o de cómo mi cabeza continúa
zumbando aún por el cansancio, al tiempo en que le siento recibirme y dejo
hundir mi rostro lleno de lágrimas en su pecho agitado.
—Te amo tanto, Michael...
Mi voz,
estrellándose contra la tela de su camisa le hace estremecer, y no transcurre
ni otro segundo para sentir que busca incorporarme, alejarme sólo un poco de él
para poder hacer de nuevo que nuestras miradas se encuentren. En sus ojos, ese
brillo cristalino ha vuelto a renacer, se han destrozado de pronto todas mis
defensas y, de un momento a otro, sus labios se posan en los míos con lucidez,
se mueven tiernos, siguiendo la armonía que llevan los míos pese a la sensación
de que mis lágrimas han llegado ya a pasarse hacia la piel de su rostro.
—Yo te
amo muchísimo más...—me confiesa, con el aliento entrecortado, dejando un
último beso en pos de mi alma—. Demasiado. Más de lo que podrías siquiera
imaginar.
—Y espero
que entiendas—sonrío, atreviéndome a rozar la punta de mi nariz con la suya—,
que esto es simplemente un obstáculo más que atravesar. Una prueba, o una
pesadilla si quieres. Una de la que vamos a olvidarnos apenas podamos abrir
nuestros ojos y despertar.
—Si tú
estás a mi lado, si te quedas aquí, y estás siempre... Entonces no hay nada que
no pueda superar, Rachel.
—Estoy a tu lado, y lo voy a estar.
Siempre.
Aquellas,
parecieron como las palabras mágicas. Las que de pronto, le devuelven la
sonrisa. Mi sonrisa predilecta, mi salvación.
—...Siempre.
Un
golpeteo, una pausa abrumadora, y la puerta vuelve a ceder, con Bill de nueva
gana al filo del umbral. Esta vez, no lleva la timidez de hace unos momentos,
no me mira siquiera. Y Michael, ni por poco se vuelve a quejar. Le mira, y es
como si estuviera aguardando a que abriera la boca.
—Michael...—Bill le dice, claramente
apurado—, es hora.
—Claro—Michael
asiente casi al instante. Se pone de pie, y dolorosamente me vuelve a dejar
postrada en la cama. Avispada, y confundida por la prisa le estudio hurgando
nuestro armario y tomando una mata de documentos de entre los cajones más altos
del mueble.
—¿Cómo?—inquiero,
mirándolos a ambos por un momento, luego fijando mi mirada sólo en él—. ¿A
dónde vas?
Coloca
todo ese conjunto de papeles sobre la mesita de centro contigua a la cama,
antes de volverme a mirar.
—Los
abogados de Evan han venido a reunirse conmigo—musita, serio—. Vamos a convenir
el acuerdo, y de paso, ocuparme de alguna cosita más.
Inevitablemente,
me estremezco en el acto. Entre las cobijas, mi cuerpo se yergue, y siento
incluso mi sangre helándose bajo la piel de mi rostro al sopesar la manera en
que ha soltado el comentario. El nombre de esa persona... la mera mención,
tenía tales efectos en mí.
—¿Qué?—pregunto,
sobresaltada. Privada de coherencia en mi tono, aterrada—. Él no... vendrá.
¿Verdad?
—No. Ese
hombre no vuelve a poner un solo pie en mi casa—le tiende los papeles que había
tomado a Bill. Éste, los toma con decisión y por un instante le vislumbro
abandonar la habitación de nuevo, antes de que mi mirada se viese obstruida por
la cercanía que Michael toma al precipitarse a dejar un pequeño beso en mi
frente—. Te lo prometo.
Me
sacudo, aturdida. Y busco ponerme ya de pie y abandonar de una vez por todas
ese colchón mientras Michael ya comienza
a alejarse de nuevo.
—Pero, Michael...
Se nota
contrariado al mirarme andar, más por haberme tambaleado pese a la debilidad
que aún embarga mis piernas. Abandona el pomo de la puerta y se apura entonces
a encontrarse conmigo, no para hablar, pero para conducirme tomada de los
brazos a volver a la cama. Un quejido brota de
mis labios, por un leve dolor que se dispara en mi vientre, pero aún
así, impongo resistencia. Quiero respuestas, explicaciones, encontrar la lógica
al momento. No quiero descansar.
—Prométeme
que te cuidarás, ¿Sí?—su resistencia termina. Suspira derrotado y sin dejar de
mirarme represivo pero al menos, había respetado mi decisión—. El médico, ha
dicho que como ya ha pasado una vez, podría suceder de nuevo.
Recupero
equilibrio al tomar del respaldo de la silla que antes ocupaba y tras asentir
levemente, vira otra vez, y se dirige sin más hacia la puerta entreabierta. Se
ha puesto tan apurado de repente.
—...Y
pediré que te envíen de comer—añade—. Te han suministrado vitaminas hasta ahora,
pero debe haber algo más en tu estómago. Mucho más, en realidad.
Le miro,
y una leve sonrisa es sólo mi respuesta. Él frunce sus cejas en una inmensa
expresión de daño y preocupación al contemplarme y suspira abatido al final.
—Te
buscaré apenas me desocupe, linda—susurra con voz queda, pero asegurándose de
que le puedo escuchar. Es entonces que su sonrisa recobra un poco más de fuerza
y, como consecuencia, la mía también—. Estoy a punto de sacarnos de este
problema.
Sólo un
guiño más, y le miro salir, cerrando la puerta tras su paso.
El reloj
puesto sobre la mesita de noche marca las tres y treinta de la tarde. Como si
se tratara de un reflejo inmediato mi vista se posa en la vista que se disipa
más allá del ventanal; parece incluso que ya es más tarde, el cielo está nuboso
y no es costumbre. El sol no toca los pastizales o los senderos de flores. Es
un día diferente, y justo desde que he abierto los ojos. Mi estómago se yergue
al sentir de cómo la tripa me ruge por dentro de nuevo, y luego de frotarme la
cabeza con ansias para luchar por despejarme, decido por fin darme una ducha
rápida. Esta vez, intentarlo y cuidar de no caerme de bruces de nuevo, porque
en este momento no habría nadie quien se apresurara a atraparme. Debía tener
cuidado.
Dejo caer
el agua tibia sobre mí, y con ella, se arrastran todos esos pesares e
incertidumbres que estaban impregnados en mi cuerpo. Aunque, nuevas preguntas
nacen. ¿Cómo llevará Michael todo este proceso de la oferta de Evan? ¿Iba a ser
de verdad tan sencillo como eso? ¿Y si... traía al final, más cosas malas que
buenas? Sacudo mi cabeza, regañándome a mí misma. No, no me tiene que importar.
Si ya se lo he prometido, si le he jurado que estaría con él en cada decisión
que él quisiera tomar, debo cumplir con ello. Además de que, es cierto que
ahora tenemos algo más de lo que ambos nos tenemos que ocupar.
Decido
usar una remera blanca de manga corta con uno de mis jeans favoritos, el más cómodo además, o el que tengo que
aprovechar para usar cuantas veces pueda, antes de que llegue el momento en que
no podrá entrarme ni en broma. Se me escapa una risa involuntaria por la idea,
salgo de la habitación, y fiel a los sonidos persistentes de mi estómago, me
dirijo segura hacia la cocina.
Sonrío.
Voy a encontrarme también con mi mejor amiga, ahí, preparando uno de sus
platillos exquisitos.
—...Hola—digo a sus espaldas.
Monica se
exalta al mismo instante en que se gira con un gracioso respingo a ubicar de
dónde había salido mi saludo, y antes que replicar, o sonreírme, se lleva ambas
manos a la altura de su pecho con ambos ojos cerrados para tratar de
tranquilizarse. Me río al instante, y ella sólo respira agitada.
—¿Qué,
tan mal luzco?—mis risas cesan de poco a poco, hasta olvidarme de su tierna
sonrisa y ponerme a mirar el platillo que estaba preparando antes de que yo he
aparecido; es salmón a la plancha, con el arroz blanco que tanto me gusta
acompañado de una ensalada verde.
Oh,
Dios... lo quiero.
—No, lo
siento tanto, es sólo que... —su voz suena titubeante, aunque como siempre,
tranquilizadora—. Estaba por subirte esto para comer. Kai está en su día libre,
así que me he ofrecido. Estaba justo por...
—No
tengas problema—tomo asiento frente a ella, y apoyo mis codos contra la barra
de servicio que no separa para alcanzar el platillo y comenzar a comer. Si era
para mí en primer lugar, no sé qué rayos estaba esperando—. Estoy colmada de
estar en la habitación ahora. No sabía si podría soportar incluso comer allá
arriba, resguardada de la realidad.
Ella se
ríe, limitándose a mirarme engullir lo que preparaba. Un suspiro leve se le
escapa al final.
—Has
sufrido de un tremendo desmayo, Rachel—esa seriedad nueva me obliga a izar la
vista de nuevo, le miro, y me topo con su dulce expresión de preocupación—.
Tienes que cuidarte más. Y para que quede claro, jamás volveremos a ir a ese
estúpido restaurante de comida china. Si me llego a enterar de que eso ha sido
lo que te provocó el primer vómito, yo...
—Sabes
qué ha sido lo que me provocó el vómito—le corto, un momento antes de volverme
a la comida. Ella sólo asiente como pensativa. Las preocupaciones, los cuidados
innecesarios, la persistente pronunciación de los riesgos que puede haber. Todo
eso, se estaba haciendo viejo—. Están exagerando, Mon. Estoy... perfecta.
—Sabes cómo nos encanta preocuparnos
por ti—sonríe.
—Quizá me
falta comprender que es uno de tus pasatiempos favoritos. Pero... lo estoy, ¿De
acuerdo?—mirando su mano posada sólo a un costado, no lo pienso más, y busco
acunarla entre la mía con cuidado. Agradeciéndole, con un simple gesto, la
forma en que sé que puede cuidar de mí—. Estoy bien.
Monica sonríe
un poco más aliviada. Entrecierra sus ojos entonces, y luce como si tratara de descifrar mejor mis pensamientos.
—No, aún no del todo.
Me deja
ahí, luego de que sus palabras logran confundirme y se gira para dirigirse
hacia el congelador. Toma algo de la parte alta de la nevera, y sólo cuando me
vuelve a encarar puedo ver de qué se trata, puedo sentir incluso mi boca
haciéndose agua de nuevo. Helado. Un bote gigante y perfecto de mi helado
favorito de cerezas.
—Instrucciones
de Michael seguidas al pie de la letra—dice, orgullosa—; consentirte de cuantas
formas nos sean posibles.
Y sonrío
como tonta al instante. Pensando en el cariño de Monica y en sus incontables
formas de manifestarse, pensando en él, en que cada gesto, cada acción, y cada
detalle, me hacen amarle todavía más.
—Bien... —bisbiseo,
enteramente absorta en ese perfecto recipiente de helado frente a mí—. Ahora,
sí que estoy perfecta.
El tiempo
se nos va, como arena que se escapa entre los dedos de nuestras manos. Luego de
insistirle unas diez veces más, ella accede a acompañarme en la comida, y
juntas arrasamos con el delicioso platillo que tenía preparado para luego
deleitarnos juntas con una perfecta porción de helado como postre. Charlamos
relajadas, indiferentes hacia los diversos temas que no queremos tocar. Como
hacía tanto que no lo hacíamos. Por lo mismo, las risas no paran, y hablar del
trabajo, de Nueva York, de nuestras familias, del enamoramiento que Chandler
había tenido por ella —o que aún tiene—, nos permiten olvidarnos de todo lo
demás. Y tan pronto como terminamos a ella no se le ocurre nada más que
maravillarme con la idea de tomar un paseo por los jardines de Neverland, a
rescatar los últimos momentos del atardecer, antes de que el día llegase a su
ocaso.
Caminamos
juntas por el sendero de flores que nos guía a través del hermoso camino de
luces incrustadas. “El camino de las estrellas” Michael me había dicho una vez.
Aunque no por mucho tiempo, pues Monica insiste en andar a través de las
atracciones mecánicas en lugar de continuar por el jardín principal demasiado
tiempo. Sin darle más vueltas al asunto accedo, y en el lugar de las tantas
preguntas omitidas, me pongo a disfrutar de todo lo que se disipa a nuestro
alrededor. La brisa es cálida, el sol ha descendido y las luces del atardecer
se estrellan contra nuestros rostros de forma exquisita. Respirar el aire de
Neverland me revitaliza, se siente bien, se siente como un tremendo alivio repentino
emergiendo de adentro. Caminar al lado de mi mejor amiga, con nada más en la
cabeza que pensar en que las cosas por fin podrían ir mejorando, me hacía
sentir... mejor.
—Hace un
día hermoso...—musito hacia alrededor, perdiéndome en eso que tanto me maravilla
y que me hace estar pendiente de cada débil sonido que musicaliza un pajarillo,
de cada brillo de luz, de el paraíso extendido a cada paso que doy a su lado—.
No puedo creer que no he salido antes de casa.
—...Bueno,
en algún momento tenías que salir—se ríe un poco—. Tenías que mirar todo
esto... en un día tan importante como este.
Por
alguna razón que pretendo desconocer me le quedo mirando, pero ella ni en broma
me voltea a ver. Tan sólo patea una pequeña piedrita que se le atraviesa en el
camino y distraída señala una banca de concreto más delante de nosotras. Sin
una sola palabra de por medio, agradezco la idea, y ambas tomamos asientos a la
par.
Monica se
echa un suspiro gigante al sentarse.
—¿Qué es?—inquiero, mirándola,
incluso más insistente que antes.
—¿Qué...?—es sólo cuando su mirada
vuelve a posarse en la mía.
—Vamos...—finjo
un tono de voz agotado—. Se te ha borrado la sonrisa de un segundo a otro. Algo
se te ha venido a la frente que de pronto se ha encargado de apagar a mi mejor
amiga.
Pero no
dice nada aún, sólo sonríe, y más que continuar mirándome, su vista se vuelve a
perder en el vacío.
—Dímelo—insisto. Un suspiro audible
escapa de sus labios entonces.
—Quería
pedirte perdón...—musita, un tanto nerviosa. E intento inclinarme más hacia
ella por recuperar su mirada. Nada—. Por haber sido yo quien ha tenido que
darle la noticia a Michael en primer lugar. Sé cuánto deseabas hacerlo tú
misma, o incluso imagino que en la imagen que tenías planeada en tu mente yo no
iba siquiera a estar presente. Tan sólo... Sí, quiero decirte que lo siento
muchísimo, Rach. Lo lamento en verdad.
—Bueno...
Mi vista
se pasa involuntariamente de sus ojos hasta perderse en el cielo cubriéndonos,
mientras todas sus palabras dubitativas hacen ecos intensos al centro de mis
pensamientos. Y trato de buscar una respuesta diferente, un final distinto, de
no haber sido por ella. De no haber sido por las náuseas, la cena, el desmayo
que he sufrido. Porque, si no hubiese sido Monica, aquella discusión que tuve
con Michael anoche, me habría dejado sin posibilidades para poder decírselo yo
misma. Me hubiese arrebatado hasta la última oportunidad, o forma humana de
hacérselo saber. Las cosas hubiesen sido mil veces peor de no haber sido por
ella.
—Yo no
habría podido hacerlo por mi cuenta, de todas formas—murmuro, y de una
volviéndole a mirar, a toparme con su mirada esperanzada—. Estaba inconsciente
y, quizá, de no haber sido por ti, él aún no sabría nada de ello. Tengo que...
agradecerte en realidad.
—¿De
verdad?—pregunta, tímida. ¿Monica? ¿Tímida? ¡Ni en un millón de años!
Me río
por la tierna imagen frente a mí. Por pensar siquiera que ella se ha pasado
toda la mañana sintiéndose mal por algo que no debió haber sido problema.
—Por
supuesto que sí, cielo—con cuidado, busco tomar sus dos manos entre las mías.
Hacerle entender, procurar que mis palabras tengan el efecto que deseo en ella—.
¿Entiendes? Así que no pienses, ni por un instante, que has hecho mal en decírselo
tú misma. Si no he sido yo, no desearía que ninguna otra persona además de ti
lo hubiese hecho. Eres parte de esto... completamente.
Monica
apretuja mis manos también, y una pequeña risita se le sale de pronto.
—...Igual que los chicos—susurra.
Frunzo el
ceño a la par.
—¿Los chicos...? —inquiero.
Entonces
su sonrisa se acentúa infinitamente. Su mirada brilla. Toda esa alegría
instantánea, se me quiere contagiar sin más.
—Michael...
no lo ha soportado ni por el próximo par de horas, Rach—su tono es vívido, se
ha olvidado de la timidez que le aprisionaba antes—. El médico arribó, y en
cuanto él se ha puesto seguro de que todo marcha a la perfección, tomó el
teléfono y llamó a Nueva York. Él... se lo ha dicho a los chicos allá en casa.
Él estaba tan feliz, Rachel. Tan... pleno. Hacía tanto que no lo miraba sonreír
de esa manera, tanto desde que su voz temblaba de pura alegría al hablar.
—N-no puedo creerlo...
Mis manos
se van de forma mecánica a la altura de mis labios. Por la idea, por la alegría
impregnada en sus ojos azules, por imaginarme a mi Michael ahí, entusiasmado,
contento y mascullando entre sonrisas interminables la nueva noticia a los
chicos allá en casa. La mera imagen es sobrecogedora.
—Ross... —añade—.
Él se ha maravillado con la noticia. Phoebe, Joey y Chandler, ni se diga.
Todos, Rach. Todos están inmensamente felices por ti.
Niego
entre sonrisas, entre miles de suspiros de alivio, ahogada de la sensación de
que mis ojos escosen, y que un inmenso pesar va desvaneciéndose junto con la
brisa cálida de esta tarde.
—Mi
Dios... —me tomo mis mejillas, al sentir del efecto que tienen los palpitares
de mi corazón por debajo de mi piel—. Entonces lo saben. Los chicos, en casa lo
saben, no lo puedo creer... Pero, entonces, ¿Qué ha pasado luego? ¿Tú no has
podido hablar con ellos?
—...No al
principio—musita, desviando su mirada un poco de la mía, y haciendo un poco más
leve que ya le había contagiado—. Hasta donde sé, Michael ha hablado de últimas
con Ross. Incluso se apartó de la estancia para hacerlo con privacidad por un
momento. Luego, el doctor le llamó cuando ha estado a punto de iniciar tu
examen de sangre y me ha dejado a mí con la llamada—asiento con ella. ¿Cuánto
más había sucedido mientras yo estaba fuera de mis pensamientos?—. Y de hecho,
ni he podido hacerlo durante mucho tiempo tampoco.
—¿Qué? ¿Por qué?—mi voz aparece, por
más, extrañada.
—Es sólo
que al tiempo que intentaba hablar, otra llamada distinta trataba de entrar. Al
principio me había pasado por la mente ignorarla, pero como en el identificador
de llamadas ha aparecido un número de Los Angeles, creí que sería importante
para Michael. Con todo lo que ha... estado pasando.
¿Una
llamada? ¿Otra llamada de Los Angeles a esas horas? Tiene que ser bastante
raro, o demasiado fuera de lo común, para que alguno de los asesores de Michael
o John estuviesen tratando de localizarle a tempranas horas de la madrugada. No
tiene sentido alguno.
—En fin,
no he alcanzado a tomarla—resopla, como si estuviese vencida—. Así que decidí
marcar al número registrado por mí misma.
—¿Y de quién se trataba al final?
Se encoge
de hombros.
—Es que, no lo sé—musita.
—¿Cómo?
—Quiero
decir, sí, he marcado. Y sí, alguien contestó, pero no... pronunció palabra
alguna. Juraría en cambio que escuché una maldición del otro lado luego de que
habían atendido mi llamada... Era una mujer.
Una
mujer, repito para mí. Es claro ahora que no se trataba entonces de alguno de
los asesores, o de algo relacionado con todo el proceso judicial. No hay
mujeres implicadas en el caso. Ninguna claro, además de Liz Taylor, que está de
viaje en estos momentos según le oí a Michael una vez. Kate, su madre, ha
llamado esta mañana, no pudo haber sido ella a esas horas. Y June... No,
Michael había bloqueado todos los números desde los que antes ella le hacía
llamadas. ¿Quién más, entonces?
Busco la
mirada de Monica como último recurso, pero no la puedo hacer reaccionar. Se
gira, mira más allá de mí y sus ojos reflejan impresión, un sutil pero extraño
desconcierto.
—¿Interrumpo...?
Esa voz.
Giro a
mis espaldas a la par, y entonces ubico su figura en la misma dirección a la
que Monica antes había volteado. Michael se encuentra ahí, inmóvil a sólo unos
metros de nosotras, relajado, y con ambas manos dentro de los bolsillos
laterales de su pantalón negro, luciendo mejor incluso de lo que él lo suele
hacer. Los últimos haces de luz estrellándose contra sus rasgos frágiles y
haciéndole brillas como si el más hermoso de los ángeles hubiese aterrizado
cerca de nosotras. El pensamiento, aún así, no le hacía justicia. Y está ahí,
mirándome, haciéndome como siempre, suspirar. La incertidumbre de pronto de
había convertido en mi felicidad instantánea.
—Por
supuesto que no...—Monica, de un solo salto, anda veloz hacia él, dejándome aún
sentada sobre el mismo sitio por analizar la rapidez de sus movimientos.
De forma
impersonal les vislumbro cerca susurrando algo entre ellos. Ella, niega
entusiasta, él sonríe y asiente con ella. Entonces, al final, tan sólo soy
capaz de advertir la palabra “Gracias” formulándose fuera de los labios de
Michael. En menos de un momento, Monica me dedica una última sonrisa fraternal,
y comienza a alejarse de nosotros, andando por el mismo camino por el que él
justo ha aparecido. ¿De qué ha ido todo eso?
Michael
se acerca a mí entonces, a tomar asiento en el mismo lugar que Monica ocupaba.
Dejándome sin más armas que sólo sonreír, perdiéndome como una tonta en su
pronta imagen relajada.
—Hola...—me aventuro a musitar,
alucinada.
Y más que
replicar, él se ocupa de devolver el saludo depositando un leve beso contra mi
frente. Me devuelve las fuerzas, la vitalidad entera que necesito a cada
momento.
—Hoy se
siente... mágico acá fuera. ¿No es así?—termina de decir, incorporándose, y
perdiendo su mirar más allá del panorama precioso que nos rodea.
Sonrío,
viendo todo lo demás.
—Sí... Ahora más, que has llegado a
sentarte conmigo.
Sus ojos
oscuros se topan con los míos irremediablemente, y perdida de lleno en ellos
sólo siento la forma en que se aproxima aún más, hasta que nuestras caderas
pueden ceñirse sobre el asiento de concreto.
—Monica...—susurra
de pronto, su voz detiene la realidad—. Ella te ha dicho algo sobre que no he
podido resistirme, ¿Verdad?
Me río
sin poder evitarlo. Es curioso que, justo aquello había sido lo último que
comentaba con ella. Estaba segura, hasta lo imposible, que con él a mi lado,
así, un nudo en la garganta se me podría generar en cualquier instante próximo.
Pero así me gustaba destruirme frente a él.
—Algo ha mencionado sobre el tema—admito
en voz baja.
Se
incorpora, y sin ataduras, él se ocupa de tomar mi mano con sutileza hasta
llevarla en torno a sus labios para dejar un pequeño beso ahí. Todo aquello sin
dejar de mirarme siquiera, sin dejar que deje de soñar.
—¿Puedo
decirte algo?—inquiere, con nuestras manos unidas descendiendo lentamente. Sigo
con la vista el movimiento pero no puedo evitar sentirme ajena a la nueva
seriedad que toma su voz.
—Por supuesto, cariño.
—Hace
algunas horas...—musita—. Antes de que despertaras, he vuelto a hablar con
Ross.
Se
propaga cierto deje de dolor entonces, al momento en que me deja de mirar. Y
cuando me percato de que la forma en la que pronuncia el nombre de Ross no es
la que ya me tiene acostumbrada. Es una más... desconcertante.
—Al principio—añade—,
no lo he querido creer pero, él me ha dicho que te han estado buscando los
directivos del plantel en el que trabajas en Nueva York—su mano estruja con
mayor fuerza la mía, le siento tensarse. Lo miro suspirar, y cómo se apresa
dentro de una batalla interna por continuar con sus palabras—. Según le han
notificado, has sobrepasado el límite de transferencias de Manhattan a
California desde los últimos meses y, si no deseas que tu trabajo esté en
riesgo... tendrías que volver a Nueva York en sólo unas semanas. Estarías
trabajando por un más de medio año allá antes de que puedan transferirte a
California de nuevo.
El temor,
el sentirme indefensa me hacen mirar sin más al vacío. No puedo pensar
correctamente, no razono bien. No quiero imaginarme fuera de aquí, no quiero
estar alejada de él.
Suspira,
y mi mirada vuelve a encontrarle.
—Sabes
que con todo cuanto ha estado pasando, yo no puedo abandonar Neverland sólo
así...
Sólo
asiento, turbada. Pestañeando como frenética para que el escozor de mis ojos no
recobre poder, que una lágrima no se me pueda escapar en este momento, no
ahora. No, cuando sé que en cualquier instante podría echarme a llorar, a
aferrarme a su cuello tenso y maldecir la manera en que la diferente realidad
que nos separa toma estragos entre nosotros. No mientras puedo, en su lugar,
pensar en las millones de cosas que daría a cambio, todo cuanto haría por
permanecer el mayor tiempo posible junto a él.
Cualquier
cosa, por supuesto. Lo que sea, cueste lo que cueste, que me mantenga unida a
Michael.
—Mi amor,
haremos...—mi voz es débil, está claramente destruida—. Haremos que esto
funcione, ¿Sí? Yo lo sé, podríamos incluso...
Y son sus
labios, que me dejan sin hablar. Se pegan a los míos interrumpiendo mi habla
con cuidado, al tiempo en que sus manos sólo toman de mi cuello y comienza a
besarme reclamando mi espacio, mis pensamientos, nublándome, como suele ocurrir
a cada ves, cada uno de mis sentidos. De un momento, le siento mordisquear mi
labio inferior sin lastimarme, sino haciendo que le recibiera aún más,
dejándome ser devorada por él mientras mi sangre bombea por todo mi cuerpo a un
ritmo apresurado, mi pulso lento y rápido sin mantenerse regular, mis vellos
erizándose. Deseándole, y haciéndome eliminar hasta la más remota idea del
infierno de vida que tendría sin él.
Sin la
luz infinita de toda mi vida.
—No
quiero que te vayas...—susurra entre jadeos—. Quiero que permanezcas aquí.
Conmigo, pequeña.
Su voz me
hace arder, a duras penas me hace obligarme a mí misma a reaccionar luego del
desenfreno.
—Quiero
que... te mudes a Neverland. Definitivamente.
—¿Q-qué...?
Sin
pensarlo, me sorprendo a mí misma negando absorta, incluso descompuesta, con
mis labios temblando al igual que mis manos.
—Tan sólo
haría falta una llamada—se apresura a decir. El brillo que ahora encuentro en
sus ojos es más que indescriptible, cegador hasta lo inverosímil—. Una sola, en
la que estés de acuerdo en transferir definitivamente todo tu trabajo a Santa
Barbara para recuperar el ritmo perdido laboral.
—N-no...
Espera, espera...—me incorporo un poco más, sólo para apreciarlo mejor. Lo miro
luciendo encantador, precioso, justo como un pequeño niño con un deseo en pos
de sus pupilas centellantes.
—El mismo
Ross me ha asegurado que sería tan fácil como eso...—repone, sin pensar en
dejarme continuar—. Aunque, sabes que jamás me permitiría pedirte que abandones
tu trabajo. Pero quiero que te quedes aquí en Neverland... conmigo.
—Mi
vida...—tomo de su mejilla entonces, tenía que intentar tranquilizarme, no
dejarme vencer por la oleada de adrenalina que estaba naciéndome dentro—. Es
que no sé si podría abandonar así Nueva York. No puede ser que con tan sólo una
llamada yo...
—Lo sé.
Lo sé perfectamente, Rachel...
Y sus
manos ubican las mías ahí, suspendidas dentro de un trance. Las toma y ayuda a
que mi ritmo cardiaco se pueda regularizar.
—Es por
eso que... he llamado a Ralph Lauren yo mismo—confiesa contraído, con sus ojos
apenas mirándome—. John me ha asesorado para informarme perfectamente de la
situación y, ellos accederían, pequeña. Accederían a mover tu trabajo hacia
acá, tus prestaciones, tus mismos horarios serían respetados, incluso tu
salario quedaría intacto aún cuando inicie el periodo de maternidad si una
decisión es tomada ahora.
—Tú...—no
me es posible ocultar mi asombro, mis titubeos, la forma en que se entrecorta
mi aliento congelado. No le puedo dejar de mirar a él, y a su sonrisa
petrificada que no deja de amenazarme con la bella posibilidad—. ¿Tú... qué...?
Sonríe de
pronto. Más aliviado, más... vivo.
—Que me
encantaría que lo hicieses, amor...—aguarda un momento en el que parece
contrariarse con sus propios pensamientos, como si le doliera el hablar, o como
si las palabras simplemente no existieran—. Que me he quedado ya sin ideas...
Te juro que me he quedado sin más maneras o formas posibles de decirte que lo
siento. Que lamento el hecho de preocuparme más por mis propios problemas que
por nuestra relación, por no comprender que yo era el único que estaba siendo
lastimado, que como antes, no te recuerdo ya a diario cuánto te amo, cuánto te
necesito, cuánto es que tus labios me pueden llevar al cielo y de vuelta a la
tierra tan sólo con tocar por un instante los míos. Y que, con cada tontería,
no dejo de sentir que sólo sigo... distanciándote de mí.
—Nuestra
relación... no es perfecta, Michael—me duele el susurrar, el habla es casi
inexistente—. Lo sé, y sé que también lo sabes. Pero así lo acepté, así lo
busqué y lo he querido desde el principio. Desde que por primera vez pusiste
ese par de ojos cansados sobre mí.
Me pierdo
en sus ojos avispados entonces, sintiendo cómo el nudo de mi garganta empieza a
crecer. Se vuelve de tal tamaño, que me hace llevar nuestras manos unidas y
temblorosas ahí, a la altura de mi pecho contraído. ¿Qué debía hacer? ¿Cómo
comenzar siquiera a pensar en una respuesta? ¿Cómo es posible encontrar las
palabras correctas? No las hay, no me alcanzan. Nada de lo que dijera, haría
justicia a mis sentimientos.
Si desde
el primer instante en que él me ha tendido la mano para conocerme, que cruzamos
palabra, y que no pude dejar de notar cómo sólo unos segundos después su mirada
se mantuvo adherida al suelo y batallaba para volverme a estudiar, lo sabía.
Porque lo cierto es, que lo deseé segura, porque sentí que mi realidad no iba a
tener sentido de haber sucedido diferente. Sin saber, y sólo con ver sus ojos,
me convencí de que jamás los iba a querer dejar de mirar, cueste lo que cueste.
Había saltado a la deriva por él, y no me arrepentiría nunca, ni aún con todo
lo que hemos atravesado.
Así
que... sí. No es perfecta nuestra relación; pero él sí lo es para mí.
Nuestras
miradas se vuelven a encontrar.
—...Eres el único que podrá hacer
que mi vida tenga sentido, Michael.
Siento
sus ojos estudiando los míos uno a la vez, mi boca, mi cuerpo, mi vientre.
Nuestro motivo perfecto. La razón brillante que me convence de que no me quiero
ir. No... no quiero dejarle. Quiero tenerle aquí, que sea parte del proceso.
Estar para él. Siempre.
—Está bien—asiento, vacilante.
—¿Qué...?
—Me quedaré.
Tan sólo
sonríe, y no deja que falte nada más.
—Pequeña... ¿Estás... segura?
Entonces
me inclino lentamente hasta dejar un pequeño beso en sus labios paralizados,
uno leve, un simple toque de piel con piel que pueda sellar mi promesa
perfecta, para luego conducir nuestras manos juntas hacia mi vientre.
—Te amo—susurro—. Estoy
completamente seguro de ello.
Michael
se ríe entretanto, su mirada se aviva, y un suspiro infinito se le sale de sus
labios haciendo que sus ojos se cierren con alivio.
—Eso...—bisbisea
absorto, recobrando el ritmo de su respiración—. Eso es en verdad bueno.
—¿Qué?—no evito sonreír, que sus
risas me contagien un poco.
—Ross y
Monica han sido mis cómplices—dice—. Todas tus cosas... Desde esta mañana, yo
ya había pedido que todas tus pertenencias fuesen enviadas aquí.
Me lanza
al final una mirada tierna, pero sobremanera, traviesa.
—¿Michael...?
—...Todas tus pertenencias ya se
encuentran en Neverland, linda.
Que hermosooo❤️❤️
ResponderEliminarMe encantaa! Tantas cosas que podrian pasaaaaar diooos jaja!
Kat! Otravez me dejaste encantadaaa!
Muchisimas gracias de nuevo linda c: