De nuevo
yo, apreciando mi débil reflejo ante el espejo sencillo de mi habitación. Otra
vez, sólo ahí, mirándome, y sin poder reconocerme todavía. Sin poder dejar de
alzar unos centímetros mi camisa por encima de mi ombligo para poder percatarme
de cómo mi vientre plano parece simplemente una alucinación. Cómo el sólo
apreciarlo, me obliga a residir en la idea de que quizá todo había sido un sueño
y nada más. Uno muy largo, y que tal y como la noción del tiempo jamás dejó de
manifestar estragos en mí, pudo haber durado sólo el momento que existe entre
un parpadeo.
Froto con
delicadeza la fina piel de mi abdomen, y pienso que quizá jamás existió nada
ahí. Quizá jamás salí de mi mundo para viajar a otro y embriagarme por ello,
quizá sólo había sido una fantasía y yo me había enamorado del panorama. Tal
vez él ni siquiera existió, y jamás le he conocido.
Pero meso
una de mis manos a través de mi cabello y me convenzo de que hay rastros de
pesar que el tiempo ha dejado ahí. Mis ojos ya no brillaban como hace años, la
piel de mis mejillas estaba ya siempre fría y aún así no se me ocurría poderla
sanar. Mis manos estaban tiesas, solas. Y mis labios secos, turbios e
irrevocablemente abandonados. Perdidos, y dejados en pos de un abismo que sé
que nunca más podría acabar. Porque me miro y no puedo creer que sólo sea ya el
fantasma de la chica que más quería ser, la cubierta de alguien que solía
conocer.
No, él ya
no está más, ni lo va a estar. Porque le busqué, y parecía que nunca hubiese
existido, me aferré un poco pero de inmediato comprendí que todo había
terminado. Me dolió, me duele aún. Me di topes contra la pared al segundo en
que puse un pie en casa, me jalé el cabello, me rasguñé, me azoté contra mi
colchón abandonado durante estos últimos cinco meses, y dolía igual.
Algunas
mañanas despertaba con su nombre entre los labios.
Algunas
noches su nombre recorrió mis mejillas, cálido y húmedo.
Algunas
tardes su nombre me apretó el estómago y sentí ya no poder más.
Luchaba
contra mí misma, porque yo provoqué esta distancia entre los dos, así fuese lo
que más necesitaba. Y me sentí estúpida, y me sentí como si ya no fuera nada.
Ya no diferenciaba entre las noches y los días e incluso, en ocasiones, pensé
que quizá ya estaba muerta... y no lo sabía.
Cada día
esforzándome más por dejarle ir... y permitir que la soledad tomase por fin su
lugar conmigo. Cada uno de ellos, desear, imaginar, o soñar que volvía a
hablarle. Pensar en que el mero oxígeno podía volver ya junto con su voz.
Me llevé
una mano temblorosa a los labios. No puedo creer haber soñado que intentaba
llamarle de nuevo.
Y lo
deseaba, con cada resquicio de mi alma. Quería decirle que estos meses no han
sido fáciles, que dejarle de querer ha sido una de las cosas más tristes que he
hecho en la vida. Quisiera también, decirle que estoy bien, que he dejado de
llorar, que él ya no duele, que el tiempo ha hecho lo suyo. Quisiera decirle
que aún a veces me sueño recostada en su pecho, que no he podido borrarle, que
he aprendido a vivir con su recuerdo. Quisiera decirte que no le culpo más, que
se fue el vértigo al pronunciar su nombre, al verlo en cada escaparate, cada
tienda, cada anuncio de televisión, o cada noticiero. Que ya no me lastima,
maldición. Que lo que ocurrió ya no me hace daño.
Quería
saber cómo se encontraba, luego de todo, luego de tanto. Y simplemente no lo
podía hacer. Si la verdad es que aún lastima, aún arde el saber que no puedo
hablarle a alguien que una vez sostuvo mi corazón en la palma de su mano y que
al segundo después pretendía que jamás lo hizo, en absoluto.
Hablarle,
como si tratase de olvidar todas esas noches que no pude dormir de nuevo sola
por llorar, para ver si en algunas de esas lágrimas él se escapaba ya de mi
vida. Romper mi cabeza en mil pedazos, mientras intentaba olvidar cada memoria
que habíamos construido juntos.
¿De
verdad creí que podría hacerlo siquiera? ¿Pensaba que este día, en especial,
sería la diferencia? Que él llamaría como aquellos primeros días luego de que
me marché y que esta vez yo me atrevería a tomar esas llamadas. Que todo
sería... diferente. Que podría cambiar.
No.
—Hola...
Me
percato de la voz de Monica naciendo desde el comedor al salir por fin de mi
habitación. Me sonríe por un momento, y luego esconde su nariz tras la humeante
taza de café que sostiene entre sus manos delgadas.
Y no
puedo contestar, simplemente. Ni con gestos ni con palabras. El ardor, y la
ráfaga de pensamientos que me atestaron antes de poner un pie fuera ya me
habían dejado sin habla, sin la mera voluntad de hacer un intento diferente.
Sólo me acerqué, ubicando sobre la mesa un vaso con agua junto a un par de
cajas de esos mismos medicamentos.
No
recordé, la última vez que el día de mi cumpleaños me tenía así de atormentada.
—Aquí
está... tú medicamento—susurra, un tanto apenada. Su sonrisa cedió casi al
instante en que mi silencio le hizo segunda a ese saludo coloquial.
—Gracias.
Cojo una
pastilla de cada una de las cajas aún sin ser capaz de estudiarla, resoplando
por lo incómodo de la pronta situación, maldiciendo, como siempre, mi suerte
entera. Por suerte, los multivitamínicos que estaba tomando terminarían pronto,
quizá una semana más. Se suponía que aumentarían mi apetito y me darían
nutrientes al mismo tiempo pero, desde que comencé con el tratamiento, no
aparentaban hacer su trabajo bastante bien.
Ingiero
de un solo trago las dos pastillas asignadas a ese día. No añado más, ni
siquiera me termino el resto del vaso con agua, y me giro para ubicar mi
portafolio tendido en uno de los sofás de la estancia y guardar algunos
documentos que había organizado la noche anterior. Todo bajo la callada
sensación de que ella, aún con esa taza de café cerca de su rostro, continuaba
mirándome.
—Oh...—brota
de sus labios mientras me mira, como si ni siquiera hubiese tenido la intención
de emitir sonido alguno.
—¿Ocurre
algo?—me aseguro de haber terminado de guardar y no haberme olvidado de nada
antes de volverle a mirar.
—Nada, es
que...—se encoge de hombros, acomodándose a la altura de sus hombros su bata de
dormir favorita—. No creí que irías a
trabajar hoy, es todo.
—¿Por qué no iba a ir a trabajar
hoy?
Frunce el
gesto con un deje de incertidumbre entonces. Y me acerco a ella delicadamente y
ya con mi portafolio tendiendo de mi mano derecha, debía irme. De hecho, no
debí haberme quedado dormida más de la cuenta, ni mucho menos, aguardar a que
mis pensamientos me llevasen por rumbos que ni en broma quería volver a tocar.
La verdad
es que, el trabajo en Ralph Lauren se
había convertido en la coartada más vital que jamás creí llegar a necesitar
así. A veces, sólo anhelaba alejarme de todo y hacer de cuenta que además de mi
pasado, además de ellos, y de mi soledad, tenía una vida también.
Responsabilidades, que quisiera o no, pasara lo que pasara, tenía que seguir
cumpliendo.
—Porque
en tu trabajo normalmente te dan este día libre, quiero decir... Rachel, es tu
cumplea...
—...No,
no—le corto, interponiendo una mano ya cerca de sus labios para hacerla callar.
No había sido, por mucho, la mejor de mis reacciones, y lo entendí. Supe que el
tema no pararía con sellar su boca por la mirada digna que me obsequia sólo un
segundo más tarde—. Monica, no hay... nada qué celebrar. ¿Está bien?
Absolutamente.
—L-lo
siento, es sólo que...—titubea, hundiéndose de nueva gana en un nuevo trago que
da a su taza de café.
Suspiré.
—Perdóname,
lo que ocurre es que... Estoy mal. ¿Entiendes?—me detengo entonces para mirarle
detenidamente, mordiéndome los labios sin darme cuenta, pero segura de que si
no fuera por ello, cualquier indicio de preocupación por parte de mi mejor
amiga sería suficiente para arrancarme el llanto—. Estoy harta de estar aquí,
estoy cansada de trabajas más desde casa que ir de verdad a la oficina, estoy
colmada del silencio que hay en el departamento cuando no estás, cuando los
chicos no andan por aquí. Es que, soy la única que se queda atrás, siempre.
Estoy enferma de ello. Y no... no tengo ánimos de ninguna fiesta. No quiero
pensar siquiera en que alguien me pueda llegar a felicitar.
El
seguirla mirando, el ver cómo a cada palabra que solté su ceño se fruncía más y
más y su mirada se oscurecía, me hicieron sentir mis ojos volver a escocer, y
sin embargo estaba segura de que no era éste el momento para que el llanto
volviera a atestar mis pensamientos de nuevo. Sequé con cuidado mis pestañas,
entre el nudo impidiéndome hablar, ante el mismo peso apresando mis hombros
como ya me tenía acostumbrada. Rogando para mis adentros, por que el
sufrimiento no se manifestara en este mismo instante.
—Sólo
no...—susurré—. No quiero que alguien halague mi vida cuando sé que se trata de
un completo desastre.
—Tu vida
no es un desastre—musita, sonriéndome y buscando mi mano, con un marcado acento
maternal bañando en cada palabra—. Por favor, no lo digas así...
—Sí, claro, Mon...
Pero la
dejé, ahí, sobre la mesa y con su mano al aire ante un nuevo intento de dejar
ya todo por fin. Le había dado la espalda con la excusa de reunir mi abrigo, y
mi bolso junto con el resto de mis otras cosas para ya acercarme a tomar el
cerrojo de la puerta de una buena vez. Quería desviar mi mirada de la de ella
como una salida más, antes de volver a sumirme en las mismas musarañas que
hicieron arder mis ojos un par de momentos antes.
Y sin
embargo tuve que detenerme justo antes
de salir, al percatarme de ella seguía sólo contemplándome con ese mismo gesto
de preocupación escrita y tallada en medio de sus bonitas facciones.
—Y me
quedo corta—añado ante su mutismo. Me observa con su mirada cansada, con su
semblante angustiado y sus labios que ni siquiera se encuentran entreabiertos,
no emite un solo sonido más—. Es un completo infierno, comparado con cómo era
hace sólo unos meses.
Silencio
entonces, sólo el sonido incrustado en mi cabeza de los latidos turbios de mi
corazón. La sarta de inseguridades haciendo de las suyas como cada maldita
mañana.
Halé del
cerrojo por fin.
—Me tengo que ir.
—Aguarda,
¿Qué se supone que le diré a los chicos, entonces?—me hace virar en el último
instante, ya con un pie puesto sobre el pasillo de nuestro edificio. Su
angustia por poco se había convertido en una evidente curiosidad plasmada en
sus facciones cansadas—. Todo el día de ayer estuvieron planeando algo para
hoy. Yo... he creído que...
—Hablaré
con ellos después, ¿Sí?—me quejo, en un pequeño mohín. Me había olvidado de
que, como ella era sólo el comienzo, aún faltaban los chicos, otros dos pares
de rostros divertidos a los que arrancaría su sonrisa con otra más de mis
decepciones—. Con suerte podré salir temprano del trabajo hoy, intentaré
encontrarlos en Centra Perk por la noche.
Los ojos
de Monica se entrecerraron un poco, en un simple deje de incredulidad. Como si
aún así tuviera algo más guardado, una idea más por la que tuviese que
reprocharme al respecto.
—Si tan
sólo ese compañero tuyo, Tag, no te entretuviera tanto tiempo como siempre—su
semblante se hace serio de pronto al mirarme—. Ah, y dile por favor que no fume
cigarrillos cerca de ti, Rachel. Te he dicho hasta el cansancio que ahora te
hace daño.
En medio
de una sonrisa disfrazada de disculpa, tomo del picaporte de nuevo para hacerme
espacio y salir. No obstante, me giro en una última instancia a toparme con sus
ojos azules de nuevo. Suspirando desde el centro de mi pecho otra vez, sólo
para recuperar algo del oxígeno esta mísera conversación nos había arrebatado a
ambas a arañazos.
Había
arrancado esa sonrisa de mi mejor amiga, la había hecho suspirar, cabecear con
la mirada oscura y mostrarle la facilidad con la que las lágrimas aún podían
salir de mis ojos luego de tanto tiempo, todo en menos de cinco minutos. No me
sentía bien.
—¿Estás
triste?—inquirí haciéndome sentir incrédula. Sorprendida de la pregunta que se
me fue a ocurrir.
—¿Tú qué crees?—replica en seco. Sin titubeos o
intentos por desviar mi mirada. Sus ojos centellaron entonces, se humedecieron
mientras que el ritmo acompasado de su voz todavía tenía lugar.
Ahogada
en todos los miedos posibles, apenada, contrariada y arrepentida, me volví
hacia ella una última vez para tomar un solo intento de poder envolverla entre
mis brazos. Un abrazo, era todo lo que necesité, lo que ella quiso darme desde
el instante en el que me vio salir de mi habitación, seguramente. ¿Por qué no
dárselo? ¿Por qué sentirme sin más con el derecho de negarle algo a ella luego
del infinito que ella me ha brindado desde siempre?
La
necesito, preciso de su cercanía para poder subsistir. Y no podía olvidar
tampoco que yo no he sido la única que ha perdido a alguien meses atrás. Porque
sé que ella también se ha lastimado por ello.
—...Lo
siento—susurré, un segundo antes de buscar incorporarme entre sus brazos tensos
para poder alejarme de nuevo.
Pronto,
no sostenía mi cuerpo, sino que sólo nuestras manos permanecieron unidas un
segundo más antes de que por fin me alejase para poder tomar el pomo de la
puerta y mirarla en el último instante antes de salir. No sabía si la merecía o
no. Si podía dar por sentada nuestra amistad o si, como ya me había sucedido, todo
podía terminar de la noche a la mañana. Que bien, estaba segura de ello. Por
más que hubiese sido perjurada relación.
—Adiós...
Y
cerrando la puerta conmigo en el pasillo, una media sonrisa fue lo último que
alcancé a advertir.
No, yo no
sería nada sin ella conmigo.
Por
suerte, el taxi que Monica había solicitado en mi nombre ya aguardaba por mí a
pie de la acera. Subí, y sin añadir más que pista del destino el conductor
emprendió la marcha. Ahora sólo restaba llegar, y concentrarme en las actividades
y responsabilidades del día. No en mis pensamientos de esta mañana, no en la
oscuridad, no en su ropa que aún permanece resguardada hasta el fondo de mi
ropero. No en él. Sólo en trabajar, y rogar por que ninguna persona más se
atreva a felicitarme por mi cumpleaños. O no demasiadas.
Mi jefe,
el señor Zelner es el primero del que no me escapo. Un abrazo diligente, una
media sonrisa y un par de palmadas a mi hombro acompañadas de una taza de café.
Lo bueno es que, a él le interesa más ponerme a trabajar que saberme perdiendo
el tiempo. Se lo agradecí.
Se me va
prácticamente la mayor parte de la mañana en trabajo que realizo más lento
luego de haberle perdido la práctica a los procesos un poco. Pero así, es un
placer concentrarme más en ello que empeñarme en ocultarme de personas que sé
que me felicitarían seguro. De cualquier forma la idea de estar fuera de casa
me liberaba los pensamientos de formas poco peculiares; era estimulante, pero
al mismo tiempo más que agotador. Es Mayo, y la producción y diseño de ropa de
verano estaba hasta el tope, casi tocando cantidades que muy pocas veces llegan
a concurrir, y por eso el trabajo, era mucho peor. Quizá es una de las razones
por las que cada que volvía a la oficina miraba una que otra cara nueva por ahí,
algunos empleados nuevos tratando de tomar el hilo más rápido de lo normal y
otros de antaño, doblando turnos para entregarlo todo a los directivos en
tiempo y forma.
Tantos
acuerdos pendientes por firmar, todas esas órdenes previstas que ocupaban la
supervisión de alguien a cargo, la demanda en diseños y la presión que ponían
en cada uno de nosotros; me hacen preguntarme, si aún seguiría aquí de haber
sido un poco diferente las cosas. Es Mayo, y a comienzos de año yo no planeaba
ni con una maldita pistola adherida a mi sien el decidir estar trabajando ahora
aquí. Es Mayo, y quizá ni en California estaría ya trabajando en estos momentos.
Es Mayo, y para este entonces estaría en mi periodo de maternidad... Tendría ya
alrededor de ocho meses y medio de estar aún...
No, no...
No, por favor. No pienses en ello. No ahora, no aquí.
Como de
costumbre, alrededor de las cinco y treinta de la tarde me excuso para salir a
tomar un descanso al área común de personal. Aparentemente el aire condicionado
se había dañado esa mañana luego de que la mayoría de los que lo accionaban
abusaron de su capacidad. Mismo problema por la concurrencia de personas en el edificio.
Aunque no los culpaba, el calor se tornaba más insoportable con cada día que
pasaba, y con el fin de la primavera todos esperaban por que sólo se volviera
incluso peor. Incluso al centro de Nueva York.
Decidí
entonces tomar un pequeño cambio esta ocasión. Aunque, salir por la parte
trasera de la estancia, hacia la vieja terraza, quizá me había hecho
arrepentirme en el instante en que puse un solo pie fuera de ahí. El olor a
cigarrillo fue lo primero que percibí, golpeando con fuerza cada uno de mis
sentidos, mientras las palabras de Monica revolotearon de pronto en mi cabeza
mientras me debatí un par de veces si debía volver dentro o no.
Me olvidé
de ello en cuanto alguien detrás de mí había pronunciado un sonido casi
idéntico al de mi nombre. Con una voz que, curiosamente, era casi idéntica a
una que ya tenía muy bien identificada.
—Tag...—dije
su nombre apenas con hilo de voz, mientras yo pasaba disimuladamente saliva
ante la sensación de que la garganta ya me sabía extraño también a causa del
olor.
—¡Cumpleañera!
Traté de
obsequiarle una sonrisa entonces. Forzada, tímida por así decirlo, y entre
miradas que lanzaba a las demás personas presentes que aunque parecían absortas
cada una en su tema de conversación, me aterró el hecho de que hubiesen
escuchado el adjetivo que él utilizó. Tag, por supuesto ya me daba uno de sus
mejores gestos, y supe que tenía que esforzarme un poco más cuando lo advertí
ya acercándose a darme un pequeño abrazo.
Encontrármelo
en el trabajo, eventualmente se había vuelto menos molesto, la opresión se
terminó al instante en el que puse un pie de vuelta en el plantel de la ciudad
y, pronto, la atención que él no paró de brindarme dejó simplemente de ser
irritante para mí.
Estaba al
tanto de que él sólo sabía que he sufrido un accidente meses atrás, que por
ciertas complicaciones había vuelto a tomar las riendas del trabajo aquí en casa
y que, incluido él junto con todas las personas con las que más me relacionaba
necesitarían brindarme la mayor paciencia posible mientras podía recuperarme de
todo aquello.
Para él
no existe ningún embarazo, ninguna de las lágrimas que supuré, ninguno de los
abismos por los que tuve que pasar. Él no tiene ni una idea de las incontables
noches en las que mis ojos se secaron por mi llanto desquiciado, no se enteró
de los torrentes de golpes letales que me tocaron vivir... de que vivo ahora a
medias, y que ahora es eso lo más grande que seré capaz de aspirar.
Se
merecía, seguro, más que una de mis mejores sonrisas.
—¡Vaya!—nos
dejamos ir, y al tiempo en que un beso que me toma desprevenida choca contra mi
mejilla, sólo puedo percibir sus ojos mirándome de pies a cabeza. Mis mejillas
comenzaron a arder—. Hace varios días que no coincidíamos con la hora de
descanso. ¿Has bajado a comer algo?
Me
aseguré, ante la concurrencia que aún había en la entrada del lugar, de que
teníamos que movernos un poco para no molestar más a nadie. O al menos para no
llamar más la atención. Halé de su brazo un poco, y nos llevé un par de pasos
más al centro de la terraza. Tomamos entonces asiento en una mesita que justo
se desocupó y suspiré, tocando victoria porque pareció que él había dejado ir
el tema del cumpleaños de lado.
—Quería,
pero... No tengo mucha hambre—me encojo de hombros, y dejo tender mi portafolio
del respaldo de mi silla para poder acomodarme mejor—. Creo que el calor
sofocante que hace ahí dentro se encargó completamente de quitarme el apetito.
—Dímelo a
mí—resopla, levantando una de sus cejas en tono burlón—. En el piso quince me
he topado ya con varias personas que literalmente han comenzado a sudar de sólo
teclear frente a la computadora.
—Mi
Dios...—llevé ahí una mano hacia mis labios para ocultar una risita repentina—.
No me ha tocado mirar algo así, te lo aseguro.
—No aún—sonríe
indolente, como si se hubiese propuesto haberme contagiado el gesto.
—No aún—asentí simplemente,
controlando mi gesticulación.
Y lo
logró, pero no quería que se jactara por ello luego.
—¿Te han felicitado ya algunos de
tus compañeros?
Cabeceé
pensativa. ¿No habíamos dejado ya ese tema hace unos momentos? Tag continúa
mirándome atento mientras yo me ocupaba sin opción de hacer el recuento de
todas esas sonrisas que he tenido que fingir a extraños durante la mañana,
todos esos abrazos que tuve que hacer durar poco menos de dos segundos, esos ‘Gracias’
escuálidos y vagos. Si tan sólo la fecha no estuviera registrada en el calendario
de eventos del mes... ¡Cuánto me habría evitado!
—Pues, el
señor Zelner ha sido el primero—admití, un tanto sonrojada. El pronto interés
que había puesto en cada palabra me hacía sentir cierta timidez asombrosa,
desconocida—. En realidad sólo algunas personas que están en el departamento de
Compras... No muchos, por suerte.
Chasquea
su lengua, dentro de un gesto de leve confusión. Fue algo que dije, estaba
segura de ello.
—Es
que... no me gusta que me feliciten—intento decir, con la vista pasándose de
pronto por mis manos anudadas sobre la pequeña mesa—. No disfruto del día de mi
cumpleaños, en general.
—¿Por qué?
—Porque me trae recuerdos... Y sólo
prefiero no pensarlos más.
—¿Has tenido cumpleaños malos en los
últimos años?
Negué,
mirando al vacío. Sonreí casi como si se tratase de una broma, sin poder
mirarlo. Burlarme de mí misma, quizá, sería lo mejor.
—Exactamente todo lo contrario...—susurré.
No añade
más. De su bolsillo, se encarga de buscar uno más de sus cigarrillos favoritos
para encenderlo y dar pronto la primera calada. Y sin embargo, cuando más
quiero observarlo, cuando más quiero comprender de cerca el placer que ha de
provocar esa vieja sensación de que el calor sofocante te arda en la garganta,
no lo puedo mirar. Deja el aire salir, y el humo blanco me golpea de lleno en
el rostro entonces, haciéndome fruncir el ceño ante la pronta irritación. No me
lo esperaba, y noté que él tampoco lo hacía.
—Mierda,
Rach. Siempre lo olvido... lo siento—abanicaba en torno a mí usando su mano con
una mueca de disculpa plasmada en su rostro. En un segundo el humillo se disipó
a un lado de mí, y al otro, ya se hallaba paseando su vista preocupada por el
lugar entero—. ¿En dónde dejaron el depósito de cigarrillos ahora?
Se me
escapa una sonrisa indiscreta. Apreciarle sostener algo con deseo, y después
como si le causara repulsión, me parecía incómodamente gracioso.
—Sabes
que no tienes que apagarlo, Tag—sonriendo y titubeando, su semblante se calmó,
más no dejó de mirarme confundido todavía.
—Lo sé,
es sólo que no quiero tener que alejarme y dejar de charlar. Podría apestar tu
ropa.
—No hay
problema con ello, descuida.
Me encojo
de hombros, intentando por mucho, restar importancia a la situación. La verdad
es que yo tampoco quería dejar de charlar con él todavía.
—Pero...—su vocecilla temblorosa me
hizo ponerle atención—. ¿Segura?
—Sí.
Eso
dicho, lo miro removerse en su asiento para volver a la posición que antes
tenía. Sonríe, y su cigarrillo vuelve a resguardarse ya entre sus dedos índice
y medio de nuevo mientras trataba de concentrarme en él nada más. Tenía que
hacerlo, ahora más, que el humillo volvió a aparecer. De algún modo, la voz de
Monica se manifestó para mis adentros como una premonición de cómo me reñiría
tan pronto volviera a topármela en casa. Pero ella también podía exagerar, ¿No?
Había pasado ya tiempo desde que mis cuidados tenían que ser hasta cierto punto
estrictos. Todos esos meses, si bien no han valido para sentirme lo
suficientemente fuerte para sonreír por mí misma, que al menos sean para
probarme que de nuevo lo podré hacer. Sea como sea.
—No lo
entiendo—se inclina sobre su asiento para apreciarme mejor—, tú... me has dicho
que tu novio no sabía que fumaste alguna vez. ¿No te preocupa que el olor pueda
hacerle... suponer cosas?
Sentí un
retortijón, la suma urgencia de erguirme y resguardar mi rostro detrás de mis
manos para no tener que enfrentarle al tema.
—E-es
que... ya no tengo novio—bajé la mirada otra vez, frunciendo el ceño y
mordiéndome los labios con fuerza ante el nuevo nudo de debilidad que sé que
comenzaría a cerrarme la garganta, advirtiendo que me lastimaría de un segundo
a otro.
—¿¡Qué!?—inquirió,
golpeando la pequeña mesa con brusquedad. Me miraba molesto, incrédulo. ¿Y
quería esperar por otra reacción? Si más que hasta el cansancio se lo recalqué,
lo perjuraba, y volvía a repetírselo por miedo a que no le hubiese quedado
claro—. Pero, ¿Cuándo? Quiero decir... ¿Desde hace cuánto que no...?
Necesité
aclararme la garganta si acaso iba a continuar. No lo deseaba, no quería
hablarlo pues sabía que en cualquier momento, hablar de Michael me haría perder
los estribos y querer echarme a llorar. Sentiría la presión de cómo el agua
amenazaría mis ojos para demandar salir. Sabía que saldrían palabras que no quería
pronunciar de nuevo, recuerdos, imágenes, ilusiones vacías. Sería una noche más
de no poder dormir, luego de tanto tiempo.
—D-desde... principios del año.
—Ah,
maldición, Rachel, yo... Lo siento—musitó abatido, con una mano bien postrada a
la altura de su frente. Me apreciaba con una expresión de dolor que no me animé
a rogar desaparecer—. No tenía ni idea, es que... ¿Qué sucedió? ¿Cómo es
que...?
Comencé
instintivamente a negar, pues aquello bastaba definitivamente para que mi voz
se paralizara en el mismo instante, pero que haría las lágrimas ceder.
—No
funcionó, yo...—no lo puedo encarar al hablar. En medio de mis razones quiero
que me escuche y me dé la atención que deseo pero no puedo imaginármelo
poniendo sus ojos en los míos de nuevo. Ya me ardían los míos, mi piel se
tensó, mis movimientos se hicieron más y más lentos—. Creo que... yo no era lo
suficiente como para pertenecer a su mundo, ¿Sabes?
—...Y una mierda.
Y una
risa denigrante se me escapó, al lado de la única lágrima que aparecería. El
esfuerzo momentáneo y desapercibido había dado a mis ojos la presión que
buscaban para dejarlo ya todo salir de nuevo, fluir de forma cálida sobre mis
mejillas para luego sentir el frío golpeándome contra la piel. Pero sólo una
había aparecido, ésa que vino en medio de esa cortina de debilidades e
inseguridades que se propagaron ante mi vista para nublarla. Ninguna más.
Tomo
pronto un pañuelo que me había ofrecido apenas me había percatado antes, y me
apuro a limpiar la comisura de mis ojos antes de que la sensación salada
llegara hasta el borde de mis labios temblorosos.
—No,
hablo en serio—musita, recobrando un poco de seriedad luego de que supe a él
también se le habían escapado un par de risas—. ¿Cuál es el problema del tipo?
¿Que no pertenecías a su mundo? ¡Por favor! ¿Qué, el tipo era un extraterrestre
o algo? ¿Es por eso que no pertenecías a él? ¡No puedo creerlo!
Pero se
detiene ahí, apreciándome por un momento como si se dedicara a sólo alimentarse
de cada uno de mis gestos.
—Lo
siento tanto, Rach—su mano buscó la mía sobre la superficie en un segundo que
no pude apreciar. Mi respirar se paralizó, mis ojos sólo estaban dispuestos a
petrificar la imagen de su mano acunando la mía en pos de mis pensamientos
desbordados—. Es sólo que... no puedo creerlo. Luego de tanto tiempo, ¿Cómo es
que él no te querría más con él? Quiero decir, ¿Quién no te querría consigo?
—Sí,
bueno...—le suelto con desgane, buscando la forma más sutil de zafar mi mano de
la suya al percibir el rumbo que quizá estarían tomando sus propias palabras.
No estaba
de humor para entablar conversaciones de ese tipo, y sabía que no lo estaría
pronto. No lo quería. Sólo callé.
—¿Hay algo que pueda hacer?
Y lo
miré, rogando hasta lo indecible por lucir de nuevo imperturbable a sus ojos.
Deseaba que olvidase ya aquella lágrima que justo se me tuvo que escapar,
quería probarle que hablar de ello ya no me daría pena, que ya no me haría
callar y bajar la mirada a intervalos irregulares.
Comprendí
que me gustaría parecerme más a él, a su pronta indiferencia, a su libertad y a
la manera en que todo parece dar muerte al problema con sólo prender un
cigarrillo más al borde de sus labios resecos.
Él era
como cuando no me gustaba el sabor, pero me gustaba el cigarrillo. Como cuando
no me gustaba acostarme, pero me gustaba dormir. Como cuando odiaba a todos,
pero tarde o temprano alguien termina siendo la excepción. Él es eso, ¿No? y lo
tiene ahí, apegado entre sus dedos; un mal hábito, un mal partido, un mal amor.
Un buen vicio.
—Puedes...
darme uno de esos cigarrillos—le suelto, señalando con mi reojo la cajetilla
puesta sobre la mesita.
—¿Qué?—inquiere casi bramando y
torciendo el gesto. No lució convencido.
—Me gustaría fumar contigo.
—Ni
hablar, Rachel, no—en sólo un movimiento ya había apartado aquella cajetilla de
mi vista.
Resoplé.
—¿Por qué no? Me has preguntado qué podías
hacer, y te he contestado, ¿No?
—Lo sé,
pero ¡No!—musita con los ojos entornados, exasperado, pasando una mano por su
cabello más de tres veces dentro del mismo par de segundo—. Por supuesto que no
te daré un cigarrillo sólo por esto. No fumarás por despecho a él, no te
dejaré. No.
Refunfuñé,
cruzándome de brazos. ¡Era imposible! ¿No me lo ha preguntado el mismo? Aunque,
¿Cómo saber? ¿Cómo estar segura de que no lo estaba haciendo por eso?
—No es
por despecho a él, es sólo que... te miré. Te he visto y me han dado ganas de
uno—miré entonces aquél que aún no terminaba de consumir. ¿Me lo dará entonces?
¿Podré hacerlo... luego de tanto tiempo?—. ¿Qué tiene eso de malo?
—Tiene de
malo, que has pasado años sin probar un solo cigarrillo, y no volverás a ello
por mí—sentencia, con el semblante más serio y oscureciéndose a cada palabra
que musitó.
Al
enarcar una ceja trato de romper con aquella sequedad de su mirada pero no lo
puedo lograr. Supuse, que había sido todo; él no cedería, no cambiaría su
expresión, y como cualquier persona que ya se había rebajado lo suficiente,
tampoco me creí capaz de seguir el juego o preguntar una sola vez más.
De pronto
sentí cómo el nudo en mi garganta se volvía tensión que bullía de arriba hacia
abajo a través de mi pecho. Me estaba molestando también.
—Está
bien...—le digo, propia, mientras tomaba del respaldo mi bolso para poder
incorporarme y alejarme de él.
—N-no, Rach...
Toma de
mi brazo con suavidad, y no me deja avanzar más. Le iba a reñir cuando su
mirada se había tornado más dulce y vívida que antes. Al parecer había
funcionado.
—¿En verdad?—me mira incrédulo,
incómodo además.
—Sabes qué hacer... si quieres que
me quede.
Al
volverme a sentar lo escuché resoplar enteramente abatido. Me tendió la
cajetilla, y tomé ya sin titubeos uno de esos cigarrillos que ya tan
acostumbrada estaba a verlos sólo en sus labios. Bien, ahora uno de ellos
estaba entre mis labios también, y sin preguntar, sin decir nada más siquiera,
él acercó hacia mí el encendedor con una llama alta y brillante, sólo para mí.
Aspiré, y rogué para mis adentros no demorar demasiado en recobrar algo de
seriedad.
La
temperatura, el hedor, la sensación me hizo toser. Mi garganta ardió, y cuando
apenas él pudo reaccionar acercó hacia mí una botella de agua que había tomado
de su maletín unos segundos antes para ayudar a tranquilizarme pronto. Y lo
mejor fue que no me importaba, pues aquél dolor y falta de oxígeno ya no eran
por lo mismo. Ya no era a causa de nudos lacerantes que juraban que el llanto
se avecinaría, ya no era dolor, olvido, oscuridad. Era una sensación opuesta.
Se siente
bien.
—Sabía
que eso pasaría—se burla frente a mí, al cabo de los últimos tragos de agua que
tomo para prepararme por una nueva calada.
—De
cualquier forma no dejaré de fumar—musito, devolviéndole la botella casi vacía.
Doy una
calada más, con evidente dificultad menor a la de antes. Al aspirar y relucir
con elegancia la brisa blanquecina que se escapó de mis labios me detuve un
momento para observar una vez más el cigarrillo que sostengo en mis manos; se
ve lujoso. Sin pensarlo puedo jurar que son del mismo tipo que solía robar de
la bóveda de mi padre en casa. De los primeros que me convencieron que fumar me
traería un alivio diferente al buscado, uno más interesante.
Percatarme
de que él no me había dejado de mirar ni medio segundo, me desconcentró.
—¿Qué?
No me
responde, ni siquiera ante el tono arrogante de mi pregunta. Da en su lugar una
fumada más y algunos segundos después deja salir el aire espeso y blanco con
lentitud, una odiosa e hipnotizante elegancia.
—Eres muy linda—espetó, encarándome
con gesto lejano—. Eso es todo.
Me quedo
helada de por sí. De sólo tomar en cuenta el tono tan indiferente con el que lo
ha pronunciado. Pero lucho, hasta lo indecible por lucir en lo más remoto como
él. No podía mostrarme vulnerable, no con él. ¡Por favor!
—Se lo dirás eso a todas las chicas
que fuman contigo alguna vez.
—En absoluto—niega,
estrellando la punta de su cigarrillo contra el cenicero que estaba al centro
de la mesa—. No se lo he dicho así a nadie más. No a nadie de aquí, al menos.
Le imité,
como escape a la forma en que me había quedado pasmada. Hacían ya varios momentos
que mis labios no tocaban mi cigarrillo, pero aún así, éste no paró de
consumirse por uno sólo. El viento, no ayudaba además.
—Sé que
justo acabas de decírmelo...—me mira indolente de pronto—. Pero sé también que
aquello ocurrió hace poco más de cuatro meses atrás. Y no me malinterpretes, es
sólo que, no he parado de pensar en la oportunidad. No al menos desde que
recién entré a trabajar aquí.
Sus
labios no se cerraron, estaban entreabiertos y a la expectativa. Aguardé.
—¿Crees que... algún día te gustaría
salir... conmigo?
Me nublé
entonces. Negué y sabía que no tenía nada coherente o inteligente para decir.
¡Mierda! Estaba petrificada, estaba observándolo y no podía hablar. Incluso
pareció que me había recluido de nuevo, que como una flor que dejaba de ver el
sol, me volvía a cerrar.
—No lo
sé, Tag—susurré mientras me humedecía mis labios para volver a fumar.
¿En
verdad? ¿Me resguardaría detrás del propio humo que genere ahora? ¿Así sería de
ahora en adelante?
Pero
esta, curiosamente ya no había dolido en absoluto. En cambio, se sintió mejor,
más que bien, y la carencia de dificultad lo hizo más amena, la turbiedad con
la que se combinó mi fumarada con la suya me hizo entender que no tenía por qué
regalarle una respuesta definitiva en este instante también. Por ahora sólo me
apetecía fumar.
—...Déjame pensarlo.
Ambos
sonreímos. Sabía que lo había comprendido.
Con el
tiempo andando, con el sol ocultándose más allá de los reflejos que dio a los
rascacielos rodeándonos, me di cuenta de que me encantaba ver cómo es que el
humo se tomaba su calma para disiparse cada vez que él daba una calada más,
cómo éste, también se tomó su calma para hacerle morir. Así, despacio, sin
prisa. Una muerte poética, diría él. Así que las horas se esfumaron, y con
ellas ambos nos fumamos uno, dos, tres, cuatro... no demasiados como para
preocuparme por saber en lo que me estaba metiendo, pero sí los suficientes
como para ir bien, en una tarde cálida como esta.
Despejada,
iluminada por los últimos rayos crepúsculos que el sol nos dio, acompañados de
la fiel soledad, envueltos en la melancolía de los dos cafés que tomamos,
permitiéndome por fin, zafarme sólo un poco de la cruel tristeza.
Tag, de
la forma más remota que no me atrevía a descifrar, en una que no me quería
ahondar, me brindaba la seguridad perdida, esa necesidad de olvidar lo que
sucedía en mi entorno lúgubre también. El cómo ya siempre me encontraba dentro
de una cueva húmeda en mi habitación, tan sola, tan extraviada que ya no me
sentía como yo misma, ya ni siquiera lograba llegar a tocar mi interior, hacer
contacto con quien era, ésa que resguardé hace más de cuatro meses por todo el
dolor, por la razón de que pensé que esa sería la única forma de soportar mi
día a día, por creer que nada más sucedería en mi vida que valiera la pena como
para salir del abismo, de el lugar donde sólo había oscuridad. Michael, y mis
lágrimas infinitas.
Porque
sí, esta misma mañana había soñado que le llamaba de nuevo, pero por primera
vez sentí la fuerza para poder olvidar que quería escuchar otra vez su voz. Ya
no quería preguntarle por qué diablos era tan difícil olvidarle. Ya no
necesité, no deseé saber si él también llegaba a sentir ese dolor idéntico a
cuchillos incrustados a los costados como yo lo hice. Ya no me apetecería saber
si él llega aún a sentirse sólo cuando una de nuestras canciones favoritas
llega a sonar, o si alguna que otra cosa remota había llegado a recordarle
alguna memoria que ha construido conmigo.
La
urgencia de decirle que ya no puedo ser capaz de recordar la forma en que
sonaba su voz diciendo mi nombre ya no estaba, pues aunque eso llegaba a
asustarme, sabía que era lo mejor. No le diría que sabía que nuestro último
beso no fue nada como uno que alguna vez pudo decir adiós, que en cambio había
sido tan leve, tan superficial que el viento mismo se lo había llevado conmigo
antes del segundo en el que yo pude haberlo hecho un recuerdo.
No ansiaba
explicarle cómo ahora he olvidado todo junto con aquellas sensaciones que él me
había hecho sentir; que olvidé cómo se sentía que yo podía hacerlo todo, que
olvidé sentir que quizá el amor no sólo era hecho para las personas
perfectas... como si el amor, su amor, pudo haber sido para mí.
Y, por
Dios... ya no quería llamarle. Ya no deseaba hacerlo, o soñar con hacerlo. Así
que en lugar de ello me quise olvidar de todo, sentarme junto a este humillo
blanco disipándose a mi lado y desear fumar un cigarrillo tras otro, tal cual
si fueran dulces, como si fueran nada. Quería sacarme ya la inseguridad de si
aún le amaba o no, de olvidar el hecho de que se tiene que amar a alguien con
esta magnitud para extrañarle, y al mismo tiempo querer dejarle ir de esta
manera.
Se sentía
como un infierno.
Como un
maldito infierno de mierda en el que mi maldición será buscar sus ojos en los de alguien más... y
nunca encontrarlos. Fumar al lado de alguien que quizá me interesa hasta que me
arda la garganta, hablar hasta que me lastimen las cuerdas vocales y sólo...
dejar de pensar en llorar hasta quedarme dormida.
—Ah, Rachel... ¿Puedes acompañarme
un momento, por favor?
Me quedé
estática al reconocer aquella nueva voz resonando a mis espaldas. Reaccioné
como pude y adopté una posición veloz para halar del brazo izquierdo de Tag lo
suficiente como para percatarme de la hora que era; son cerca de las siete y
media de la noche y, él no se había percatado de ello. Yo ni lo pensé.
—C-claro...—susurré,
apagando el último medio cigarro que quedaba en mi mano y así poder virar.
Mierda,
no, estaba en problemas. Lo sabía, estaba segura.
Y
entonces lo encaré, el señor Zelner nos observaba desde el umbral de la pequeña
terraza con una expresión tan tranquila que ni tiempo me dio de concentrarme en
cómo Tag ya se había interpuesto titubeante entre nosotros.
—Señor
Zelner, lo lamento—Tag dice, tendiendo una mano abierta hacia él. ¿Pensaba que
me haría algo? ¿Que algo malo pasaría?—. Si ella se ha tardado, ha sido sólo
por mi culpa. Yo he sido quien...
—...Relájate, Tag—nuestro jefe le
cortó—. No he venido por eso.
—¿No?—inquiero,
haciendo que ambos viraran hacia mí. Tag perturbado y Zelner entornando los
ojos por nuestra reacción quejumbrosa.
Pero de
un momento a otro, parece que Tag no existe más ahí. Por la forma en que mi
jefe ahora me mira sólo a mí, podría jurar que nos encontramos los dos solos, o
que, así lo desea él.
—Hay unos
documentos que requieren de tu revisión—repuso luego de un silencio en el que
yo no podía estar más intrigada—. Llegaron esta mañana por renovación y tienes
que firmarlos. Podrás irte a casa luego de hacerlo, si así lo deseas. Sólo
necesito que me acompañes un momento antes.
Tag, a mi
lado se encogió de hombros al instante en el que le miré. Supe que no tenía ni
idea de lo que aquellos papeles concernían, estaba segura de que como yo, él
conocía casi nada del tema.
—Está bien...—musito, dedicándome a brindarle
una media sonrisa—. Gracias.
—Adelante—asiente, tendiendo ya una
mano indolente hacia el interior.
Fruncí el
ceño. No comprendí muy bien que ese ‘Necesito que me acompañes’ tendría que ser
en este preciso momento. Pero tampoco había mucho que se pudiese hacer.
—Adiós...—musité
tranquila, tratando de mirar a Tag otra vez.
—Rach, lo
siento de verdad, yo... —él ya me acercaba el maletín que había tendido de mi
respaldo antes. Titubeaba, y me daba una suma expresión de temor.
—...No
importa—traté de sonreír, al tiempo en que me despedía de él usando sólo mi
mirada.
Mi jefe,
el señor Zelner, sólo me cede avanzar en primer lugar hasta volver al interior,
una vez adentro se adelanta, y casi tengo que seguirle a trastabillas hasta su
vieja y amplia oficina que, por ser quien es, supuse tendría el primer derecho
de ser el único con una bonita vista del Empire
State reluciendo a un costado. Sobre su escritorio no está el mismo
desorden que ya estoy acostumbrada a ver, sólo hay una pila de documentos que,
al notarlos con detenimiento, me había percatado de que tenían mi nombre
escrito en ellos, como él lo había mencionado.
Reconozco
el motivo del que está hasta arriba casi al mismo segundo, al ubicar ahí el
logo de Ralph Lauren, al lado de la
insignia médica del Hospital Beth Israel de Nueva York. Miré a Zelner entonces,
aguardando por una explicación, o para que corroborara lo que creía yo estaba
mirando. Pero antes de hablar él toma esa misma hoja y la evita para comenzar
con la que estaba justo debajo de ella.
Refunfuñé
para mis adentros.
—Son sólo
trámites que olvidamos revisar desde que te transferiste de nuevo a la ciudad.
No es nada complicado—se pone entones a señalar con su índice algunos párrafos
que estaban escritos en el documento en que se supone me debo concentrar ahora—.
Esta misma trata de tu servicio de facturación y de nómina. Sólo tienes que
verificar que el domicilio en el que radicas aquí sigue siendo el mismo.
Del
primer cajón de su escritorio toma un bolígrafo, y me lo tiende junto con el
documento que me mostró.
—Oh...—suelto como reacción,
mientras tomaba aquello y observaba que el bonito bolígrafo tiene el emblema de
la compañía—. Está bien.
Lo miro
sin querer hacerlo en realidad, me salto partes que creo saber desconocidas,
que no me incumben en este momento. Porque sabía que desde que volví a trabajar
a este plantel, la serie de trámites sólo traían cosas que se ceñían contra mis
recuerdos en menos de lo que podría percatarme, no quería mirar algo de lo que
me arrepentiría.
Datos
personales, referencias, mi número de cuenta, mi jefe directo; y entonces
plasmo mi firma sobre la línea punteada al mirar el área con mi último
domicilio legal.
“#90. Bedford St. Greenwich Village, Nueva York”
—De
acuerdo—revira hacia mí para tomar el oficio impreso y guardarlo en un pequeño
sobre que buscó. Ahora sólo quedaba uno más en sus manos, era aquél que miré
antes, y del que no me dio la oportunidad de preguntar—. Ahora, esto es... sobre
tu seguro de gastos médicos.
Me lo
tendió, y me quise aventurar a analizar ahora cada palabra escrita que éste
contenía, desde el principio, y hasta que mi aliento entrecortado me lo permite
más. Me había estremecido al notar esta vez, que el domicilio de Neverland,
estaba registrado luego del de mi hogar aquí en la ciudad.
—Ah...
debe haber un error—el señor Zelner pronuncia a mi lado y entre mis suspiros
diminutos, no sabía que lo estaba mirando conmigo también.
—¿Un
error?—quise saber, mirándole en un segundo y al otro volviendo a poner mi
vista de lleno en la hoja. ¿Me había perdido de algo? ¿Hablará del domicilio de
Neverland?—. ¿Por qué? ¿Qué es?
Suspiró.
—Rachel,
me dijiste que la razón por la que has cambiado de parecer respecto a Los
Angeles había sido porque sufriste un accidente. ¿No es así?
—Así
es...—ya sentía que me pesaba el hablar, al advertir el cambio de su semblante,
la confusión comenzaba ya a cederle puesto al primer turbio atisbo de pánico—. Pero
no sé qué es lo que...
—...Oh,
no. Tranquila, es sólo que, creí que me habías dicho que nosotros habíamos
cubierto los gastos—musita más calmado a cada vez, volviendo de nuevo a
rebuscar entre la información de ese documento—. Pero, veo que no es así, luego
de todo.
—¿Qué?
—Así parece.
Siento en
ese instante un nuevo frío abriéndose nuevamente a través de mi piel, una
turbia incertidumbre que lacera cualquier seguridad de mis palabras, de mis
movimientos, dejándome enteramente congelada ahí, con mis pies clavados al
suelo y mis ojos al folio, advirtiendo todos esos últimos deseos que me animé a
pedir aquél día de finales de Enero, estrellándose contra la sensación que tuve
en ese entonces de que, no tardaría ya en terminarse todo.
—N-no...
es imposible—continué entre titubeos y sin moverme, sosteniendo mi vista ante
cada línea escrita ahí y el infierno que esperaba me haría vivir internamente—.
Cuando me atendieron solicité que se cargara a nombre de la empresa, no
pudieron haber sido cobrados de una forma diferente. Lo sé...
—Pues así
lo han hecho—espeta, señalando entonces una parte del formato que no me puse a
tomar en cuenta antes—. Aquí está escrito incluso el nombre de la compañía que
dedujo los gastos completos., ¿Lo ves?
Y antes
de que pudiese replicar con cualquier manera de objeción que no era precisa, mi
voz, mi calor, y mi mundo desapareció todo ante mis ojos, dejándome
completamente muda y absorta bajo aquellas primeras palabras que tuve que leer,
y que comenzaban a encargarse de nublarme la vista, de cerrarme la ventana.
“Michael J. Jackson”
—No...—negué.
Era más de lo que podía hacer, más de lo que mi mente, atestada en esa sarta de
imágenes oscuras, me permitiría lograr.
—Curioso
nombre, ¿No?—de pronto se pone a mirar la hoja con una expresión diferente, una
de incredulidad relajada—. Hasta creería que se ha tratado del mismísimo...
—...Los
procedimientos—le corté. Sentí que me sofocaba, que pronto mi voz se podía
quebrar—. Lo que se me hizo, la intervención. No está... especificada, ¿Verdad?
No dice nada ahí, no puede aparecer...
¿Y si ahí
aparecía la palabra ‘aborto’? ¿Y si ahí estaba la mención de un legrado? ¿Qué
mierda iba a hacer entonces? ¿Qué explicación le iba a dar?
—No...—admitió,
luego de pasar sus ojos entrecerrados dos segundos más—. Sólo la cantidad, y
vaya que fue algo alta... Servicio de seguridad en el quinto piso del UCLA
Hospital, habitación de lujo, servicio especializado de enfermería, te trataron
bastante bien por allá. ¿No es así?
—N-no,
yo...
Me muerdo
sin más los labios para no permitirme hablar más. Ya estaba perdida, ante cada
cosa que veía, que escuchaba de sus labios, que leía o sentía y rogaba por no
advertir. Los recuerdos... los anhelos, el llanto, la muerte, las sombras, la
salida inexistente de ese día comenzaban a caer encima de mí a una velocidad
sofocante, de la que no me percaté.
Todo
allí, todo lo que sufrí en ese universo, incluso el vacío que existe ahora en
el lugar central de mi alhajero me hacía recordar la sarta de sensaciones y
vidas que había dejado atrás, cómo lo he cambiado por este diario vivir, por
esta rutina agobiante que trata de suplantar otros paraísos vividos. Recuerdo
cada pérdida como su se burlaran de mí, como si el antes, y el porvenir que
imaginaba me señalara con el dedo cada vez que me largaba a llorar. Cada noche
de cada mes que pasó, desde que le había dejado.
Mis ojos
escocieron, el ardor comenzó.
—D-disculpe... por favor...
Me excusé
tras un gemido roto, sin fijarme en su reacción, sin importarme más nada,
encaminándome hacia el despacho que daba proximidad al lugar y tratando como
podía de que la puerta no hiciese un ruido atenazador luego de mí. El jaleo de
preguntas y recuerdos forzosos a mi alrededor me parecieron de pronto una
discordancia impensable, insostenible y lastimera en su forma de encerrarme sin
más dentro de otra oficina para echarme a llorar, para drogarme de nuevo de mis
propios recuerdos.
Me dejaba
caer contra la moqueta con mi cuerpo apoyado contra esa puerta cerrada, en
medio de la oscuridad, y me cubrí el rostro con mis dedos envueltos en una
urgencia patética, sofocante, sintiendo el llanto quebrándose en pos de mi
garganta como si fuese no más que un grito desesperado, o como uno de mis
latidos irregulares más cierto que ese mismo dolor.
Mierda,
no... Michael no estaba para sentir que podía dejarme ir, y tirarme a llorar al
lado de él, no me vería, no sabría cómo me sigue doliendo, cómo no sé siquiera
si lo podré soportar al final. Ya no estaba, ni volvería a estar ahí, riendo y
respirando mi mismo aire, existiendo en vez de mi soledad, en medio de mis
puertas cerradas y mis muros inquebrantables de olvido.
Acéptalo,
Rachel, mierda. Comprende que esto ha sido lo último que hizo por ti, que haber
cubierto por esos gastos sería lo último y nada más, y no significaría que algo
había cambiado. Ya no volveré a recibirle en cada atardecer luego de un día
agobiante cargado de ensayos, o reuniones que pintaban un porvenir lejano, ya
no me lanzaré contra su cuello apenas llegue a casa para poder besar sus labios
por fin.
No nos
resguardaríamos en nuestra habitación en las noches de tormenta, ni nuestras
piernas se enredarían bajo las sábanas como un solo lazo más fuerte que nuestro
mismo deseo. Su cabello... tenía que olvidarme de él; sus ojos... tenía que
eliminarlos; sus labios, su rostro... él. Ya no está. No sentiré nunca más el
calor de esos brazos rodeando mis caderas en medio de uno de nuestros besos, de
sus manos acariciando mi vientre como si fuese algo más preciado que su tesoro
más infinito. No veré sus ojos de nuevo, cafés y profundos, centellantes y
vivos, apreciándome a cada oportunidad.
Ya no
podrá ser el amor de mi vida simplemente, él no sería más mi razón principal
para respirar.
Porque el
sólo recordarlo sería una odisea de magnitudes abismales. Una batalla a muerte
conmigo misma, tinieblas palpitando, ardiendo y rasgando ahí, en cada uno de
mis alientos.
Llevo mis
manos hacia mi rostro, con la completa urgencia de ocultar el reguero ardiente
de lágrimas que sólo no dejan de salir, las atrapo y borro entre las yemas de
mis dedos, amordazándolas entre esos recuerdos muertos, restos de latidos, de
besos, y tan sólo para volver a comprobar lo que ya estaba dado por hecho, lo
inútil que serían mis intentos. Porque ya estaba perdida, completamente echada
a la oscuridad... Sola, aquí. Y él estaba allá.
¿Pero
cómo diablos fui a olvidar lo obvio? ¿Cómo pude creer que lo nuestro
obligatoriamente debía durar una eternidad? Confiados en un futuro que no
estaba escrito en piedra y ahora miramos con nostalgia y resignación. Si él ha
sido para mí lo increíble, la belleza, el arte, el deseo, la pasión pura, lo
impensable, la luz, el agua, el calor... y simplemente asumir que sería para
siempre fue tan incómodo, fue el paraíso por unos instantes, fue armonía total
en un escalón de mi propia existencia.
Todos
esos instantes vividos a su lado, llenos de magia y grandiosidad, me habían
hecho olvidar que el mundo cambia, y que él también podía cambiar, que estar
acompañado no significa adherirse a esa persona, ni tampoco pertenecerse el uno
al otro, no significa perderme a mí.
No, no
nacimos pegados.
Al
conocerlo, no venía con garantía para mí.
Y aún
así, él se llevó algo de mí, y yo algo de él. Fuese como fuese.
Me limpié
las pestañas empapadas otra vez, suspirando para armonizar mis respiraciones
entrecortadas mientras colgaba mi bolso de nuevo sobre mi hombro, y me
intentaba incorporar ya de una vez. Necesitaba marcharme, irme de ahí y
resguardarme de nuevo en otro lugar. Necesitaba escapar y no ver a nadie más
que mi reflejo destruyéndose frente al espejo de mi habitación.
Subí a un
taxi que aguardaba por ahí, no hablé salvo para dar indicaciones, no pensé sino
en nada más que en el bendito nombre que se tuvo que ir a clavar en mi mente
como una endemoniada daga venenosa, y no quise mirar más allá de mi pasillo
extendiéndose escaleras arriba, que me hacía trastabillar ante lo borrosa que
las lágrimas habían dejado mi mirada. No me importó, quería irme, quería
desaparecer.
Pues ya
no me importaba si le espero, porque sé que él no lo iba a hacer, ya no me
importaba pensarle, pues claramente él no lo haría tampoco. Y no se lo diría a
nadie más; éste era un secreto entre mi corazón y el suyo, uno de esos que no
se dicen, ni estando vivo, ni siendo sólo la mitad de lo que fui una vez.
Levanté la
mirada para mirar mi puerta y no pude sino contener mi pulso al mil, junto a un
sollozo atorado en el pecho, con los ojos brillantes y preocupados de Ross
encontrando los míos sólo unos centímetros de mí.
—¿Ross...? ¿Qué...?
Musito y
froto mis ojos otra vez, intentando despejar mi vista y a mis pensamientos
junto con ella. No lograba comprender en absoluto, no lo esperé.
—Oh, no—murmura
con tono indolente, orgulloso, y gesticulando una simple media sonrisa—. Ni se
te ocurra ir dentro ahora. Justo estaba a punto de ir a recogerte. Nos vamos
ya.
—¿Nos vamos? ¿A... dónde? ¿A qué...?
No es
nada, no hará nada, no lo intentará, me repetí, rogando así para mis adentros
que esto no se tratase de algo acorde con mi cumpleaños. Logrando así, que mi
respiración se tranquilizase, que le pudiera mirar de alguna forma que no
delate el llanto atenazando mi garganta enronquecida.
Pero nada
cambió. Se giró, abrió la puerta y mis cosas ahí dentro echó sin más. Cuando me
percaté de aquello sólo supe definir la realidad entre lo que pasaba, entre lo
que deseé, y entre el beso pequeño que había dejado sobre mi mejilla. Que dejó
sin culpa, sin titubeos, sin decir nada más.
Y
entreabrió sus labios al alejarse, y dejarme contemplarle de nuevo.
—Tú y yo... iremos a cenar.
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